Vallejo en lapsus
Las abejas esconden un secreto
sorprendente.
Cuando la colmena pierde a su reina,
quien sola es capaz de dar vida a la colonia y mantener el orden en una
sociedad perfectamente organizada, todo parece perdido. La vida de la colmena
se desacelera. Sin nuevos huevos, el futuro está perdido. En pocas semanas, la
colonia podría estar condenada.
Pero las abejas no entran en pánico.
Tampoco esperan la salvación desde fuera.
Demostrando una inteligencia
colectiva extraordinaria e instintos profundos, activan procedimientos de
emergencia espectaculares, casi inimaginables en un mundo dominado por
insectos.
◆ La transformación comienza con una elección simple pero esencial
Las abejas obreras eligen larvas
comunes, aquellas que normalmente serían simples trabajadoras. No tienen nada
especial. No nacen diferentes. Pero su destino cambia por completo.
Son elegidas para recibir una
alimentación especial: jalea real. Una sustancia rara, producida por abejas
sanas, rica en proteínas, vitaminas y compuestos bioactivos. Es un alimento
real en el sentido más puro de la palabra.
Las larvas alimentadas exclusivamente
con esta sustancia ya no siguen el camino normal. En pocos días, sus cuerpos se
desarrollan de manera distinta. Los ovarios se activan. El cuerpo crece más
grande, más fuerte. La esperanza de vida se multiplica casi por veinte.
Ella no trabajará. Ella mandará. No
seguirá una rutina. Dará vida.
La reina no se elige por sus genes.
Se crea.
Lo que hace tan fascinante este
proceso es que las abejas obreras y las reinas comparten el mismo código
genético. El ADN no determina el destino. Lo determina la nutrición. La
atención. Las decisiones de la colmena.
Es como si, en una sociedad humana,
pudieras tomar a un niño común y, dándole el cuidado, el entorno y el apoyo
necesarios, convertirlo en un líder extraordinario. Sin intervención genética.
Sin fuegos artificiales. Solo con apoyo y visión.
Un líder nace de una crisis
Esta metamorfosis no solo salva a las
larvas. Salva a toda la colonia.
Una vez que la nueva reina está
lista, toma el control de la colmena, comienza a poner huevos, restaura el
orden e inicia un nuevo ciclo de vida colectiva. Amenazada por la extinción, la
colonia renace más fuerte, más organizada, más equilibrada.
Una lección silenciosa pero profunda
La abeja nos muestra, sin palabras,
que en tiempos de gran crisis, la desesperación no es una apuesta, sino
claridad. Un plan. La elección correcta. Atención y dirección.
En su mundo, una reina no nace. Se
apoya. Se alimenta. Se guía.
Y quizás, como en la colmena, en la
vida no importa con qué se empieza, sino lo que se recibe, cómo se es tratado y
las decisiones que otros toman en tiempos difíciles.
Porque a veces, es en los momentos
más duros cuando nacen los líderes más fuertes.
No por casualidad. Sino por la
crisis, la visión y la transformación.
¿Pero
que se le puede dar a un hombre para que se convierta en rey?
Poesía y es que es en la poesía que se transfiere el
ser
Amor, ya
no vuelves a mis ojos muertos;
y cuál mi
idealista corazón te llora.
Mis
cálices todos aguardan abiertos
tus
hostias de otoño y vinos de aurora.
Amor,
cruz divina, riega mis desiertos
con tu
sangre de astros que sueña y que llora.
Amor, ya
no vuelves a mis ojos muertos
que temen
y ansían tu llanto de auroral
Amor, no
te quíero cuando estás distante
rifado en
afeites de alegre bacante,
o en
frágil y chata facción de mujer.
Amor, ven
sin carne, de un Iicor que asombre;
y que yo,
a manera de Dios, sea el hombre
que ama y
engendra sin sensual placer!
¿Qué tesoro interior puede salvarnos cuando todo lo demás
falla? Dostoyevski, el maestro ruso de las profundidades humanas, nos revela en
este pasaje una verdad psicológica atemporal: los recuerdos luminosos de la
infancia son un ancla existencial contra las tormentas de la vida adulta.
El autor de "Los hermanos Karamazov" no habla de
nostalgia superficial, sino de memoria como sustento espiritual. Cuando
describe esos "buenos recuerdos sagrados", se refiere a experiencias
fundacionales que quedaron grabadas en el cuerpo y el alma: el olor del pan
recién horneado en la cocina materna, las canciones que un padre murmuró al
oído, el refugio seguro de un rincón favorito. Estos fragmentos del paraíso
perdido operan como anticuerpos contra la desesperación.
Lo profundo de esta reflexión está en su realismo
psicológico. Dostoyevski, que sufrió simulacro de fusilamiento, prisión en
Siberia y epilepsia debilitante, sabía que la vida destroza ilusiones. Por eso
valora no la cantidad, sino la calidad de los recuerdos: "si a uno sólo le
queda un buen recuerdo... puede ser el medio de salvarnos". Ese singular
es clave - incluso una sola memoria luminosa puede ser tabla de salvación
cuando naufragamos.
Hoy, cuando la neurociencia confirma que las experiencias
infantiles moldean nuestras redes neuronales, las palabras de Dostoyevski
resuenan con nueva fuerza. En un mundo de infancias digitalizadas y relaciones
efímeras, su mensaje es urgente: los recuerdos que atesoramos hoy en los niños
serán su medicina futura. No se trata de crear infancias perfectas, sino de
sembrar momentos de presencia auténtica que puedan florecer décadas después
como fortalezas interiores.
El verdadero "buen recuerdo" dostoyevskiano no es
una postal edulcorada, sino una experiencia de amor incondicional que nos
recuerda nuestra dignidad esencial cuando el mundo la pone en duda. En
hospitales psiquiátricos y cárceles, los terapeutas modernos encuentran eco de
esta intuición: los pacientes que pueden conectarse con algún fragmento de
bondad en su pasado tienen mayor resiliencia. El genio ruso convirtió esta
observación en filosofía de vida: educar no es sólo instruir, es regalar
memorias que curen.
© Edición protegida por Asombroso | Basado en material de:
"Los hermanos Karamazov" de F. Dostoyevski y estudios contemporáneos
de psicología del desarrollo | Compartir solo con créditos: @Asombroso
¿Y entonces de que poesía hablamos?
De esa que altera el lenguaje y nos revela el ser, donde el código
es superado, pero acaso ¿No sabemos que siempre está el ser?
Claro, pero lo olvidamos, caemos en el código en la dualidad,
nos perdemos en ella, nos hacemos uno más y entonces se hace necesario alterar el sistema, el
lenguaje no solo para recordar sino para develar en la existencia un espacio
tiempo autentico
El controvertido Prefacio a la
edición inglesa del Seminario 11 escrito por Lacan en 1976 (12 años después de
la publicación del Seminario) cambia la noción del inconsciente entendido como
discurso del Otro, hacia un goce Real cerrado en sí mismo que no hace cadena,
que se retroalimenta en el Uno mismo. Texto clave para entender al ultimísimo
Lacan y que complejiza la obra Lacaniana más allá de la lógica significante:
"Cuando el esp de un laps, o
sea, puesto que no escribo sino en francés, el espacio de un lapsus, ya no
tiene ningún alcance de sentido (o interpretación), solo entonces uno está
seguro de estar en el inconsciente. Uno lo sabe, uno mismo.
Pero basta con que se le preste
atención para salir de él. No hay allí amistad que a ese inconsciente lo
soporte. Faltaría que yo diga una verdad. No es el caso: fallo. No hay verdad
que, al pasar por la atención, no mienta.
Lo que no impide que uno corra
detrás.
Observemos que el psicoanálisis,
desde que ex-siste, ha cambiado.
Inventado por un solitario, teórico
indiscutible del inconsciente (que no es lo que se cree, yo digo: el
inconsciente, es decir, real, solo si se me cree), se practica ahora en pareja.
Seamos exactos, el solitario ha dado
de ello el ejemplo. No sin abuso para sus discípulos (porque discípulos solo lo
eran por el hecho de que él no supo lo que hacía).
Esto traduce la idea que tenía al
respecto: peste, pero anodina allí donde creía llevarla, el público se las
arregla con eso."
Prefacio a la
edición inglesa del Seminario XI
Jacques
Lacan
Cuando el esp
de un laps, o sea, dado que sólo escribo en francés [es también válido para el
castellano]:
el espacio de
un lapsus, ya no tiene ningún alcance de sentido (o interpretación), tan sólo
entonces puede
uno estar
seguro de que está en el inconsciente. Uno lo sabe, uno mismo [soi].
Pero basta
con que se le preste atención para que uno salga de él. No hay allí amistad
alguna que ese
inconsciente
soporte.
Quedaría que
diga una verdad. No es el caso: la malogro. No hay verdad que, al pasar por la
atención, no
mienta.
Lo cual no
impide que se corra tras ella.
Existe cierto
modo de equilibrar estembrollo que es satisfactorio por razones diferentes a
las formales (la
simetría por
ejemplo). Como satisfacción, sólo se alcanza en el uso, en el uso de un
particular. Aquel que
se llama en
el caso de un psicoanálisis (psic=, o sea ficción de-) analizante. Cuestión de
puro hecho: hay
analizantes
en nuestras comarcas. Hecho de realidad humana, de lo que el hombre llama
realidad.
Observemos
que el psicoanálisis, desde que ex-siste, cambió. Inventado por un solitario,
teórico
indiscutible
del inconsciente (que no es lo que se cree, digo: el inconsciente, o sea lo
real, sólo si se me
cree al
respecto), se practica ahora en pareja. Seamos exactos, el solitario dió su
ejemplo. No sin abuso
para sus
discípulos (pues sólo eran discípulos debido al hecho de que él no sabía lo que
hacía).
Lo cual
traduce la idea que tenía de él: peste, pero anodina allí donde creía llevarla,
el público se las
arregló con
ella.
Ahora, o sea
tardíamente, lo sazono yo con mi grano de sal: hecho de hystoria, que equivale
a decir de
hysteria: la
de mis colegas en esta ocasión, caso ínfimo, pero en el que me encontré preso
por azar, por
haberme
interesado en alguien que me hizo deslizar hasta ellos por haberme impuesto a
Freud, la Aimée
de mi tesis,
de matesis [1].
Hubiera
preferido olvidar eso: pero uno no olvida lo que el público le recuerda.
En la cura,
por ende, hay que contar al analista. Imagino que no contaría, socialmente, si
Freud no
hubiera
estado para desbrozarle el camino, Freud digo, para nombrarlo a él. Pues nadie
puede nombrar
analista a
alguien y Freud no nombró a ninguno. Dar anillos a iniciados no es nombrar. A
ello se debe mi
proposición
de que el analista no se hystoriza más que por sí mismo: hecho patente. Y aun
cuando se
haga
confirmar por una jerarquía.
¿Qué
jerarquía podría confirmarlo como analista, darle ese sello? Eso me dijo un
Cht, que yo lo era, de
nacimiento.
Repudio ese certificado: no soy un poeta, sino un poema. Y que se escribe, pese
a que tiene
aires de ser
sujeto.
La pregunta
sigue siendo la de qué puede impulsar a cualquiera, sobre todo después de un análisis,
a
hystorizarse
por sí mismo.
No puede ser
su propio movimiento, porque acerca del analista, sabe mucho, ahora que ha
liquidado,
como se dice,
su transferencia-por. ¿Cómo puede ocurrírsele la idea de asumir el relevo de
esa función?
En otras palabras,
¿hay casos en los que otra razón los impulsa a instalarse, es decir, a recibir
lo que
comúnmente
llaman "pesos", para responder a las necesidades de quienes están a
vuestro cargo, entre
los que están
en primer término ustedes mismos, de acuerdo con la moral judía (a la que Freud
se atenía
en este
asunto)?
Hay que
reconocer que la pregunta (la pregunta acerca de otra razón) es exigible para
sostener el estatus
de una
profesión. recién llegada a la hystoria. Hystoria que no consideramos eterna
porque su aetas
sólo
es serio al
remitirse al número real, es decir, a lo serial del límite.
¿Por qué,
entonces, no someter dicha profesión a la prueba de esa verdad con la que sueña
la función
llamada inconsciente, con la cual trafica? El espejismo de la verdad.
del cual sólo puede esperarse la mentira (lo que cortésmente se denomina la
resistencia) no tiene otro término más que la satisfacción que
marca el
final del análisis.
Siendo la
urgencia de dar esta satisfacción lo que preside el análisis, interroguemos
cómo alguien puede
consagrarse a
satisfacer esos casos de urgencia.
Es éste un
aspecto singular del amor al prójimo colocado como epígrafe por la tradición
judaica. Incluso al
interpretarlo
cristianamente, es decir, joda helénica. lo que se presenta al analista es algo
diferente al
prójimo: es
todo lo que llega de una demanda que nada tiene que ver con el encuentro (de
una persona
de Samaria.
capaz de dictar el deber crístico). La oferta antecede al requerimiento de una
urgencia que
no se está
seguro de satisfacer. salvo al haberla sopesado.
Por eso
designé mediante el pase esa puesta a prueba de la hystorización del análisis,
absteniéndome de
imponer a
todos dicho pase. porque en esta ocasión no existe el todos, sino dispersos
mezclados. Lo dejé
a disposición
de quienes se arriesguen a dar fe del mejor modo posible de la mentirosa
verdad.
Lo realicé
por haber producido la única idea concebible del objeto, la de la causa del
deseo, o sea, de lo
que falta.
La falta de
la falta constituye lo real, que sólo surge allí, como tapón. Ese tapón que
sostiene el término de
lo imposible,
cuya antinomia con toda verosimilitud nos muestra lo poco que sabemos en
materia de real.
No hablaré de
Joyce, al que me dedico este año, salvo para decir que es la consecuencia más
simple de
un repudio
harto mental de un psicoanálisis. que resulta haber ilustrado con su obra. Pero
apenas lo he
rozado, dado
mi embarazo en lo que respecta al arte, en el que Freud se sumergía no sin
tropiezos.
Señalo que. como siempre, mientras escribía esto los casos de urgencia
me estorbaban.
Escribo, sin
embargo. en la medida en que creo debo hacerla, para estar a la altura de esos
casos, para
formar con
ellos un par. [2]
París. 17 .V. 76
Notas
1-Lacan
escribe en francés mathese,
condensación
de ma these.
que remite a matheme. materna. IN.
T.).
2-Lacan juega con la homofonía de élre au
pair
(estar
a la altura) y le paire (el par)
Es esta la poesía de la que hablamos, es este el arte, el poema que
somos donde se rompe la cadena de significantes y la atención ya no nos puede
mentir al punto que no se puede dar ninguna interpretación, este es el recuerdo
de niños de lo incondicional, he aquí el ser y ser no está en la
recreación del goce de lo real de su herida , aunque acercarnos a lo real
siempre será acercarnos a ese goce de la herida pero lo real lo realmente real
es comunión sintraferencial.
Más si dos personas se ponen de acuerdo para entrar en comunión, se
mienten, la comunión del ser el sinsein el ser integrado no se puede dar por
ninguna cracia mucho menos por la democracia, así que nosotros no proponemos profundizar
la democracia en democracias directas y participativas, sino superar todo
poder, toda atención sistemática, toda vigilancia para entrar en lo real del
ser y esto se logra alterando y contra
alterando ¿Y entonces que hacemos destruimos el lenguaje nos provocamos infinitos
lapsus? No, una vez hecho esto conscientemente es pura mentira, no hay formar
una condensación totalmente ordenada puede alterar mucho más que un
desplazamiento caótico, más no hay formula simplemente se da, como el amor,
como la iluminación, como el tinkuy, mas no se dará si nos quedamos en nuestros
espacio de confort o si creemos que ya lo hemos logrado, la condensación
absoluta, cuando el sujeto se integra con el objeto realmente sucede pero luego
el devenir continua y aunque nos sepamos absueltos, el devenir nos da otros
retos, hay que seguir alterando y contra alterando igualmente el redemir al
volver a la nada se logra, y al hacerlo todo cambia ya no vivimos como antes ,
realmente estamos despiertos, pero si asumimos que somos ,no somos, hemos
alcanzado luz pero esta se vuelve oscuridad, porque ya nada nos altera creemos
que somos maestros y lo cierto es que vivimos en nuestra rutina sagrada.
Busquemos más bien alguien que nos rete, tengamos hijos una pareja, discípulos
que realmente serán nuestros maestros, si nos dejamos alterar realmente no
estamos alterados no hay reto, la alteración realmente nos altera, al punto que
perdemos todas nuestras coordenadas en ese momento saltara la herida, el trauma,
nuestra humanidad desgarrada entre la levedad del ser y la gravedad del devenir,
estaremos vulnerables pero aún más allá de la herida la comunión con todo está ahí pero decirlo de esta forma es traicionar
esta comunión, necesitamos de la poesía y nadie mejor que Vallejo, antes que se
hablara de deconstrucción el ya redeconstruia el lenguaje leamos lo que dijo
Mareategui de el en el ensayo sobre la literatura.
El primer libro de César Vallejo, Los heraldos negros, es el
orto de una nueva poesía en el Perú. No exagera, por fraterna exaltación,
Antenor Orrego, cuando afirma que “a partir de este sembrador se inicia una
nueva época de la libertad, de la autonomía poética, de la vernácula
articulación verbal”*. Vallejo es el poeta de una estirpe, de una raza. En
Vallejo se encuentra, por primera vez en nuestra literatura, sentimiento
indígena virginalmente expresado. Melgar –signo larvado, frustrado– en sus
yaravíes es aún un prisionero de la técnica clásica, un gregario de la retórica
española. Vallejo, en cambio, logra en su poesía un estilo nuevo. El
sentimiento indígena tiene en sus versos una modulación propia. Su canto es
íntegramente suyo. Al poeta no le basta traer un mensaje nuevo. Necesita traer
una técnica y un lenguaje nuevos también. Su arte no tolera el equívoco y
artificial dualismo de la esencia y la forma. “La derogación del viejo
andamiaje retórico –remarca certeramente Orrego– no era un capricho o
arbitrariedad del poeta, era una necesidad vital. Cuando se comienza a
comprender la obra de Vallejo, se comienza a comprender también la necesidad de
una técnica renovada y distinta”**. El sentimiento indígena es en Melgar algo
que se vislumbra sólo en el fondo de sus versos; en Vallejo es algo que se ve
aflorar plenamente al verso mismo cambiando su estructura. En Melgar no es sino
el acento; en Vallejo es el verbo. En Melgar, en fin, no es sino queja erótica;
en Vallejo es empresa metafísica. Vallejo es un creador absoluto. Los heraldos
negros podía haber sido su obra única. No por eso Vallejo habría dejado de inaugurar
en el proceso de nuestra literatura una nueva época. En estos versos del
pórtico de Los heraldos negros principia acaso la poesía peruana. (Peruana, en
el sentido de indígena). Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé! Golpes
como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se
empozara en el alma… Yo no sé!
Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras en el rostro más
fiero y en el lomo más fuerte. Serán talvez los potros de bárbaros atilas; o
los heraldos negros que nos manda la Muerte. Son las caídas hondas de los
Cristos del alma, de alguna fe adorable que el Destino blasfema. Esos golpes
sangrientos son las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se
nos quema. Y el hombre… Pobre… pobre! Vuelve los ojos, como cuando por sobre el
hombro nos llama una palmada; vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se
empoza, como un charco de culpa, en la mirada. Hay golpes en la vida, tan
fuertes... Yo no sé! Clasificado dentro de la literatura mundial, este libro,
Los heraldos negros, pertenece parcialmente, por su título verbigracia, al
ciclo simbolista. Pero el simbolismo es de todos los tiempos. El simbolismo, de
otro lado, se presta mejor que ningún otro estilo a la interpretación del
espíritu indígena. El indio, por animista y por bucólico, tiende a expresarse
en símbolos e imágenes antropomórficas o campesinas. Vallejo además no es sino
en parte simbolista. Se encuentra en su poesía –sobre todo de la primera
manera– elementos de simbolismo, tal como se encuentra elementos de
expresionismo, de dadaísmo y de suprarrealismo. El valor sustantivo de Vallejo
es el creador. Su técnica está en continua elaboración. El procedimiento, en su
arte, corresponde a un estado de ánimo. Cuando Vallejo en sus comienzos toma en
préstamo, por ejemplo, su método a Herrera y Reissig, lo adapta a su personal
lirismo. Mas lo fundamental, lo característico en su arte es la nota india. Hay
en Vallejo un americanismo genuino y esencial; no un americanismo descriptivo o
localista. Vallejo no recurre al folklore. La palabra quechua, el giro
vernáculo no se injertan artificiosamente en su lenguaje; son en él producto
espontáneo, célula propia, elemento orgánico. Se podría decir que Vallejo no
elige sus vocablos. Su autoctonismo no es deliberado. Vallejo no se hunde en la
tradición, no se interna en la historia, para extraer de su oscuro substractum
perdidas emociones. Su poesía y su lenguaje emanan de su carne y su ánima. Su
mensaje está en él. El sentimiento indígena obra en su arte quizá sin que él lo
sepa ni lo quiera. Uno de los rasgos más netos y claros del indigenismo de
Vallejo me parece su frecuente actitud de nostalgia. Valcárcel, a quien debemos
tal vez la más cabal interpretación del alma autóctona, dice que la tristeza
del indio no es sino nostalgia. Y bien, Vallejo es acendradamente nostálgico.
Tiene la ternura de la evocación. Pero la evocación en Vallejo es siempre
subjetiva. No se debe confundir su nostalgia concebida con tanta pureza lírica
con la nostalgia literaria de los pasadistas. Vallejo es nostalgioso, pero no
meramente retrospectivo. No añora el Imperio como el pasadismo perricholesco
añora el Virreinato. Su nostalgia es una protesta sentimental o una protesta
metafísica. Nostalgia de exilio; nostalgia de ausencia. Qué estará haciendo
esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí; ahora que me asfixia
Bizancio, y que dormita la sangre, como flojo cognac, dentro de mí. (“Idilio
muerto”, Los heraldos negros) Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa, donde
nos haces una falta sin fondo! Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá
nos acariciaba: “Pero hijos…” (“A mi hermano Miguel”, Los heraldos negros) He
almorzado solo ahora, y no he tenido madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua, ni
padre que en el facundo ofertorio de los choclos, pregunte para su tardanza de
imagen, por los broches mayores del sonido. (XXVIII, Trilce)
Se acabó el extraño, con quien, tarde la noche, regresabas
parla y parla. Ya no habrá quien me aguarde, dispuesto mi lugar, bueno lo malo.
Se acabó la calurosa tarde; tu gran bahía y tu clamor; la charla con tu madre
acabada que nos brindaba un té lleno de tarde. (XXXIV, Trilce) Otras veces
Vallejo presiente o predice la nostalgia que vendrá: Ausente! La mañana en que
a la playa del mar de sombra y del callado imperio, como un pájaro lúgubre me
vaya, será el blanco panteón tu cautiverio. (“Ausente”, Los heraldos negros)
Verano, ya me voy. Y me dan pena las manitas sumisas de tus tardes. Llegas
devotamente; llegas viejo; y ya no encontrarás en mi alma a nadie. (“Verano”,
Los heraldos negros) Vallejo interpreta a la raza en un instante en que todas
sus nostalgias, punzadas por un dolor de tres siglos, se exacerban. Pero –y en
esto se identifica también un rasgo del alma india–, sus recuerdos están llenos
de esa dulzura de maíz tierno que Vallejo gusta melancólicamente cuando nos
habla del “facundo ofertorio de los choclos”. Vallejo tiene en su poesía el
pesimismo del indio. Su hesitación, su pregunta, su inquietud, se resuelven
escépticamente en un “¡para qué!”. En este pesimismo se encuentra siempre un
fondo de piedad humana. No hay en él nada de satánico ni de morboso. Es el
pesimismo de un ánima que sufre y expía “la pena de los hombres” como dice
Pierre Hamp. Carece este pesimismo de todo origen literario. No traduce una
romántica desesperanza de adolescente turbado por la voz de Leopardi o de
Schopenhauer. Resume la experiencia filosófica, condensa la actitud espiritual
de una raza, de un pueblo. No se le busque parentesco ni afinidad con el
nihilismo o el escepticismo intelectualista de Occidente. El pesimismo de
Vallejo, como el pesimismo del indio, no es un concepto sino un sentimiento.
Tiene una vaga trama de fatalismo oriental que lo aproxima, más bien, al
pesimismo cristiano y místico de los eslavos. Pero no se confunde nunca con esa
neurastenia angustiada que conduce al suicidio a los lunáticos personajes de
Andreiev y Arzibachev. Se podría decir que así como no es un concepto, tampoco
es una neurosis. Este pesimismo se presenta lleno de ternura y caridad. Y es
que no lo engendra un egocentrismo, un narcisismo, desencantados y exasperados,
como en casi todos los casos del ciclo romántico. Vallejo siente todo el dolor
humano. Su pena no es personal. Su alma “está triste hasta la muerte” de la
tristeza de todos los hombres.Y de la tristeza de Dios. Porque para el poeta no
sólo existe la pena de los hombres. En estos versos nos habla de la pena de
Dios:
Siento a Dios que camina tan en mí, con la tarde y con el
mar. Con él nos vamos juntos. Anochece. Con él anochecemos. Orfandad… Pero yo
siento a Dios. Y hasta parece que él me dicta no sé qué buen color. Como un
hospitalario, es bueno y triste; mustia un dulce desdén de enamorado: debe
dolerle mucho el corazón. Oh, Dios mío, recién a ti me llego, hoy que amo tanto
en esta tarde; hoy que en la falsa balanza de unos senos, miro y lloro una
frágil Creación. Y tú, cuál llorarás… tú, enamorado de tanto enorme seno
girador…
Yo te consagro Dios, porque amas tanto; porque jamás
sonríes; porque siempre debe dolerte mucho el corazón
Otros versos de Vallejo niegan esta intuición de la
divinidad. En “Los dados eternos” el poeta se dirige a Dios con amargura
rencorosa. “Tú que estuviste siempre bien, no sientes nada de tu creación”.
Pero el verdadero sentimiento del poeta, hecho siempre de piedad y de amor, no
es éste. Cuando su lirismo, exento de toda coerción racionalista, fluye libre y
generosamente, se expresa en versos como éstos, los primeros que hace diez años
me revelaron el genio de Vallejo: El suertero que grita “La de a mil” contiene
no sé qué fondo de Dios. Pasan todos los labios. El hastío despunta en una
arruga su yanó. Pasa el suertero que atesora, acaso nominal, como Dios, entre
panes tantálicos, humana impotencia de amor. Yo le miro al andrajo. Y él pudiera
darnos el corazón; pero la suerte aquella que en sus manos aporta, pregonando
en alta voz, como un pájaro cruel, irá a parar adonde no lo sabe ni lo quiere
este bohemio dios. Y digo en este viernes tibio que anda a cuestas bajo el sol:
¡por qué se habrá vestido de suertero la voluntad de Dios! “El poeta –escribe
Orrego– habla individualmente, particulariza el lenguaje, pero piensa, siente y
ama universalmente”. Este gran lírico, este
gran subjetivo, se comporta como un intérprete del universo, de la humanidad.
Nada recuerda en su poesía la queja egolátrica y narcisista del romanticismo.
El romanticismo del siglo XIX fue esencialmente individualista; el romanticismo
del novecientos es, en cambio, espontánea y lógicamente socialista, unanimista.
Vallejo, desde este punto de vista, no sólo pertenece a su raza, pertenece
también a su siglo, a su evo*. Es tanta su piedad humana que a veces se siente
responsable de una parte del dolor de los hombres. Y entonces se acusa a sí
mismo. Lo asalta el temor, la congoja de estar también él, robando a los demás:
Todos mis huesos son ajenos; yo talvez los robé! Yo vine a darme lo que acaso
estuvo asignado para otro; y pienso que, si no hubiera nacido, otro pobre
tomara este café! Yo soy un mal ladrón… A dónde iré! Y en esta hora fría, en
que la tierra trasciende a polvo humano y es tan triste, quisiera yo tocar
todas las puertas, y suplicar a no sé quién, perdón, y hacerle pedacitos de pan
fresco aquí, en el horno de mi corazón…! La poesía de Los heraldos negros es
así siempre. El alma de Vallejo se da entera al sufrimiento de los pobres.
Arriero, vas fabulosamente vidriado de sudor. La Hacienda Menocucho cobra mil
sinsabores diarios por la vida Este arte señala el nacimiento de una nueva
sensibilidad. Es un arte nuevo, un arte rebelde, que rompe con la tradición
cortesana de una literatura de bufones y lacayos. Este lenguaje es el de un
poeta y un hombre. El gran poeta de Los heraldos negros y de Trilce –ese gran
poeta que ha pasado ignorado y desconocido por las calles de Lima tan propicias
y rendidas a los laureles de los juglares de feria– se presenta, en su arte,
como un precursor del nuevo espíritu, de la nueva conciencia. Vallejo, en su
poesía, es siempre un alma ávida de infinito, sedienta de verdad. La creación
en él es, al mismo tiempo, inefablemente dolorosa y exultante. Este artista no
aspira sino a expresarse pura e inocentemente. Se despoja, por eso, de todo
ornamento retórico, se desviste de toda vanidad literaria. Llega a la más
austera, a la más humilde, a la más orgullosa sencillez en la forma. Es un
místico de la pobreza que se descalza para que sus pies conozcan desnudos la
dureza y la crueldad de su camino. He aquí lo que escribe a Antenor Orrego
después de haber publicado Trilce: “El libro ha nacido en el mayor vacío. Soy
responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su estética. Hoy, y más que
nunca quizás, siento gravitar sobre mí, una hasta ahora desconocida obligación
sacratísima, de hombre y de artista: ¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre,
no lo seré jamás. Siento que gana el arco de mi frente su más imperativa fuerza
de heroicidad. Me doy en la forma más libre que puedo y ésta es mi mayor
cosecha artística. ¡Dios sabe hasta dónde es cierta y verdadera mi libertad!
¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y
cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado,
colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para que mi
pobre ánima viva!”. Este es inconfundiblemente el acento de un verdadero
creador, de un auténtico artista. La confesión de su sufrimiento es la mejor
prueba de su grandeza.
El grave problema es cómo interpretar esa grandeza, cuando
cada día somos más pequeños, pero lo bello de eso, es que Vallejo siempre no
altera, mal haríamos en alabarlo sin compartir su enorme sufrimiento, por esto
Vallejo es la clave de una cibernética de tercer orden donde su grandeza nos
pone a todos en lapsus.
https://www.youtube.com/watch?v=i9i_S4mnVxo&t=114s
Recrear la experiencia de esa comunión Vallejiana que está detrás de las palabras es realmente alterarlo
todo.
Estáis
muertos.
Qué
extraña manera de estarse muertos. Quienquiera diría no lo
estáis.
Pero, en verdad, estáis muertos, muertos.
Flotáis
nadamente detrás de aquesa membrana que, péndula del
zenit
al nadir, viene y va de crepúsculo a crepúsculo, vibrando ante la
sonora
caja de una herida que a vosotros no os duele. Os digo, pues, que
la
vida está en el espejo, y que vosotros sois el original, la muerte.
Mientras
la onda va, mientras la onda viene, cuán impunemente se
está
uno muerto. Sólo cuando las aguas se quebrantan en los bordes
enfrentados
y se doblan y doblan, entonces os transfiguráis y creyendo
morir,
percibís la sexta cuerda que ya no es vuestra.
Estáis
muertos, no habiendo antes vivido jamás. Quienquiera diría
que,
no siendo ahora, en otro tiempo fuisteis. Pero, en verdad, vosotros
sois
los cadáveres de una vida que nunca fue. Triste destino el no haber
sido
sino muertos siempre. El ser hoja seca sin haber sido verde jamás.
Orfandad
de orfandades.
Y
sinembargo, los muertos no son, no pueden ser cadáveres de una
vida
que todavía no han vivido. Ellos murieron siempre de vida.
Estáis
muertos.
Estas palabras pronunciadas en una declamación poética pierden
todo su poder, deberían de ser pronunciadas en un funeral para que los muertos
dejen de enterrar a los muertos o en una campaña política, o por un abogado
hacia los jueces antes de que dicten sentencia o por un paciente a su médicos y
entonces ahí vallejo entra en lapsus y nos hace entrar a todos en lapsus, luego
devendrá la mentira y se convencerán de
que están vivos se peinaran de nuevo pero Vallejo les dirá:
Estoy cárdeno. Mientras me peino, al
espejo advierto
que mis ojeras se han amoratado aún más, v que sobre
los angulosos cobres de mi rostro rasurado se ictericia la
tez acerbadamente.
Estoy viejo. Me paso la toalla por la frente, y un ra-
yado horizontal en resaltos de menudos pliegues, acentúa-
se en ella, como pauta de una música fúnebre, implaca-
ble … Estoy muerto.
Mi compañero de celda hase levantado temprano y está
preparando el té cargado que solemos tomar cada ma-
ñana, con el pan duro de un nuevo sol sin esperanza.
Nos sentamos después a la desnuda mesita, donde el
desayuno humea melancólico, dentro de dos porcelanas sin
plato. Y estas tazas a pie, blanquísimas ellas y tan lim-
pias, este pan aún tibio sobre el breve y arrollado mantel
de damasco, todo este aroma matinal y doméstico, me
recuerda mi paterna casa, mi niñez santiaguina, aquellos
desayunos de ocho y diez hermanos de mayor a menor,
como los carrizos de una antara, entre ellos yo, el último
de todos, parado junto a la mesa del comedor, engoma-
do y chorreando el cabello que acababa de peinar a la
fuerza una de las hermanitas; en la izquierda mano un
bizcocho entero ihabía de ser entero! y con la derecha
de rosadas falangitas, hurtando a escondidas el azúcar
de granito en granito …
¡Ay!, el pequeño que así tomaba el azúcar a la buena
madre, quien, luego de sorprenderle, se ponía a acariciar-
le, alisándole los repulgados golfos frontales:
Pobrecito mi hijo. Algún día acaso no
tendrá a quién
hurtarle anícar, cuando 41 sea grande, y haya muerto su
madre.
Y acababa el primer yantar del día, con dos ardien-
tes lágrimas de madre, que empapaban mis trenzas naza-
renas.
Y entonces yo lo se los hombres volverán a ser humanos, por
un pequeño momento frente al espejo pero este es un momento de eterno lapsus.
Tiempo Tiempo.
Mediodía estancado entre relentes.
Bomba aburrida del cuartel achica
tiempo tiempo tiempo tiempo.
Era Era.
Gallos cancionan escarbando en vano.
Boca del claro día que conjuga
era era era era.
Mañana Mañana.
El reposo caliente aún de ser.
Piensa el presente guárdame para
mañana mañana mañana mañana
Nombre Nombre.
¿Qué se llama cuanto heriza nos?
Se llama Lomismo que padece
nombre nombre nombre nombrE.
“La violencia de las horas”
Todos han muerto.
Murió doña Antonia, la ronca, que hacía pan barato
en el burgo.
Murió el cura Santiago, a quien placía le
saludasen los jóvenes y las mozas, respondiéndoles a todos, indistintamente:
«Buenos días, José! Buenos días, María!»
Murió aquella joven rubia, Carlota, dejando un
hijito de meses, que luego también murió a los ocho días de la madre.
Murió mi tía Albina, que solía cantar tiempos y
modos de heredad, en tanto cosía en los corredores, para Isidora, la criada de
oficio, la honrosísima mujer.
Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo, pero
dormía al sol de la mañana, sentado ante la puerta del hojalatero de la esquina.
Murió Rayo, el perro de mi altura, herido de un
balazo de no se sabe quién.
Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas,
de quien me acuerdo cuando llueve y no hay nadie en mi experiencia.
Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi
hermana y mi hermano en mi víscera sangrienta, los tres ligados por un género
triste de tristeza, en el mes de agosto de años sucesivos.
Murió el músico Méndez, alto y muy borracho, que
solfeaba en su clarinete tocatas melancólicas, a cuyo articulado se dormían las
gallinas de mi barrio, mucho antes de que el sol se fuese.
Murió mi eternidad y estoy velándola.
“Ágape”
Hoy no ha venido nadie a preguntar;
ni me han pedido en esta tarde nada.
No he visto ni una flor de cementerio
en tan alegre procesión de luces.
Perdóname, Señor: qué poco he muerto!
En esta tarde todos, todos pasan
sin preguntarme ni pedirme nada.
Y no sé qué se olvidan y se queda
mal en mis manos, como cosa ajena.
He salido a la puerta,
y me da ganas de gritar a todos:
Si echan de menos algo, aquí se queda!
Porque en todas las tardes de esta vida,
yo no sé con qué puertas dan a un rostro,
y algo ajeno se toma el alma mía.
Hoy no ha venido nadie;
y hoy he muerto qué poco en esta tarde!
“La cena miserable”
Hasta cuándo estaremos esperando lo que
no se nos debe… Y en qué recodo estiraremos
nuestra pobre rodilla para siempre! Hasta cuándo
la cruz que nos alienta no detendrá sus remos.
Hasta cuándo la Duda nos brindará blasones
por haber padecido…
Ya nos hemos sentado
mucho a la mesa, con la amargura de un niño
que a media noche, llora de hambre, desvelado…
Y cuándo nos veremos con los demás, al borde
de una mañana eterna, desayunados todos!
Hasta cuándo este valle de lágrimas, a donde
yo nunca dije que me trajeran.
De codos
todo bañado en llanto, repito cabizbajo
y vencido: hasta cuándo la cena durará.
Hay alguien que ha bebido mucho, y se burla,
y acerca y aleja de nosotros, como negra cuchara
de amarga esencia humana, la tumba…
Y menos sabe
ese oscuro hasta cuándo la cena durará!
Otro poco de calma, camarada;
un mucho inmenso, septentrional, completo,
feroz, de calma chica,
al servicio menor de cada triunfo
y en la audaz servidumbre del fracaso.
Embriaguez te sobra, y no hay
tanta locura en la razón, como este
tu raciocinio muscular, y no hay
más racional error que tu experiencia.
Pero, hablando más claro
y pensándolo en oro, eres de acero,
a condición que no seas
tonto y rehuses
entusiasmarte por la muerte tánto
y por la vida, con tu sola tumba.
Necesario es que sepas
contener tu volumen sin correr, sin afligirte,
tu realidad molecular entera
y más allá, la marcha de tus vivas
y más acá, tus mueras legendarios.
Eres de acero, como dicen,
con tal que no tiembles y no vayas
a reventar, compadre
de mi cálculo, enfático ahijado
de mis sales luminosas!
Anda, no más; resuelve,
considera tu crisis, suma, sigue,
tájala, bájala, ájala;
el destino, las energías íntimas, los catorce
versículos del pan: ¡cuántos diplomas
y poderes, al borde fehaciente de tu arranque!
¡Cuánto detalle en síntesis, contigo!
¡Cuánta presión idéntica, a tus pies!
¡Cuánto rigor y cuánto patrocinio!
Es idiota
ese método de padecimiento,
esa luz modulada y virulenta,
si con sólo la calma haces señales
serias, características, fatales.
cuéntame lo que me pasa,
que yo, aunque grite, estoy siempre a tus órdenes
La dialéctica de la poesía y el silencio * ¿Cabe alguna
duda, ya, a estas alturas, de que la del peruano César Vallejo, nacido en
Santiago de Chile en 1892, y fallecido en París en 1938, es una de las voces
más decididamente hondas y perdurables y significativas, no sólo de la poesía
sino de la literatura de toda de nuestra Latinoamérica, y aun del mismísimo idioma
castellano? En pocos textos escritos en nuestra lengua se alcanza de manera más
innegable, en una tradición de la que apenas un nombre como el de Quevedo, nada
menos, podría dar testimonio, ho sólo una expresión literaria escrita
absolutamente original y al mismo tiempo cargada de sentido, de sentidos, de
una riqueza tantas veces fecunda y memorable que la vuelve sin más un verdadero
y legítimo clásico, sino también ese testimonio latente, candente, de una
experiencia más profundamente humana que meramente literaria, que es con mucho
la ambición más raigal de ese nuevo camino que volvieron a abrir para la poesía
de nuestro tiempo aquellos tres «meteoros del origen» que fueron, a fines del
siglo pasado, Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé. Queda dicho, entonces, que el
humildísimo pero concienzudamente empecinado Cholo Vallejo ha logrado, a la vez
y probablemente sin habérselo propuesto, constituirse en el paradigma de una
expresión tan radicalmente personal como dignamente nacional, continental,
idiomática, así como alcanzar una de las cumbres más decididamente
significativas de la mejor poesía contemporánea universal. Porque es el suyo el
nombre que tanto Hispanoamérica como el idioma castellano podrán considerar
como su aporte el día que se haga, si es que se hace alguna vez, el balance de
las pocas voces realmente originales y representativas en la poesía del siglo.
Pero esa gloria, la única honestamente deseable (seguir vivo en el corazón de
los otros, hecho cultura y aliento mismo de la vida, hecho —ahora sí— un
clásico), César Vallejo se la debe exclusivamente a sus poemas, y no —como pudo
creerse— a los muchos mitos y leyendas que (a veces con razón) su persona o
personaje han ido recibiendo casi desde el mismo momento de su muerte. Porque
en Vallejo se ha querido ver tanto al mestizo americano que expresa a la vez el
legítimo dolor del indio y su español, como al vidente que pudo prever su
propia muerte en un soneto inolvidable {Piedra negra sobre una piedra blanca),
como al Cristo ateo pero a la vez hondamente cristiano al que un acontecimiento
histórico tan trágica como bellamente significativo y además hondamente
conmovedor, la guerra civil española, permitió asumir en su propia carne el
sacrificio de ofrecerse a su vez como cordero humano, no divino, en aras de una
nueva humanidad, cuando no al profeta de esa misma nueva humanidad que la
luminosa y soñada fraternidad total del socialismo iba a construir
como un paraíso en la tierra, por citar sólo a algunas de
sus muchas imágenes, y aunque haya gente que prefiera optar por una u otra de
esas versiones, y hasta haya dedicido lanzarse sobre su biografía o sobre sus
poemas buscando allí —muchas veces en fragmentos arbitrariamente escogidos— los
argumentos justificativos para una u otra toma de posición (olvidando cuánto de
legítima ambigüedad lingüística y humana, y cuánto de dialéctica y sabiamente
paradójico asoma a menudo en tantos poemas de Vallejo), yo pienso, en cambio,
que es posible admitir todas esas versiones, todas esas leyendas, todos esos mitos,
que todos ellos tienen algo de razón, en un cierto sentido, y que todos ellos
iluminan al menos un fragmento (cuando son honestos) de la más que íntegra y
desnudamente humana verdad de la humanísima condición de Vallejo. Pero que
también debemos volver a aceptar humildemente, sabiamente, concienzudamente,
que la verdad más profunda y más auténtica que el gran poeta quiso darnos es la
que quedó engarzada, latente, hecha evidencia viva, en sus poemas. En todos, no
en aquellos que satisfagan sólo una u otra de nuestras parcialidades. En todos,
en ese cuerpo escrito, latente, que es la indeleble y tocante obra poética de
este gran poeta de nuestro idioma y nuestro ser más hondo. Nacional y
universal, coloquial y profundísimo, honestamente comprometido y a la vez libre
por esencia, hermético cuando hubo que serlo y significativo por propia deriva
de su ser, capaz siempre de entregarse vivo a su lenguaje, a su lengua, y de
dejarse conducir por ella en busca de lo que había de ser dicho, los textos de
Vallejo nos esperan con la misma exigencia de integridad y de pasión con que él
los escribió. Es allí donde respira más que latente, viva, su verdad verdadera,
si a veces contradictoria y hasta oscura, siempre centralmente iluminadora y
fraternal. No hay trampas allí, no hay añagazas, no hay estrategias, no hay
supuestos, no hay seducción ni habilidades ni programas ni dogmas ni mensajes
ni oscuridades porque sí, porque él no quiso. Si Los heraldos negros, su primer
libro publicado, de algún modo significa —a mi modesto entender— la culminación
posible de lo mejor que el modernismo podía ofrecernos, Trilce, el segundo, es
la concreción de una ruptura total, por propia e imperiosa necesidad de
expresión, con los convencionalismos de la gramática y la sintaxis, que atan al
verbo, y de algún modo también culmina por anticipado muchas de las
contemporáneas o futuras experiencias vanguardistas que se quedaron solamente
en la cascara de la cuestión. Ya que en estos dos libros van comenzando a
aparecer, en forma la mayor parte de las veces por demás evidente, los signos
de una expresividad tan comunicativa y tan raigalmente humana, original,
personalísima, y que al unísono es tan de Vallejo como de la mismísima especie,
a la que asume por propia derivación, y no sólo verbalmente, sino muy
especialmente en su palabra. El mismo terreno donde se concretará, en ese libro
postumo al que se dio en llamar Poemas humanos, reuniendo en él tanto poemas en
prosa —magníficos— de un período anterior como los textos más cabalmente
genuinos que había ido escribiendo casi sin cesar en sus últimos años, y con
los que culmina —ahora sí— su propia experiencia de escritor (y de hombre).
Esos textos que nos devuelven, a veces con impactos tan fuertes que nos hacen
casi físicamente doler, no sólo la propia experiencia por ellos imperecedera
del individuo Vallejo, sino el cogollo mismo —como ya dije— de toda
nuestra humana condición. Que al mismo tiempo es asumida en
un acontecimiento colectivo que no podía sino tocarle de cerca y casi
milagrosamente concretado: la maravillosa y espontánea resistencia del pueblo
español contra la más que sombría amenaza del fascismo, en el otro libro —no
menos tocante y estremecedor— que se publicó después de su muerte: España,
aparta de mí este cálit^, y que constituye sin duda no sólo la obra literaria
más válida y perdurable relacionada con la guerra civil y la revolución
española, sino también otro polo fundamental para encarar la comprensión más
profunda del universo vallejiano. Y en ese sentido debe ser bienvenida esta
algo tardía pero lógicamente elogiable traducción a nuestro idioma (debida a
Luis Justo) del brillante trabajo que sobre la poesía de Vallejo publicara ya
en 1976 la universitaria norteamericana Jean Franco. Sin abrumarnos con
esquemas más o menos rígidos de forzada «interpretación», sin caer en los
alambicamientos y los devaneos que cierta crítica pretendidamente
ultraintelectual nos ha asestado en los últimos tiempos, la autora ejerce su
derecho de leer a Vallejo con mirada evaluativa propia, personal, pero sin
olvidarse de él, y consigue de ese modo —en gran medida— ofrecernos la
oportunidad de una nueva lectura, basada principalmente en su valoración de los
poemas, más que en las anécdotas de una biografía por cierto más que
significativa, descubriendo en lo profundo de la quizá breve obra (apenas
cuatro libros, como vimos, pero qué libros) poética de nuestro Vallejo una
interpretación más ardua y más fecunda —y a la vez quizá más limpia y
coherente— que aquella que se quedaba en meros mitos o leyendas, basados en
anécdotas o en citas, y que al final del recorrido, en la última página nos
devuelve, como decíamos más arriba, a la verdadera riqueza que César Vallejo
tendrá siempre para ofrecernos: sus poemas, que —como bien dice la autora «no
nos proponen usar a Vallejo como chivo emisario que nos exima de la experiencia
sino recoger el guante que nos lanza el texto», para concluir, lúcida y
valientemente: «Lo menos que podemos hacer es dejar los mitos de lado,
abstenernos de ver al poeta como sufriente vicario y asumir como propios las
dificultades y los conflictos». Que fue, en definitiva, lo mismo que hizo él,
en poesía y vida, Y es lo que en sus poemas nos exige, cada vez, como lector
protagonista: que estemos a su altura.—RODOLFO ALONSO (Ricardo Gutierre^ ^7 ,
Olivos 16j6, ARGENTINA).
https://www.youtube.com/watch?v=WBWk-TJ5KhU
Tamara Kamenszain
VOY A HABLAR DE LA
ESPERANZA
Yo no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me duelo
ahora como artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera. Yo no sufro
este dolor como católico, como mahometano ni como ateo. Hoy sufro solamente. Si
no me llamase César Vallejo, también sufriría este mismo dolor. Si no fuese
artista, también lo sufriría. Si no fuese hombre ni ser vivo siquiera, también
lo sufriría. Si no fuese católico, ateo ni mahometano, también lo sufriría. Hoy
sufro desde más abajo. Hoy sufro solamente.
Me duelo ahora sin explicaciones. Mi dolor es tan hondo, que
no tuvo ya causa ni carece de causa. ¿Qué sería su causa? ¿Dónde está aquello
tan importante, que dejase de ser su causa? Nada es su causa; nada ha podido
dejar de ser su causa. ¿A qué ha nacido este dolor, por sí mismo? Mi dolor es
del viento del norte y del viento del sur, como esos huevos neutros que algunas
aves raras ponen del viento. Si hubiera muerto mi novia, mi dolor sería igual.
Si la vida fuese, en fin, de otro modo, mi dolor sería igual. Hoy sufro desde
más arriba. Hoy sufro solamente.
Miro el dolor del hambriento y veo que su hambre anda tan
lejos de mi sufrimiento, que de quedarme ayuno hasta morir, saldría siempre de
mi tumba una brizna de yerba al menos. Lo mismo el enamorado. ¡Qué sangre la
suya más engendrada, para la mía sin fuente ni consumo!
Yo creía hasta ahora que todas las cosas del universo eran,
inevitablemente, padres o hijos. Pero he aquí que mi dolor de hoy no es padre
ni es hijo. Le falta espalda para anochecer, tanto como le sobra pecho para
amanecer y si lo pusiesen en la estancia oscura, no daría luz y si lo pusiesen
en una estancia luminosa, no echaría sombra. Hoy sufro suceda lo que suceda.
Hoy sufro solamente.
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https://www.youtube.com/watch?v=E-VKPlsjVOU
https://youtu.be/su9TkCg5lHc
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