domingo, 22 de enero de 2023

Hay que responder las balas con ideas

 

La estrategia fascista queda clara en la detención dictatorial de San Marcos, primero nos hacen una guerra de imaginarios terruqueandonos y luego nos eliminan ,deteniéndonos, reprimiéndonos, ante esto hay que ganarnos a los policías y a los militares, dejemos de insultarlos empecemos a hacerlos pensar, es muy difícil desintegrar un prejuicio, pero a penas empezamos razonar ya no hay prejuicios que valgan, tarde o temprano el pueblo uniformado tendrá que dejar sola al gobierno de Dina, pero para para esto hay que responder las balas con ideas.

 

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https://drive.google.com/file/d/1AH50FsmFAdwU3s_bxcGSScMBNNQRDEro/view?fbclid=IwAR30o7hf_q-mp2kXJQyck5qZKALd_poYNAqHRWyJC8n7DXPFdFvUbnAtGVI 

  DE LA PULSIÓN DE MUERTE A LA REPRESIÓN DE


ESTADO


Marxismo y psicoanálisis ante la violencia estructural del capitalismo


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Introducción


El capital que chorrea sangre y lodo por todos los poros

DAVID PAVÓN-CUÉLLAR, NADIR LARA JUNIOR


I. PRESENTACIÓN


El presente libro colectivo reúne textos inéditos de once académicos reconocidos,

provenientes de países de África, Asia, Europa y América, a quienes se les invitó a

reflexionar sobre la violencia estructural del capitalismo. Además de coincidir en el tema

de reflexión, los autores tienen en común su preocupación por la violencia política y

socioeconómica, su orientación anticapitalista y sus posicionamientos críticos radicales en

sus respectivos campos de estudio. Todos ellos comparten igualmente su adscripción a

tradiciones intelectuales en las que el marxismo ha sabido encontrarse y engarzarse de un

modo u otro con el psicoanálisis freudiano y específicamente con la corriente

psicoanalítica fundada por Jacques Lacan.

Los recién mencionados puntos en común coexisten con diferencias cruciales entre

los autores de los capítulos. Unos son filósofos, otros psicoanalistas y otros más

psicólogos sociales. Hay intelectuales y académicos de tiempo completo, pero también

quienes desarrollan su trabajo profesional en el ámbito clínico y algunos que trabajan en

el campo social y comunitario. Entre sus filiaciones, además de las tradiciones marxista y

freudiana-lacaniana, encontramos el marxismo-leninismo clásico, el althusserianismo, el

maoísmo, el trotskismo, el autonomismo, el postmarxismo, el feminismo, la teoría

postcolonial, el neozapatismo y el populismo latinoamericano.

Es verdad que hay importantes divergencias entre los autores, pero sus aún más

importantes convergencias, aunadas a su doble relación con el marxismo y el

psicoanálisis, hacen que este libro sea unitario y consistente en su pluralidad. Su lectura,

facilitada por los vasos comunicantes entre los capítulos, quizás tan sólo pudiera

dificultarse por la falta de una visión de conjunto sobre el campo teórico y político en el

que se desenvuelven las reflexiones. Esta visión es lo que intentaremos ofrecer ahora,

brevemente, a manera de introducción, intentando esbozar algunas de las principales

coordenadas y líneas de tensión en las que se despliega el trabajo reflexivo de nuestros

colaboradores.

Tras abordar las aproximaciones de Marx y Freud a la violencia, las articularemos en

torno al aspecto esencialmente mortal y mortífero del capital. Veremos cómo este aspecto

se manifiesta inmediatamente en la explotación capitalista y de modo mediato a través de

la represión de Estado en el capitalismo. Nos detendremos en la particularidad de la

violencia del capital en su fase avanzada neoliberal, global o imperial. Todo esto, por

último, nos permitirá situar el trabajo reflexivo desarrollado en los nueve capítulos del

libro. Terminaremos preguntándonos si el psicoanálisis puede servirle actualmente al


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marxismo para justificar el empleo revolucionario de la violencia en la historia.


II. LA VIOLENCIA EN EL MARXISMO


En la historia, tal como se la representan Marx (1867) y sus seguidores, “desempeñan

un gran papel la conquista, la esclavización, el robo y el asesinato: la violencia, en una

palabra” (p. 607). Sabemos que este aspecto violento de la historia tiende a explicarse

aquí, en el campo marxiano y marxista, por la existencia de la propiedad. Ya en la

prehistoria y en el alba de los tiempos históricos, la “afirmación y adquisición de la

propiedad” hicieron que la guerra fuera “uno de los trabajos más originarios de las

entidades comunitarias naturales” (Marx, 1858, p. 451). Siglos después, con la

acumulación originaria de la que surgió el capitalismo, el despiadado impulso de

apropiación fue lo que permitió que “el capital viniera al mundo”, pero que lo hiciera

“chorreando sangre y lodo por todos los poros”, como se aprecia en los hechos cruciales

que marcan la historia mundial jaloneada por las potencias occidentales entre los siglos

XVI y XX: “la cruzada de exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas” de la

población indígena de América, “la conquista y el saqueo” de Asia, la transformación de

África en un “cazadero de esclavos” y las “guerras comerciales” entre los países de

Europa y luego del resto del mundo (Marx, 1867, pp. 638-646).

Al contemplar el capital ensangrentado y las sangrientas apropiaciones que lo

hicieron existir, quizás concluyamos que la violencia está en el origen de la propiedad y

específicamente de la propiedad privada y capitalista. Esta idea, que no es exactamente la

de Marx ni la de los marxistas, fue bien refutada en la famosa crítica engelsiana de Eugen

Dühring. Mientras que Dühring sostenía que la propiedad se basaba y se originaba en la

violencia, Engels (1878) observó, con buen sentido, que la propiedad “tenía ya que

existir” antes de que alguien se la “apropiara” violentamente, ya que “la violencia puede

modificar el estado de la fortuna, pero no crear como tal la propiedad privada” (p. 142).

Los medios violentos, en otras palabras, no permiten producir la propiedad, sino

simplemente arrebatarla y hacerla cambiar de propietario. De ahí que Engels afirme

categóricamente que la propiedad “no aparece en la historia en modo alguno como fruto

del robo y la violencia”, ya que no puede llegar a ser violentamente sustraída sin haber

sido antes producida “por el trabajo” (pp. 141-142).

Engels (1878) intenta demostrar que la “violencia política directa” no es “la causa

decisiva del estado económico”, de la producción y la propiedad de lo producido, sino

que “se encuentra enteramente supeditada al estado económico” (p. 152). Para demostrar

su tesis diez años después de plantearla, Engels (1888) se vale de la historia de Alemania

en el siglo XIX, especialmente en tiempos del canciller Bismarck, y muestra cómo los

intereses materiales de la burguesía, todos ellos relacionados con la producción y la

apropiación, guiaron la práctica política de “la violencia a hierro y sangre” (p. 208). Las

guerras de Bismarck se explican así por ciertas condiciones económicas en lugar de que

sea la economía la que se explique por la política violenta del canciller. La violencia, en

este caso como en cualquier otro, no sería la causa de la propiedad, sino más bien su

consecuencia. Es, en efecto, en la esfera de la propiedad, específicamente de la propiedad

privada y del capital, en donde nosotros los marxistas buscaremos el origen de la

violencia.


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III. LA VIOLENCIA EN EL PSICOANÁLISIS


Freud (1930), en desacuerdo con la “premisa psicológica” marxista que explica la

violencia por la propiedad, sostendrá claramente: “si se cancela la propiedad privada, se

sustrae al gusto humano por la agresión uno de sus instrumentos; poderoso sin duda, pero

no el más poderoso” (p. 110). Esta frase marca tres diferencias de la visión freudiana con

respecto a la marxista: en primer lugar, se acepta un humano gusto por la agresión en

lugar de considerarse exclusivamente una determinación histórica y socioeconómica de la

violencia; en segundo lugar, la propiedad aparece como un factor poderoso, pero no como

el más poderoso en las manifestaciones agresivas o violentas; en tercer lugar, la misma

propiedad se concibe como instrumento de la violencia, y no como su causa o su

condición.

Las diferencias recién indicadas resultan ciertamente decisivas, pero no son

insuperables, como veremos en un momento, y además presuponen una coincidencia

fundamental entre las mismas visiones diferenciadas. Tanto la visión freudiana como la

marxista, en efecto, reconocen que la propiedad privada es un factor poderoso, importante

y por tanto digno de atención, en el fenómeno de la violencia. Quizás el factor no sea tan

poderoso para Freud como para Marx, pero ambos admiten su poder y es así como

pueden llegar a establecer un vínculo entre la agresión y la propiedad privada, y también,

por lo tanto, ya sea implícita o explícitamente, entre la violencia y el capitalismo.

Si Freud se aleja de Marx en la frase que nos ocupa, es fundamentalmente porque

parte de la afirmación hipotética de un humano gusto por la agresión que habrá de

constituir el factor más poderoso para explicar la violencia, que no dependerá de ninguna

determinación histórica o socioeconómica particular, que será por tanto anterior e

independiente a la propiedad privada, que la utilizará de modo circunstancial como su

instrumento y que remitirá en última instancia a un principio tan básico y universal como

el de la pulsión de muerte. Podemos entender, pues, que este principio tanático haya sido

rechazado, considerado “sin base material” y reincorporado a la “teoría materialista” del

principio erótico en el proyecto freudomarxista de Wilhelm Reich (1934, pp. 22-24).

IV. LA VIOLENCIA EN LA ARTICULACIÓN ENTRE EL MARXISMO Y EL PSICOANÁLISIS

Al intentar articular el marxismo con el psicoanálisis, el concepto freudiano de la

pulsión de muerte puede representar un obstáculo insalvable que debe ser eliminado. Pero

el mismo concepto puede también constituir una oportunidad inigualable para profundizar

el marxismo a través de una operación dialéctica en la que se trasciende, resuelve y

supera su contradicción con respecto al psicoanálisis. Es lo que tenemos, por ejemplo, en

Vygotsky y Luria (1925), quienes reciben con entusiasmo la pulsión de muerte, ya que

permitiría “integrar decisivamente” la “vida orgánica” en la “materia inorgánica” y en el

“contexto general del mundo”, y así demostraría el “enorme potencial” del psicoanálisis

para la ciencia marxista “materialista” y “monista” (pp. 14-17).

Situándonos en la perspectiva de Luria y Vygotsky, estaremos en condiciones de

aceptar la mencionada objeción de Freud a Marx con respecto al papel de la propiedad en

la agresión, pero sin contradecir necesariamente a Marx. Una configuración histórica y

socioeconómica particular de la propiedad, como la del capitalismo en su fase neoliberal,

podría causar y condicionar ciertos efectos violentos como las guerras del narcotráfico, el

terrorismo y la supuesta lucha contra los terroristas en la actualidad, pero estos efectos no


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dejarían por ello de obtener toda su fuerza del fondo inorgánico material, mineral, de la

vida orgánica. El mismo fenómeno complejo de violencia tan sólo podría ser

correctamente investigado por una ciencia monista y materialista, una ciencia

freudomarxista de la única totalidad material, y resultaría irreductible a los objetos

abstractos e ideales de las diversas especialidades disciplinarias, ya que desbordaría y

atravesaría las esferas parciales de investigación de la física, la fisiología, la biología, la

psicología, la sociología, la economía y la historia.

Si creemos en el proyecto de articulación entre el marxismo y el psicoanálisis, pero

no queremos ni descartar la pulsión de muerte ni aventurarnos en una cuestionable

síntesis entre las ciencias naturales e históricas, entonces tal vez podamos resignarnos a

eludir en lugar de pretender superar la contradicción entre las opciones marxista y

freudiana en la explicación de la violencia. Esto es lo que hace Marie Langer (1971) al

analizar perspicazmente el citado pasaje de Freud, en el que rebate la enfatización

marxista de la propiedad privada en la agresión, y al extraer de él una serie de

conclusiones enriquecedoras para el marxismo: si el humano gusto por la agresión

“sustenta” el sistema capitalista, entonces el sistema produce “culpa inconsciente” en

quienes ejercen la agresión, así como “rabia, impotencia, sometimiento” o “deseo o

necesidad de ejercer la violencia” en quienes la sufren, todo lo cual, en definitiva, suscita

un mayor “malestar” en la cultura, ya sea porque se reprimen sentimientos como los de

culpa o porque “la agresión no ejercida es introyectada” (pp. 74-75).

V. EL CAPITALISMO COMO VIOLENCIA Y MUERTE


Según la tesis de Langer, la violencia y el malestar, aunque indisociables de la

cultura, se agravarían lógicamente en un sistema capitalista sustentado en la misma

pulsión de muerte que subyace a la violencia y al malestar. Lo propio del capitalismo,

aquello que lo distinguiría de otras formaciones culturales menos violentas y menos

productoras de malestar, sería que su fundamento es el mismo de la violencia y del

malestar, el mismo humano gusto por la agresión, la misma pulsión de muerte. Mientras

que la cultura en general descansaría en las complejas relaciones entre las pulsiones de

vida y de muerte, su expresión específicamente capitalista sólo se fundaría en la pulsión

de muerte.

Al intentar eludir la contradicción entre el marxismo y el psicoanálisis, Langer nos

muestra el camino para llegar a disiparla, pero no trascendiéndola, resolviéndola o

superándola de manera dialéctica, sino manteniéndola reformulada como una

contradicción entre dos aspectos distintos de una misma causa que explica sus efectos

violentos. La violencia puede explicarse aquí tanto por la propiedad privada en Marx

como por la pulsión de muerte en Freud, tanto por el capital en el marxismo como por el

gusto por la agresión en el psicoanálisis, por la simple razón de que estos principios

explicativos corresponden a distintos aspectos de un mismo fenómeno. Da igual decir

muerte o capital, desvitalización o explotación capitalista, mortificación o apropiación.

Tales términos resultan sencillamente intercambiables en cierto nivel que fue vislumbrado

una y otra vez por Marx: primero, de manera intuitiva, cuando se representó “la

realización del trabajo” en el capitalismo como una “desrealización del trabajador” hasta

su “muerte por inanición” (1844, pp. 105-106), y al final, de modo extraordinariamente

nítido, cuando nos ofreció la estremecedora metáfora del capital como “trabajo muerto


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que no sabe alimentarse, como los vampiros, más que chupando trabajo vivo” (1867, p.

179).

En la teoría marxiana, como bien sabemos, el capital, a diferencia del simple dinero,

implica la extracción del trabajo vivo, o, en términos más precisos, la explotación de la

fuerza de trabajo para producir plusvalía, es decir, a fin de cuentas, más capital. Digamos

que el capital es siempre más capital, acumulación del capital, capitalización. Es por esto

que no consiste en una cosa estática, sino en un proceso dinámico. Es valorización y

revalorización de sí mismo por explotación de una fuerza, fuerza de trabajo, que no es a

su vez en sí misma, en términos estrictos, sino vida reducida a la condición de mercancía,

adquirida con el pago del bajo precio de su valor de cambio en el mercado y explotada en

su enorme valor de uso como fuerza de trabajo. Esta explotación de la vida como fuerza

de trabajo posibilita el funcionamiento del capital mediante la producción de una

plusvalía, de un excedente de valor, de más capital. El producto, el capital sin vida, es

aquello en lo que se transmuta la vida explotada. El trabajo vivo se torna trabajo muerto.

El trabajador se mata, se muere trabajando, para mantener en funcionamiento al vampiro

del capital.


VI. EL CAPITALISMO Y SU VIOLENCIA REPRESIVA Y EXPLOTADORA


Como algo inanimado, el capital no puede animarse, ponerse en movimiento y

funcionamiento por sí solo, sino que necesita explotar la vida. Y no puede explotarla sino

devorándola, consumiéndola, matándola, destruyéndola. Esta destrucción de la vida

resume para Marx toda la operación constitutiva del capital, consistente en transmutar

algo vivo, el trabajo, en algo tan muerto como la plusvalía, el excedente de valor, el

capital, más capital, más dinero. El dinero es, así, todo lo que se gana al destruir la vida.

Lo vivo que palpita en el pecho se torna billetes que llenan la cartera del asesino. En

definitiva, el capitalista, encarnación del capital, es como cualquier sicario que obtiene

cierta cantidad de dinero al destruir cierta vida intrínsecamente incuantificable.

La destrucción de la vida, oficio del capitalista y operación del capital, no sólo debe

caracterizarse como “violenta”, sino que puede concebirse como el punto de referencia

para juzgar cualquier violencia, como el criterio para identificarla, como el efecto que la

define retroactivamente, como la esencia por la que habrá sido lo que fue. Esta esencia

tendrá las más diversas formas de existencia en el sistema capitalista. Quizás la más

inmediata y evidente sea la pobreza, la miseria, el hambre que Víctor Serge (1925)

describió acertadamente como un “terror económico” y como “uno de los principales

medios de la violencia capitalista” (p. 129). Para tener una idea exacta de todo lo que el

capitalismo puede matar al empobrecer a quienes emplea o desemplea, no basta contar las

muertes diarias por miseria, por desnutrición o por enfermedades curables, sino que

debería calcularse también, por lo menos, la diferencia de esperanza de vida entre las

clases favorecidas y las perjudicadas por la explotación capitalista. Veríamos así que el

capitalismo asesina prematuramente a decenas de millones de seres humanos cada año.

Comprenderíamos entonces que la violenta miseria del capital mata más que la suma de

todas las guerras del planeta.

Otra expresión violenta del capitalismo, seguramente la más reconocida, formalizada

y justificada, es la violencia represiva del Estado capitalista, el cual, en su calidad de

Estado, posee el “monopolio de la violencia física legítima”, según la famosa fórmula de


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Weber (1919, p. 8). Esta idea, la más popular de su autor, ha terminado identificándose

con su nombre, pero no hay que olvidar que Weber, para formularla, se inspiró de

Trotsky, específicamente de su declaración en Brest-Litovsk: “todo Estado está fundado

en la violencia” (pp. 7-8). Tal declaración, a su vez, no era más que una manera de

resumir un principio básico del marxismo que ya era postulado por el joven Marx (1843)

en su lectura de Hegel y en su definición de la “esencia” del Estado como “situación de

guerra”, incluso en tiempos “de paz” (p. 335). En relación con la guerra, como bien lo ha

observado Walter Benjamin (1921), la paz misma del Estado no es más que la “sanción

necesaria a priori” de una “victoria” guerrera por la que ciertas “relaciones”, como las

violentas relaciones de explotación que existen en el capitalismo, son reconocidas como

un “derecho” (p. 178). De ahí que se necesite siempre de la policía, la cual, en las

democracias burguesas basadas en la explotación, “testimonia la máxima degeneración

posible de la violencia” (p. 183).


VII. REPRESIÓN DE ESTADO EN EL CAPITALISMO


Los vínculos internos sustanciales del Estado con la violencia, pero también con la

explotación, quizás encuentren su mejor formulación marxista, la más despejada y

condensada, cuando Engels (1878) define el Estado como “una organización de la clase

en cada caso explotadora para mantener en pie sus condiciones externas de explotación y,

por consiguiente, para retener violentamente a la clase explotada bajo la férula violenta de

la clase explotadora (esclavitud, servidumbre, trabajo asalariado)” (p. 247). Dado que la

clase explotadora es actualmente la capitalista, Engels no duda en afirmar que el “Estado

Moderno”, el que él conoció y del que no hemos conseguido liberarnos a través de

ninguna utopía ideológica posmoderna, “es esencialmente una máquina capitalista, es el

Estado de los capitalistas, el capitalista colectivo como tal” (p. 245).

Si el Estado moderno es una máquina capitalista, es primeramente una máquina de

matar, de violentar, de reprimir. La represión de la máquina estatal del capitalismo recurre

a toda clase de crímenes políticos, asesinatos y desapariciones, vuelos y escuadrones de la

muerte, mutilaciones y violaciones, torturas físicas y psicológicas, despidos y clausuras,

amenazas y censuras periodísticas, detenciones y matanzas de manifestantes. Los

instrumentos van desde bombas, granadas y balas de plomo, hasta machetes, garrotes,

macanas, choques eléctricos, balas de goma y gases lacrimógenos. Los ejecutores son

dictadores, generales y coroneles, militares y paramilitares, médicos y psicólogos, sicarios

y otros mercenarios, policías públicos y secretos, agentes migratorios y de inteligencia.

Las víctimas son comunistas y anarquistas, sindicalistas y demócratas, periodistas y

defensores de los derechos humanos, bases y líderes, mujeres y homosexuales, jóvenes y

estudiantes, maestros e intelectuales, campesinos e indígenas, obreros y vagabundos,

explotados y excluidos, pobres y más pobres. Todos han padecido la violencia del Estado

capitalista en cualquier lugar, ya sea Manchester o Chicago, Río Blanco o Santa María de

Iquique, Berlín o Madrid, Guatemala o Tlatelolco, Villa Grimaldi o Guantánamo, Acteal

o Atenco, Palestina o Bagdad.

No hay hora en la que no haya un acto de represión de Estado en algún lugar del

mundo capitalista. La función represiva del Estado es aquí la más básica y no deja de

operar por más que se desarrollen sus funciones políticas e ideológicas, administrativas y

persuasivas. Estas funciones relativamente pacíficas, de hecho, se imbrican de manera


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cada vez más estrecha y perversa con la función violenta represiva en los actuales Estados

capitalistas, los cuales, como lo ha demostrado Naomi Klein (2007), han comprendido

perfectamente que violentar puede ser la mejor manera de convencer.

Para crear al sujeto perfectamente bien convencido que se requiere para la

“instauración del capitalismo en estado puro”, hay que empezar por destruir

completamente al sujeto previo que no se deja convencer y así generar la “tabla rasa” en

la que luego se escribirá la ideología capitalista en su “pureza ideal” (Klein, 2007, pp. 45-

46). Esta generación de la tabla rasa, esta destrucción del sujeto previo, necesita

lógicamente de medios violentos que han sido implementados tanto por psiquiatras y

psicólogos como por economistas, políticos, policías y militares. Prácticamente no hay

profesión que no haya aportado algo para despejar con violencia el camino del capital.


VIII. ESTADO, VIOLENCIA Y GLOBALIZACIÓN


Muchos de los grandes acontecimientos de nuestra época tan sólo tienen sentido

cuando son interpretados como demoliciones previas a la construcción del capitalismo

puro, neoliberal, global o imperial. Situándonos en la perspectiva de Hardt y Negri

(2000), esta “construcción del orden moral, normativo e institucional” de lo que ellos

nombran “el imperio” es el propósito final de la mayor parte de la violencia que marca las

relaciones internacionales de nuestra época y que ha revestido la forma de una

“intervención continua, tanto moral como militar”, que es “en realidad la forma lógica del

ejercicio de la fuerza que surge de un paradigma de legitimación basado en la acción

policíaca y en un estado de excepción permanente” (p. 59).

El Subcomandante Marcos (2003) nos muestra cómo la interminable guerra global en

la que vivimos, la “cuarta guerra mundial” según él, busca “la globalización del

neoliberalismo” en “una red construida por el capital financiero”, una red que debilita y

hace “vulnerables a los Estados nacionales”, hasta el punto de “destruirlos” (párr. 28-30).

Digamos que la destrucción capitalista, que lo destruye todo, termina destruyendo incluso

uno de sus principales instrumentos destructivos. El Estado nacional cede su lugar a las

grandes instancias imperiales, transnacionales y supranacionales, que están en mejores

condiciones para ser útiles al capitalismo global. Sin embargo, como lo hemos

confirmado una y otra vez recientemente, el capitalismo todavía no puede privarse de los

servicios violentos represivos de los Estados nacionales. Y, además, como lo sabemos

desde siempre en el marxismo, hay de Estados a Estados, y los hay que adquieren de

pronto vocación imperial o imperialista, que desbordan intrínsecamente su marco

nacional y que aparecen como una suerte de asimilación del capitalismo global a una de

sus máquinas de matar. Es el caso de los Estados Unidos, quizás en virtud de una ventaja

constitucional que le permite desplegarse en un “territorio sin fronteras” (Hardt y Negri,

2000, p. 203).

En las últimas cinco décadas, grandes regiones del mundo han sido arrasadas por la

máquina capitalista del gobierno estadounidense, la cual, bajo el pretexto de lucha por la

democracia y contra el terrorismo, ha intentado y a menudo ha conseguido implantar su

imperio económico-político-ideológico del capital mediante las más diversas acciones

violentas destructivas. Hemos visto desfilar invasiones sangrientas como la de Johnson en

Vietnam durante los sesenta, golpes de Estado como el de Nixon en Chile en 1973,

sanguinarios grupos armados como los contras de Reagan en Nicaragua durante los


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ochenta, e intervenciones militares como las de Bush y Obama en Irak, Afganistán, Libia

y Siria desde los noventa. En todos los casos, preparando el terreno para el capitalismo, la

violencia de la máquina de matar ha dejado un rastro de sangre, miseria, escombros,

traumas psíquicos y enfermedades físicas o mentales.


IX. REFLEXIONANDO SOBRE LA VIOLENCIA EN EL CAPITALISMO


Además de ejercerse en la represión de Estado y en la explotación del trabajo, el

torrente de violencia del capitalismo se canaliza también por incontables arterias que sería

imposible aquí enumerar en su totalidad. Mencionemos, como simples ilustraciones, los

crímenes del narcotráfico y de los demás sectores delincuenciales insertos en el sistema

capitalista, los asesinatos cotidianos perpetrados por sicarios no-gubernamentales al

servicio de las grandes corporaciones, las muertes y enfermedades humanas provocadas

por el afán de lucro en industrias como la farmacéutica y la agroalimentaria, y ese

gigantesco suicidio por el que podría terminar saldándose la destrucción del planeta para

producir más dividendos, más ganancias, más capital.

Violencias capitalistas como las recién mencionadas, junto con las innumerables

expresiones violentas de la explotación económica y de la represión política, son

manifestaciones concretas del objeto de las reflexiones del presente libro. Sobra decir que

la interpretación de tal objeto no dependerá tanto del modo en que se manifiesta como de

las diferentes formas en que se reflexiona sobre él. Estas formas reflexivas dependerán a

su vez del campo que ellas mismas constituyen, que ya hemos intentado bosquejar de

modo panorámico en las últimas páginas y en el que ahora situaremos lo planteado en

cada uno de los nueve capítulos del libro.

En el primer capítulo, a partir de la teoría psicoanalítica lacaniana de la agresividad

en la identificación imaginaria, Bert Olivier explica lúcidamente la violencia del


capitalismo, tal como se la representan Hardt y Negri, por una imagen especular global-

imperial de identidad, unidad y totalidad, que entraría en contradicción con cualquier


alteridad. El otro islámico, por ejemplo, desafiaría la reconfortante imagen ideológica del

capital, especialmente cuando se atreve a mutilarla en el atentado contra unas Torres

Gemelas que se tornarían sitio de identificación con el Imperio. Es fundamentalmente por

esta identificación que se desataría la furia de las invasiones estadounidenses en Irak y

Afganistán. La reacción agresiva coyuntural merece aquí un estudio histórico específico

relativamente independiente de un análisis general de la violencia estructural del

capitalismo. Descubrimos que el capital no sólo existe como es, no sólo hace lo que debe

hacer, no sólo absorbe la sangre viva, sino que también la derrama en balde. Hay, pues,

un desfase que requiere una consideración ideológica de lo imaginario más allá del

examen económico de lo simbólico.

El autor del segundo capítulo, David Pavón-Cuéllar, se esfuerza en remontar de lo

imaginario a lo simbólico y de lo coyuntural a lo estructural. Esto lo hace descubrir un

elemento de conflicto, de lucha y violencia, en el origen de todo lo elaborado por Marx.

Al ocuparse de la lucha de clases, el autor la reconduce a una estructura en la que ya no

aparece como una lucha por la vida, sino como una lucha entre dos luchas, la del trabajo

por la vida y la del capital por la muerte. Ambas luchas se describen aquí en términos

marxianos y marxistas, pero también psicoanalíticos lacanianos. Si la primera lucha, la

del trabajo, se atribuye al sujeto y a la resistencia de lo real, la segunda, la del capital, se


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asocia con lo simbólico y con su consumo de lo real, de lo vital o pulsional, explotándolo

como fuerza de trabajo. Este consumo de lo real, entendido como un autoconsumo y

atribuible en última instancia a lo que Freud describe como “pulsión de muerte”, le sirve

al autor como principio explicativo de una violenta destrucción del planeta que terminaría

desembocando en el retorno a lo inanimado.

La violenta lucha entre la vida y la muerte reaparece en el tercer capítulo, en el que

Bhavya Chitranshi y Anup Dhar nos ofrecen un acercamiento conmovedor a la

experiencia de las mujeres tribales solteras en la India. Los autores muestran cómo estas

mujeres, descritas como “muertas vivientes”, se aferran a su propia vida y encuentran la

manera de mantenerse vivas aun cuando han sido condenadas a muerte por los órdenes

local y global, teniendo que sufrir simultáneamente las violencias de la sociedad

patriarcal polígama y del incipiente capitalismo en su fase de acumulación primitiva.

Víctimas de ambas formas de violencia, las mujeres tribales padecen tanto los abusos

sexuales como la extrema pobreza, tanto el maltrato por parte de los hombres como la

falta de recursos para independizarse, tanto la subordinación a la familia como la total

dependencia por causa de sus necesidades vitales. En estas circunstancias, la soltería de

las mujeres agrava su opresión y además las condena irremediablemente a la experiencia

de mayor marginación. Afortunadamente, al compartirse y colectivizarse, esta experiencia

puede convertirse en una oportunidad para emanciparse.

La posibilidad de emancipación vuelve a vincularse con cierta experiencia de

marginación en el cuarto capítulo de Nadir Lara Junior. En este caso, los marginados lo

son con respecto al duelo representado metafóricamente por Dios y por el Diablo con sus

respectivos adoradores en el contexto brasileño, a saber, la derecha conservadora cristiana

y el capitalismo neoliberal demoniaco. La metáfora se precisa, de hecho, hasta el punto de

hacerse la distinción, en el caso del bando capitalista demoníaco, entre, por un lado, los

protagonistas que deciden vender su alma al diablo y que se enriquecen a costa de la vida

humana, como sería el caso de Fausto y Kevin Lomax, y, por otro lado, los personajes

secundarios que los siguen ciegamente, y que, por acción u omisión, les ayudan a realizar

sus fechorías. Quedarían evidentemente los otros, las víctimas, los marginados, los extras,

en los que estriba la única esperanza de emancipación cuando salen de su invisibilidad a

través de la movilización social. Pero entonces, curiosamente, son ellos, los extras

movilizados, a quienes la derecha de vocación dictatorial presenta como peligrosos

demonios rojos, comunistas, que deben ser encerrados en el infierno de las prisiones

clandestinas, torturados, asesinados y desaparecidos, para permitir que sigan haciendo de

las suyas los Kevin Lomax, los verdaderos seres demoniacos, los que han vendido su

alma al demonio del capital.

En el quinto capítulo, el de Ian Parker, nos encontramos con personajes muy

próximos a Kevin Lomax. Sin embargo, en lugar de verlos actuar en la pantalla grande,

ahora los descubrimos en la realidad cotidiana de los bancos de inversión de Wall Street,

en donde fueron estudiados por Alexandra Michel a través de una minuciosa

investigación presentada, comentada y cuestionada por el autor del capítulo. Esta vez, si

hay una violencia capitalista que importa, ya no es, como en los capítulos anteriores, la

ejercida sobre obreros, comunistas, mujeres tribales o enemigos del orden imperial, sino

la sufrida en el propio cuerpo de quienes representan el capitalismo en el sector bancario

y financiero. Los banqueros y otros empleados de la finanza no requieren de

explotadores, pues ellos mismos se explotan, se violentan y acaban consigo mismos.


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Digamos que entregan voluntariamente su propia sangre al vampiro del capital que

personifican para sí mismos. Tan sólo así, como personificaciones del capital mortal y

mortífero, pueden enriquecerse a costa de su propia vida. Tenemos aquí, en efecto, una

suerte de auto-explotación que termina saldándose con la completa destrucción de la

salud. Tras unos cuatro años de trabajo excesivo y de privación de sueño, los sujetos

exitosos entran en depresión, padecen burnout y presentan diversas enfermedades que los

debilitan y paralizan. Aun cuando el resultado no es tan desastroso, como lo argumenta el

autor al criticar a Michel, no deja de haber un estado subjetivo caracterizado por una total

alienación en el capitalismo que se manifiesta como adaptación obsesiva.

Si la adaptación misma puede ser un efecto violento del capitalismo, es porque la

violencia no es una excepción o una irregularidad, sino que fundamenta y atraviesa la

sociedad y la cultura, tal como nos lo muestra Svenska Arensburg en el capítulo sexto.

Este capítulo busca precisamente poner de manifiesto el carácter estructural objetivo,

normal o regular, de la violencia en la vida social y en las formaciones culturales.

Aproximándose críticamente a la psicología de la violencia, la autora insiste en que las

expresiones violentas subjetivas no suelen ser más que emergentes patentes de estructuras

objetivas subyacentes que deberían desentrañarse para no incurrir en formas de

psicologización, patologización e individualización del problema de la violencia. En el

caso de la sociedad capitalista, en lugar de estigmatizar como violentos a ciertos

individuos o colectivos que son víctimas de marginación, habría que remontar al origen

de su violencia en el sistema que los violenta por el hecho mismo de marginarlos, tal

como lo ilustra la autora al referirse a la situación en un barrio de Santiago de Chile.

En el séptimo capítulo, recurriendo a la teoría freudiana de la horda primitiva, Mario

Orozco también reconocerá el papel del elemento violento en el origen y en la

constitución del mundo social-cultural humano. Sin embargo, tras haber constatado el

aspecto originario y constitutivo de la violencia, Orozco denunciará su doble fundamento

en las relaciones asimétricas de poder y de propiedad que se realizan respectivamente por

la opresión y la explotación. Esto le permitirá conectar la teoría freudiana con la

perspectiva marxista en un esquema bidimensional en el que se distinguen

perpendicularmente la verticalidad, vinculada con la violencia del padre primordial, y la

horizontalidad, ligada con la igualdad, la fraternidad y la solidaridad entre los hermanos.

Ambas dimensiones se ilustran a través de la matanza y desaparición de estudiantes de la

Escuela Normal Rural de Ayotzinapa en México: promoviendo y prefigurando relaciones

sociales horizontales en su ideal comunista, los estudiantes fueron víctimas de la

violencia ejercida verticalmente sobre ellos por el Narco-Estado capitalista neoliberal.

Así como una proporción considerable de la población mexicana celebra cualquier

tipo de represión contra los estudiantes, así también muchos brasileños, como lo muestra

Christian Ingo Lenz Dunker en el penúltimo capítulo, están de acuerdo con la reducción

de la edad legal y demandan más cárceles y menos escuelas para los jóvenes juzgados

violentos. Este fenómeno, tal como es examinado por el autor del capítulo, revela detalles

fundamentales de la manera en que la sociedad capitalista contemporánea percibe la

violencia: su desaprobación cuando es ejercida por sectores populares, su aprobación

cuando es ejercida por el Estado y las instituciones, su invisibilidad en sus formas


adaptativas económicas, su constante utilización opresiva encubierta por ideales de no-

violencia y su indiferenciación interna que nos impide valorizar actualmente medios


violentos de crítica y de resistencia. Lo que tenemos, en definitiva, es un prejuicio contra


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cualquier violencia que no haya sido ideológicamente legitimada.

El prejuicio contra la violencia es tan falsamente universal como lo es también la

noción de los derechos humanos. Esta falsa universalidad es bien demostrada por

Carolina Collazo y Natalia Romé, en el último capítulo, tras evocar la famosa imagen de

Aylan Kurdi, el niño sirio ahogado en las costas de Turquía. Si esta foto conmovió al

mundo entero, fue porque ofendía un ideal humanitario que atraviesa fronteras y cuya

universalización, por cierto, resulta indisociable de la globalización capitalista. Sin

embargo, independientemente de cualquier humanismo sin fronteras, el caso es que

existen fronteras y es precisamente por esta razón que Aylan se ahogó al querer ingresar a

Europa. Quizás lo único verdaderamente globalizado, plenamente universalizado, sea el

capitalismo con su violencia estructural, pero es también por tal violencia, después de

todo, que Aylan debía terminar ahogado en la costa de Turquía. Para defendernos de esta

violencia capitalista globalizada, quizás necesitemos de ciertas formas populistas,

socialistas y hasta comunistas de reorganización del Estado nacional como las que se han

desarrollado en los márgenes latinoamericanos en los últimos años.


X. CONCLUSIÓN: DE LA VIOLENCIA CAPITALISTA A LA ANTICAPITALISTA

Como hemos visto, los nueve capítulos del presente libro ilustran sus reflexiones con

ejemplos actuales de procesos, contextos o acontecimientos violentos como la guerra en

Siria y la muerte de Aylan en Turquía, la delincuencia y la represión en un barrio

marginal de Santiago de Chile, el asesinato y la desaparición de los estudiantes de

Ayotzinapa en México, la reducción de la edad penal y la retórica agresiva de la derecha

cristiana en Brasil, el maltrato de las mujeres en India, la autoinmolación de los hombres

de la finanza en Wall Street, los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York, las

invasiones a Irak y Afganistán, y la inminente destrucción del planeta y de sus habitantes.

Semejante visión de nuestro violento mundo contemporáneo, además de resultar

desoladora, llama la atención por la falta de violencias revolucionarias que planteen

alternativas y que resulten irreductibles al ciclo violento en el que se insertan, por un lado,

el capitalismo explotador y su Estado opresivo, y, por otro lado, el crimen y el terrorismo

fundamentalista. Las únicas alusiones a esta otra violencia revolucionaria, la prescrita en

ciertas corrientes del marxismo, se refieren a épocas pretéritas, como en el capítulo de

Lara, o se mantienen en el plano especulativo y evitan cualquier ilustración concreta,

como en los textos de Dunker y Pavón-Cuéllar.

La falta recién mencionada resulta particularmente significativa cuando consideramos

que, al invitar a los autores, les pedimos de manera explícita que abordaran tanto la

violencia capitalista como la anticapitalista. ¿Cómo explicar, entonces, que la segunda no

haya despertado prácticamente ningún interés? Uno habría esperado que hubiera más

referencias a ella entre académicos próximos a la tradición marxista, en la cual, fuera de


las corrientes reformistas y social-democráticas electoralistas, y de modo práctico-

estratégico o al menos teórico-analítico, se considera el papel de la violencia como


“comadrona” de la historia (Marx, 1867, p. 639), se reconoce a menudo el “carácter

inevitable de la revolución violenta” (Lenin, 1918, p. 287), se tiende a concebir el acto

revolucionario como un “acto de violencia” que debe recurrir a la “máxima fuerza” (Mao

Tse-Tung, 1927, p. 27), y se llega incluso al extremo de valorizar la violencia como el

único medio que puede satisfacer a un materialista, ya sea un académico militante o “las


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masas” como el más firmemente materialista de los sujetos, en su “gusto voraz de lo

concreto” que excluye cualquier “mistificación” idealista (Fanon, 1961, p. 91).

La revolución violenta resulta doblemente digna de atención cuando la consideramos

en una perspectiva, como la nuestra, en la que se articulan el marxismo y el psicoanálisis.

Ya en los orígenes de tal articulación, en la sesión del 10 de marzo de 1909 de la

Sociedad Psicoanalítica de Viena, después de que Adler hubiese rendido crédito a Marx

tanto por su descubrimiento de las “pulsiones agresivas” constitutivas del capitalismo

como por la manera en que logró hacer consciente lo inconsciente, Freud retomó la idea

para distinguir dos tendencias históricas de la humanidad, una a reprimir cada vez más y

otra a cobrar cada vez más conciencia, lo que permitió que Federn y Adler apreciaran la

función de la conciencia de clase, en el marxismo, para “liberar” la “pulsión agresiva”

que se mantiene reprimida en el sistema capitalista e inhibida entre los neuróticos bien

adaptados al sistema (Adler et al., 1919, pp. 71-176). La violenta revolución

anticapitalista, como retorno de lo reprimido, no sería, en definitiva, sino un retorno

contra el capitalismo de la propia violencia constitutiva del capitalismo.

Considerando el poder inmenso del sistema capitalista, ¿cómo acabar con él sin

volver su poder contra él? ¿Acaso no es lo que ha hecho él con todo nuestro poder al

extraerlo de nuestra vida explotada como fuerza de trabajo? ¿Cómo recuperar esta vida si

no es bajo la forma de una pulsión violenta contra el capitalismo? Quizás ésta siga siendo

la única forma de revolucionar algo en el mundo. Entenderíamos entonces por qué Mao

Tse-Tung (1927) nos dice que “hacer la revolución” contra la violencia capitalista es

incurrir simétricamente en un “acto de violencia”, que este acto es el único acto

revolucionario, y que no puede ser algo tan “apacible, amable, cortés, moderado y

magnánimo” como “escribir una obra”, un libro como el presente (p. 27). Y, sin embargo,

el propio Mao (1930), aunque repudie la “tendencia a rendir culto a los libros” que nos

“divorcia de la realidad”, también reconoce que los “necesitamos” (p. 41). Pero los

necesitamos en un sentido muy preciso: no como sustituto de una realidad de la que

podemos entonces divorciarnos, sino como parte de la realidad, como su prolongación o

continuación.

La realidad abarca también los capítulos del presente libro. Tal vez haya en ellos ya

el ejercicio práctico intelectual de una violencia revolucionaria que retorne la violencia

capitalista contra ella misma. Si así fuera, entonces estaríamos seguros de haber

empezado a resolver de algún modo el problema que investigamos. Y, al empezar a

resolverlo, tendríamos al menos la certeza de que empezamos a investigarlo, ya que, a fin

de cuentas, en una retroactividad materialista como la nuestra, “investigar un problema es

resolverlo” (Mao Tse-Tung, 1930, p. 39).



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