Superando el olvido del ser
o porque Van Gohg se cortó la
oreja
Para aclarar y explicar más la
interpretación de Žižek de la dialéctica hegeliana, apliquémosla a la propia
historia de filosofía que él mismo nos esboza:
1) La situación caótica y abstracta
dada sería la filosofía pre-socrática, desde los fisicalistas, pasando por
Heráclito y Parménides, hasta Anaxágoras. Desde luego que hay mucho contenido e
ideas filosóficas importantes en este periodo, pero por alguna razón lo
consideramos como un periodo previo o preparatorio, lo cual se evidencia en la
denominación usual que tiene, filosofía pre-socrática…
2) Y efectivamente, Platón, en cuanto
que es quien desarrolla la filosofía de Sócrates, es la negación de la etapa
anterior, lo que podría entenderse acaso heideggerianamente: emerge un modo
completamente radical de hacer filosofía, el “olvido metafísico”. Las Ideas o
Verdades ocultarían u obscurecerían el pensar del ser en cuanto ser.
3) Con Descartes lo “pre-socrático”,
el pensar del ser en cuanto ser, se vuelve algo incomunicable, es decir, con lo
que no se puede tener contacto o interacción alguna, por el contrario, lo único
“claro y distinto” que se tiene es la subjetividad vacía, carente de contenido,
o en cualquier caso, el único ser posible fundamental es el de este vacío
formal subjetivo. Las filosofías anteriores a Descartes todavía podían concebir
los principios de la realidad de alguna manera vinculados con la
trascendentalidad del ser, pero trasponiéndolo en la determinación cerrada de
un ente privilegiado o jerárquico (Dios, Sustancia Primera, etcétera), con
Descartes se termina esta posibilidad, la filosofía que seguirá va ganando para
el sujeto más y más contenidos y determinaciones que antes pertenecían al ente
substancializado (Spinoza se apropia de la naturaleza, Leibniz de las
estructuras psicológicas de la conciencia, Kant de las estructuras formales del
conocimiento de la realidad, etcétera).
Y 4) La “negación de la negación” en la
historia de la filosofía representada por la propia filosofía de Hegel que
introduce dicho concepto, supone que la negación que hay que negar es aquella
negación platónica que supuestamente habría hundido una etapa y un modo de
hacer filosofía más esencial –según Heidegger–. Aquí la clave es ver que dicho
periodo pre-socrático es una ilusión, es algo que en realidad aparece después
de Sócrates o Platón, es decir, solo con la emergencia de Platón
retrospectivamente nos damos cuenta que había un periodo filosófico previo en
el que sí se pensaba el “ser en cuanto ser”, pero lo que esto implica es que
este pensar del “ser en cuanto ser” es constitutivamente platónico, es decir,
las coordenadas de su existencia están dadas por la filosofía platónica ya
existente, se trata de un pensar filosófico platónico.
El siguiente paso es sacar sin temor
las consecuencias de esto. La autenticidad o primordialidad del pensar
verdaderamente ontológico de los presocráticos que observaba Heidegger, es en
realidad algo abierto por el platonismo. Ahora bien, esto es algo de lo que
solo nos podemos dar cuenta ahora, en la actualidad, es decir, en la actualidad
de la etapa del hegelianismo (žižekiano), en cuanto que este es el resultado de
lo que continuó después de Platón y Descartes, fundamentalmente.
Así, la tarea filosófica hegeliano
žižekiana será el apropiarse del pensar del “ser en cuanto ser” desde la
actualidad (ser algo así como “los pre-socráticos del siglo XXI”), esta es la
única posibilidad de una filosofía post-hegeliana. La gran diferencia con
Heidegger sería que él considero esta posibilidad al modo de un retorno
nostálgico, un gesto antifilosófico o antimetafísico (sus estudios sobre los
poemas de Parménides o los aforismos de Heráclito, etcétera), mientras que nosotros
solo lo podemos ver como una consecuencia del hegelianismo contemporáneo, es
decir, en el sentido de que solo se puede pensar el “ser en cuanto ser”, la
temática pre-socrática, DESPUÉS de Platón, Descartes, Hegel (y Žižek), en
temáticas con una perspectiva contemporánea.
Y cómo sería entonces este pensar el
ser en cuanto ser (solo posible) desde el hegelianismo contemporáneo.
Básicamente, postular que la dialéctica es el pensar el “ser en cuanto ser”, en
la filosofía de Žižek hay que encontrarlo en la “postulación de las
presuposiciones y la retroactividad generadora de la Verdad”, el “falso
reconocimiento como antecedente necesario de la Verdad”, en la “Verdad tiene
estructura de ficción”, el ser en cuanto ser sería la “apariencialidad”.
Miguel
Dávila - filósofo žižekiano
¿La dialéctica es el pensar del ser en cuanto ser?
Por supuesto, lo que nos hace ir de una fenomenología
a una noúmenologia, donde vamos más allá para crear una meta estructura en un
devenir donde la verdad se desoculta y entonces vivimos la experiencia cero
entramos a la nada y salimos de ella con la develación del ser pero esta
develación no es apariencialidad sino síntesis de la apariencialidad por lo
mismo la apariencia debe tener una thesis que es un poner en descubierto la
verdad una antítesis que es una negar ese descubierto o más bien dar cuenta del
propio ocultar de la verdad y una síntesis pero eta síntesis será la del
desocultamiento o la del ocultamiento pues puede ser de ambas tanto una
síntesis del ser del desocultamiento como una síntesis del no ser del
ocultamiento así tenemos una dialéctica
positiva y negativa , lo que nos lleva a
la otra pregunta:
¿Es la dialéctica de Hegel la que puede superar el
olvido del ser?
Y la respuesta es no, la dialéctica de Hegel es una
dialéctica negativa del Espíritu y
nosotros lo que necesitamos es una dialéctica que logre la mayor síntesis es
decir la síntesis de la dialéctica positiva y negativa pero no solo del
Espíritu es decir del logos de la idea sino también del anti espíritu es decir
de la voluntad, el deseo es decir de la existencia y una dialéctica que una lo
esencial uy lo existencial ¿Puede hacer esto la dialéctica Heguelina? Y la respuesta es clara no, por las razones ya
expuestas por eso creamos la dialéctica transferencial elevándola trasferencia
psicoanalítica a una transferencia ontológica donde lo que se trasfiere es el
ser y el no ser el develarse y el ocultarse de la verdad y cerramos con la
tercera pregunta ¿La verdad es ficcional? Si y no por supuesto que creamos la
verdad, por supuesto que creamos a Dios en el símbolo, la belleza en el
artificio, la sabiduría en el concepto y el conocimiento en la ciencia pero
toda creación es una develación aquí radica lo fundamental en el origen
recibimos la donación que no es otra cosa que la donación del ser como en un
poema donde el tenor de la metáfora se devela en la
propia metáfora pero se devela porque hay un fundamento y este fundamento no es
una relación solo creada en nuestra mente sino extraída de la naturaleza y entonces tenemos un nuevo comienzo,
aquí respondemos a la pregunta religiosa
de la creación de Dios, estamos creando a Dios porque Dios nos creó primero a nosotros para comprender esta
respuesta por favor te pido leer la alteración que hacemos al texto de
Heidegger el origen de la obra de arte:
EL ORIGEN DE LA
OBRA DE ARTE MARTIN HEIDEGGER 1935-Origen significa aquí aquello a partir de
donde y por lo que una cosa es lo que es y tal como es. Qué es algo y cómo es,
es lo que llamamos su esencia. El origen de algo es la fuente de su esencia. La
pregunta por el origen de la obra de arte pregunta por la fuente de su esencia.
Según la representación habitual, la obra surge a partir y por medio de la
actividad del artista. Pero ¿por medio de qué y a partir de dónde es el artista
aquello que es? Gracias a la obra; en efecto, decir que una obra hace al
artista significa que si el artista destaca como maestro en su arte es
únicamente gracias a la obra. El artista es el origen de la obra. La obra es el
origen del artista. Ninguno puede ser sin el otro. Pero ninguno de los dos
soporta tampoco al otro por separado. El artista y la obra son en sí mismos y
recíprocamente por medio de un tercero que viene a ser lo primero, aquello de
donde el artista y la obra de arte reciben sus nombres: el arte. Por mucho que
el artista sea necesariamente el origen de la obra de un modo diferente a como
la obra es el origen del artista, lo cierto es que el arte es al mismo tiempo
el origen del artista y de la obra todavía de otro modo diferente. Pero ¿acaso
puede ser el arte un origen? ¿Dónde y cómo hay arte? El arte ya no es más que
una palabra a la que no corresponde nada real. En última instancia puede servir
a modo de término general bajo el que agrupamos lo único real del arte: las
obras y los artistas. Aun suponiendo que la palabra arte fuera algo más que un
simple término general, con todo, lo designado por ella sólo podría ser en
virtud de la realidad efectiva de las obras y los artistas. ¿O es al contrario?
¿Acaso sólo hay obra y artista en la medida en que hay arte y que éste es su
origen? Sea cual sea la respuesta, la pregunta por el origen de la obra de arte
se transforma en pregunta por la esencia del arte. Como de todas maneras hay
que dejar abierta la cuestión de si hay algún arte y cómo puede ser éste,
intentaremos encontrar la esencia del arte en el lugar donde indudablemente
reina el arte. El arte se hace patente en la obra de arte. Pero ¿qué es y cómo
es una obra que nace del arte? Qué sea el arte nos los dice la obra. Qué sea la
obra, sólo nos lo puede decir la esencia del arte. Es evidente que nos movemos
dentro de un círculo vicioso. El sentido común nos obliga a romper ese círculo
que atenta contra toda lógica. Se dice que se puede deducir qué sea el arte
estableciendo una comparación entre las distintas obras de arte existentes.
Pero ¿cómo podemos estar seguros de que las obras que contemplamos son
realmente obras de arte si no sabemos previamente qué es el arte? Pues bien,
del mismo modo que no se puede derivar la esencia del arte de una serie de
rasgos tomados de las obras de arte existentes, tampoco se puede derivar de
conceptos más elevados, porque esta deducción da por supuestas aquellas
determinaciones que deben bastar para ofrecernos como tal aquello que
consideramos de antemano una obra de arte. Pero reunir los rasgos distintivos
de algo dado y deducir a partir de principios generales son, en nuestro caso,
cosas igual de imposibles y, si se llevan a cabo, una mera forma de autoengaño.
Así pues, no queda más remedio que recorrer todo el círculo, pero esto no es ni
nuestro último recurso ni una deficiencia. Adentrarse por este camino es una
señal de fuerza y permanecer en él es la fiesta del pensar, siempre que se dé
por supuesto que el pensar es un trabajo de artesano. Pero el paso decisivo que
lleva de la obra al arte o del arte a la obra no es el único círculo, sino que
cada uno de los pasos que intentamos dar gira en torno a este mismo círculo. Para encontrar la esencia del arte, que
verdaderamente reina en la obra, buscaremos la obra efectiva y le preguntaremos
qué es y cómo es. Todo el mundo conoce obras de arte. En las plazas públicas,
en las iglesias y en las casas pueden verse obras arquitectónicas, esculturas y
pinturas. En las colecciones y exposiciones se exhiben obras de arte de las
épocas y pueblos más diversos. Si contemplamos las obras desde el punto de
vista de su pura realidad, sin aferrarnos a ideas preconcebidas, comprobaremos
que las obras se presentan de manera tan natural como el resto de las cosas. El
cuadro cuelga de la pared como un arma de caza o un sombrero. Una pintura, por
ejemplo esa tela de Van Gogh que muestra un par de botas de campesino,
peregrina de exposición en exposición. Se transportan las obras igual que el carbón
del Ruhr y los troncos de la Selva Negra. Durante la campaña los soldados
empaquetaban en sus mochilas los himnos de Hölderlin al lado de los utensilios
de limpieza. Los cuartetos de Beethoven yacen amontonados en los almacenes de
las editoriales igual que las patatas en los sótanos de las casas. Todas las
obras poseen ese carácter de cosa. ¿Qué serían sin él? Sin embargo, tal vez nos
resulte chocante esta manera tan burda y superficial de ver la obra. En efecto,
se trata seguramente de la perspectiva propia de la señora de la limpieza del
museo o del transportista. No cabe duda de que tenemos que tomar las obras tal
como lo hacen las personas que las viven y disfrutan. Pero la tan invocada
vivencia estética tampoco puede pasar por alto ese carácter de cosa inherente a
la obra de arte. La piedra está en la obra arquitectónica como la madera en la
talla, el color en la pintura, la palabra en la obra poética y el sonido en la
composición musical. El carácter de cosa es tan inseparable de la obra de arte
que hasta tendríamos que decir lo contrario: la obra arquitectónica está en la
piedra, la talla en la madera, la pintura en el color, la obra poética en la
palabra y la composición musical en el sonido. !Por supuesto!, replicarán. Y es
verdad. Pero ¿en qué consiste ese carácter de cosa que se da por sobreentendido
en la obra de arte? Seguramente resulta superfluo y equívoco preguntarlo,
porque la obra de arte consiste en algo más que en ese carácter de cosa. Ese
algo más que está en ella es lo que hace que sea arte. Es verdad que la obra de
arte es una cosa acabada, pero dice algo más que la mera cosa: “agorenei”. La
obra nos da a conocer públicamente otro asunto, es algo distinto: es alegoría.
Además de ser una cosa acabada, la obra de arte tiene un carácter añadido.
Tener un carácter añadido -llevar algo consigo- es lo que en griego se dice
“simbolein”. La obra es símbolo. La alegoría y el símbolo nos proporcionan el
marco dentro del que se mueve desde hace tiempo la caracterización de la obra
de arte. Pero ese algo de la obra que nos revela otro asunto, ese algo añadido,
es el carácter de cosa de la obra de arte. Casi parece como si el carácter de
cosa de la obra de arte fuera el cimiento dentro y sobre el que se edifica eso
otro y propio de la obra. ¿Y acaso no es ese carácter de cosa de la obra lo que
de verdad hace el artista con su trabajo? Queremos dar con la realidad
inmediata y plena de la obra de arte, pues sólo de esta manera encontraremos
también en ella el verdadero arte. Por lo tanto, debemos comenzar por
contemplar el carácter de cosa de la obra. Para ello será preciso saber con
suficiente claridad qué es una cosa. Sólo entonces se podrá decir si la obra de
arte es una cosa, pero una cosa que encierra algo más, es decir, sólo entonces
se podrá decidir si la obra es en el fondo eso otro y en ningún caso una cosa.
La cosa y la obra ¿Qué es verdaderamente la cosa en la medida en que es una
cosa? Cuando preguntamos de esta manera pretendemos conocer el ser-cosa (la
coseidad) de la cosa. Se trata de captar el carácter de cosa de la cosa. A este
fin tenemos que conocer el círculo al que pertenecen todos los entes a los que
desde hace tiempo damos el nombre de cosa. La piedra del camino es una cosa y
también el terrón del campo. El cántaro y la fuente del camino son cosas. Pero
¿y la leche del cántaro y el agua de la fuente? También son cosas, si es que
las nubes del cielo, los cardos del campo, las hojas que lleva el viento otoñal
y el azor que planea sobre el bosque pueden con todo derecho llamarse cosas. Lo
cierto es que todo esto deberá llamarse cosa si también designamos con este
nombre lo que no se presenta de igual manera que lo recién citado, es decir, lo
que no aparece. Una cosa semejante, que no aparece, a saber, una «cosa en sí»,
es por ejemplo, según Kant, el conjunto del mundo y hasta el propio Dios. Las
cosas en sí y las cosas que aparecen, todo ente que es de alguna manera, se
nombran en filosofía como cosa. El avión y el aparato de radio forman parte hoy
día de las cosas más próximas, pero cuando mentamos las cosas últimas pensamos
en algo muy diferente. Las cosas últimas son la muerte y el juicio. En
definitiva, la palabra cosa designa aquí todo aquello que no es finalmente
nada. Siguiendo este significado también la obra de arte es una cosa en la medida en que, de
alguna manera, es algo ente. Pero a primera vista parece que este concepto de
cosa no nos ayuda nada en nuestra pretensión de delimitar lo ente que es cosa
frente a lo ente que es obra. Por otra parte, tampoco nos atrevemos del todo a llamar
a Dios cosa y lo mismo nos ocurre cuando pretendemos tomar por cosas al
labrador que está en el campo, al fogonero ante su caldera y al maestro en la
escuela. El hombre no es una cosa. Es verdad que cuando una chiquilla se
enfrenta a una tarea desmesurada decimos de ella que es una ‘cosita’ demasiado
joven, pero sólo porque en este caso pasamos hasta cierto punto por alto su
condición humana y creemos encontrar más bien lo que constituye el carácter de
cosa de las cosas. Hasta vacilamos en llamar cosa al ciervo que para en el
claro del bosque, al escarabajo que se esconde en la hierba y a la propia
brizna de hierba. Para nosotros, serán más bien cosas el martillo, el zapato,
el hacha y el reloj. Pero tampoco son meras cosas. Para nosotros sólo valen como
tal la piedra, el terrón o el leño. Las cosas inanimadas, ya sean de la
naturaleza o las destinadas al uso. Son las cosas de la naturaleza y del uso
las que habitualmente reciben el nombre de cosas. Así, hemos venido a parar
desde el más amplio de los ámbitos, en el que todo es una cosa (cosa = res =
ens = un ente), incluso las cosas supremas y últimas, al estrecho ámbito de las
cosas a secas. «A secas» significa aquí, por un lado, la pura cosa, que es
simplemente cosa y nada más y, por otro lado, la mera cosa en sentido casi
despectivo. Son las cosas a secas, excluyendo hasta las cosas del uso, las que
pasan por ser las cosas propiamente dichas. Pues bien ¿en qué consiste el
carácter de cosa de estas cosas? A partir de ellas se debe poder determinar la coseidad
de las cosas. Esta determinación nos capacita para distinguir el carácter de
cosa como tal. Así armados, podremos caracterizar esa realidad casi tangible de
las obras en la que se esconde algo distinto. Es bien sabido que, desde tiempos
remotos, en cuanto se pregunta qué pueda ser lo ente, siempre salen a relucir
las cosas en su coseidad como lo ente por antonomasia. Según esto, debemos
encontrar ya en las interpretaciones tradicionales de lo ente la delimitación
de la coseidad de las cosas. Así pues, sólo tenemos que asegurar expresamente
este saber tradicional de la cosa para vernos descargados de la fastidiosa
tarea de buscar por nuestra cuenta el carácter de cosa de las cosas. Las
respuestas a la pregunta de qué es la cosa se han vuelto tan corrientes que
nadie sospecha que se puedan poner en duda. Las interpretaciones de la coseidad
de la cosa reinantes a lo largo de todo el pensamiento occidental, que hace
mucho que se dan por supuestas y se han introducido en nuestro uso cotidiano,
se pueden resumir en tres. Una mera cosa es, por ejemplo, este bloque de
granito, que es duro, pesado, extenso, macizo, informe, áspero, tiene un color
y es parte mate y parte brillante. Todo lo que acabamos de enumerar podemos
observarlo en la piedra. De esta manera conocemos sus características. Pero las
características son lo propio de la piedra. Son sus propiedades. La cosa las
tiene. ¿La cosa? ¿En qué pensamos ahora cuando mentamos la cosa? Parece
evidente que la cosa no es sólo la reunión de las características ni una mera
acumulación de propiedades que dan lugar al conjunto. La cosa, como todo el
mundo cree saber, es aquello alrededor de lo que se han agrupado las
propiedades. Entonces, se habla del núcleo de las cosas. Parece que los griegos
llamaron a esto “to hipokeimenon”. Esa cualidad de las cosas que consiste en
tener un núcleo era, para ellos, lo que en el fondo y siempre subyacía. Pero
las características se llaman “ta snmbebekota”, es decir, aquello siempre ya
ligado a lo que subyace en cada caso y que aparece con él. Estas denominaciones
no son nombres arbitrarios, porque en ellas habla lo que aquí ya no se puede
mostrar: la experiencia fundamental griega del ser de lo ente en el sentido de
la presencia. Pero gracias a estas denominaciones se funda la interpretación,
desde ahora rectora, de la coseidad de la cosa, así como la interpretación
occidental del ser de lo ente. Ésta comienza con la adopción de las palabras
griegas por parte del pensamiento romano-latino. nonemÛexopê se convierte en
subjectum; “hipostasis” se convierte en substantia; “snmbebekos” pasará a ser
accidens. Esta traducción de los nombres griegos a la lengua latina no es en
absoluto un proceso sin trascendencia, tal como se toma hoy día. Por el
contrario, detrás de esa traducción aparentemente literal y por lo tanto
conservadora de sentido, se esconde una tras-lación de la experiencia griega a
otro modo de pensar. El modo de pensar romano toma prestadas las palabras
griegas san la correspondiente experiencia originaria de aquello que dicen, sin
la palabra griega. Con esta traducción, el pensamiento occidental empieza a
perder suelo bajo sus pies. Según la opinión general, la determinación de la
coseidad de la cosa como substancia con sus accidentes parece corresponderse
con nuestro modo natural de ver las cosas. No es de extrañar que esta manera
habitual de ver las cosas se haya adecuado también al comportamiento que se
tiene corrientemente con las mismas, esto es, al modo en que interpelamos a las
cosas y hablamos de ellas. La oración simple se compone del sujeto, que es la
traducción latina -y esto quiere decir reinterpretación- del “hipokeimenon”, y
del predicado con el que se enuncian las características de la cosa. ¿Quién se
atrevería a poner en tela de juicio estas sencillas relaciones fundamentales
entre la cosa y la oración, entre la estructura de la oración y la 4 estructura
de la cosa? Y con todo, no nos queda más remedio que preguntar si la estructura
de la oración simple (la cópula de sujeto y predicado) es el reflejo de la estructura
de la cosa (de la reunión de la substancia con los accidentes). ¿O es que esa
representación de la estructura de la cosa se ha diseñado según la estructura
de la oración? ¿Qué más fácil que pensar que el hombre transfiere su modo de
captar las cosas en oraciones a la estructura de la propia cosa? Esta opinión
aparentemente crítica, pero sin embargo demasiado precipitada, debería hacernos
comprender de todos modos cómo es posible esa traslación de la estructura de la
oración a la cosa sin que la cosa se haya hecho ya visible previamente. No se
ha decidido todavía qué es lo primero y determinante, si la estructura de la
oración o la de la cosa. Incluso es dudoso que se pueda llegar a resolver esta
cuestión bajo este planteamiento. En el fondo, ni la estructura de la oración
da la medida para diseñar la estructura de la cosa ni ésta se refleja
simplemente en aquélla. Ambas, la estructura de la oración y la de la cosa,
tienen su origen en una misma fuente más originaria, tanto desde el punto de
vista de su género como de su posible relación recíproca. En todo caso, la
primera interpretación citada de la coseidad de la cosa (la cosa como portadora
de sus características), no es tan natural como aparenta, a pesar de ser tan
habitual. Lo que nos parece natural es sólo, presumiblemente, lo habitual de
una larga costumbre que se ha olvidado de lo inhabitual de donde surgió. Sin
embargo, eso inhabitual causó en otros tiempos la sorpresa de los hombres y
condujo el pensar al asombro. La confianza en la interpretación habitual de la
cosa sólo está fundada aparentemente. Además, este concepto de cosa (la cosa
como portadora de sus características) no vale sólo para la mera cosa
propiamente dicha, sino para cualquier ente. Por eso, con su ayuda nunca se
podrá delimitar a lo ente que es cosa frente a lo ente que no es cosa. Sin
embargo, antes de cualquier consideración, el simple hecho de permanecer alerta
en el ámbito de las cosas ya nos dice que este concepto de cosa no acierta con
el carácter de cosa de las cosas, es decir, con el hecho de que éstas se
generan espontáneamente y reposan en sí mismas. A veces, seguimos teniendo el
sentimiento de que hace mucho que se ha violentado ese carácter de cosa de las
cosas y que el pensar tiene algo que ver con esta violencia, motivo por el que
renegamos del pensar en lugar de esforzarnos porque sea más pensante. Pero ¿qué
valor puede tener un sentimiento, por seguro que sea, a la hora de determinar
la esencia de la cosa, cuando el único que tiene derecho a la palabra es el
pensar? Pero, con todo, tal vez lo que en éste y otros casos parecidos llamamos
sentimiento o estado de ánimo sea más razonable, esto es, más receptivo y
sensible, por el hecho de estar más abierto al ser que cualquier tipo de razón,
ya que ésta se ha convertido mientras tanto en ratio y por lo tanto ha sido
malinterpretada como racional. Así las cosas, la mirada de reojo hacia lo
ir-racional, en tanto que engendro de lo racional impensado, ha prestado
curiosos servicios. Es cierto que el concepto habitual de cosa sirve en todo
momento para cada cosa, pero a pesar de todo no es capaz de captar la cosa en
su esencia, sino que por el contrario la atropella. ¿Es posible evitar
semejante atropello? ¿De qué manera? Probablemente sólo es posible si le
concedemos campo libre a la cosa con el fin de que pueda mostrar de manera
inmediata su carácter de cosa. Previamente habrá que dejar de lado toda
concepción y enunciado que pueda interponerse entre la cosa y nosotros. Sólo
entonces podremos abandonarnos en manos de la presencia imperturbada de la
cosa. Pero no tenemos por qué exigir ni preparar este encuentro inmediato con
las cosas, ya que viene ocurriendo desde hace mucho tiempo. Se puede decir que
en todo lo que aportan los sentidos de la vista, el oído y el tacto, así como
en las sensaciones provocadas por el color, el sonido, la aspereza y la dureza,
las cosas se nos meten literalmente en el cuerpo. La cosa es el “aistheton”, lo
que se puede percibir con los sentidos de la sensibilidad por medio de las
sensaciones. En consecuencia, más tarde se ha tornado habitual ese concepto de
cosa por el cual ésta no es más que la unidad de una multiplicidad de lo que se
da en los sentidos. Lo determinante de este concepto de cosa no cambia en
absoluto porque tal unidad sea comprendida como suma, como totalidad o como
forma. Pues bien, esta interpretación de la coseidad de las cosas es siempre y
en todo momento tan correcta y demostrable como la anterior, lo que basta para
dudar de su verdad. Si nos paramos a pensar a fondo aquello que estamos
buscando, esto es, el carácter de cosa de la cosa, este concepto de cosa nos
volverá a dejar perplejos. Cuando se nos aparecen las cosas nunca percibimos en
primer lugar y propiamente dicho un cúmulo de sensaciones, tal como pretende
este concepto, por ejemplo, una suma de sonidos y ruidos, sino que lo que oímos
es cómo silba el vendaval en el tubo de la chimenea, el vuelo del avión
trimotor, el Mercedes que pasa y que distinguimos inmediatamente del Adler. Las
cosas están mucho más próximas de nosotros que cualquier sensación. En nuestra
casa oímos el ruido de un portazo pero nunca meras sensaciones acústicas o
puros ruidos. Para oír un ruido puro tenemos que hacer oídos sordos a las
cosas, apartar de ellas nuestro oído, es decir, escuchar de manera abstracta.
En el concepto de cosa recién citado no se encierra tanto un atropello a la
cosa como un intento desmesurado de llevar la cosa al ámbito de mayor
inmediatez posible respecto a nosotros. Pero una cosa jamás se introducirá en
ese ámbito mientras le asignemos como su carácter de cosa lo que hemos
percibido a través de las sensaciones.
Mientras que la primera interpretación de la cosa la mantiene a una excesiva
distancia de nosotros, la segunda nos la aproxima demasiado. En ambas
interpretaciones la cosa desaparece. Por eso, hay que evitar las exageraciones
en ambos casos. Hay que dejar que la propia cosa repose en sí misma. Hay que
tomarla tal como se presenta, con su propia consistencia. Esto es lo que parece
lograr la tercera interpretación, que es tan antigua como las dos ya citadas.
Lo que le da a las cosas su consistencia y solidez, pero al mismo tiempo
provoca los distintos tipos de sensaciones que confluyen en ellas, esto es, el
color, el sonido, la dureza o la masa, es lo material de las cosas. En esta
caracterización de la cosa como materia (hile) está puesta ya la forma (morfe).
Lo permanente de una cosa, su consistencia, reside en que una materia se
mantiene con una forma. La cosa es una materia conformada. Esta interpretación
de la cosa se apoya en la apariencia inmediata con la que la cosa se dirige a
nosotros por medio de su aspecto (eidos). La síntesis de materia y forma nos
aporta finalmente el concepto de cosa que se adecua igualmente a las cosas de
la naturaleza y a las cosas del uso. Este concepto de cosa nos capacita para
responder a la pregunta por el carácter de cosa de la obra de arte. El carácter
de cosa de la obra es manifiestamente la materia de la que se compone. La
materia es el sustrato y el campo que permite la configuración artística. Pero
semejante constatación, tan esclarecedora como sabida, hubiéramos podido
aportarla ya desde el principio. ¿Por qué damos entonces este rodeo a través de
los demás conceptos de cosa en vigor? Porque también desconfiamos de este
concepto de cosa que representa a la cosa como materia conformada. Pero ¿acaso
esta pareja de conceptos, materia-forma, no es la que se usa corrientemente en
el ámbito dentro del que debemos movernos? Sin duda. La diferenciación entre
materia y forma es el esquema conceptual por antonomasia para toda estética y
teoría del arte bajo cualquiera de sus modalidades. Pero este hecho irrefutable
no demuestra ni que la diferenciación entre materia y forma esté
suficientemente fundamentada ni que pertenezca originariamente al ámbito del
arte y de la obra de arte. Además, hace mucho tiempo que el ámbito de validez
de esta pareja de conceptos rebasa con mucho el terreno de la estética. Forma y
contenido son conceptos comodín bajo los que se puede acoger prácticamente
cualquier cosa. Si además se le adscribe la forma a lo racional y la materia a
lo ir-racional, si se toma lo racional como lo lógico y lo irracional como lo
carente de lógica y si se vincula la pareja de conceptos forma-materia con la
relación sujeto-objeto, el pensar representativo dispondrá de una mecánica
conceptual a la que nada podrá resistirse. Pero si la diferenciación entre
materia y forma nos lleva a este punto, ¿cómo podremos aislar con su ayuda el
ámbito específico de las meras cosas a diferencia del resto de los entes? Tal
vez esta caracterización según la materia y la forma vuelva a recuperar su
poder de determinación si damos marcha atrás y evitamos la excesiva extensión y
consiguiente pérdida de significado de estos conceptos. Es cierto, pero esto supone
saber de antemano cuál es la región de lo ente en la que tienen verdadera
fuerza de determinación. Que dicha región sea la de las meras cosas no deja de
ser por ahora más que una suposición. La alusión al empleo excesivamente
generoso de este entramado conceptual en el campo de la estética, podría
llevarnos a pensar que materia y forma son determinaciones que tienen su origen
en la esencia de la obra de arte y sólo a partir de allí han sido transferidas
nuevamente a la cosa. ¿Dónde tiene el entramado materia-forma su origen, en el
carácter de cosa de la cosa o en el carácter de obra de la obra de arte? El
bloque de granito que reposa en sí mismo es algo material bajo una forma
determinada aunque tosca. Forma significa aquí la distribución y el ordenamiento
de las partículas materiales en los lugares del espacio, de lo que resulta un
perfil determinado: el del bloque. Pero también el cántaro, el hacha y los
zapatos son una materia comprendida dentro de una forma. En este caso, la forma
en tanto que perfil no es ni siquiera la consecuencia de una distribución de la
materia. Por el contrario, la forma determina el ordenamiento de la materia. Y
no sólo esto, sino también hasta el género y la elección de la misma:
impermeable para el cántaro, suficientemente dura para el hacha, firme pero
flexible para los zapatos. Además, esta combinación de forma y materia ya viene
dispuesta de antemano dependiendo del uso al que se vayan a destinar el
cántaro, el hacha o los zapatos. Dicha utilidad nunca se le atribuye ni impone
con posterioridad a entes del tipo del cántaro, el hacha y los zapatos. Pero
tampoco es alguna suerte de finalidad colgada en algún lugar por encima de
ellos. La utilidad es ese rasgo fundamental desde el que estos entes nos
contemplan, esto es, irrumpen ante nuestra vista, se presentan y, así, son
entes. Sobre esta utilidad se basan tanto la conformación como la elección de
materia que viene dada previamente con ella y, por lo tanto, el reino del
entramado de materia y forma. Los entes sometidos a este dominio son siempre
producto de una elaboración. El producto se elabora en tanto que utensilio para
algo. Por lo tanto, materia y forma habitan, como determinaciones de lo ente,
en la esencia del utensilio. Este nombre nombra lo confeccionado expresamente para
su uso y aprovechamiento. Materia y forma no son en ningún modo determinaciones
originarias de la coseidad de la mera cosa. Una vez elaborado, el utensilio,
por ejemplo el zapato, reposa en sí mismo como la mera cosa, pero no se ha
generado por sí mismo como el bloque de granito. Por otra parte, el utensilio
presenta un parentesco con la obra de arte, desde el momento en que es algo
creado por la mano del hombre. Pero, a su vez, y debido a la autosuficiencia de
su presencia, la obra de arte se parece más bien a la cosa generada
espontáneamente y no forzada a nada. Y con todo, no contamos las obras entre
las meras cosas. Las cosas propiamente dichas son, normalmente, las cosas del
uso que se hallan en nuestro entorno, las más próximas a nosotros. Y, así, si
bien el utensilio es cosa a medias, porque se halla determinado por la
coseidad, también es más: es al mismo tiempo obra de arte a medias; pero
también es menos, porque carece de la autosuficiencia de la obra de arte. El
utensilio ocupa una característica posición intermedia entre la cosa y la obra,
suponiendo que nos esté permitido entrar en semejantes cálculos. Pero el
entramado materia-forma que determina en primer lugar el ser del utensilio
aparece fácilmente como la constitución inmediatamente comprensible de todo
ente, porque en este caso el propio hombre que elabora está implicado en el
modo en que un utensilio llega al ser. Desde el momento en que el utensilio
adopta una posición intermedia entre la mera cosa y la obra, resulta fácil
concebir también con ayuda del ser-utensilio (esto es, del entramado
materia-forma) los entes que no tienen carácter de utensilio, las cosas y las
obras y, en definitiva, todo ente. La tendencia a considerar el entramado
materia-forma como la constitución de cada uno de los entes recibe sin embargo
un impulso muy particular por el hecho de que, debido a una creencia,
concretamente la fe bíblica, nos representamos de entrada la totalidad de lo
ente como algo creado, o lo que es lo mismo, como algo elaborado. La filosofía
de esta fe puede permitirse asegurar que nos debemos imaginar toda la actividad
creadora de Dios como algo diferente al quehacer de un artesano, pero cuando al
mismo tiempo o incluso previamente pensamos el ens creatum a partir de la
unidad de materia y forma -siguiendo la presunta prederminación de la filosofía
tomista para la interpretación de la Biblia- entonces interpretamos la fe a
partir de una filosofía cuya verdad reposa en un desocultamiento de lo ente
completamente diferente a ese mundo en el que cree la fe. La idea de creación
basada en la fe podría perder fácilmente ahora su fuerza rectora de cara al
saber de lo ente en su totalidad, pero con todo, una vez iniciada su marcha, la
interpretación teológica de todo ente (tomada de una filosofía extraña), esto
es, la concepción del mundo según la materia y la forma, puede seguir su
camino. Esto ocurre en el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna. La
metafísica de la Edad Moderna reposa en parte sobre el entramado materia-forma
acuñado en la Edad Media, que ya sólo recuerda a través de los nombres la
sepultada esencia del eidos y la hile. Y así es como la interpretación de la
cosa según la materia y la forma -ya sea bajo la formulación medieval o la
kantiana-trascendental- se ha vuelto completamente habitual y se da por
supuesta. Pero no por eso deja de ser un atropello al ser-cosa de la cosa,
exactamente igual que las restantes interpretaciones de la coseidad de la cosa.
Desde el momento en que llamamos meras cosas a las cosas propiamente dichas, nos
estamos traicionando claramente. En efecto, ‘meras’ significa que están
despojadas de su carácter de utilidad y de cosa elaborada. La mera cosa es una
especie de utensilio, pero uno desprovisto de su naturaleza de utensilio. El
sercosa consiste precisamente en lo que queda después. Pero este resto no está
determinado propiamente en su carácter de ser. Sigue siendo cuestionable si el
carácter de cosa de la cosa puede llegar a aparecer alguna vez, desde el
momento en que se despoja a la cosa de todo carácter de utensilio. De esta
manera, la tercera interpretación de la cosa, la que se guía por el entramado
materia-forma, se revela como un nuevo atropello a la cosa. Los tres modos
citados de determinación de la coseidad conciben la cosa como portadora de características,
como unidad de una multiplicidad de sensaciones, como materia conformada. A lo
largo de la historia de la verdad sobre lo ente se fueron entremezclando las
citadas interpretaciones, aunque ahora se pasa esto por alto. De este modo, se
reforzó aún más la tendencia a la extensión que ya las distinguía, de manera
que terminaron valiendo igualmente para la cosa, el utensilio y la obra. Así es
como surge de ellas ese modo de pensar por el cual no pensamos sólo sobre la
cosa, el utensilio y la obra en particular, sino sobre todo ente en general.
Este modo de pensar que se ha tornado habitual hace tiempo, anticipa toda
comprensión inmediata de lo ente. Dicha comprensión anticipada impide la
meditación sobre el ser de todo ente. Y, de este modo, ocurre que los conceptos
dominantes de cosa nos cierran el camino hacia el carácter de cosa de la cosa,
así como al carácter de utensilio del utensilio y sobre todo al carácter de
obra de la obra. Por esto es por lo que es necesario conocer dichos conceptos de
cosa: para poder meditar con pleno conocimiento sobre su origen y su pretensión
desmedida, pero también sobre su aparente incuestionabilidad. Este conocimiento
es tanto más necesario por cuanto intentamos traer a la vista y a la palabra el
carácter de cosa de la cosa, el carácter de utensilio del utensilio y el
carácter de obra de la obra. Pues bien, para ello sólo se precisa dejar reposar
a la cosa en sí misma, por ejemplo en su ser-cosa, pero sin incurrir en la
anticipación ni el 7 atropello de esos modos de pensar. ¿Qué más fácil que
dejar que el ente sólo sea precisamente el ente que es? ¿O, por el contrario,
dicha tarea nos introduce en la mayor dificultad, sobre todo si semejante
propósito (dejar ser al ente como es) representa precisamente lo contrario de
aquella indiferencia que le da la espalda a lo ente en beneficio de un concepto
no probado del ser? Debemos volvernos hacia lo ente, pensar en él mismo a
partir de su propio ser, pero al mismo tiempo y gracias a eso, dejarlo reposar
en su esencia. Este esfuerzo del pensar parece encontrar la mayor resistencia a
la hora de determinar la coseidad de la cosa, pues de lo contrario ¿cuál es el
motivo del fracaso de los intentos ya citados? Es la cosa, la que en su
insignificancia, escapa más obstinadamente al pensar. ¿O será que este
retraerse de la mera cosa, este no verse forzada a nada que reposa en sí mismo,
forma precisamente parte de la esencia de la cosa? ¿Acaso aquel elemento
cerrado de la esencia de la cosa, que causa extrañeza, no debe convertirse en
lo más familiar y de más confianza para un pensar que intenta pensar la cosa?
Si esto es así, no debemos abrir por la fuerza el camino que lleva al carácter
de cosa de la cosa. Prueba indiscutible de que la coseidad de la cosa es
particularmente difícil de decir y de que pocas veces es posible hacerlo, es la
historia de su interpretación aquí esbozada. Esta historia coincide con el
destino que ha guiado hasta ahora el pensamiento occidental sobre el ser de lo
ente. Pero no nos limitamos a constatarlo. En esta historia vemos también una
señal. ¿O es producto del azar el que de todas las interpretaciones de la cosa
sea justamente la que se ha guiado según la materia y la forma la que ha
alcanzado un predominio más destacado? Esta determinación de la cosa tiene su
origen en una interpretación del ser-utensilio del utensilio. Este ente, el
utensilio, está particularmente próximo al modo humano de representar, porque
llega al ser gracias a nuestra propia creación. Este ente que nos resulta más
familiar en su ser, el utensilio, ocupa al mismo tiempo una peculiar posición
intermedia entre la cosa y la obra. Vamos a dejarnos guiar por esta señal y
buscar en primer lugar el carácter de utensilio del utensilio. Tal vez esto nos
proporcione alguna pista sobre el carácter de cosa de la cosa y el carácter de
obra de la obra. Únicamente, debemos evitar precipitarnos en convertir a la
cosa y a la obra en nuevas modalidades de utensilio. Sin embargo, vamos a
olvidarnos de que también, según como sea el utensilio, existen diferencias
esenciales en su historia. Pero ¿qué camino conduce al carácter de utensilio
del utensilio? ¿Cómo podremos saber qué es el utensilio en realidad?
Evidentemente, el procedimiento que vamos a seguir ahora debe evitar esos
intentos que conducen nuevamente al atropello de las interpretaciones
habituales. La manera más segura de evitarlo es describiendo simplemente un
utensilio prescindiendo de cualquier teoría filosófica. Tomaremos como ejemplo
un utensilio corriente: un par de botas de campesino. Para describirlas ni
siquiera necesitamos tener delante un ejemplar de ese tipo de útil. Todo el
mundo sabe cómo son, pero puesto que pretendemos ofrecer una descripción
directa, no estará de más procurar ofrecer una ilustración de las mismas. A tal
fin bastará un ejemplo gráfico. Escogeremos un famoso cuadro de Van Gogh, quien
pintó varias veces las mentadas botas de campesino. Pero ¿qué puede verse allí?
Todo el mundo sabe en qué consiste un zapato. A no ser que se trate de unos
zuecos o de unas zapatillas de esparto, un zapato tiene siempre una suela y un
empeine de cuero unidos mediante un cosido y unos clavos. Este tipo de
utensilio sirve para calzar los pies. Dependiendo del fin al que van a ser
destinados, para trabajar en el campo o para bailar, variarán tanto la materia
como la forma de los zapatos. Estos datos, perfectamente correctos, no hacen
sino ilustrar algo que ya sabemos. El ser-utensilio del utensilio reside en su
utilidad. Pero ¿qué decir de ésta? ¿Capta ya la utilidad el carácter de utensilio
del utensilio? Para que esto ocurra ¿acaso no tenemos que detenernos a
considerar el utensilio dotado de utilidad en el momento en que está siendo
usado para algo? Pues bien, las botas campesinas las lleva la labradora cuando
trabaja en el campo y sólo en ese momento son precisamente lo que son. Lo son
tanto más cuanto menos piensa la labradora en sus botas durante su trabajo,
cuando ni siquiera las mira ni las siente. La labradora se sostiene sobre sus
botas y anda con ellas. Así es como dichas botas sirven realmente para algo. Es
en este proceso de utilización del utensilio cuando debemos toparnos
verdaderamente con el carácter de utensilio. Por el contrario, mientras sólo
nos representemos un par de botas en general, mientras nos limitemos a ver en
el cuadro un simple par de zapatos vacíos y no utilizados, nunca llegaremos a
saber lo que es de verdad el ser-utensilio del utensilio. La tela de Van Gogh
no nos permite ni siquiera afirmar cuál es el lugar en el que se encuentran los
zapatos. En torno a las botas de labranza no se observa nada que pueda
indicarnos el lugar al que pertenecen o su destino, sino un mero espacio
indefinido. Ni siquiera aparece pegado a las botas algún resto de la tierra del
campo o del camino de labor que pudiera darnos alguna pista acerca de su
finalidad. Un par de botas de campesino y nada más. Y sin embargo... En la
oscura boca del gastado interior del zapato está grabada la fatiga de los pasos
de la faena. En la ruda y robusta pesadez de las botas ha quedado apresada la
obstinación del lento avanzar a lo largo de los extendidos y monótonos surcos
del campo mientras sopla un viento helado. En el cuero está estampada la humedad y el barro del suelo. Bajo las suelas
se despliega toda la soledad del camino del campo cuando cae la tarde. En el
zapato tiembla la callada llamada de la tierra, su silencioso regalo del trigo
maduro, su enigmática renuncia de sí misma en el yermo barbecho del campo
invernal. A través de este utensilio pasa todo el callado temor por tener
seguro el pan, toda la silenciosa alegría por haber vuelto a vencer la miseria,
toda la angustia ante el nacimiento próximo y el escalofrío ante la amenaza de
la muerte. Este utensilio pertenece a la tierra y su refugio es el mundo de la
labradora. El utensilio puede llegar a reposar en sí mismo gracias a este modo
de pertenencia salvaguardada en su refugio. Pero tal vez todas estas cosas sólo
las vemos en los zapatos del cuadro, mientras que la campesina se limita
sencillamente a llevar puestas sus botas. ¡Si fuera tan sencillo como parece!
Cada vez que la labradora se quita sus botas al llegar la noche, llena de una
dura pero sana fatiga, y se las vuelve a poner apenas empieza a clarear el
alba, o cada vez que pasa al lado de ellas sin ponérselas los días de fiesta,
sabe muy bien todo esto sin necesidad de mirarlas ni de reflexionar en nada. Es
cierto que el ser-utensilio del utensilio reside en su utilidad, pero a su vez
ésta reside en la plenitud de un modo de ser esencial del utensilio. Lo
llamamos su fiabilidad. Gracias a ella y a través de este utensilio la
labradora se abandona en manos de la callada llamada de la tierra, gracias a
ella está segura de su mundo. Para ella y para los que están con ella y son
como ella, el mundo y la tierra sólo están ahí de esa manera: en el utensilio.
Decimos «sólo» y es un error, porque la fiabilidad del utensilio es la única
capaz de darle a este mundo sencillo una sensación de protección y de
asegurarle a la tierra la libertad de su constante afluencia.
El ser-utensilio
del utensilio, su fiabilidad, mantiene a todas las cosas reunidas en sí, según
su modo y su extensión. Sin embargo, la utilidad del utensilio sólo es la
consecuencia esencial de la fiabilidad. Aquélla palpita en ésta y no sería nada
sin ella. El utensilio singular se usa y consume, pero al mismo tiempo también
el propio uso cae en el desgaste, pierde sus perfiles y se torna corriente. Así
es como el ser-utensilio se vacía, se rebaja hasta convertirse en un mero
utensilio. Esta vaciedad del ser-utensilio es la pérdida progresiva de la
fiabilidad. Pero esta desaparición, a la que las cosas del uso deben su
aburrida e insolente vulgaridad, es sólo un testimonio más a favor de la
esencia originaria del ser-utensilio. La gastada vulgaridad del utensilio se
convierte entonces, aparentemente, en el único modo de ser propio del mismo. Ya
sólo se ve la utilidad escueta y desnuda, que despierta la impresión de que el
origen del utensilio reside en la mera elaboración, que le imprime una forma a
una materia. Pero lo cierto es que, desde su auténtico ser-utensilio, el
utensilio viene de mucho más lejos. Materia y forma y la distinción de ambas
tienen una raíz mucho más profunda. El reposo del utensilio que reposa en sí
mismo reside en la fiabilidad. Ella es la primera que nos descubre lo que es de
verdad el utensilio. Pero todavía no sabemos nada de lo que estábamos buscando
en un principio: el carácter de cosa de la cosa. Y sabemos todavía menos de lo
único que de verdad estamos buscando: el carácter de obra de la obra entendida
como obra de arte. ¿O tal vez ya hemos aprendido algo acerca del ser-obra de la
obra sin darnos cuenta y como de pasada? Ya hemos dado con el ser-utensilio del
utensilio. Pero ¿cómo? Desde luego, no ha sido a través de la descripción o
explicación de un zapato que estuviera verdaderamente presente; tampoco por
medio de un informe sobre el proceso de elaboración del calzado; aún menos
gracias a la observación del uso que se les da en la realidad a los zapatos en
este u otro lugar. Lo hemos logrado única y exclusivamente plantándonos delante
de la tela de Van Gogh. Ella es la que ha hablado. Esta proximidad a la obra
nos ha llevado bruscamente a un lugar distinto del que ocupamos normalmente. Ha
sido la obra de arte la que nos ha hecho saber lo que es de verdad un zapato.
Si pretendiéramos que ha sido nuestra descripción, como quehacer subjetivo, la
que ha pintado todo eso y luego lo ha introducido en la obra, estaríamos
engañándonos a nosotros mismos de la peor de las maneras. Si hay algo
cuestionable en todo esto será únicamente el hecho de que hayamos aprendido tan
poco en la proximidad a la obra y que lo hayamos expresado de manera tan burda
e inmediata. Pero en todo caso, la obra no ha servido únicamente para ilustrar
mejor lo que es un utensilio, tal como podría parecer en un principio. Por el
contrario, el ser-utensilio del utensilio sólo llega propiamente a la presencia
a través de la obra y sólo en ella. ¿Qué ocurre aquí? ¿Qué obra dentro de la
obra? El cuadro de Van Gogh es la apertura por la que atisba lo que es de
verdad el utensilio, el par de botas de labranza. Este ente sale a la luz en el
desocultamiento de su ser. El desocultamiento de lo ente fue llamado por los
griegos aletheia. Nosotros decimos «verdad» sin pensar suficientemente lo que
significa esta palabra. Cuando en la obra se produce una apertura de lo ente
que permite atisbar lo que es y cómo es, es que está obrando en ella la verdad.
En la obra de arte se ha puesto manos a
la obra la verdad de lo ente. «Poner» quiere decir aquí erigirse, establecerse.
Un ente, por ejemplo un par de botas campesinas, se establece en la obra a la
luz de su ser. El ser de lo ente alcanza la permanencia de su aparecer. Según
esto, la esencia del arte sería ese ponerse a la obra de la verdad de lo ente.
Pero hasta ahora el arte se ocupaba de lo bello y la belleza y no de la verdad.
Por eso, a las artes que producen este tipo de obras se las denomina bellas
artes, en oposición a las artes artesanales, que elaboran utensilios. No es que
el arte sea bello en el campo de las bellas artes, sino que dichas artes
reciben ese nombre porque crean lo bello. Por el contrario, la verdad pertenece
al reino de la lógica, mientras la belleza está reservada a la estética. ¿O es
que al decir que el arte es el ponerse a la obra de la verdad vuelve a cobrar
vida aquella opinión ya superada según la cual el arte es una imitación y copia
de la realidad? Pero la reproducción de lo ahí presente exige coincidencia con
lo ente, la adaptación a éste o adaequatio, como se decía en la Edad Media y
omoiosis como ya decía Aristóteles. La coincidencia con lo ente se considera
desde hace mucho tiempo como la esencia de la verdad. Pero ¿acaso opinamos que
el mencionado cuadro de Van Gogh copia un par de botas campesinas y que es una
obra porque ha conseguido hacerlo? ¿Acaso pensamos que la tela es copia de algo
real que él ha sabido convertir en un producto de la producción artística? Nada
de esto. Así pues, en la obra no se trata de la reproducción del ente singular
que se encuentra presente en cada momento, sino más bien de la reproducción de
la esencia general de las cosas. Pero ¿dónde está y cómo es esa esencia general
con la que coinciden las obras de arte? ¿Con qué esencia de qué cosa puede
coincidir un templo griego? ¿Quién podría afirmar algo tan inverosímil como que
en el edificio concreto está representada la idea de templo en general? Y, sin
embargo, es precisamente en una obra semejante, siempre que sea obra, donde
está obrando la verdad. Si no, pensemos en el himno de Hölderlin «El Rin». ¿Qué
le ha sido dado aquí al poeta y cómo le ha sido dado, para que a continuación
haya podido reproducirlo en el poema? Por mucho que en el caso de este himno y
otros poemas semejantes la idea de una relación de copia entre la obra real y
la obra de arte parezca fallar manifiestamente, la opinión de que la obra copia
parece confirmarse de modo admirable en una obra como el poema de C. F. Meyer
«La fuente romana». Se eleva el chorro y al caer rebosa la redondez toda de la
marmórea concha, que cubriéndose de un húmedo velo desborda en la cuenca de la
segunda concha; la segunda, a su vez demasiado rica, desparrama su flujo
borboteante en la tercera, y cada una toma y da al mismo tiempo y fluye y
reposa.
Sin embargo, en este poema ni se está reproduciendo poéticamente
una fuente verdaderamente existente ni la esencia general de una fuente romana.
Y, con todo, la verdad obra en la obra. ¿Qué verdad ocurre en la obra? ¿Y acaso
puede ocurrir la verdad y ser por lo tanto histórica? Según se suele decir, la
verdad es algo intemporal y supratemporal. Buscamos la realidad de la obra de
arte para encontrar de verdad en ella el arte que allí reina. La base de cosa
ha demostrado ser lo más próximo a la obra. Pero para captar lo que la obra
tiene de cosa no bastan los conceptos tradicionales de cosa, pues éstos tampoco
consiguen dar con la esencia del carácter de cosa. El concepto predominante de
cosa, la cosa como una materia conformada, ni siquiera tiene su origen en la
esencia de la cosa, sino en la esencia del utensilio. También hemos comprobado
que hace mucho tiempo que el ser utensilio ocupa un lugar privilegiado en la
interpretación de lo ente. Este privilegio, sobre el que nunca se ha
reflexionado propiamente, ha sido el que nos ha dado la pista para
replantearnos una vez más la pregunta por el carácter de utensilio evitando las
interpretaciones tradicionales. Hemos hecho que fuera una obra la que nos
dijera qué es el utensilio. De este modo también ha salido a la luz lo que obra
dentro de la obra: la apertura de lo ente en su ser, el acontecimiento de la
verdad. Pues bien, si la realidad de la obra sólo se puede determinar por medio
de aquello que obra en la obra, ¿qué hay de nuestro propósito de buscar la
verdadera obra de arte en su realidad? Ibamos por mal camino cuando en un
principio creíamos que la realidad de la
obra se encontraba en su base de cosa. Ahora nos encontramos ante un
sorprendente resultado de nuestras reflexiones, si se puede llamar a esto un
resultado. Dos asuntos están claros: Primero: los medios para captar lo que la
obra tiene de cosa, esto es, los conceptos reinantes de cosa, no bastan.
Segundo: lo que queríamos captar con ello como realidad más próxima a la obra,
la base de cosa, no forma parte de la obra bajo esta modalidad. En cuanto contemplamos
la obra desde esta perspectiva la estamos considerando sin querer como un
utensilio al que le concedemos una superestructura en la que se supone se
encierra lo artístico. Pero la obra no es un utensilio dotado de un valor
estético añadido. La obra no es eso en la misma medida en que la mera cosa no
es tampoco un utensilio al que sólo le falta lo que constituye el auténtico
carácter de utensilio: la utilidad y la elaboración. Nuestra manera de
preguntar por la cosa se ha venido abajo, porque no estábamos preguntando por
la obra, sino en parte por una cosa y en parte por un utensilio. Sólo que fue
la estética la que desarrolló esta manera de preguntar y no nosotros. La manera
en que ésta contempla de antemano la obra de arte está dominada por la interpretación
tradicional de todo ente. Pero lo esencial no es el desmoronamiento de este
planteamiento habitual. De lo que se trata es de empezar a abrir los ojos y de
ver que hay que pensar el ser de lo ente para que se aproximen más a nosotros
el carácter de obra de la obra, el carácter de utensilio del utensilio y el
carácter de cosa de la cosa. A este fin, primero tienen que caer las barreras
de todo lo que se da por sobreentendido y se deben apartar los habituales
conceptos aparentes. Esta es la razón por la que hemos tenido que dar un rodeo,
rodeo que nos devuelve enseguida al camino capaz de llevarnos a una
determinación del carácter de cosa de la obra. No hay por qué negar el carácter
de cosa de la obra, pero puesto que forma parte del ser-obra de la obra, dicho
carácter de cosa habrá de ser pensado a partir del carácter de obra. Si esto es
así, el camino hacia la determinación de la realidad de cosa que tiene la obra
no conducirá de la cosa a la obra, sino de la obra a la cosa. La obra de arte
abre a su manera el ser de lo ente. Esta apertura, es decir, este
desencubrimiento, la verdad de lo ente, ocurren en la obra. En la obra de arte
se ha puesto a la obra la verdad de lo ente. El arte es ese ponerse a la obra
de la verdad. ¿Qué será la verdad misma, para que a veces acontezca como arte?
¿Qué es ese ponerse a la obra? La obra y la verdad El origen de la obra de arte
es el arte. Pero ¿qué es el arte? El arte es real en la obra de arte. Por eso
buscamos primero la realidad de la obra. ¿En qué consiste? Las obras de arte
muestran siempre su carácter de cosa aunque sea de manera muy diferente. Hemos
fracasado en el intento de captar ese carácter de cosa de la obra con ayuda de
los conceptos habituales de cosa, y no sólo porque tales conceptos no capten
dicho carácter, sino porque con la pregunta por la base de cosa de la obra
obligamos a ésta a adentrarse en un concepto previo que nos bloquea cualquier
acceso al ser-obra de la obra. No se podrá determinar nada sobre el carácter de
cosa de la obra mientras no se haya mostrado claramente la pura subsistencia de
la misma. Pero ¿acaso la obra puede ser accesible en sí misma? Para que pudiera
serlo, sería necesario aislarla de toda relación con aquello diferente a ella
misma a fin de dejarla reposar a ella sola en sí misma. ¿Y acaso no es ésta la
auténtica intención del artista? Gracias a él la obra debe abandonarse a su
pura autosubsistencia. Precisamente en el gran arte, que es del único del que
estamos tratando aquí, el artista queda reducido a algo indiferente frente a la
obra, casi a un simple puente hacia el surgimiento de la obra que se destruye a
sí mismo en la creación. Pues bien, tenemos que las propias obras se encuentran
en las colecciones y exposiciones. Pero ¿están allí como las obras que son en
sí mismas o más bien como objetos de la empresa artística? En estos lugares se
ponen las obras a disposición del disfrute artístico público y privado.
Determinadas instituciones oficiales se encargan de su cuidado y mantenimiento.
Los conocedores y críticos de arte se ocupan de ellas y las estudian. El
comercio del arte provee el mercado. La investigación llevada a cabo por la
historia del arte convierte las obras en objeto de una ciencia. En medio de
todo este trajín, ¿pueden salir las propias obras a nuestro encuentro? 1 Las
«esculturas de Egina» de la colección de Munich, la Antígona de Sófocles en su
mejor edición crítica, han sido arrancadas fuera de su propio espacio esencial
en tanto que las obras que son. Por muy elevado que siga siendo su rango y
fuerte su poder de impresión, por bien conservadas y bien interpretadas que
sigan estando, al desplazarlas a una colección se las ha sacado fuera de su
mundo. Por otra parte, incluso cuando intentamos impedir o evitar dichos
traslados yendo, por ejemplo, a contemplar el templo de Paestum a su sitio y la
catedral de Bamberg en medio de su plaza, el mundo de dichas obras se ha
derrumbado. El derrumbamiento de un mundo o el traslado a otro es algo
irremediable, que ya no se puede cambiar. Las obras ya no son lo que fueron. No
cabe duda de que siguen siendo ellas las que contemplamos, pero es que ellas
mismas son esas que han sido. Como esas que ya han sido, nos hacen frente en el
ámbito de la tradición y la conservación. A partir de ese momento ya sólo
pueden ser tales objetos. Ciertamente, su manera de hacernos frente es todavía
consecuencia de su anterior modo de subsistencia, pero ya no es exactamente eso
mismo. Eso, ha huido fuera de ellas. Toda empresa en torno al arte, hasta la
más elevada, la que sólo mira por el bien de las obras, no alcanza nunca más
allá del ser-objeto de las obras. Ahora bien, el ser-objeto no constituye el
ser obra de las obras. Pero ¿acaso la obra sigue siendo obra cuando se
encuentra fuera de toda relación? ¿Acaso no es propio de la obra encontrarse
implicada en alguna relación? Desde luego que sí, pero falta preguntar en qué
relación. ¿Cuál es el lugar propio de una obra? El único ámbito de la obra, en
tanto que obra, es aquel que se abre gracias a ella misma, porque el ser-obra
de la obra se hace presente en dicha apertura y sólo allí. Decíamos que en la
obra está en obra el acontecimiento de la verdad. Al poner como ejemplo el
cuadro de Van Gogh intentamos darle nombre a ese acontecimiento. A ese fin se
planteó la pregunta sobre qué es la verdad y cómo puede acontecer la verdad.
Ahora vamos a plantear esa misma cuestión de la verdad teniendo en cuenta la
obra, pero para familiarizarnos con lo que encierra la cuestión será necesario
volver a hacer visible el acontecimiento de la verdad en la obra. A este
propósito elegiremos con toda intención una obra que no se inscribe dentro del
arte figurativo. Un edificio, un templo griego, no copia ninguna imagen.
Simplemente está ahí, se alza en medio de un escarpado valle rocoso. El
edificio rodea y encierra la figura del dios y dentro de su oculto asilo deja
que ésta se proyecte por todo el recinto sagrado a través del abierto
peristilo. Gracias al templo, el dios se presenta en el templo. Esta presencia
del dios es en sí misma la extensión y la pérdida de límites del recinto como
tal recinto sagrado. Pero el templo y su recinto no se pierden flotando en lo
indefinido. Por el contrario, la obra-templo es la que articula y reúne a su
alrededor la unidad de todas esas vías y relaciones en las que nacimiento y
muerte, desgracia y dicha, victoria y derrota, permanencia y destrucción,
conquistan para el ser humano la figura de su destino. La reinante amplitud de
estas relaciones abiertas es el mundo de este pueblo histórico; sólo a partir
de ella y en ella vuelve a encontrarse a sí mismo para cumplir su destino. Allí
alzado, el templo reposa sobre su base rocosa. Al reposar sobre la roca, la
obra extrae de ella la oscuridad encerrada en su soporte informe y no forzado a
nada. Allí alzado, el edificio aguanta firmemente la tormenta que se
desencadena sobre su techo y así es como hace destacar su violencia. El brillo
y la luminosidad de la piedra, aparentemente una gracia del sol, son los que
hacen que se torne patente la luz del día, la amplitud del cielo, la oscuridad
de la noche. Su seguro alzarse es el que hace visible el invisible espacio del
aire. Lo inamovible de la obra contrasta con las olas marinas y es la serenidad
de aquélla la que pone en evidencia la furia de éstas. El árbol y la hierba, el
águila y el toro, la serpiente y el grillo sólo adquieren de este modo su
figura más destacada y aparecen como aquello que son. Esta aparición y
surgimiento mismos y en su totalidad, es lo que los griegos llamaron muy
tempranamente wisæF. La fisis ilumina al mismo tiempo aquello sobre y en lo que
el ser humano funda su morada. Nosotros lo llamamos tierra. De lo que dice esta
palabra hay que eliminar tanto la representación de una masa material
sedimentada en capas como la puramente astronómica, que la ve como un planeta.
La tierra es aquello en donde el surgimiento vuelve a dar acogida a todo lo que
surge como tal. En eso que surge, la tierra se presenta como aquello que acoge.
La obra templo, ahí alzada, abre un mundo y al mismo tiempo lo vuelve a situar
sobre la tierra, que sólo a partir de ese momento aparece como suelo natal. Los
hombres y los animales, las plantas y las cosas, nunca se dan ni se conocen
como objetos inmutables para después proporcionarle un marco adecuado a ese
templo que un buen día viene a sumarse a todo lo presente. Estaremos más cerca
de aquello que es si pensamos todo a la inversa, a condición, claro está, de
que estemos preparados previamente para ver cómo se vuelve todo hacia nosotros
de otra manera. Porque pensar desde la perspectiva inversa, sólo por hacerlo,
no aporta nada. Es el templo, por el mero hecho de alzarse ahí en permanencia,
el que le da a las cosas su rostro y a los hombres la visión de sí mismos. Esta
visión sólo permanece abierta mientras la obra siga siendo obra, mientras el dios no haya huido de ella. Lo mismo le
ocurre a la estatua que le consagra al dios el vencedor de la lucha. No se
trata de ninguna reproducción fiel que permita saber mejor cuál es el aspecto
externo del dios, sino que se trata de una obra que le permite al propio dios
hacerse presente y que por lo tanto es el dios mismo. Lo mismo se puede decir
de la obra hecha con palabras. En la tragedia no se muestra ni se representa
nada, sino que en ella se lucha la batalla de los nuevos contra los antiguos
dioses. Desde el momento en que la obra de la palabra se introduce en los
relatos del pueblo, ya no habla sobre dicha batalla, sino que transforma el
relato del pueblo de tal manera que, desde ese momento, cada palabra esencial
lucha por sí misma la batalla y decide qué es sagrado o profano, grande o
pequeño, atrevido o cobarde, noble o huidizo, señor o esclavo (vid. Heráclito,
frag. 53). Entonces ¿en qué consiste el ser-obra de la obra? Sin apartar nunca
nuestra mirada de lo que acabamos de indicar de manera bastante imperfecta,
vamos a comenzar por aclarar un poco dos rasgos esenciales de la obra. A tal
fin, partiremos de eso tan conocido que sobresale en la superficie del
ser-obra, el carácter de cosa, el cual proporciona un punto de apoyo a nuestro
proceder habitual respecto a la obra. Cuando se lleva una obra a una colección
o exposición también se suele decir que se instala la obra. Pero este instalar
es esencialmente diferente a una instalación en el sentido de la construcción
de un edificio, la erección de una estatua o la representación de una tragedia
con ocasión de una fiesta. Ese instalar es erigir en el sentido de consagrar y
glorificar. Instalar no significa aquí llevar simplemente a un sitio. Consagrar
significa sacralizar en el sentido de que, gracias a la erección de la obra, lo
sagrado se abre como sagrado y el dios es llamado a ocupar la apertura de su
presencia. De la consagración forma parte la glorificación, en tanto que
reconocimiento de la dignidad y el esplendor del dios. Dignidad y esplendor no
son propiedades junto a las cuales o detrás de las cuales se encuentre además
el dios, sino que es en la dignidad y en el esplendor donde se hace presente el
dios. En los destellos de ese esplendor brilla, es decir, se aclara, aquello
que antes llamamos mundo. Erigir quiere decir abrir la rectitud, en el sentido
de esa medida que orienta a lo largo del trayecto y bajo cuya forma lo esencial
nos da las directrices. Pero ¿por qué la instalación de la obra es un erigirse
que consagra y glorifica? Porque la obra exige tal en su ser-obra. ¿Cómo es que
la obra exige semejante instalación? Porque es ella misma instaladora en su
ser-obra. ¿Qué instala la obra en tanto que obra? Alzándose en sí misma, la
obra abre un mundo y lo mantiene en una reinante permanencia. Ser-obra
significa levantar un mundo. Pero ¿qué es eso del mundo? Ya lo indicamos al
hablar del templo. Por el camino que tenemos que seguir aquí, la esencia del
mundo sólo se deja insinuar. Es más, esta leve indicación se tendrá que limitar
a apartar todo aquello que pudiera confundir la visión de lo esencial. Un mundo
no es una mera agrupación de cosas presentes contables o incontables, conocidas
o desconocidas. Un mundo tampoco es un marco únicamente imaginario y supuesto
para englobar la suma de las cosas dadas. Un mundo hace mundo y tiene más ser
que todo lo aprensible y perceptible que consideramos nuestro hogar. Un mundo
no es un objeto que se encuentre frente a nosotros y pueda ser contemplado. Un
mundo es lo inobjetivo a lo que estamos sometidos mientras las vías del
nacimiento y la muerte, la bendición y la maldición nos mantengan arrobados en
el ser. Donde se toman las decisiones más esenciales de nuestra historia, que
nosotros aceptamos o desechamos, que no tenemos en cuenta o que volvemos a replantear,
allí, el mundo hace mundo. La piedra carece de mundo. Las plantas y animales
tampoco tienen mundo, pero forman parte del velado aflujo de un entorno en el
que tienen su lugar. Por el contrario, la campesina tiene un mundo, porque mora
en la apertura de lo ente. Con su fiabilidad, el utensilio le proporciona a
este mundo una necesidad y proximidad propias. Desde el momento en que un mundo
se abre, todas las cosas reciben su parte de lentitud o de premura, de lejanía
o proximidad, de amplitud o estrechez. En el hecho de hacer mundo se agrupa esa
espaciosidad a partir de la cual se concede o se niega el favor protector de
los dioses. Hasta la fatalidad de la ausencia del dios es una de las maneras en
las que el mundo hace mundo. Desde el momento en que una obra es una obra, le
hace sitio a esa espaciosidad. Hacer sitio significa aquí liberar el espacio
libre de lo abierto y disponer ese espacio libre en el conjunto de sus rasgos.
Este disponer surge a la presencia a partir del citado erigir. La obra, en tanto
que obra, levanta un mundo. La obra mantiene abierto lo abierto del mundo. Para
levantar el mundo al espíritu, para lograr la levedad del ser, la obra no
expresa el mundo, hablamos de las grande obras que buscan la verdad sino que
busca redimirlo, busca que el mundo vuelva al ser a su origen por esto la parte
esencial del arte que llamamos forma no es la forma sino el espíritu que abre
el mundo develando el ente para revelar en el la levedad del ser, no se trata
de expresar el mundo de la bota, sino de redimir ese mundo, esto queda claro en
el autoretrato de Van Gogh con la oreja cortada ahí en su versión con la pipa
Van Gogh ha logrado esa levedad .Pero levantar un mundo para revelar la levedad
del ser, es sólo uno de los rasgos
esenciales del ser-obra de la obra que hay que citar aquí. El rasgo que falta
por nombrar intentaremos hacerlo visible de la misma manera, a partir de lo que
más sobresale en la superficie de la obra. Cuando se lleva a cabo una obra a
partir de éste o aquel material -piedra, madera, metal, color, lenguaje,
sonido-, se dice también que la obra está hecha de tales materiales. Pero así
como la obra exige una instalación en el sentido de un erigir consagrador y
glorificador, porque el ser-obra de la obra consiste en levantar un mundo para
lograr espresar la levedad del ser, de la misma manera resulta necesaria la
elaboración, porque el propio ser-obra de la obra tiene el carácter de la
elaboración. La obra, como obra, es en su esencia elaboradora. Pero ¿qué
elabora la obra? Sólo lo sabremos si nos fijamos en eso sobresaliente y que
comúnmente se llama elaboración de obras. Levantar un mundo, para expresar la levedad
del ser forma parte del ser-obra. ¿Cuál
es, desde la perspectiva de esta determinación, la esencia de la obra que normalmente
se denomina material? Debido a que se encuentra determinado por la utilidad y
el provecho, el utensilio toma a su servicio aquello en lo que él consiste: la
materia. A la hora de fabricar un utensilio, por ejemplo, un hacha, se usa y se
gasta piedra. La piedra desaparece en la utilidad. El material se considera
tanto mejor y más adecuado cuanto menos resistencia opone a sumirse en el
ser-utensilio del utensilio. Por el contrario, desde el momento en que levanta
un mundo, la obra-templo no permite que desaparezca el material, sino que por
el contrario hace que destaque en lo abierto del mundo de la obra: la roca se
pone a soportar y a reposar y así es como se torna roca; los metales se ponen a
brillar y destellar, los colores a relucir, el sonido a sonar, la palabra a
decir. Todo empieza a destacar desde el momento en que la obra se refugia en la
masa y peso de la piedra, en la firmeza y flexibilidad de la madera, en la
dureza y brillo del metal, en la luminosidad y oscuridad del color, en el
timbre del sonido, en el poder nominal de la palabra. Aquello hacía donde la
obra se retira y eso que hace emerger en esa retirada, es lo que llamamos
tierra donde se expresa la gravedad del devenir. La tierra es lo que hace
emerger y da refugio. La tierra es aquella no forzada, infatigable, sin
obligación alguna. Sobre la tierra y en ella, el hombre histórico funda su
morada en el mundo. Desde el momento en que la obra levanta un mundo expresando
la levedad del ser, crea la tierra expresando su gravedad del devenir, esto es,
la trae aquí. Debemos tomar la palabra crear en su sentido más estricto como
traer aquí. La obra sostiene y lleva a la propia tierra a lo abierto de un
mundo. La obra le permite a la tierra ser tierra, es decir ser gravedad. Pero
¿por qué traer aquí la tierra tiene que suponer que la obra se retire dentro de
ella? ¿Qué es entonces la tierra, para que acceda al desocultamiento de
semejante manera? La piedra pesa y manifiesta su pesadez. Pero al confrontarnos
con su peso, la pesadez se vuelve al mismo tiempo impenetrable. Si a pesar de
todo partimos la roca para intentar penetrarla, veremos que sus pedazos nunca
muestran algo interno y abierto, sino que la piedra se vuelve a refugiar en el
acto en la misma sorda pesadez y masa de sus pedazos. Si intentamos captar la
pesadez de otra manera -esto es, depositando la piedra sobre una báscula-, lo
único que conseguiremos es introducirla en el mero cálculo de un peso. Esta
determinación de la piedra, tal vez muy exacta, no es más que un número,
mientras que el peso se nos ha hurtado. El color luce y sólo quiere lucir. Si
por medio de sabias mediciones lo descomponemos en un número de vibraciones,
habrá desaparecido. Sólo se muestra cuando permanece sin descubrir y sin
explicar. Asimismo, la tierra hace que se rompa contra sí misma toda posible
intromisión. Convierte en destrucción toda curiosa penetración calculadora. Por
mucho que dicha intromisión pueda adoptar la apariencia del dominio y el
progreso, bajo la forma de la objetivación técnicocientífica de la naturaleza,
con todo, tal dominio no es más que una impotencia del querer. La tierra sólo
se muestra como ella misma, abierta en su claridad, allí donde la preservan y
la guardan como ésa esencialmente indescifrable que huye ante cualquier intento
de apertura; dicho de otro modo, la tierra se mantiene constantemente cerrada.
Todas las cosas de la tierra, y ella misma en su totalidad, fluyen en una
recíproca consonancia. Pero este fluir no es una manera de borrarse. Lo que
aquí fluye es la corriente de la delimitación que reposa en sí misma y limita
en su presencia a todo lo que se presenta. Así, cada una de las cosas que se
cierran en sí mismas se desconocen en la misma medida. La tierra es aquello que
se cierra esencialmente en sí mismo. Traer aquí la tierra significa llevarla a
lo abierto, en tanto que aquello que se cierra a sí mismo. Al retirarse ella
misma a la tierra, la obra trae aquí la tierra. Pero el cerrarse de la tierra
no es uniforme e inmóvil, sino que se despliega en una inagotable cantidad de
maneras y formas sencillas. Es verdad que el escultor usa la piedra de la misma
manera que el albañil, pero no la desgasta. En cierto modo esto sólo ocurre
cuando la obra fracasa. También es verdad que el pintor usa la pintura, pero de
tal manera que los colores no sólo no se desgastan, sino que gracias a él
empiezan a lucir. También el poeta usa la palabra, pero no del modo que tienen
que usarla los que hablan o escriben habitualmente desgastándola, sino de tal
manera que gracias a él la palabra se torna verdaderamente palabra y así
permanece. En ningún lugar de la obra está presente algo semejante a un
material. Hasta es dudoso si cuando determinamos esencialmente al utensilio,
caracterizando como materia aquello de lo que se compone, acertamos con su esencia
de utensilio. Levantar un mundo develando la levedad del ser y traer aquí la tierra con toda su gravedad de
devenir son dos rasgos esenciales del
ser-obra de la obra. Y es que este es su fundamento y el fundamento de toda
metáfora por eso mismo el fundamento no es una relación arbitraria dada por el
artista sino un descubrir de la relación esencial entre la levedad del ser y
gravedad, entre la forma y la materia, entre lo dionisiaco y lo apolíneo,
entre el mundo redimido y el mundo
caído, este es el gran logro de Van Gohg en su auto retrato con la oreja
cortada él ha encontrado el desequilibrio exacto que expresa la verdad pero lo
magnifico en Van Gogh es que no solo lo ha encontrado en su obra sino que él es
la obra, solo sin la oreja él podía entrar al reino de los cielos. Es decir Van
Gohg logro por medio del arte su integración entre el espíritu y el anti
espíritu en un espíritu integral. Ambos pertenecen a la unidad del ser-obra.
Nosotros buscamos dicha unidad cuando pensamos la subsistencia de la obra e
intentamos decir esa cerrada quietud propia del reposar en sí mismo. Aunque los
citados rasgos esenciales tienen su parte de acierto, lo único que hemos
logrado ha sido dar a conocer un acontecer de la obra, pero en absoluto su
reposo. En efecto, ¿qué es el reposo, sino lo contrario del movimiento? Pero
hay que tener en cuenta que no se trata de una manera de ser lo contrario que
excluya al movimiento, sino que lo incluye. Sólo lo que se mueve puede alcanzar
el reposo. Según sea el movimiento, así será el reposo. Cierto que en el
movimiento entendido como mero cambio de lugar de un cuerpo el reposo no es más
que el caso límite del movimiento, pero si el reposo incluye el movimiento
también puede haber un reposo constituido por una interna agrupación de
movimiento, es decir, máxima movilidad, siempre que el tipo de movimiento exija semejante reposo. El reposo
de la obra que reposa en sí misma es de este tipo. Por eso, nos podremos
aproximar a este reposo siempre que consigamos captar en una unidad la
movilidad del acontecer en el ser-obra. Preguntaremos: ¿qué relación guarda en
la propia obra levantar un mundo en su levedad de ser y traer aquí la tierra en su gravedad del
devenir? El mundo es la abierta apertura de las amplias vías de las decisiones
simples y esenciales en el destino de un pueblo histórico. La tierra es la
aparición, no obligada, de lo que siempre se cierra a sí mismo y por lo tanto
acoge dentro de sí. Mundo ser y tierra
no ser son esencialmente diferentes entre sí y, sin embargo, nunca están
separados. El mundo se funda sobre la tierra y la tierra se alza por medio del
mundo. Pero la relación entre el mundo y la tierra no va a morir de ningún modo
en la vacía unidad de opuestos que no tienen nada que ver entre sí. Reposando
sobre la tierra, el mundo aspira a estar por encima de ella. En tanto que eso
que se abre, el mundo no tolera nada cerrado, pero por su parte, en tanto que
aquella que acoge y refugia, la tierra tiende a englobar al mundo y a
introducirlo en su seno. Este enfrentamiento entre el mundo y la tierra es un
combate. Confundimos con demasiada ligereza la esencia del combate asimilándolo
a la discordia y la riña y por lo tanto entendiéndolo únicamente como trastorno
y destrucción. Sin embargo, en el combate esencial, los elementos en lucha se
elevan mutuamente en la autoafirmación de su esencia. La autoafirmación de la
esencia no consiste nunca en afirmarse en un estado casual, sino en abandonarse
en el oculto estado originario de la procedencia del propio ser he qeui la
sintransferencia la síntesis de todo conocimiento. En el combate, cada uno
lleva al otro por encima de sí mismo. De este modo, el combate se torna cada
vez más combativo, más propiamente eso que verdaderamente es. Cuanto más
duramente se supera a sí mismo y por sí, tanto más implacablemente se abandonan
los contendientes a la intimidad de un simple pertenecerse a sí mismo. Para
aparecer ella misma como tierra en el libre aflujo de su cerrarse a sí misma,
la tierra no puede prescindir de lo abierto del mundo. Por su parte, el mundo
tampoco puede deshacerse de la tierra sí es que tiene que fundarse sobre algo
decidido como reinante amplitud y vía de todo destino esencial. Desde el
momento en que la obra levanta un mundo y trae aquí la tierra, se convierte en la
instigadora de ese combate. Pero esto no sucede para que la obra reduzca y
apague de inmediato la lucha por medio de un insípido acuerdo, sino para que la
lucha siga siendo lucha. Al levantar un mundo y traer aquí la tierra, la obra
enciende esa lucha. El ser-obra de la obra consiste en la disputa del combate
entre el mundo y la tierra. Es precisamente porque la lucha llega a su punto
culminante en la simplicidad de la intimidad por lo que la unidad de la obra
ocurre en la disputa del combate. La disputa del combate consiste en agrupar la
movilidad de la obra, que se supera constantemente a sí misma. Por eso, es en
la intimidad del combate donde tiene su esencia el reposo de la obra que reposa
en sí misma. Sólo podemos llegar a saber qué es lo que obra en la obra a partir
de este reposo de la obra. Hasta ahora, decir que era la verdad la que operaba
en la obra de arte era una afirmación preconcebida. ¿Hasta qué punto ocurre en
el ser-obra de la obra, o mejor dicho ahora, hasta qué punto ocurre en la disputa
del combate entre el mundo y la tierra la verdad? ¿Qué es la verdad? La
negligencia con que usamos esta palabra fundamental nos indica lo pequeño e
imperfecto que es nuestro conocimiento sobre la esencia de la verdad. Cuando
decimos verdad solemos referirnos a esta y aquella verdad, es decir, a algo
verdadero. Un conocimiento expresado en una frase puede ser verdadero. Pero no
nos limitamos a decir que una frase es verdadera, sino que también lo decimos
de una cosa, del oro verdadero por oposición al oro falso. Verdadero significa
en este caso lo mismo que auténtico, oro efectivamente real. ¿Qué quiere decir
aquí eso de real? Para nosotros es real lo que es de verdad. Es verdadero lo
que corresponde a algo real y es real lo que es de verdad. Una vez más, el
círculo se ha cerrado. ¿Qué significa ‘de verdad’? La verdad es la esencia de
lo verdadero. ¿En qué pensamos aquí cuando decimos esencia? Normalmente
entendemos por esencia eso común en lo que coincide todo lo verdadero. La
esencia se presenta en un concepto de género y generalidad que representa ese
uno que vale igualmente para muchos. Pero esta esencia de igual valor (la
esencialidad en el sentido de essentia) sólo es la esencia inesencial. ¿En qué
consiste la esencia esencial de algo? Probablemente reside en lo que lo ente es
de verdad. La verdadera esencia de una cosa se determina a partir de su
verdadero ser, a partir de la verdad del correspondiente ente. Lo que ocurre es
que ahora no estamos buscando la verdad de la esencia, sino la esencia de la verdad.
Nos encontramos ante un curioso enredo. ¿Se trata sólo de un asunto curioso,
tal vez incluso sólamente de la vacía sutileza de un juego de conceptos, o se
trata por el contrario de un abismo? Verdad significa esencia de lo verdadero.
Pensamos la verdad recordando la palabra que usaban los griegos. aletheia
significa el desocultamiento de lo ente. Pero ¿es esto una definición de la
esencia de la verdad? ¿No estaremos haciendo pasar una mera transformación en
el uso de la palabra -desocultamiento en lugar de verdad- por una
caracterización del asunto? En efecto, no deja de ser un simple intercambio de
nombres mientras no nos enteremos de qué
es lo que ha ocurrido para que haya sido necesario decir la esencia de la
verdad con la palabra desocultamiento. ¿Es necesario para ello una renovación
de la filosofía griega? En absoluto. Suponiendo que fuera posible semejante
imposibilidad, una renovación no nos serviría de nada, porque la historia
oculta de la filosofía griega consiste desde sus inicios en que no permanece
conforme a la esencia de la verdad ilustrada mediante la palabra aletheia y por
lo tanto su saber y decir sobre la esencia de la verdad tiene que trasladarse
cada vez en mayor medida a la explicación de una esencia, derivada, de la
verdad. La esencia de la verdad como aletheia permanece impensada tanto en el
pensamiento griego como, sobre todo, en la filosofía posterior. Para el pensar,
el desocultamiento es lo más oculto de la existencia griega, pero al mismo
tiempo es lo que desde muy temprano determina toda la presencia de lo presente.
Pero ¿por qué no nos conformamos con la esencia de la verdad que nos resulta
familiar desde hace siglos? Verdad significa hoy y desde hace tiempo
concordancia del conocimiento con la cosa. Sin embargo, para que el conocer y
la frase que conforma y enuncia el conocimiento puedan adecuarse a la cosa,
para que la propia cosa pueda llegar a ser la que fije previamente el
enunciado, dicha cosa debe mostrarse como tal. ¿Y cómo se puede mostrar si no
es emergiendo ella misma de su ocultamiento, si no es situándose en lo no
oculto? La proposición es verdadera en la medida en que se rige por lo que no
está oculto, es decir, por lo verdadero. La verdad de la proposición es y será
siempre únicamente esa corrección. Los conceptos críticos de verdad, que desde
Descartes parten de la verdad como certeza, son simples transformaciones de la
determinación de la verdad como corrección. Ahora bien, esta esencia de la
verdad que nos resulta tan habitual y que consiste en la corrección de la
representación, surge y desaparece con la verdad como desocultamiento de lo
ente. Cuando aquí y en otros lugares entendemos la verdad como desocultamiento,
no nos estamos limitando a refugiarnos en una traducción más literal de una
palabra griega. Estamos indagando qué elemento no conocido y no pensado puede
subyacer a esa esencia de la verdad, en el sentido de corrección, que nos
resulta familiar y por lo tanto está desgastada. En algunos momentos
consentimos en confesar que, desde luego, a fin de demostrar y comprender lo
correcto (la verdad) de un enunciado, no nos queda otro remedio que apelar a
algo que ya es evidente. Este presupuesto es, en efecto, inexcusable. Mientras
hablemos y opinemos así, seguiremos entendiendo la verdad únicamente como una
corrección que, ciertamente, precisa de un presupuesto que nosotros mismos
imponemos sólo Dios sabe cómo y por qué razón. Pero no es que nosotros
presupongamos el desocultamiento de lo ente, sino que éste mismo (el ser) nos
instala en una esencia tal que en nuestra representación siempre permanecemos
inmersos en el seno del desocultamiento y supeditados a él. No es sólo aquello
por lo que se guía un conocimiento lo que de alguna manera debe estar no
oculto, sino que todo el ámbito en el que se mueve este «guiarse según algo»,
así como aquello por lo que la adecuación de la proposición a la cosa se torna
evidente, deben tener lugar como totalidad en lo no oculto. Nosotros mismos,
con todas nuestras exactas representaciones, no seríamos nada y ni siquiera
podríamos presuponer que hay algo manifiesto por lo que nos guiamos, si el
desocultamiento de lo ente no nos hubiera expuesto ya en ese claro en el que
entra para nosotros todo ente y del que todo ente se retira. Pero ¿cómo sucede
esto? ¿Cómo ocurre la verdad en tanto que desocultamiento? Antes de contestar
hay que decir con mayor claridad qué es el desocultamiento mismo. Las cosas y
los seres humanos son, los dones y los sacrificios son, los animales y las
plantas son, el utensilio y la obra son. Lo ente está en el ser. Una velada
fatalidad suspendida entre lo divino y lo contrario a lo divino recorre el ser.
Gran parte de lo ente escapa al dominio del hombre; sólo se conoce una pequeña
parte. Lo conocido es una mera aproximación y la parte dominada ni siquiera es
segura. El ente nunca se encuentra en nuestro poder ni tan siquiera en nuestra
capacidad de representación, tal como sería fácil imaginar. Parece que si
pensamos toda esta totalidad en una unidad, podremos captar todo lo que es,
aunque sea de manera bastante burda. Y sin embargo por encima y más allá de lo
ente, aunque no lejos de él, sino ante él, ocurre otra cosa. En medio de lo
ente en su totalidad se presenta un lugar abierto. Hay un claro. Pensado desde
lo ente, tiene más ser que lo ente. Así pues, este centro abierto no está
rodeado de ente, sino que el propio centro, el claro, rodea a todo lo ente como
esa nada que apenas conocemos. Lo ente sólo puede ser como ente cuando está
dentro y fuera de lo descubierto por el claro. Este claro es el único que
proporciona y asegura al hombre una vía de acceso tanto al ente que no somos
nosotros mismos como al ente que somos nosotros mismos. Gracias a este claro lo
ente está no oculto en una cierta y cambiante medida. Pero incluso oculto lo
ente sólo puede ser en el espacio que le brinda el claro. Todo ente que se topa
con nosotros y camina con nosotros mantiene este extraño antagonismo de la
presencia, desde el momento en que al mismo tiempo se mantiene siempre retraído
en un ocultamiento. El claro en el que se encuentra lo ente es, en sí mismo y al mismo tiempo,
encubrimiento. Pero el encubrimiento reina en medio de lo ente de dos maneras.
Lo ente se niega a nosotros hasta ese punto único, y en apariencia mínimo, que
nos encontramos particularmente cuando ya no podemos decir de lo ente más que
es. El encubrimiento como negación no es sólo ni en primer lugar el límite que
se le pone cada vez al conocimiento, sino el inicio del claro de lo
descubierto. Pero, al mismo tiempo, dentro de lo descubierto por el claro
también hay encubrimiento, aunque desde luego de otro tipo. Lo ente se desliza
ante lo ente, de tal manera que el uno oculta con su velo al otro, que éste
oscurece a aquél, que lo poco tapa a lo mucho, que lo singular niega el todo.
Aquí, el encubrir no es un simple negar: lo ente aparece, pero se muestra como
algo diferente de lo que es. Este encubrir es un modo de disimular. Si lo ente
no disimulara a lo ente no podríamos errar ni equivocarnos en lo relativo a él,
no podríamos desorientarnos y perdernos y, por consiguiente, nunca nos
equivocaríamos de medida. El hecho de que lo ente pueda engañarnos como apariencia
es la condición para que nosotros podamos equivocarnos y no a la inversa. El
encubrimiento puede ser una negación o una mera disimulación. Nunca tenemos la
certeza directa de que sea lo uno o lo otro. El encubrimiento se encubre y
disimula a sí mismo. Esto quiere decir que el lugar abierto en medio de lo
ente, el claro, no es nunca un escenario rígido con el telón siempre levantado
en el que se escenifique el juego de lo ente. Antes bien, el claro sólo
acontece como ese doble encubrimiento. El desocultamiento de lo ente no es
nunca un estado simplemente dado, sino un acontecimiento. El desocultamiento
(la verdad) no es ni una propiedad de las cosas en el sentido de lo ente ni una
propiedad de las proposiciones. En el ámbito más próximo de lo ente nos creemos
en casa. Lo ente es familiar, seguro, inspira confianza. Pero sin embargo hay
un constante encubrimiento que recorre el claro bajo la doble forma de la
negación y el disimulo. Lo seguro en el fondo no es seguro, sino algo
completamente inseguro. La esencia de la verdad, esto es, la esencia del
desocultamiento está completamente dominada por una abstención. Ahora bien,
esta abstención no es un defecto ni un fallo, como si la verdad fuera un vano
desocultamiento que se hubiera desprendido de todo lo oculto. Si pudiera ser
eso, la verdad dejaría de ser ella misma. A la esencia de la verdad en tanto
que esencia del desocultamiento le pertenece necesariamente esta abstención
según el modo de un doble encubrimiento. La verdad es en su esencia no-verdad.
Decimos esto así para mostrar de un modo tajante, y tal vez algo chocante, que
la abstención bajo el modo del encubrimiento forma parte del desocultamiento
como claro. Por el contrario, el enunciado que reza: la esencia de la verdad es
la no-verdad, no quiere decir que la verdad sea en el fondo falsedad. Asimismo,
tampoco quiere decir que la verdad nunca sea ella misma, sino que, en una
representación dialéctica, siempre es también su contrario. La verdad se
presenta como ella misma en la medida en que la abstención encubridora es la
que, como negación, le atribuye a todo claro su origen permanente, pero como
disimulo, le atribuye a todo claro el incesante rigor de la equivocación. Con
la abstención encubridora se pretende nombrar a esa contrariedad que se encuentra
en la esencia de la verdad y que, dentro de ella, reside entre el claro y el
encubrimiento. Se trata del enfrentamiento de la lucha originaria. La esencia
de la verdad es, en sí misma, el combate primigenio en el que se disputa ese
centro abierto en el que se adentra lo ente y del que vuelve a salir para
refugiarse dentro de sí mismo. Ese espacio abierto acontece en medio de lo
ente. Muestra un rasgo esencial que ya nombramos. A lo abierto le pertenece un
mundo y la tierra. Pero el mundo no es simplemente ese espacio abierto que
corresponde al claro, ni la tierra es eso cerrado que corresponde al
encubrimiento. Antes bien, el mundo es el claro de las vías de las directrices
esenciales a las que se ajusta todo decidir. Pero cada decisión se funda sobre un
elemento no dominado, oculto, desorientador, pues de lo contrario no sería
nunca tal decisión. La tierra no es simplemente lo cerrado, sino aquello que se
abre como elemento que se cierra a sí mismo. Mundo y tierra son en sí mismos,
según su esencia, combatientes y combativos. Sólo como tales entran en la lucha
del claro y el encubrimiento. La tierra sólo se alza a través del mundo, el
mundo sólo se funda sobre la tierra, en la medida en que la verdad acontece
como lucha primigenia entre el claro y el encubrimiento. Pero ¿cómo acontece la
verdad? Nuestra respuesta es que acontece en unos pocos modos esenciales. Uno
de estos modos es el ser-obra de la obra. Levantar un mundo para revelar la
levedad del ser y traer aquí la tierra con su gravedad del devenir supone la
disputa de ese combate -que es la obra- en el que se lucha para conquistar el
desocultamiento de lo ente en su totalidad, esto es, la verdad. En ese alzarse
ahí del templo acontece la verdad. Esto no quiere decir que el templo presente
y reproduzca algo de manera exacta, sino que lo ente en su totalidad es llevado
al desocultamiento y mantenido en él. El sentido originario de mantener es
guardar. En la pintura de Van Gogh acontece la verdad. Esto no quiere decir que
en ella se haya reproducido algo dado de manera exacta, sino que en el proceso
de manifestación del ser-utensilio del
utensilio llamado bota, lo ente en su totalidad, el mundo y la tierra en su
juego recíproco, alcanzan el desocultamiento.
En la obra la que obra es la verdad, es decir, no sólo algo
verdadero. El cuadro que muestra el par de botas labriegas, el poema que dice
la fuente romana, no sólo revelan qué es ese ente aislado en cuanto tal -
suponiendo que revelen algo-, sino que dejan acontecer al desocultamiento en
cuanto tal en relación con lo ente en su totalidad. Cuanto más sencilla y
esencialmente aparezca sola en su esencia la pareja de botas y cuanto menos
adornada y más pura aparezca sola en su esencia la fuente, tanto más inmediata
y fácilmente alcanzará con ellas más ser todo lo ente. Así es como se descubre
el ser que se encubre a sí mismo. La luz así configurada dispone la brillante
aparición del ser en la obra. La brillante aparición dispuesta en la obra es lo
bello. La belleza es uno de los modos de presentarse la verdad como
desocultamiento.
Más esa belleza no es otro cosa que la santidad del símbolo
religioso, la sabiduría del concepto filosófico y el pleno conocimiento de la
ciencia donde ya no solo se expresa la verdad sino que esta se objetiva, por lo
mismo la verdad de la ciencia solo puede ser la comunión social, el
comunismo es lo más aproximado a esto
pero no es esto porque la santidad no ha sido lograda, la belleza tampoco, la
sabiduría menos solo logrando esto es que es posible ya no un comunismo donde todavía
hay lucha de poder sino una comunión social de todo el mundo pero Van Gohg nos
muestra esa comunión fumando su pipa en paz, ¿Logro Vang Gohg la santidad? Si
pero en su obra en ese cuadro donde él se sabe a sí mismo, santo, bello,
sabio, pleno en comunión con todo y con todos, luego del
segundo eterno del arte Vang Gohg vuelve a sufrir la terrible lucha entre la
levedad del ser y la gravedad del devenir solo Dios sabe si en su corazón que
siempre perdono a su agresor se alcanzó la
vida eterna, lo que nosotros sí sabemos es que Van Gohg es donación tenor , fundamento y comienzo vehículo de todo el arte . Hegel dirá que el arte ya había muerto es decir ya había alcanzado
su síntesis y es verdad el arte alcanzo su síntesis del logos, ahí está Miguel Ángel que luego Hegel alcanzo después, pero la síntesis
del anti espíritu que Kierkegard abrirá en la filosofía está Van Gohg donde no
solo se revela la síntesis del anti espíritu sino del espíritu integral pero
aun en la informalidad plástica cuando de lo que se trata en el arte es de
superar al arte ciber medial revelando en la vida misma la sintraferencia estética
¿Para esto que tendremos que cortarnos los artistas? Pues es algo que se
revelara en el propio agón entre la levedad del ser y la gravedad del devenir y
para esto necesitaremos aun más valor del que tuvo Van Gogh, mucho más pues nos
enfrentamos a un mundo que se simula a sí mismo para
olvidarse de la tierra y de la levedad del ser que abre el mundo, hoy más que nunca
el arte tiene una guerra que ganar, seamos pues la metáfora encarnada de la
puta que recibe la oreja y en respuesta a esa
oreja escucha meta expresivamente superando así el olvido del ser.
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