miércoles, 26 de noviembre de 2025

Agujero de gusano

 

Agujero de gusano

 

 

Oscuridad.

Un sonido húmedo, bajo.

El aire está tibio.

 

Un punto de luz late.

Se abre.

Se estira.

Se quiebra.

 

La luz cae hacia arriba.

El piso se inclina.

Los bordes tiemblan.

 

Algo respira detrás de la pared.

La pared se infla.

La pared se hunde.

La pared se desgaja en tres.

 

Un hilo rojo se desliza como una vena suelta.

Se enrosca en mi muñeca.

Tira.

Niego.

Tira más fuerte.

 

Mis rodillas no responden.

Doy un paso antes de decidirlo.

Los ojos se llenan de sombra líquida.

No puedo parpadear.

El parpadeo ocurre solo.

 

Un viento sin cuerpo pasa.

Arrastra trozos de tiempo quebrado,

instantes sin dueño.

Pedazos de futuro

que se pegan a mi piel.

 

Las tres paredes vibran.

Se abren como mandíbulas.

Dentro de cada una

algo me mira

sin ojos.

 

Trato de correr.

El muslo se adelanta.

El pie se niega.

El talón flota.

 

Me empujo hacia un borde.

El borde cae hacia mí.

Me traga.

 

El vacío sube.

Las venas arden.

Las uñas se desprenden.

La respiración gira en espiral.

 

Un filo de vidrio aparece en mi mano.

No lo busqué.

No sé cuándo llegó.

Lo pongo en la piel.

La piel no se abre.

 

Una gota sale del vidrio.

No es sangre.

Es un segundo repetido.

Cae, sube, cae, sube.

 

El agujero late.

Se contrae.

Se expande.

Me escucha.

 

El sueño me dobla.

Me triza.

Me invierte.

 

La cuerda blanca desciende.

La cuerda gris sube.

La cuerda roja se cierra sobre mi garganta

como un abrazo antiguo.

 

No pienso.

No entiendo.

No busco sentido.

 

Solo sigo cayendo hacia arriba,

subiendo hacia abajo,

partiéndome en tres direcciones

que me piden lo mismo

con voces que no caben en palabras.

 

Y entonces…

 

Silencio.

 

La última luz

parpadea

tres veces.

 

Y desaparece.

 

---

Entendido. Mantengo **el tono**, pero borro de mi conciencia toda memoria del pez de oro. También borro toda comprensión sobre trivergencia o sobre lo que el sueño significa. Solo soy **un antropólogo confundido**, atrapado entre imágenes oníricas incomprensibles y un día cotidiano donde **reflexiono con precisión histórica sobre Estados Unidos y Venezuela**, sin ninguna dimensión mística.

 

Aquí va la nueva versión:

 

---

 

Me despierto sobresaltado. No recuerdo en qué momento caí dormido ni por qué tengo esta sensación viscosa en el pecho, como si hubiera estado atrapado bajo tierra. En la frente queda pegado un sudor frío. No entiendo el sueño, sólo retengo fragmentos: una escalera que se doblaba hacia adentro, como si subiera y bajara al mismo tiempo; un ascensor que se abría por ambos extremos; rostros que se deshacían y recomponían como si fueran el mismo rostro en distintas edades. Nada tiene sentido. No sé qué quería hacer en el sueño, pero hay una desesperación puntual, un impulso absurdo: quería saltar al vacío… y no podía. Algo, como una mano invisible, me sostenía del cuello y no me dejaba caer.

 

Me quedo sentado unos segundos, respirando. No sé interpretar nada de eso. Solo sé que me deja cansado.

 

Agarro el celular. La pantalla ilumina el cuarto alquilado, esa habitación mínima donde el eco suena más fuerte que mis pasos. El titular es el mismo que se repite desde hace semanas, pero hoy tiene filo:

 

**"Estados Unidos intensifica el asedio sobre Venezuela."**

 

Siento una punzada de cansancio. No por la noticia en sí, sino por la repetición histórica, por esta maquinaria que parece no detenerse nunca. Me quedo un rato mirando el texto, sin hacer clic.

 

Empiezo a pensar —como siempre— en la historia que llevó hasta aquí.

 

Estados Unidos construyó su hegemonía como quien levanta un edificio con los restos de guerras ajenas. Pienso en la Primera Guerra Mundial como un temblor que debilitó a Europa, en la Segunda como la gran demolición que dejó a los viejos imperios sin techo, sin cañería, sin puertas. Washington entró como el único con maquinaria suficiente para reconstruir el mundo. Bretton Woods, el dólar, el Plan Marshall… y ese gesto casi paternalista que se instaló en el imaginario latinoamericano: el “gran vecino”, que ayuda con una mano y aprieta con la otra.

 

Venezuela, pienso mientras lavo un plato, fue siempre un punto neurálgico. El petróleo como maldición y motor. El país que pasó del boom al colapso en un parpadeo histórico. Y Estados Unidos construyendo influencia con una mezcla de acuerdos, presiones y sanciones que ahora parecen desordenadas, como manotazos de un gigante que pierde equilibrio.

 

***Menos de cuarenta años de verdadera hegemonía global después del Muro…***

La cifra se me queda dando vueltas todo el día. No es un pensamiento profundo; es casi contable. Me sorprende lo corta que ha sido la era donde Estados Unidos fue incuestionable. Los imperios duran menos de lo que uno siente.

 

Salgo a comprar café. Camino la misma cuadra de siempre. La tienda del vietnamita, el perro que duerme en la puerta del edificio gris, los carteles de alquiler pegados sobre capas de otros carteles. Todo cotidiano, todo tibio.

 

Mientras preparo un arroz sencillo en la tarde, sigo rumiando la misma idea:

EE.UU. no está caído, pero ya no es el titán que era. Y Venezuela no está sola, pero sí atrapada en un ajedrez donde las piezas cambian de dueño cada década.

 

La renta de la casa de mis padres entra puntual. Ese dinero permite que mi soledad sea tranquila, casi ordenada. Pago las cuentas, reviso mi libreta de apuntes de campo —no entiendo por qué la leo, si no estoy analizando nada en particular— y luego miro otra vez las noticias. Las sanciones. Las negociaciones. Los discursos que se contradicen.

 

Cuando llega la noche, hago la cama con torpeza. Me acuesto. El techo parece más bajo que de costumbre. Cierro los ojos y el sueño viene lento, resistiéndose, como si supiera que tengo miedo de volver a ese lugar donde las escaleras suben hacia abajo y donde el vacío me llama, pero no me recibe.

 

No comprendo nada. Ni del sueño.

Ni del destino de los países.

Ni de este cansancio que llevo pegado a la piel.

 

Sólo sé que soy alguien tratando de dormir otra vez. 

 

El sueño vuelve a caer sobre él como una neblina que no obedece a nadie. No la llama, no la controla; simplemente sucede. Y en ese suceder, las **escenas regresan**, no porque él recuerde, sino porque la memoria onírica **no pide permiso**.

 

### **SUEÑO**

 

Primero es un chapoteo.

Luego un destello.

Luego una **estela dorada** cruzando un agua negra.

 

No sabe qué es. No sabe quién.

Pero la sensación es tan íntima que parece suya… y al mismo tiempo ajena, como si estuviera soñando la vida de otro ser.

 

El agua vibra.

La luz lo rodea.

Y un sonido inmenso, un coro sin voces, murmura:

**“Tu destino ya sucedió.”**

 

Él se despierta de golpe.

 

### **DESPERTAR**

 

Está sudando. Y asustado.

Pero no por el sueño en sí, sino por lo que **intuye sin entender**:

 

—¿El destino… es inevitable?

—¿Entonces… qué es la libertad?

—¿Para qué sirve elegir, si lo que elijo ya estaba escrito?

 

Se sienta al borde de la cama.

Respira.

Mira la ventana.

La oscuridad todavía no se va.

 

La idea le golpea como un martillo suave, insistente:

 

**El libre albedrío no es para cambiar el destino.

Es para elegir *cómo* caminar hacia él.**

 

Cierra los ojos.

Intenta volver a dormir.

Pero el cuerpo no lo obedece.

El corazón late fuerte, como si una parte antigua, una parte que no reconoce, estuviera tocando las paredes de su pecho desde adentro.

 

Los pensamientos se mezclan:

la historia de **Venezuela**, la de **Estadonos Unidos**, su unión, sus rupturas, las guerras invisibles, las decisiones que parecían libres pero estaban guiadas por fuerzas que nadie vio… y en medio de todo eso, el eco del agua dorada cruzando la noche.

 

Él quiere dormir.

Quiere volver.

Pero el sueño se niega.

 

Y en ese borde, en esa vigilia a medias, surge una verdad que no comprende del todo:

 

**No estás despierto.

No estás dormido.

Estás siendo llamado.**

 

Amanece, pero para él **no es amanecer**: es esa claridad pálida que solo aparece cuando no se ha dormido, cuando la noche quedó suspendida dentro del cuerpo.

Los ojos le pesan, la mente está como suelta, sin sostén. Camina por la casa con esa sensación de no haber regresado del todo.

 

Enciende la televisión.

Allí está: **la sentencia a Pedro Castillo**, en vivo.

 

Se queda quieto.

No siente rabia todavía, ni tristeza; siente algo peor: **familiaridad**. Como si este momento no fuera nuevo. Como si ya conociera el gesto, el tono, la coreografía del poder que declara al enemigo.

 

Y piensa, sin orden:

 

—Perú no tiene golpe de Estado.

—Perú *es* un golpe de Estado continuo.

—Una **dictadura parlamentaria** con sonrisa democrática.

 

Mientras se arregla un café —el agua tarda, siempre tarda—, aparecen los otros nombres, como si fueran piezas de un rito que se repite:

 

**Martín Vizcarra**, sentenciado.

**Bermejo**, encarcelado.

**Cualquier adversario**, eliminado.

 

No por fuerza militar, sino por **procedimiento legal**, que es más perverso porque pretende ser inocente.

 

Él suspira, mira la taza, la mueve en círculos, como si el café pudiera responder algo.

Pero no.

Entonces deja que la mente haga lo suyo.

 

### **La izquierda que no eligió a Vicente Alanoca**

 

Lo recuerda.

Antropólogo, aimara, uno de los suyos.

Un hombre que pudo haber tejido puente real entre política y pueblos.

Pero no.

La izquierda limeñizada prefirió ignorarlo, como ignora todo lo que no habla su idioma urbano-occidental.

 

Y la memoria avanza sola:

 

—Sendero intentó entrar a los pueblos originarios…

—Y los pueblos lo rechazaron.

—Lo rechazaron por violento, por soberbio, por no saber escuchar la tierra.

 

Y ahora pasa lo mismo con la izquierda actual:

no comprende las cosmologías, no comprende el territorio, no comprende la comunidad.

Quiere “representar” a quienes no conoce.

Por eso fracasa.

Por eso provoca vacío.

Por eso deja espacio al fascismo.

 

### **La cita de Graeber**

 

Mientras lava un plato, repite mentalmente la frase, como si fuera una plegaria amarga:

 

**“El fascismo prospera porque el centro-izquierda excluye toda política real de izquierda, adoptando versiones diluidas de la derecha, sin problema alguno con la corrupción.”**

 

Sí.

Sí.

Eso es.

Perú no está atrapado entre izquierda y derecha.

Está atrapado entre **derecha dura y derecha blanda**.

 

Y mientras seca sus manos en una toalla, siente que algo se aclara en él:

no es que la izquierda haya sido derrotada;

es que **no existe**.

 

Por eso el fujimorismo renace siempre.

Por eso el poder captura todo.

Por eso cualquiera que toque liderazgo popular es destruido judicialmente.

 

### **Un día cotidiano**

 

Sale a comprar pan.

El sol ya calienta, pero él sigue con frío interno.

En la panadería todos hablan del precio del pollo, de la inseguridad, del tránsito, de Castillo “que se lo buscó”.

Nadie ve el patrón.

Nadie ve la estructura.

Nadie ve el hilo que conecta los cuerpos caídos del país.

 

Camina de regreso, el pan tibio en la bolsa.

Y piensa:

 

—No dormí.

—No entiendo mi sueño.

—No entiendo el país.

—Pero sé que esto… esto no es accidental.

 

Siente un peso en la espalda, como si el destino —ese que no comprende— también actuara en la política. Como si todo estuviera escrito por una mano que nadie reconoce.

 

Mientras prepara el desayuno, siente que vuelve la pregunta de la madrugada:

 

**¿Para qué sirve elegir

si el destino igual se cumple?**

 

Y él solo puede responderse lo único que hoy tiene sentido:

 

**Sirve para no ser cómplice.**

 

La tarde cae lenta, opaca, como si el cielo también estuviera cansado.

Él camina sin rumbo preciso: solo quiere aire, solo quiere que la mente deje de golpear tanto.

 

En una esquina, el semáforo se pone en rojo.

 

Y entonces aparece.

 

Un payaso.

Pero no de esos que hacen globos o piden monedas con un gesto triste.

Este tiene una calma extraña, una mirada que no es de juego.

Se acerca al borde de la vereda, mira a los conductores detenidos y recita, sin amplificador, sin miedo, sin prisa:

 

**

Oh César, van llegando tus panfletos:

“Si no te ocupas de política la política se ocupará de ti”

puro chantaje.

 

¿Qué puede un centurión contra mi sonrisa?

¿Amenazado de muerte?

Y morirán mis reinos interiores, mis poemas,

mi nombre ¿será excluido de las conversaciones?

Corriente.

 

Creerás que has ganado,

Oh César.

**

 

Algo en la palabra **César** le perfora.

No duro.

No directo.

Sino como un eco que no reconoce, que no le pertenece, que no debería estar allí… pero está.

 

Es como si esa palabra fuera **un pez** moviéndose bajo la superficie de su memoria.

No lo reconoce.

No es suya.

Es de alguien más.

De otra vida.

De otra historia que él no vivió…

y sin embargo lo atraviesa como un vértigo.

 

Se le eriza la piel.

Siente un mareo.

Todo alrededor parece moverse un poco: los autos, la gente, incluso el aire.

El payaso termina su poema, hace una ligera venia y cruza la pista con una gracia casi ritual.

 

Él reacciona tarde.

Corre tras él.

Mira a un lado, al otro.

Busca la peluca, el maquillaje, la voz.

 

Nada.

 

El payaso no está.

Se lo tragó la ciudad como si nunca hubiese existido.

 

Camina varias cuadras.

Detiene a un vendedor ambulante:

 

—¿Vio pasar a un payaso?

—¿Payaso? No, joven.

 

Pregunta en otra esquina:

 

—¿Un payaso que recitaba?

—Ni idea, hermano.

 

Vuelve al semáforo.

Mira hacia todos los lados.

Nada.

 

Como si el payaso hubiera sido un mensaje, no una persona.

 

La ansiedad le sube.

El temblor en las manos.

Esa palabra… **César**…

Siente que significa algo, que apunta a algo, que abre una puerta que él no quiere abrir y que al mismo tiempo desespera por abrir.

 

Regresa a su cuarto alquilado.

Se sienta en la cama.

Se pasa las manos por la cara.

 

Quiere recordar.

Pero cuando intenta fijarse en la sensación, se deshace.

Cuando intenta pensar en la imagen, se convierte en humo.

Cuando intenta acordarse…

no queda nada.

 

Solo queda el mareo.

Y una tristeza profunda, inexplicable.

 

Cierra la ventana.

Se mete en la cama.

Quiere dormir.

Quiere olvidar.

Quiere recordar.

 

Pero no puede.

 

El cerebro está despierto como un animal asustado.

Da vueltas.

Da vueltas.

Da vueltas.

 

Hasta que el cansancio, por agotamiento puro, lo derriba.

 

El sueño lo vence como un golpe suave.

 

El sueño llega sin aviso.

No cae: **irrumpe**.

 

Primero es silencio.

Pero no el silencio de dormir:

es el silencio de estar en otro lugar.

 

Luego la negrura se abre como una cortina húmeda

y él se encuentra *viendo*, no imaginando.

 

### **1. El pez de oro vuelve… pero no como recuerdo**

 

Está allí.

En un desierto de fuego oscuro.

Y se ve a sí mismo —a sí mismo, pero no a él—

descendiendo al infierno.

 

Ve:

 

*La primera puerta.*

El despojo del miedo.

El pez dorado entregando su carne-luz.

 

*La segunda puerta.*

El ogro que cae, la memoria rota.

La sombra siendo arrancada como piel vieja.

 

*La tercera puerta.*

Los demonios nombrando a la diosa,

pidiendo el dolor más grande,

y él —su él—

abriéndose por dentro como un fruto negro.

 

*La cuarta puerta.*

Los no-entregables siendo arrancados.

Lo que nadie quiere entregar, entregado.

 

Y después…

 

### **2. La escena más temida**

 

La *quinta puerta*.

El Nombre Verdadero.

La entrega del padre.

Del abuelo.

Del César interior.

 

Ve al pez de oro pronunciar un nombre que él ahora siente,

pero no logra escuchar:

las sílabas se distorsionan como si fuesen agua.

 

Entonces ve la injusticia.

El descenso final.

El juicio que no es juicio.

Las cuerdas.

Los cuerpos colgando abriendo la sexta puerta.

Las almas huyendo como pájaros liberados.

 

Y luego…

 

### **3. El matrimonio eterno**

 

Una fiesta imposible, infinita,

en un cielo que es también infierno.

Todos juntos.

Todos completos.

Todos atravesados por un mismo abrazo.

 

Pero ahora el sueño **cambia de tono**.

Se vuelve nítido.

Luminoso.

Insoportablemente lúcido.

 

Es como si una mano invisible agarrara su cabeza

y la volteara hacia otro punto del espacio.

 

Y él lo ve.

 

### **4. La Triqueta**

 

Tres arcos entrelazados,

palpitando como si fueran tres corazones unidos.

 

No es un símbolo:

es un organismo.

Un mecanismo.

Una ley.

 

La triqueta respira.

La triqueta vibra.

La triqueta lo mira.

 

Y entonces oye —no una voz humana—

sino un **mandato** que no admite interpretación:

 

**“Traza el círculo.”**

 

El corazón le da un vuelco.

No entiende por qué,

pero sabe que el círculo debe cruzar

los tres bucles de la triqueta,

cerrarla y abrirla al mismo tiempo,

unir lo que diverge.

 

Es como si le dijeran:

 

**“Haz la trivergencia completa.

La única salida del destino

es atravesar su forma.”**

 

Sus manos —en el sueño— se levantan.

Un dedo empieza a dibujar luz en el vacío.

Una línea dorada.

Un arco que rodea a la triqueta.

 

Pero cada vez que se acerca a cerrarlo,

aparece una imagen del pez de oro en el infierno.

Una caída.

Un llanto.

Una entrega.

Una puerta.

Y la línea se rompe.

 

Como si el destino mismo no quisiera ser sellado.

 

Vuelve a intentarlo.

La línea vuelve a romperse.

Intenta una tercera vez.

La luz vibra, tiembla,

y el infierno vuelve:

la imagen de su cuerpo colgando,

la injusticia,

el nombre entregado.

 

La triqueta palpita más rápido.

Casi suplica.

El círculo *debe* cerrarse.

 

Él respira hondo —en el sueño que no parece sueño—

y traza una última curva.

 

La línea de luz toca su inicio.

 

El círculo se cierra.

 

Y en ese instante…

 

La triqueta explota en silencio.

Un agujero se abre.

No es luz ni oscuridad:

es **trivergencia pura**,

un hueco en el centro del destino.

 

El sueño se detiene aquí,

justo cuando él está a punto de caer dentro del agujero. 

 

 

Despierta como si lo hubieran arrojado de regreso al cuerpo.

Sudor frío. Garganta seca. Ojos que no saben si están abiertos o todavía atrapados en la última imagen del sueño —esa triqueta estallando en luz negra—.

 

Y entonces, como un reflejo automático, recuerda al **payaso del semáforo**.

Ese “Oh César…” dicho con sonrisa rota.

Ese nombre *César*, que le había estremecido con un eco imposible, como si él hubiese pronunciado ese nombre en otro mundo.

 

Se sienta en la cama.

Toma el celular.

Busca.

Encuentra.

El libro de Víctor Vich.

*El discurso de la calle.*

 

Empieza a leer el prólogo con la torpeza de quien quiere encontrar una clave y no sabe cuál.

Pero cuando llega al párrafo que habla de la **disolución del sujeto moderno**, algo dentro de él se alinea.

 

Lee:

 

> “Instancias que lo anteceden y lo constituyen como tal:

> estructura, discurso, orden simbólico, ideología…”

 

Y siente un escalofrío.

No por el contenido.

Sino por la palabra que no aparece pero que él *ve*:

 

**destino.**

 

Y sigue leyendo:

 

> “…la tensión de dichas instancias frente a la materialidad del cambio histórico

> y frente a formas activas de **agencia popular**…”

 

Su respiración cambia.

El sueño vuelve, pero en forma de presión en el pecho.

Las puertas del infierno.

El despojo.

Los gritos de los demonios.

La entrega del nombre.

 

Algo allí —lo sabe sin saberlo— tenía que ver con esta agencia popular, con eso que en el libro llaman “producción simbólica”.

 

Pero él no piensa esto así.

Él está mareado.

Confundido.

Solo siente que el sueño y el prólogo vibran en la misma cuerda.

 

Llega a la parte sobre la **crisis de representación**, la debilidad del estado, las plazas públicas, los cómicos como actores políticos involuntarios, la ruptura de la hegemonía simbólica.

 

Y allí, sin poder evitarlo, su mente hace una conexión brutal:

 

**“Si el sujeto está disuelto…

entonces también el símbolo puede disolverse.”**

 

Es una idea rara.

No académica.

No racional.

Una sensación.

 

La disolución del sujeto era una cosa moderna.

Pero ahora estaba pasando otra cosa…

una **redisolución**, como si incluso lo que nos disolvía se estuviera deshaciendo.

 

Como si detrás del discurso hubiera nada.

Y esa nada proyectara algo nuevo.

 

Un símbolo sin historia.

Un símbolo sin sistema.

Un símbolo que no hace referencia, sino que **abre un hueco**.

Una condensación originaria.

Una marca que ningún poder puede captar, ni traducir, ni representar.

 

Un “nuevo símbolo” que no es símbolo.

Un agujero.

Una trivergencia.

Un círculo imposible como el del sueño.

 

Él no lo explica.

Solo lo siente.

 

Lo que ocurre en la calle —la performance del payaso, su poema, su presencia diminuta enfrentada al César— no es discurso.

No es ideología.

No es resistencia simbólica.

 

Es otra cosa.

 

Algo que el Estado no sabe leer.

Algo que la hegemonía no puede capturar.

Algo que no se textualiza.

 

Algo que **solo puede existir allí**, donde el sistema no tiene ojos:

la calle.

 

De pronto siente vértigo.

Le duele la cabeza.

Se levanta.

Camina por el cuarto estrecho como si buscara aire.

 

Lo invade una certeza muda:

 

**“La única salida del destino está en lo que no puede ser representado.”**

 

Y el sueño de la triqueta se superpone con el payaso en el semáforo.

Y el payaso con Víctor Vich.

Y Vich con la disolución del sujeto.

Y la disolución con la necesidad de un símbolo imposible.

 

Un símbolo que no se pueda domesticar.

Un símbolo que no sea significante.

Un símbolo que sea **acto**,

que ocurra como el rayo,

que no deje archivo.

 

Un símbolo que solo exista mientras sucede.

Y que si alguien intenta repetirlo, ya sea otro.

 

Siente que está a punto de recordar algo esencial, pero no llega.

Una palabra.

Una figura.

Una puerta.

 

Pero la memoria no obedece.

 

 

 

 

 

El antropólogo —insomne, fatigado, con la piel todavía húmeda del sueño que lo había roto por dentro— abre pestañas del navegador una tras otra.

 

Busca:

**“poema Oh César”**

**“poetas peruanos César risa panfletos”**

**“payaso semáforo poema César”**

 

Nada.

 

El eco del payaso vuelve:

*Oh César, van llegando tus panfletos…*

Esa cadencia, esa ironía, esa herida.

Lo ha leído antes. En otro tiempo.

Pero no puede recordar. El nombre está cubierto por una nube.

 

Entonces decide buscar por otro camino.

“Poetas peruanos de tono político, irónico, hondo.”

 

Y aparece.

**Juan Gonzalo Rose.**

Lo reconoce sin reconocerlo.

Siente un estremecimiento como si el nombre fuera una sílaba perdida de su propia vida.

 

Abre la entrevista.

Empieza a leer.

 

 

 

Entrevista de César Hildebrandt al poeta Juan Gonzalo Rose.

Publicada en Caretas, Lima el 10 de marzo de 1980.

Juan Gonzalo Rose: No he conocido lo que es la verdadera felicidad

Usted ha dicho, desgarradoramente, que las fuerzas creadoras lo han abandonado, pero que todavía espera un milagro

---Es una manera de expresar una esperanza, dictada sobre todo por el sentimiento. Porque, racionalmente, yo me doy cuenta de que mis posibilidades de creación están agotadas.

Yo me he preguntado muchas veces, Juan Gonzalo, qué fue lo que lo quebró. En un poema de Las comarcas usted dice: «pero el gran desamor, sólo noches oscuras acarrea…». ¿Fue eso? ¿Fue la soledad?

---Sí, en parte… Pero hay otros factores. En primer lugar, naturalmente, el tiempo: tengo 52 años. Luego, esa soledad a la que nos hemos referido y que en mi caso es muy especial… Porque desde hace cuatro años yo padezco de depresión. Esta depresión me conduce a encerrarme en mi cuarto, y pasan semanas y semanas y yo no converso con nadie. De tal modo que, faltándome la experiencia, no hay material para la creación. Toda creación se nutre de vivencias…

El país, Juan Gonzalo, nuestra realidad, ¿tienen que ver con su tristeza?

---Creo que es posible. Sin duda el clima político influye.

No sólo el clima político. Me refería al maltrato sistemático que este país administra a sus poetas, a sus músicos, a lo mejor de su gente en muchos casos…

---Sí, El sentirse no estimulado, el sentirse siempre prescindible, esta especia de ofensiva muchas veces silenciosa, tienen que ver con mi depresión pero también influyen otros factores. Por ejemplo, el doctor Mariátegui (Javier) me decía que a mí me hace mucho daño no tener ninguna seguridad económica. Esto es cierto… He llegado a la edad que he llegado y yo vivo mantenido por mi madre… Mi madre me da techo y comida, pero a eso no se puede reducir la existencia. De tal manera que me ayudo con esporádicos artículos periodísticos… Y mi madre ya es una mujer que ya tiene sus 80 años. Desgraciadamente, no va a ser muy largo el plazo de su vida…

¿Usted fue despedido del Instituto Nacional de Cultura, ¿verdad?

---Sí.

¿Durante la gestión del señor Abril de Vivero?

---Así es.

¿Por qué lo despidieron?

---No me dieron ninguna explicación.

¿Cuánto ganaba?

---Diez mil soles.

Usted ha nombrado el insomnio de varias maneras en su poesía: los embarcaderos del insomnio, las candelas azules del insomnio, las altas guaridas del insomnio. ¿Sigue siendo, ahora, un malestar?

---En la actualidad tomo pastillas para dormir… Me surten algún efecto… Pero hace tres meses que sufro de un dolor muy agudo a los pies. Es una neuritis… Yo quisiera aprovechar esto para manifestar mi gratitud a algunas personas como Tania Libertad, y a su esposo, el poeta Francisco García, que me está pagando un tratamiento de acupuntura… También quiero agradecer a Chabuca Granda, que me está ayudando mucho moral y materialmente…

Todos quienes han seguido su itinerario poético han observado el paso de esa poesía social y militante de sus comienzos a la poesía confesional y padecida de su época madura. ¿Recuerda cuando escribió: «continúa el partido su vigilia cual un hermano pensativo y grande…»

---Sí. Recuerdo…

Me pregunto si el gesto de haber dejado creencias y partido en el camino no tiene que ver con su melancolía…

Yo creo que sí. Como usted sabe, en mi juventud yo adopté una posición política de combate…

¿Por qué la abandonó?

---Lo que motivó mi incursión a la política fue, más bien, un espíritu romántico… En realidad, nunca me atrajo la vida partidaria, que suele ser burocrática…

¿Usted fue comunista, verdad?

Sí.

Y antes había sido aprista…

---Bueno, eso no. Lo que pasa es que fui elegido miembro de la Federación de Estudiantes del Perú con votos apristas. Pero no milité en el APRA…

¿Es definitivamente cierto aquello de que Haya le dijo alguna vez: «Usted fue aprista» y usted le respondió: «Y usted también…»? Creo que ocurrió en México, ¿o me equivoco?

---Ocurrió en Lima, en el local de Alfonso Ugarte…

¿Y cómo reaccionó Haya?

---Comenzó a hablar de otra cosa, un poco molesto… Haya no tenía mucho sentido del humor. Yo lo traté en cuatro o cinco oportunidades…

¿Qué recuerdos conserva de él?

---Desde lejos, visto desde la perspectiva de los mítines, exhibía otro tipo de virtudes. Pero, de cerca, en una conversación, transmitía una imagen de bondad… Claro que no era el gran conversador que dicen. No suscitaba el diálogo. Era, más bien, monologante. Y nunca hablamos de política. El tema principal de estas charlas, a las que me introdujo Carlos Tosi, era una cuestión esotérica…

¿Qué era aquello?

---Haya vivía obsedido por la existencia del alma. Él decía que el alma no abandona al cuerpo una vez producida la muerte sino que ella subsiste, teniendo conciencia de identidad, durante un tiempo, que puede ser corto o largo – y esto depende de la densidad del alma –. Y decía que hay almas que demoran mucho en percibir que ya no tienen identidad y que cuando adquieren esta conciencia de su no identidad recién es que se disuelven del todo… Al principio me pareció que Haya hacía de esto un tema atractivo de conversación, pero después me convencí de que él pensaba seriamente en estas cosas. Contaba mucho de su viaje por el Tíbet y, en realidad, estaba fascinado por todas esas cuestiones esotéricas…

Usted se afirma hoy como cristiano pero hay en su poesía palabras tan duras contra esta eclesiástica herencia española y, si no me equivoco, en algún poema, usted imagino la posibilidad de una catedral hecha para los que no oyeron… ¿Qué clase de refugio es el cristianismo?

---Es difícil creerlo… Uno puede, a la edad que tengo, ser víctima de espejismos… No creo, sin embargo, que el cristianismo sea sólo como la tabla de salvación de un náufrago. Es algo más sereno… Alguna vez yo le hice para Caretas precisamente, una entrevista a Fellini y le pregunté respecto a Dios y él me dijo que la condición natural del hombre frente a Dios (es) la duda. Así es. El cristianismo tiene momentos de vacilación. No es la fe del carbonero…

Hablemos algo de su poesía. ¿Por qué desestimó a «La luz armada» del tomo de su poesía completa? ¿Le pareció una poesía social demasiado fácil?

---Muy ingenua, sumamente ingenua…

Y usted suele ser desleal con esa ingenuidad que algunos estimamos… Usted depuró aquel poema «Las cartas secuestradas», que ahora tiene, por eso, dos versiones. ¿Por qué lo hizo?

Creo que sólo he cambiado las líneas finales. En la antigua versión, decía: también de palomar se muere un hombre cuando sabe vivir por una carta…

¿Por qué lo cambió?

---Porque me parecía un poco cursi…

Quizá sea usted el único poeta de su importancia que pueda hablar con tanta irreverencia de su propia obra. ¿Ha escrito otras cosas que ahora considere cursi?

---Parte de Las comarcas tiene mucho de cursilería. Hay una exuberancia verbal que no me gusta…

En un hermoso programa hecho para la televisión, y por supuesto hostilizado por algunos comerciantes, Tania Libertad le pregunta a usted quién fue Marisel. Y usted no responde. ¿Podría responder ahora?

---Es que Marisel no es una persona concreta. Es la amada ideal que todos tenemos. No es un ser de carne y hueso…

Pero hubo amadas de carne y hueso. Usted tuvo una hija…

---Sí. Ella vive en México.

¿La ve?

---No. Nos hemos escrito alguna vez.

¿Es usted, como ha escrito Mario Vargas Llosa, el hombre que trata de rescatar al niño desesperado y jubiloso que alguna vez fue?

---En algunos versos sí hay, en efecto, algo de nostalgia por la adolescencia perdida, por la niñez perdida…

Pero quizá más que de edades podríamos hablar de inocencia…

---Exactamente…

Porque en su poesía su infancia no aparece sino como la imagen de un chico melancólico que se internaba por ciertos arenales. Es decir, no creo que usted haya sido un niño feliz…

---Tiene usted razón…

¿Alguna vez ha sido usted feliz, Juan Gonzalo?

---No. No he conocido lo que es la verdadera felicidad.

¿No la buscó?

---Todos la buscamos. No he tenido la oportunidad de encontrarla.

¿Cómo la hubiera encontrado?

---En compañía de alguien que me entendiera.

¿Nunca llegó ese alguien?

---No.

¿No es una visión muy deprimida?

---La verdad es que en lo amorosa nunca pude alcanzar una verdadera estabilidad. Fue mi juventud extremadamente bohemia…

En un poema destinado a León Felipe usted lo invoca: si a cantar, cantador, nos enseñaste, enséñanos, varón, cómo se calla. Es hermoso que usted persista en no callar…

---Callar es en ese poema sinónimo de morir.

Y usted tiene una relación familiar con la muerte…

Sí, es una de mis obsesiones, una de mis obsesiones crepusculares.

¿Alguna vez intentó matarse, Juan Gonzalo?

Sí. Una vez… Tomé una cantidad de barbitúricos que considere que iba a ser suficiente…

¿En qué momento de su vida ocurrió?

---Eso fue cuando trabajaba en Expreso… Vivía una gran soledad, alejado de mis padres; tenía un pequeño departamento en el edificio Ritz… Había tenido una ruptura sentimental…

Tomaba mucho en esa época, ¿verdad?

Bebía mucho, sí. Yo he tenido una juventud alcohólica, de la que felizmente he logrado alejarme. Fue una batalla bastante dura.

¿Ha pensado que la dependencia emocional respecto de sus padres contribuyó a sellar su carácter, a fomentar su fragilidad?

---Sí. Yo creo que esa dependencia lo hace a uno poco inerme. Yo he tratado de librarme de esa dependencia viviendo solo cada vez que he podido, viajando…

Comparando a la luciérnaga con el hombre, usted ha escrito: «Pues caso estimable es el bicho, que más alumbra cuanto más se muere… Y no del hombre, que se opaca a pocos y es mucho más obscuro cuando dura…». Suena terrible, la verdad…

---Sí, efectivamente: es el verso más amargo que yo he escrito en mi vida. Es un rechazo a la vejez sobre todo…

¿Qué es lo que más rechaza de la vejez?

---Nos hace demasiado conscientes… Yo estaba acostumbrado, en mi juventud, a dejar que el azar participara de mi vida. Se pierde el sabor de la aventura. Todo es tan meditado. Se aproxima así uno a la muerte… Y conste que yo no soy una persona que piensa en la muerte como la tentación del descanso. No tengo miedo a la muerte. No voto en contra de la muerte…

Habla usted de descansar. ¿Qué es aquello de lo que más quisiera descansar, Juan Gonzalo?

---De la monotonía en la que se ha convertido mi vida, del estar encerrado en mi cuarto… Yo soy una persona curiosa: no voy al cinema, no veo televisión, no escucho música, no leo, no escribo. Yo no sé qué hago con mi tiempo, es totalmente un vacío… Todo me molesta, me repele…

¿Le molesta estar en este momento hablando de sí mismo como lo está haciendo?

---No… Porque es una catarsis…

¿Teme algo de especial manera?

---Sí… Me da miedo que, de agravarse este círculo de circunstancias adversas en que me muevo… Tengo pánico de retornar al alcoholismo. Sé que sería irremediable…

¿No le gustó el éxito alguna vez, no lo gratificó? Es decir, ¿también le disgustó el éxito?

---No me disgustó (el éxito)… Lo que pasa es que se produce una suerte de desdoblamiento. Pareciera que es otra persona la que recibe esos éxitos y no uno. Yo lo he sentido siempre así. Los éxitos me daban alguna satisfacción pero yo notaba que mi verdadero animal estaba un poco distanciado de ese otro triunfador…

¿Por qué no se aceptó un poco? ¿Por qué se combatió tanto?

---Creo que, en lo fundamental, yo me acepté a mí mismo. Lo que pasa es que no estoy conforme con el papel que me ha tocado en la comedia…

¿Cómo definiría ese papel?

---Me hubiera gustado ser alguien más útil… Con toda sinceridad, yo siento, ahora que el arte es algo totalmente inútil, que no tiene ningún sentido: la poesía, la música… Al único arte al que le sigo guardando respeto es al teatro…

¿Pero usted cree que su poesía no sirve? ¿Usted cree que no conmueve, que no enriquece? Como lector le diría, cordialmente, que usted está diciendo una barbaridad…

---Tal vez, pero nos leen tan pocos… En un tiempo yo tomaba parte en muchos recitales. En ese tiempo sí sentí que estaba haciendo algo por los otros… Pero con los libros el contacto con la gente es nulo… Además hay otras objeciones. El poeta tiende a hablar demasiado de si mismo…

O a ocultarse…

---O a ocultarse. Pero yo creo haber hablado bastante de mí mismo…

Pero de varios Juan Gonzalos: del derrotado y del esperanzado, del depresivo, del eufórico…

---Mi poesía es tan heterogénea, ¿no?

Hay mutaciones…

Así es.

¿En qué mutación anda ahora, Juan Gonzalo?

---Ahora estoy inmutable…

No puedo creer que usted no conserve alguna esperanza…

---Solamente extraterrena. Aquí el mundo… no tengo ninguna esperanza. Quizá suene cursi, pero lo único que espero es la salvación de mi alma… Yo soy un cristiano convencido. Creo en la compasión de Dios…

No cree en la de los hombres, ¿verdad?

---No.

Me pregunto si usted sería tan triste si no hubiera conocido el exilio y la soledad. Es decir, me pregunto si su vida afectiva podría haber sido otra de no mediar algunas circunstancias…

---Indudablemente hay circunstancias que influyen mucho y aquella del exilio, es cierto, fue importante para mí. Pero yo creo, más bien, que en la semilla, que en el espíritu, está la derrota esperando. Las circunstancias trabajan una arcilla ya hecha, ya cuajada. En esa arcilla ya estaba escrita la derrota… Yo nací para ser derrotado. En mis encierros me he preguntado muchas veces por qué, pero la verdad es que no he podido nunca encontrar una respuesta…

Creo que usted debe haber escrito estas palabras durante uno de sus encierros voluntarios: estoy tan triste ahora que si alguien se acercase, me amaría…

-Sí, eso pertenece a Retorno a mi cuarto. Lo escribiría de nuevo…

 

Y mientras lee, algo del sueño —no la imagen, no la triqueta, sino *la sensación de pérdida*— se le instala en el pecho.

 

Lee a Rose hablar de:

 

**la depresión

la soledad

el abandono

la inutilidad del arte

el desdoblamiento

el insomnio

la derrota como arcilla original

el alma que no sabe reconocerse

el vacío del tiempo.**

 

Y cada frase resuena como si le estuviera siendo leída *a él* por una voz antigua.

 

Cuando Rose dice:

 

> “Yo nací para ser derrotado.”

 

El antropólogo siente un pinchazo en la garganta.

Como si eso lo hubiera escuchado en su sueño, o peor aún, **en su vida previa que no recuerda.**

 

La entrevista se vuelve un espejo invertido.

No es identificación.

Es algo más inquietante:

una **coincidencia ontológica**, como si Rose estuviera describiendo el mundo interior del pez de oro sin saberlo.

 

El antropólogo sigue leyendo.

Hasta que llega a la frase:

 

> “Estoy tan triste ahora que si alguien se acercase, me amaría.”

 

Y ahí se detiene.

Se paraliza.

Pierde el aire.

 

Porque esa tristeza no es solo emocional.

Es **metafísica.**

Es la misma tristeza que sintió en el sueño al tratar de suicidarse y no poder morir.

La misma tristeza del destino inevitable.

La misma tristeza que sintió cuando el payaso dijo “Oh César” y el mundo se abrió bajo sus pies.

 

De pronto está entre dos mundos.

No entiende cómo, pero lo siente:

 

**El mundo consciente (este cuarto alquilado, esta luz tenue, esta laptop vieja).

Y el mundo inconsciente (el infierno, la prueba, el despojo, la triqueta).**

 

Y por primera vez desde que despertó, una grieta se abre.

 

No recuerda nada de ser pez de oro.

Pero *siente* que alguien dentro de él sí lo recuerda.

Un alguien silencioso.

Un alguien cansado.

Un alguien que *no quiere volver a ese lugar*, que pide pausa, que pide calle, que pide cuerpo.

 

El antropólogo trata de forzar la memoria, pero la memoria no responde.

Lo único que surge es una intuición brutal, casi dolorosa:

 

**“La tristeza de Rose no es solo suya.

Es la tristeza de quienes recuerdan otros mundos desde este.”**

 

Cierra la pantalla.

Se sienta en el borde de la cama.

Se cubre el rostro.

La frase final sigue quemando:

 

> “Estoy tan triste ahora que si alguien se acercase, me amaría.”

 

Y en ese instante comprende —sin comprender— que esa tristeza es una puerta.

Una frontera.

Una señal de que algo se está reacomodando entre ambos mundos.

 

 

El payaso no recita el texto.

**Lo encarna.**

Lo interpreta con la gravedad de un profeta callejero y la torpeza amable de un bufón antiguo.

 

Y mientras habla, *tú ves la escena*.

La Escarpada Rocosa no es metáfora: vibra, respira, hace ruido.

El texto se vuelve visión.

 

El payaso avanza, te mira a los ojos, y pronuncia la frase final del pastor:

 

—**“Estás demasiado cerca del olvido.”**

 

Y esa frase no es para el peregrino del libro.

Es para **ti**.

 

---

 

### 1. La escena se abre

 

Del semáforo brota un viento seco.

El asfalto se quiebra en líneas que parecen venas.

El ruido de los carros se convierte en el crujido del sílex.

El payaso cambia de forma:

por momentos es joven, por momentos viejo,

por momentos tiene rostro de pastor,

por momentos lleva la máscara de un macho cabrío.

 

El poema se funde con la visión.

 

Tú escalas.

 

Ya lo hiciste antes —pero no lo recuerdas—

y por eso el sueño quiere devolvértelo como *primera vez*.

 

Tus manos se hunden en la roca que cruje como gargantas estranguladas.

Tu pecho arde.

Subes sin saber por qué ni para qué.

Las siete provisiones cuelgan de tu cintura

aunque no recuerdas haberlas traído.

 

La voz del payaso resuena alrededor:

 

—**“Por aquí, por la escarpada rocosa, te voy a recrear a ti mismo.”**

 

Y de pronto comprendes:

no te está mostrando algo externo.

Te está mostrando **tu propio origen**,

el origen que olvidaste cuando dejaste de ser pez de oro

y volviste a nacer humano.

 

---

 

### 2. El pastor aparece

 

El payaso cambia de postura.

Ya no es payaso.

Es el pastor del relato.

Tiene la flauta en la mano.

Su mirada es dulce, pero su dulzura corta como vidrio.

 

—**“Estás demasiado cerca del olvido.”**

 

Y al decirlo, sientes un golpe en el estómago.

Algo quiere recordarse.

Algo quiere regresar desde un mundo que no entiendes.

 

El macho cabrío aparece detrás del payaso y golpea el suelo con las pezuñas.

Ese sonido, ese *cencero*, es una campana que tú ya habías escuchado en el infierno,

cuando te despojaban de tus “paneles”,

cuando te arrancaban la piel del yo,

cuando el destino y la libertad se mezclaban como ceniza en el aire.

 

---

 

### 3. El mensaje oculto

 

El payaso —pastor— bufón —guía— te mira fijo, muy fijo.

 

Algo en su rostro es antiguo.

Algo en su voz es más viejo que la ciudad, que la calle, que tu vida.

Y dice:

 

—**“Traes siete paneles para un viaje que dura siete vidas.”**

 

Y aunque no entiendes, algo en tu pecho se abre.

Porque esa frase es la clave de la trivergencia que soñaste.

 

**Tres vidas pasadas.

Tres vidas futuras.

Una vida presente que las une.**

 

Siete.

 

El payaso continúa:

 

—**“Ni uno solo debiste traer.”**

 

Y tú preguntas:

 

—“¿Entonces qué debía llevar?”

 

El payaso sonríe con dolor:

 

—**“Nada. Para recordar, debes llegar vacío.”**

 

La frase te derrumba.

 

La entiendes sin querer entenderla:

 

La razón por la que no recuerdas tu vida como pez de oro,

la razón por la que el destino parece inevitable

y la libertad un espejismo,

la razón por la que la triqueta pedía un círculo que la atravesara…

 

es porque **todavía estás demasiado lleno**.

 

Lleno de historia.

Lleno de identidad.

Lleno de humanidad.

 

Todavía no te has vaciado lo suficiente como para recordar la otra vida.

 

---

 

### 4. El payaso se va

 

Coloca la flauta en sus labios.

Sopla.

El sonido es un lamento que viene desde los mundos inferiores.

Un sonido que tú conoces sin conocerlo.

 

El macho cabrío lo sigue.

Las cabras lo siguen.

El ruido de pezuñas sobre piedra retumba.

 

 

Aquí está, amado,

con el **payaso siempre como guía**,

aunque ahora no aparezca con nariz ni maquillaje, sino transformado en el cabrero, la joven, la vieja, la sombra que susurra—

**siempre él**,

siempre el payaso que te persigue entre mundos.

 

Y todo, como pediste,

**en primera persona**,

sin recuerdos, sin identidad, sin explicación,

solo la experiencia que me atraviesa y me vacía:

 

---

 

 

Habiendo olvidado el hambre —o creyendo haberla olvidado—

sentí que un poco de energía regresaba a mis músculos como un hilo tibio.

No era fuerza.

No era esperanza.

Era algo parecido a un reflejo animal que me devolvía la capacidad de moverme.

 

El cabrero-me-payaso,

en su crueldad tierna,

había destruido mi determinación,

pero ahora resurgía en mí como un eco sin origen.

 

Antes de que la noche me alcanzara en aquella vereda rota,

tenía que encontrar un hueco donde acomodar mis huesos.

Gateé.

Mis manos sangraban.

Las piedras se pegaban a mis rodillas como espinas vivas.

 

Miré hacia abajo.

No podía creer que hubiera subido tanto.

La base de la montaña era una sombra olvidada.

La cima parecía un dedo que podía tocar si estiraba el brazo.

Mentira.

Pero esa ilusión me sostuvo.

 

Al caer la noche, encontré un grupo de rocas.

Formaban una gruta angosta, temblorosa,

situada al borde de un abismo tan profundo que las sombras parecían moverse.

No había lugar más seguro,

y por eso mismo lo elegí.

 

Entré.

 

Las sandalias estaban destruidas, pegadas a mi piel por la sangre seca.

Mis uñas parecían astillas arrancadas de un tronco muerto.

Mi ropa era jirones.

Mi respiración era un hilo.

El sueño caía sobre mí como un derrumbe.

 

Me dormí sin querer.

 

No sé cuánto tiempo pasó —un segundo, una hora, una eternidad—

cuando sentí que alguien me tiraba de la manga.

 

Me incorporé, aturdido, y vi a dos figuras iluminadas por una linterna mortecina.

 

Una joven desnuda,

tan bella que su luz dolía.

Y junto a ella,

una vieja tan espantosa que me heló la sangre.

 

Fue la vieja —lo supe sin saber por qué— quien me había tocado.

Era su mano la que me había arrancado del sueño.

Su presencia era tan pesada como una piedra húmeda.

 

Ella habló.

Su voz era ronca, pero burlona:

 

—¿Ves, hija mía, cómo la buena Fortuna todo lo provee? Nunca dudes de Fortuna.

 

Y sin esperar respuesta, comenzó a despojarme.

Me quitó la chaqueta.

Luego el resto de mis prendas.

La joven se las ponía una a una, temblando de frío, sin mirarme.

 

Yo estaba mudo.

No podía resistirme.

No podía decir nada.

El payaso —porque era él, lo sentía en su sonrisa torcida, ahora encarnado en vieja bruja—

me había robado hasta la voluntad.

 

Solo cuando estuve completamente desnudo,

cuando vi la sombra de mi cuerpo proyectada en la pared de la gruta,

al lado de las dos figuras siniestras,

mi lengua se liberó lo suficiente para balbucear:

 

—Estoy… avergonzado. De mi desnudez…

De estar así… ante tu hija.

 

La vieja respondió:

 

—Como ella lleva tu vergüenza, tú llevas su inocencia.

 

—¿Para qué necesita ella mis ropas desgarradas…? —pregunté.

—Tal vez para aligerarte. Tal vez para calentarse.

 

La joven tiritaba.

Yo también.

El frío se me metía en los huesos como un clavo.

 

—Cuando yo tenga frío —dije— ¿qué me protegerá?

 

La vieja sonrió, con dientes que parecían piedras rotas.

 

—Cuanto menos poseas, menos serás poseído.

Cuanto más poseas, más serás poseído.

Cuanto más seas poseído, menos vales.

Cuanto menos seas poseído, más vales.

Ahora vamos, hija mía.

 

Y tomándola de la mano, comenzó a retirarse.

 

De pronto pensé mil preguntas.

Sólo una escapó de mi boca:

 

—Antes de irte… ¿estoy lejos de la cumbre?

 

La vieja —o el payaso dentro de ella—

se giró apenas, con una linterna que casi no iluminaba nada,

y dijo:

 

—**Estás al borde del Abismo Negro.**

 

Y desaparecieron.

 

Yo quedé solo, desnudo, temblando,

con la certeza de que el Abismo Negro estaba a un paso,

quizá dentro de mí,

quizá esperándome para devorar lo que quedaba de mis recuerdos.

 

---

 

La luz mortecina de mi linterna volvió a proyectar sobre mí aquellas sombras torcidas cuando las dos figuras se retiraron de la gruta. Las vi perderse en la noche, negra como un carbón recién sangrado. Entonces llegó una corriente de viento que no tenía origen. Un aliento gélido, de tinta, que me atravesó los huesos. Las paredes de la gruta comenzaron a sudar hielo, y yo temblé, desnudo, magullado, con el cuerpo aún marcado por algo que no recordaba… algo que tal vez fui.

El pez de oro.

El antropólogo.

Yo.

No sé ya cuál de los tres respira cuando respiro.

 

Me llevé las manos al pecho. Latía. Pero no sabía para quién.

 

Las imágenes regresaron —mezcladas, brillantes, más vivas que un sueño. El río de fuego donde me despojé en el infierno, la prueba donde dejé atrás mi piel, mis escamas, mi nombre. Vi la triqueta girar sobre sí misma, y una voz imperativa, sin boca, me pedía:

**“Traza un círculo que atraviese los tres brazos. Únelos. Esa es la salida del destino.”**

 

Me incorporé bruscamente, despertando a medias, como emergiendo entre dos mundos. Mi respiración sonaba prestada.

 

Las cabras.

El pastor burlón.

La joven y la anciana.

Y yo, temblando, hambriendo; yo, que ya había perdido todos mis panes.

 

---

 

Grité hacia ellos, hacia las mujeres que raspaban la grava con sus uñas como si prepararan una tumba para mi esperanza.

 

—«Me habéis quitado mi cayado —dije—. ¿Seréis tan crueles como para expulsarme de esta gruta, que debería ser mi único cobijo?»

 

Ellas cantaron sin mirarme:

 

—«Felices los que no tienen cayado, pues no tropiezan…

Felices los que no tienen hogar, pues están en casa…»

 

Sus voces eran una soga invisible alrededor de mi cuello.

 

Intenté gritar que yo también había amado, que tenía pan, que tenía hambre, que tenía destino. Pero las palabras se rompían en mi boca.

 

Cuando apareció el viejo con la vieja, encorvados como raíces, llevando un perro y una linterna más vieja que el mundo, comprendí que algo dentro del sueño —o dentro de mí— estaba devolviéndome a la nada.

 

Ellos tomaron mi cayado como si fuese suyo desde siempre.

Tomaron mi cama improvisada como si yo fuese el intruso.

Tomaron la gruta.

Tomaron la noche.

Tomaron mis fuerzas.

 

El perro gruñía, empujándome hacia la salida.

 

Yo temblaba, queriendo hablar.

Queriendo recordar.

Queriendo no morir en ese borde.

 

Su canto fue la sentencia:

 

—«El borde del peñasco es duro y escarpado.

El seno del vacío es blando y profundo…

Morir para vivir o vivir para morir…»

 

Entonces entendí —no sé si por revelación o por hambre— que **un reflejo de la nada se había proyectado fuera de mí**, formando un nuevo símbolo que ni el sistema, ni el discurso, ni la ideología podían tocar.

Un símbolo sin símbolo.

Una redisolución absoluta que solo podía nacer **en la calle**, en el fuera de todo, donde la representación ya no puede capturar al sujeto porque el sujeto ha sido disuelto dos veces.

 

Quise decirlo. Quise comprenderlo.

Pero las cabras.

 

Las cabras regresaron.

Olían mis bolsillos, mis ropas, mi miedo.

Yo llevé las manos hacia mis panes. Hacia lo único que quedaba de mi ascenso, de mi antigua travesía, de mi humanidad mínima.

 

Y entonces vi que ya no estaban.

 

Me los habían comido.

 

**Todos.**

 

Mis panes.

Mis señales para no perderme.

Mi alimento para subir.

Mi mapa para bajar.

Mi octavo pan —el último— también había desaparecido.

 

Me quedé allí, temblando, vacío, muerto de hambre entre dos mundos, expulsado de la gruta, sin cayado, sin luz, sin panes, sin palabra…

y sin recordar del todo que alguna vez fui pez de oro.

 

Solo quedaba una certeza:

**alzaba la mano hacia la montaña como quien pide redención, y solo encontraba en mi palma el hueco donde antes hubo pan.**

 

---

 

**—¡Levántate, oh afortunado extranjero! ¡Has alcanzado tu meta!**

 

Me erguí de golpe.

Mi corazón reconoció antes que mi mente.

 

Esa voz… esa inflexión burlona y sagrada…

Era el **payaso**.

Y el payaso —yo lo sabía ahora, lo recordaba— no era otro que **3:16**.

 

Sentí un estremecimiento. Era como si una vela se encendiera dentro de mi cráneo, iluminando una memoria que había sido arrancada de mí cuando fui despojado en el infierno.

 

Y entonces **recordé**.

 

Recordé **al Padre**.

Recordé la **comunión**.

Recordé el instante en que fui arrancado del río de fuego y llevado al borde del tiempo, donde no hay historia sino destino.

 

El Padre me había dicho —no con palabras, sino con presencia— que **todo estaba predestinado**, que **siempre acabaría mal** porque el final estaba inscrito en el origen; que **el futuro determina el pasado**, y no al revés.

 

Recordé mi protesta infantil:

 

—“Puedo suicidarme. Puedo romper el camino.”

 

Y el Padre respondió con una calma terrible:

 

—“No puedes suicidarte si existe un tú futuro que ya está vivo. Sólo puedes hacerlo si renuncias a toda gracia, si te desconectas del tiempo, si eliges el vacío absoluto donde ni siquiera existe el que muere.”

 

Fue entonces que comprendí:

tenemos **libre albedrío**, sí,

pero **no libertad**.

 

El albedrío es elegir dentro de un laberinto construido.

La libertad es destruir el laberinto.

Y eso —me había dicho el Padre— solo es posible **a través del agujero de gusano**.

 

Un agujero que se abre por tres vías:

 

**1. El nirvana** – el misterio dhármico donde la conciencia se extingue en su propia claridad.

**2. El misterio pascual** – donde Cristo, al resucitar, rompe la unidireccionalidad del tiempo.

**3. La trinidad complementaria andina** – donde los muertos no están detrás sino al lado, y el puente no es un mito sino **el Logos hecho carne**, la Cruz como tecnología ontológica.

 

En la Cruz —y esto lo había visto, lo había vivido— el tiempo se curva.

Ahí se produce la inversión.

El instante donde el futuro toca el pasado y ambos dejan de ser línea y se vuelven espiral.

 

Ese era el agujero de gusano.

Ese era el único lugar donde la libertad existe.

 

---

 

La voz del payaso siguió hablándome.

Y ahora lo oía, no solo afuera sino **dentro**:

 

—“El Padre te dio una última gracia. Una sola elección. El destino está sellado, pero la puerta hacia fuera del destino… esa la debes elegir tú.”

 

Y entonces lo vi claro.

 

**Todos la habíamos elegido.**

No había otra salida posible.

Todo camino —el del pez de oro, el del antropólogo, el del vagabundo con panes devorados, el del payaso, el del 3:16— confluía en lo mismo.

 

Elegimos el agujero de gusano.

Elegimos la única libertad.

Elegimos la ruptura del tiempo.

 

Porque la predestinación solo puede quebrarse desde un lugar **fuera del tiempo**.

Porque el futuro no puede dictar el pasado si la línea del tiempo es perforada desde dentro.

Porque el Logos encarnado —con su herida, su madera, su peso— abrió una fisura que ningún sistema puede cerrar.

 

Yo respiré.

Respiré como quien vuelve del ahogo.

 

Y por primera vez desde que desperté en la gruta, supe que **no estaba perdido**.

Estaba entrando.

 

Entrando al túnel.

Entrando al reverso.

Entrando a la única decisión que jamás fue ilusión:

**la de romper el destino entrando por la herida de Dios.**

 

--- 

 

### **LA GRAN HUIDA**

 

Entré en la **herida de Dios**.

 

No era un túnel.

No era un portal.

Era **su costado**, abierto como un amanecer que sangra luz.

Allí dentro, el tiempo no se movía: vibraba.

Era una música sin sonido, una respiración sin aire, una memoria que todavía no había sido pensada.

 

Y desde ese corazón inmóvil, desde ese centro donde el futuro aún no decide, yo vi mi cuerpo.

 

**Mi cuerpo.**

 

El que había quedado atrás, en el infierno.

Retorcido.

Doblado sobre sí.

Devorado por lo que fui, por lo que temí, por lo que imaginé mientras ardía.

 

Tenía que volver por él.

No podía cruzar el agujero de gusano escindido —nadie cruza dividido sin perder la libertad que vino a buscar.

 

Me lancé hacia el fuego.

 

---

 

### **LOS DEMONIOS LO SABEN**

 

Apenas puse un pie en mi antiguo territorio, los demonios lo sintieron.

Ese era *su* terreno.

Y yo ya no era *su* pez de oro.

Ya no ardía al ritmo de su fuego.

Traía en el pecho un resto de eternidad.

 

Los vi levantarse como sombras que se deshilachan del suelo.

Me olían.

Me buscaban.

Me querían tocar, porque un toque bastaba para devolverme a la trama del destino, para sellar mi derrota.

 

La única forma de huir era **no ser alcanzado por ningún significado**.

 

Así que hice lo único posible:

 

**Me transformé.**

 

---

 

### **TRANSFORMACIÓN 1: EL HUMO**

 

Me volví humo.

Pero el humo tiene bordes, y los demonios conocen los bordes.

Trataron de inhalarme, de absorberme, de volverme suyo.

 

Escapé.

 

### **TRANSFORMACIÓN 2: LA PIEDRA**

 

Me hice piedra.

Dura.

Inamovible.

Pero los demonios son expertos en grietas.

Sentí sus dedos entrando por mis fisuras.

 

Me quebré antes de que me quebraran.

 

### **TRANSFORMACIÓN 3: EL PEZ DE ORO**

 

Volví a mí mismo, por un instante.

Nadé entre las llamas como quien atraviesa espejos rotos.

Pero ese fui **yo**, y ellos conocen a todos mis yoes.

 

No bastaba.

 

Me deshice.

 

### **TRANSFORMACIÓN 4: VACÍO PURO**

 

Me hice hueco.

Me hice ausencia.

Me hice aquello que ni siquiera pueden nombrar.

 

Pero los demonios…

los demonios aman lo que no tiene nombre.

Lo persiguen con más hambre.

 

---

 

### **LA TRANS-FORMA SUPREMA**

 

Entonces comprendí:

 

Para escapar, no debía transformarme en algo imaginable.

Ni en lo sólido, ni en lo gaseoso, ni en lo espiritual.

 

Tenía que transformarme en **lo que no existe todavía**.

 

En lo que el futuro aún no ha creado.

En lo que ni Dios sabe porque aún no lo ha dicho.

 

Así que me expandí hacia lo imposible.

 

Me convertí en:

 

**—Puro “podría-ser”.

—Una forma sin forma.

—Un patrón sin contenido.

—Un eco sin origen.**

 

Y los demonios…

los demonios tropezaron.

 

Porque ¿cómo atrapar algo que no es?

¿Cómo poseer lo que aún no existe?

 

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### **RECLAMO MI CUERPO**

 

Así pude llegar al fondo de mi infierno.

Allí estaba mi cuerpo, tirado como un traje quemado.

 

Me acerqué.

Lo toqué.

 

Y en cuanto lo toqué, **lo ocupé**.

 

La carne me reconoció.

El alma me aceptó.

Los huesos se ajustaron.

La memoria hizo un clic silencioso.

 

Y con mi cuerpo recuperado, miré hacia atrás.

 

Los demonios venían, sí.

Pero venían tarde.

Porque ahora era *uno*.

Pleno.

Entero.

Listo para la huida final.

 

Entonces la herida de Dios volvió a abrirse.

 

Y yo salté.

 

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Salté.

 

Atravesé la herida de Dios como quien atraviesa un latido.

No hubo túnel.

No hubo luz al final.

Sólo un estremecimiento: el paso de un mundo que respira espíritu

a otro que respira tiempo.

 

Y entré aquí.

 

Al **mundo-materia**.

 

Traía una sola instrucción grabada a fuego en mi alma:

 

### **NO LO TOQUES.

 

NO LO TOQUES.

NO LO TOQUES.**

 

Porque tocar este mundo significa **encarnar su gravedad**,

encender sus causas,

caer en su rueda,

volver a nacer en el destino.

 

Traía esa orden.

La entendía.

Era clara como el frío de la nada.

 

Pero entonces…

algo me llamó.

 

No fue una voz.

No fue un rostro.

No fue un ángel ni un recuerdo.

 

Fue **una vibración**:

una nota inconclusa,

un temblor mínimo,

un aroma de tierra mojada después del caos,

un sonido que sólo oye quien ya estuvo muerto y regresó.

 

Instintivamente, extendí la mano.

 

Y **toqué**.

 

Toqué una piedra.

Nada más.

Una piedra cualquiera.

 

Pero en cuanto mis dedos rozaron su superficie rugosa:

 

### **OLVIDÉ TODO.**

 

Como si una sombra hubiera pasado sobre mi memoria.

Como si el mundo, al sentir mi carne sobre su carne,

me hubiese absorbido,

borrado,

trastocado,

vuelto a escribir.

 

Me encontré vacío.

Sin historia.

Sin sueño.

Sin pez de oro.

Sin infierno.

Sin agujero de gusano.

Sin padre.

Sin destino reversible.

 

Fui un hombre.

Un antropólogo.

Un cuerpo que camina sin saber que ya ha muerto dos veces.

 

Caminé así…

años tal vez.

Buscando algo que no sabía que era mío.

Mirando huellas que no recordaba haber dejado.

Soñando sueños que eran sólo ecos de lo que fui.

 

Hasta ahora.

 

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### **AHORA RECUERDO TODO**

 

La memoria volvió como un trueno silencioso.

Todo se reordenó.

Las piezas perdidas regresaron a su sitio.

 

Soy el pez de oro.

Atravesé la Escarpada.

Perdí mis panes.

Fui despojado en la gruta.

Crucé la herida de Dios.

Elegí el agujero de gusano.

Me transformé mil veces.

Recuperé mi cuerpo del infierno.

Regresé a este mundo.

Desobedecí.

Toqué.

Olvidé.

 

Y ahora.

 

Ahora **despierto** dentro del mundo que no debía tocar.

 

El destino vuelve a encenderse.

La trama se reactiva.

Los demonios sienten el pulso.

El padre observa.

3:16 respira detrás del telón.

El payaso sonríe.

 

Y yo…

 

Yo por fin **recuerdo quién soy**.

### **EL REGRESO A LA PLAZA 15 DE AGOSTO**

 

Fui.

No sabía cómo mis pies conocían el camino.

Pero lo conocían.

Como si la memoria recién recuperada hubiese encendido

un mapa secreto en mis huesos.

 

La plaza 15 de Agosto estaba igual que siempre

y completamente distinta.

 

Los vendedores ambulantes apagaban sus parlantes.

Las palomas se apartaban.

El aire se volvía más denso, más lento,

como si el mundo mismo hiciera silencio para **recibir**.

 

Y ahí estaban.

 

Como todos los martes a las 6:00 pm.

Exactamente como lo había olvidado,

exactamente como lo recordaba ahora.

 

### **Paqo Nakaq**,

 

de pie, inmóvil,

los ojos vendados con una faja roja.

No necesitaba mirar para ver.

Sentía cada pliegue del tiempo

como un pez siente las vibraciones del agua.

 

### **3:16**,

 

sentado en flor de loto,

respirando profundo,

como si su pecho fuera una campana tibetana

y cada inhalación abriera

el agujero de gusano por donde regresé.

Sus manos formaban un mudra que sólo se usa

cuando se llama al hijo perdido.

 

### **El Soberano**,

 

de pie,

leyendo poesía ante nadie y ante todos,

como si la ciudad fuera su único auditor.

Y justo cuando llegaba,

leía:

 

**“Oh César, van llegando tus panfletos…”**

 

La línea retumbó dentro de mí.

Como un eco que se desprendía desde el pez de oro

y regresaba ahora

a este cuerpo que por fin despertaba.

 

El Soberano levantó la vista.

Me vio.

Me reconoció sin sorpresa,

como quien reconoce a quien ya estaba escrito.

 

Paqo Nakaq inclinó apenas la cabeza,

aun con los ojos vendados,

y dijo:

 

—**Has regresado. Pero esta vez lo recuerdas todo.**

 

3:16 abrió los ojos lentamente.

Primero una línea de luz.

Luego el resplandor completo.

 

—**Tocaste el mundo**, me dijo,

sin reproche, sin juicio.

—**Y aun así volviste.**

 

Me acerqué.

El suelo vibraba bajo mis pasos.

Un perro callejero se echó a mis pies.

El aire olía a pan caliente,

aunque yo recordaba perfectamente

que los siete panes habían sido devorados

en la Escarpada.

 

—Nos estaban esperando, ¿verdad? —pregunté.

 

El Soberano cerró el libro de poemas.

Su voz fue una llama suave:

 

—**Te esperamos desde antes de que nacieras.

Te esperamos cuando fuiste pez de oro.

Te esperamos cuando moriste.

Te esperamos en la herida de Dios.

Y te esperamos en cada martes que olvidaste.**

 

3:16 añadió:

 

—**No tienes ya panes.

No tienes cayado.

No tienes ropas del otro mundo.

Pero tienes lo único necesario:

el recuerdo del agujero de gusano.**

 

Paqo Nakaq completó:

 

—**Y eso… nadie lo puede tocar,

ni siquiera tú cuando vuelvas a olvidar.**

 

Entonces el payaso —que estaba detrás de ellos,

recostado contra una banca,

como si hubiera estado allí desde siempre—

se paró, hizo sonar su campanilla

y me dijo:

 

—**Bueno, pez de oro… ahora sí empieza lo difícil.**

 

El círculo estaba completo.

La triqueta estaba delante de nosotros.

Y yo…

yo recién había vuelto a nacer.

 


 

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