La guerra del fin del mundo
La realidad no es real hasta que alguien la llora
“Han domesticado a la
juventud que era indomesticable. Lo lograron”. Fito Paez
https://www.facebook.com/myrian.vera1/videos/694751160056645
Mas si no podemos tener esperanza en las nuevas generaciones
¿Qué hacemos?
-La guerra del fin del mundo
¡Que!
-Vayamos a liberar a palestina
¡Pero te van a matar!
-A ti también tardo o temprano si todo sigue así, pero la
diferencia es que a mí nadie me va a
quitar mi dignidad
Pero yo tengo casa, familia, trabajo
-Yo también más hay tiempo para todo y hoy es el tiempo de dejarlo todo, abramos
un horizonte para los que vienen.
"Solíamos pensar que lo que hicieron los rusos en Chechenia
era terrible, pero lo de Israel en Gaza no tiene precedentes en el siglo
XXI": Omer Bartov, historiador israelí experto en el Holocausto
·
Redacción
·
Título
del autor,BBC News Mundo
·
9 junio
2025
"Lo que ocurre en Gaza se ajusta
a la definición de genocidio, el intento de destruir a un grupo como tal",
señaló Omer Bartov a BBC Mundo.
Bartov es profesor de estudios del
Holocausto y de genocidio en Brown University en Estados Unidos. Es uno de los
principales expertos en genocidio a nivel mundial, según apunta en su sitio el
Museo del Memorial del Holocausto de Estados Unidos.
El historiador es ciudadano israelí y
estadounidense, y en la década del 70 fue soldado del ejército israelí.
Inicialmente Bartov no calificó como
genocidio las acciones militares de Israel en Gaza tras el ataque de Hamas del
7 de octubre de 2023. Actualmente no duda en hacerlo y asegura que
hay un consenso en ese sentido entre expertos de genocidio.
Bartov explicó a BBC Mundo por qué cambió su postura y las
razones por las que la acción israelí en Gaza "no tiene equivalente"
en la historia reciente. También reflexionó sobre algo que describe como
"perturbador": la indiferencia de muchos israelíes al sufrimiento de
los palestinos.
Israel se enfrenta a una acusación de
genocidio en la Corte Internacional de Justicia, y el primer ministro, Benjamin
Netanyahu, tiene una orden de arresto de la Corte Penal Internacional por
supuestos crímenes de guerra.
Netanyahu considera las acusaciones
de genocidio como "falsas" e "inaceptables".
Boaz Bismuth, parlamentario israelí y
leal a Netanyahu y sus políticas, argumenta:
"¿Cómo pueden acusarnos de
genocidio cuando la población palestina creció no sé cuántas veces más? ¿Cómo
pueden acusarnos de limpieza étnica cuando estoy moviendo a la población dentro
de Gaza para protegerla? ¿Cómo puedes acusarnos cuando estamos perdiendo
soldados para proteger a nuestros enemigos?".
Israel lanzó una campaña militar en
Gaza en respuesta al ataque transfronterizo de Hamás del 7 de octubre de 2023
que mató unas 1.200 personas y en el que otras 251 fueron tomadas como rehenes,
según autoridades israelíes.
Desde entonces, los ataques israelíes
mataron a al menos 54.470 personas, incluyendo más de 17.000 niños, e hirieron
a más de 120.000 personas , según el Ministerio de Sanidad de Gaza.
A continuación, la conversación del
Profesor Omer Bartov con BBC Mundo.
En los primeros meses tras el ataque
de Hamás usted no usó la palabra genocidio para referirse a las acciones de
Israel en Gaza. ¿Cuándo y por qué cambió su posición?
Cambié de opinión y pasé a pensar que
Gaza es innegablemente un caso de genocidio a principios de mayo de 2024.
En noviembre de 2023 escribí que
había evidencia de crímenes de guerra, posiblemente crímenes de lesa humanidad.
No estaba seguro aún de que hubiera
suficientes pruebas de genocidio. Pero había indicios de que podría llegar a
eso, porque había declaraciones con contenido genocida.
En mayo de 2024, cuando las Fuerzas
de Defensa de Israel (FDI) entraron en Rafah y desplazaron a cerca de un millón
de personas a la zona de Al-Mawasi, un área sin infraestructura junto al mar,
esto pareció indicar que se trataba de una operación con intenciones genocidas,
intenciones que ya se habían expresado en octubre de 2023.
El patrón que condujo
a la operación en Rafah en mayo pareció indicar que no se trataba simplemente
de una operación para, como afirmaban las FDI, destruir a Hamás y liberar a los
rehenes, sino de una operación con la intención de hacer inhabitable a toda
Gaza.
Desde entonces, la
situación, por supuesto, se ha deteriorado considerablemente.
Llevan meses
bloqueando Gaza, con la esperanza de que la gente muera o se vaya o sea
aceptada en otro lugar. Como dijo el primer ministro Benjamin Netanyayu
(en declaraciones en mayo de 2025
a un comité del parlamento israelí filtradas a la prensa) "nuestro único
problema es encontrar países que los acojan".
Ésta es claramente una
operación cuyo objetivo es expulsar a toda la población de la Franja de Gaza.
En un artículo que
usted escribió para el diario británico The Guardian en 2024 afirmó que
"la escala de lo que están perpetrando las FDI en Gaza no tiene
precedente". ¿Puede explicar esto?
La única comparación
posible es con la Nakba, es decir, la expulsión de los palestinos en 1948. En
aquel momento unos 750.000 palestinos fueron expulsados de las zonas que se
convirtieron en el Estado de Israel. Y murieron muchos miles de personas. Pero
las cifras no fueron tan altas como ahora.
Obviamente la
población es mayor ahora, pero las cifras actuales son absolutamente
extraordinarias.
La destrucción es a
gran escala. El tonelaje de bombas lanzadas sobre Gaza es mayor que el de las
bombas lanzadas sobre ciudades alemanas durante la Segunda Guerra Mundial.
Yo he oído a
reservistas israelíes que regresaron de Gaza y dijeron que lo que vieron les
recordó a imágenes de Hiroshima. Y son soldados que participaron en esto. La
destrucción específica, intencionada y deliberada de escuelas, de hospitales,
de mezquitas, de edificios públicos, de universidades es absolutamente
extraordinaria.
Cuando se considera la
cantidad de periodistas que mataron, de personal médico, cuando se leen
informes de niños que recibieron disparos de francotiradores en la cabeza o en
el pecho*, incluso esta mañana leía otro informe sobre esto, es difícil
encontrar una equivalencia para esto que ha ocurrido en un espacio tan pequeño
con una población de más de dos millones de personas.
Solíamos pensar que lo
que hicieron los rusos en Chechenia y Grozni era terrible. Pero esto es a mayor
escala. Es difícil compararlo con nada. Para el siglo XXI, ciertamente no hay
precedentes.
En Siria mataron al 2%
de la población, pero eso ocurrió en 13 años. En Gaza ocurrió en varios meses.
Esa cifra del 2% se alcanzó ya en el verano de 2024.
*Testimonios de médicos
publicados en medios como el New York Times o The Guardian contienen esas
acusaciones. Las FDI afirmaron en declaraciones citadas por The
Guardian que "rechazan completamente" las acusaciones de que sus
francotiradores disparan deliberadamente contra civiles.
¿En qué medida ve en el caso de Gaza
los elementos clave de la definición contenida en la convención sobre genocidio
de 1948?
Existe una definición de genocidio:
actos cometidos con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo
específico, ya sea étnico o nacional, como tal.
En octubre, justo después del ataque
y la masacre de Hamás del 7 de octubre, líderes políticos y militares israelíes
hicieron declaraciones diciendo que eso era lo que querían hacer, querían
destruir a Gaza. También dijeron que no había nadie en Gaza que no fuera
responsable.
Así que la intención genocida fue
expresada y ha sido repetidamente expresada. La pregunta es, ¿podemos ver un
patrón de operaciones que muestre que esa intención se está implementando?
Ese patrón a estas alturas es
absolutamente claro, porque podemos ver que lo que ha sucedido ha sido un
intento concertado de hacer Gaza inhabitable para esa parte de la población
palestina que vive ahí, de destruirla como grupo, destruyendo edificios,
matando a un gran número de personas.
Estamos hablando de más de 53.000
personas muertas de las cuales la mitad son menores, y las cifras son
probablemente mucho mayores que eso.
También vemos la destrucción de todo
lo que permite a esa población, si sobrevive, reconstruirse como grupo, porque
todo lo relacionado con su cultura, educación, salud y religión ha sido
sistemáticamente destruido.
Lo que ocurre en Gaza se ajusta a la
definición de genocidio de 1948, el intento de destruir a un grupo como tal.
Israel niega estar
cometiendo genocidio en Gaza y dice que libra una guerra contra Hamás, a quien
acusa de usar civiles como escudos humanos. ¿Qué responde usted a este
argumento?
Un aspecto interesante
es que todos usamos el término "guerra" porque no sabemos cómo llamar
a lo que ocurre en Gaza de otra manera, pero en realidad no hay guerra. La
guerra terminó, a más tardar, alrededor de junio de 2024. Desde entonces Hamás
no ha librado nada parecido a una guerra contra las Fuerzas de Defensa de
Israel.
Obviamente hay varios
miles de hombres, en su mayoría jóvenes reclutados tras la muerte de muchos de
los combatientes originales. De vez en cuando salen de un túnel y disparan
algunos cohetes. Pero las FDI están usando tanques, artillería, aviones y
barcos modernos para atacar Gaza. No están librando una guerra, sino una
campaña de destrucción. Así que incluso llamarla guerra es totalmente
inapropiado.
En cuanto a la
afirmación de que Hamás usa a la población como escudos humanos, yo no soy
partidario de Hamás, creo que Hamás fue una catástrofe para los palestinos y es
una organización asesina. No hay forma de defender lo que hicieron el 7 de
octubre. Pero luchan desde lo que era una de las zonas más urbanizadas y
densamente pobladas del mundo. Si se lucha desde un lugar así esto se hace
desde zonas con una gran concentración de civiles.
La ironía es que
existe una gran cantidad de reportes en el sentido de que las Fuerzas de
Defensa de Israel han estado utilizando a palestinos como escudos humanos en
sus propias operaciones**, específicamente recogiendo a ancianos y jóvenes,
vistiéndolos con uniformes de las FDI y enviándolos a túneles para volarlos por
si acaso hay trampas explosivas. Esto ha sido ampliamente reportado.
**En las acusaciones más
recientes, tanto Associated Press como el diario
israelí Haaretz publicaron informes
sobre el uso de palestinos como escudos humanos. El ejército israelí negó las acusaciones y dijo
que sus reglas prohíben esa práctica.
En su artículo en el
Guardian usted dice: "Como exsoldado de las FDI e historiador del
genocidio, me sentí profundamente perturbado por mi reciente visita a
Israel". Y habla de la "total indiferencia de la mayoría de los
israelíes ante lo que se hace en su nombre".
Una encuesta reciente
publicada en el diario israelí Haaretz afirma que el 82% de los israelíes está
a favor de la expulsión de los palestinos de Gaza. ¿Podría explicar por qué
habló de sentirse perturbado en su viaje a Israel?
Por un lado está lo
que yo vi. Por otro la encuesta que usted menciona.
La mayoría de las
personas con las que tengo contacto en Israel no son de derecha, no son colonos
ni extremistas, sino personas que solían apoyar a la izquierda, liberales.
Esas personas quedaron
tan conmocionadas y traumatizadas por lo ocurrido el 7 de octubre, sentían
tanta inseguridad que simplemente no querían saber qué pasaba en Gaza. Si yo
les mencionaba Gaza tendían a cambiar de tema. Estaban preocupados con su
trauma. Y es cierto. Mucha gente, incluyéndome a mí, tiene familiares o amigos
a los que mataron el 7 de octubre.
Eso fue en una visita
en junio del 2024. Cuando volví a Israel en diciembre creo que más gente sabía
lo que estaba pasando en Gaza; era imposible no saber, porque aunque los medios
israelíes informan muy poco sobre la matanza en Gaza la información se filtra,
incluso a través de publicaciones en redes sociales de los soldados israelíes.
Así que la gente sabía
más qué estaba ocurriendo en Gaza, pero no les importaba más. En general, eran
bastante indiferentes.
En cuanto a la encuesta,
es devastadora. De hecho fue realizada por dos profesores israelíes que enseñan
en Estados Unidos. Conozco a ambos y es una encuesta fiable que muestra que la
gran mayoría de los israelíes querría ver a la población de Gaza transferida.
"Transferencia"
es un término que se ha utilizado en Israel desde la década de 1930, desde
antes de la creación del Estado, que significa "enviarlos fuera, no nos
importa dónde estén".
Así que un amplio 82%
parece apoyar la transferencia, que constituye una limpieza étnica de la Franja
de Gaza. Y creo que las cifras serían bastante altas si se les preguntara sobre
Cisjordania, no solo sobre Gaza.
Usted menciona Cisjordania. ¿Cómo ve
la situación allí, donde según la ONU desde enero de este año más de 40 mil
personas fueron desplazadas y se anunciaron hace poco 22 nuevos asentamientos?
Lo que está ocurriendo en Cisjordania
es el desplazamiento forzado de personas.
Mucho de esto sucede ahora bajo la
sombra de lo que ocurre en Gaza, ya que la mayor parte de la atención se centra
en Gaza.
También hay mucha violencia por parte
de colonos respaldados por el ejército; muchas de las unidades militares se
reclutan entre los propios colonos, por lo que no son más que colonos
uniformados.
Hay pogromos allí semanalmente. Así
que esta es la otra cara de la moneda: vaciar Gaza y luego gradualmente tomar
más y más territorio en Cisjordania.
En el caso de los genocidios en
Ruanda o en Srebrenica, en la exYugoslavia, no hubo países occidentales que
armaran y apoyaran abiertamente a una parte. ¿Es Gaza un caso excepcional?
Esto se puede ver desde dos
perspectivas. Mucha gente en Israel diría: ¿por qué se presta tanta atención a
lo que hace Israel? Miren lo que hacen todos esos otros países. Miren lo que
sucede en Siria, China, Rusia, Sudán, etc. Ese es el punto de vista israelí.
Pero Sudán, Rusia y China no están
recibiendo armas, suministros ni cobertura diplomática de Occidente, mientras
que Israel sí.
El 80% de las armas que se
suministran a Israel proviene de Estados Unidos, gran parte del resto proviene
de Alemania, y esos países ofrecen una cobertura diplomática. El Consejo de
Seguridad no puede aprobar ninguna resolución porque Estados Unidos la vetaría.
¿Por qué lo hacen? Es una muy buena
pregunta. ¿Por qué Israel puede actuar con impunidad a pesar de depender en
gran medida de los países occidentales, de Estados Unidos y de Europa? Europa
es su principal socio comercial, no Estados Unidos.
Es una pregunta compleja. Creo que
esto, por cierto, está cambiando. Creo que a la larga Israel pagará un precio
muy alto por lo que ha hecho. Pero eso no va a ayudar mucho a los palestinos;
las personas que murieron han muerto. Y eso es irreversible.
En el caso de Europa, creo que tiene
que ver con que Israel ha hecho todo lo posible para recordar a los europeos el
Holocausto y para asegurarse de que aún tengan un sentimiento de culpa
persistente por el genocidio nazi contra los judíos.
Y creo que en Estados Unidos, la
influencia de Israel es enorme, no solo a través de la comunidad judía, sino
también de otros grupos dentro de Estados Unidos que apoyan firmemente a
Israel.
He dicho recientemente que el crédito
que Israel ha estado utilizando, el crédito del Holocausto, se está agotando.
Que ya no podrá utilizarlo como excusa no solo para lo que está sucediendo en
Gaza, sino también para la ocupación y opresión de millones de personas durante
décadas.
Usted dijo que Israel
pagará un precio alto en el futuro. ¿Cree que habrá rendición de cuentas por lo
que sucede en Gaza?
En primer lugar, la
rendición de cuentas es clave, por supuesto. Porque si no hay rendición de
cuentas, ¿por qué otros estados no sentirán que pueden hacer lo que quieran?
La gran tragedia aquí
es que después de la Segunda Guerra Mundial, en gran parte debido a los
crímenes nazis, se estableció todo un sistema de leyes internacionales para
evitar que tales cosas volvieran a ocurrir.
Esta fue la supuesta
lección del Holocausto. Ahora Israel está cometiendo crímenes masivos de
genocidio en Gaza. Y alegar que el Holocausto es una especie de excusa para
actuar de esa manera es en sí mismo terriblemente trágico.
¿Se exigirá
responsabilidades a individuos? Espero que sí. Es muy difícil saberlo.
En mi opinión la
principal rendición de cuentas tendrá lugar con lo que suceda a Israel mismo.
Creo que va camino de perder a sus principales aliados en Europa Occidental.
Está perdiendo el apoyo de la opinión pública sobre todo en Estados Unidos,
Alemania, Francia, Gran Bretaña, etc.
Eso tendrá
consecuencias a largo plazo para el país, a menos que un nuevo liderazgo
israelí, y especialmente los líderes europeos y estadounidenses, decidan
imponer una solución política, porque no hay una solución militar a lo que
estamos viendo ahora mismo.
Quiero preguntarle
específicamente por la polémica entidad privada creada por Israel con apoyo de
EE.UU. para distribuir ayuda, la "Fundación Humanitaria de Gaza".
Autoridades locales informaron de la muerte de
decenas de personas en ataques israelíes cerca de los puntos de distribución.
Como historiador del
genocidio, ¿qué siente al ver las imágenes de personas esperando
desesperadamente recibir algo de comida?
Mire, he pasado gran
parte de mi vida leyendo y escribiendo sobre crímenes, así que he estado
expuesto a muchas imágenes de este tipo a lo largo de mi vida. Y debo decir
ante todo, personalmente, como ser humano, que me resulta muy difícil incluso
ver estas imágenes debido a la absoluta falta de humanidad, la absoluta
crueldad, incluso la reacción "alegre" de las tropas israelíes, de
los medios de comunicación israelíes, y yo veo esos medios todos los días. Es
una sociedad que no puedo reconocer.
No es el país en el
que crecí. Es algo que ha ido a lugares que nadie podría haber imaginado.
Así que, desde una
perspectiva humana e individual me resulta muy difícil procesar esas imágenes.
Pero detrás de esto hay una política. La derecha israelí, que en realidad
también representa a Netanyahu, intenta crear en mi opinión una situación en la
que la población muera de frío, hambre, enfermedades o desesperación, o bien
huya, o se produzca un desastre humanitario tal que algún otro país diga:
"Vale, nos haremos cargo de ellos si lo permiten".
Es absolutamente
claro. Israel fue presionado, así que ha ideado una forma en que parezca que
proporciona alimentos, pero nunca son suficientes.
Entregan alimentos en
muy pocos lugares para crear precisamente el tipo de caos que surgirá cuando se
dice a gente que está muriendo de hambre que a diez millas de distancia, si
corren lo más rápido posible, pueden conseguir una caja. Se genera
desesperación, miedo y violencia.
Este sistema está
diseñado para aparentar que Israel proporciona ayuda y al mismo tiempo agravar
el desastre humanitario que está ocurriendo en Gaza. Y esto se hace con la
cooperación de Estados Unidos. Algo que también me duele ver.
NRC, el periódico
holandés, entrevistó a siete expertos
en genocidio de seis países y todos afirmaron que Israel comete acciones
genocidas en Gaza.
¿Diría que existe un
creciente consenso entre expertos en genocidio en ese sentido?
Diría que sí.
Obviamente hay algunos casos aislados pero con el tiempo se creó un consenso, y
creo que la mayoría de los investigadores sobre genocidio dirían que esto es
genocidio.
Aunque se creó un
consenso entre investigadores de genocidio, a los investigadores que han
dedicado su carrera a escribir sobre el Holocausto, que después de todo fue un
genocidio, les ha resultado muy difícil, con algunas excepciones incluyéndome a
mí, decir abiertamente que Gaza es un genocidio.
Ahora mismo existe una
división entre investigadores de genocidio comparativo, y los investigadores
del Holocausto en institutos dedicados a conmemorar y documentar el Holocausto,
que se niegan a condenar lo que Israel está haciendo.
Conozco a muchas de
esas personas desde hace mucho tiempo y eso para mí es extremadamente
perturbador.
Si creemos en el
principio de "nunca más" después del Holocausto es el momento de
decir en relación a Gaza, "paren lo que están haciendo ahora mismo".
Habiendo estudiado el genocidio y el
Holocausto durante décadas, también como israelí y como exsoldado de las FDI,
¿cuál es su reflexión final sobre lo que está ocurriendo en Gaza?
El horror que estamos viendo ahora en
Gaza es devastador, y al mismo tiempo predecible. Porque todo esto es, en
última instancia, resultado de décadas y décadas de ocupación y opresión.
Estamos hablando de un territorio, como dicen, desde el río hasta el mar, con
el mismo número de judíos y palestinos. Siete millones de judíos, siete
millones de palestinos.
Pero solo los judíos tienen el poder.
Hay dos millones de palestinos que son ciudadanos israelíes pero de facto solo
tienen derechos limitados. Hay tres millones de palestinos en Cisjordania que
no tienen ningún derecho. Y hay dos millones de palestinos en Gaza que
enfrentan un genocidio.
Y todo esto es resultado de la
incapacidad del Estado de Israel para aceptar que debe encontrar una manera de
convivir con los palestinos en esa tierra, de la manera que palestinos y judíos
decidan que funciona para ellos. Ya sea un estado, dos estados, lo que sea.
Tiene que ver con la incapacidad de
Israel de aceptar que es imposible continuar con este tipo de opresión y
ocupación. Que solo generará más violencia y más desesperación. No solo para
los palestinos, por supuesto, sino también para millones de israelíes que viven
en un estado de miedo e inseguridad y cuya democracia desaparece día a día como
resultado de esta prolongada ocupación.
También quiero mencionar que se ha
intentado silenciar las críticas a las acciones de Israel calificándolas de
antisemitas, y eso me parece muy inquietante porque lo que Israel está haciendo
ahora mismo es el principal detonante del aumento del antisemitismo en todo el
mundo.
Y la única manera de detener eso es
cambiando esa política, no solo deteniendo la guerra en Gaza obviamente, sino
resolviendo realmente esta terrible situación que gradualmente se ha convertido
en lo que finalmente fue después del 7 de octubre.
https://tlriidcchazcapotzalco.wordpress.com/wp-content/uploads/2014/08/mario-vargas-llosa-la-guerra-del-fin-del-mundo.pdf
—La Iglesia había condenado al Consejero formalmente por
herético, supersticioso, agitador y turbador de conciencias. El Arzobispo de
Bahía había prohibido a los párrocos que le permitieran predicar en los
pulpitos. Se necesita una fe absoluta, para, siendo cura, desobedecer a la propia
Iglesia, al propio Arzobispo y correr el riesgo de condenarse por ayudar al
Consejero. —¿Qué lo angustia así? —dijo el Barón—. ¿La sospecha de que el
Consejero fuese efectivamente un nuevo Cristo, venido por segunda vez a redimir
a los hombres? Lo dijo sin pensar y apenas lo hubo dicho se sintió incómodo.
¿Había querido hacer una broma? Pero ni él ni el periodista miope sonreían. Vio
a éste hacer una negativa con la cabeza, que podía ser su respuesta o una
manera de espantar una mosca. —Hasta en eso he pensado —dijo el periodista
miope—. Si era Dios, si lo envió Dios, si
existía Dios... No sé. En todo caso, esta vez no quedaron
discípulos para propagar el mito y llevar la buena nueva a los paganos. Quedó
uno solo, que yo sepa; dudo que baste... Lanzó otra carcajada y los estornudos
lo ocuparon un buen rato. Cuando terminó tenía la nariz y los ojos irritados.
—Pero, más que en su posible divinidad, he pensado en ese espíritu solidario,
fraterno, en el vínculo irrompible que consiguió forjar entre esa gente —dijo
el periodista miope, en tono patético—. Asombroso, conmovedor. Después del 18
de julio, sólo quedaron abiertas las rutas de Chorrochó y de Riacho Seco. ¿Qué
hubiera sido lo lógico? Que la gente intentara irse, escapar por esas trochas
antes de que ellas también se cerraran ¿no es cierto? Pero fue al contrario. La
gente trataba de entrar a Canudos, seguían viniendo de todos lados,
desesperados, apurados, a meterse a la ratonera, al infierno, antes de que los
soldados completaran el cerco. ¿Ve usted? Allá nada era normal. —Usted habló de
curas en plural —lo interrumpió el Barón. Ese tema, la solidaridad y la
voluntad de inmolación colectiva de los yagunzos, lo turbaba. Varias veces
había aparecido en el diálogo y siempre lo había apartado, igual que ahora. —A
los otros no los conocí —repuso el periodista, como aliviado también de que lo
hubieran hecho cambiar de tema—. Pero existían, el Padre Joaquim recibía
informes y ayuda de ellos. Y, al final, acaso estaban ahí, diseminados,
perdidos en la masa de yagunzos. Alguien me habló de un tal Padre Martínez.
¿Sabe quién? Usted la conoció, hace años, muchos años. La filicida de Salvador,
¿le dice algo? —¿La filicida de Salvador? —dijo el Barón. —Yo asistí al juicio
cuando era de pantalón corto. Mi padre era defensor de oficio, abogado de
pobres, él la defendió. La reconocí pese a no verla, pese a haber pasado veinte
o veinticinco años. ¿Usted leía periódicos entonces, no? Todo el Nordeste se
apasionó por el caso de María Quadrado, la filicida de Salvador. El Emperador
le conmutó la pena de muerte por la cadena perpetua. ¿No la recuerda? Ella
estaba también en Canudos. ¿Ve cómo es una historia de nunca acabar? —Eso ya lo
sé —dijo el Barón—. Todos los que tenían cuentas con la justicia, con su
conciencia, con Dios, encontraron gracias a Canudos un refugio. Era natural.
—Que se refugiaran allá, sí, pero no que se volvieran otros. —Como si no
supiera qué hacer con su cuerpo, el periodista volvió a deslizarse al suelo con
una flexión de sus largas piernas—. Era la santa, la Madre de los Hombres, la
Superiora de las beatas que cuidaban al Consejero. Se le atribuían milagros, se
decía que había peregrinado con él por todo el mundo. La historia fue
reconstruyéndose en la memoria del Barón. Un caso célebre, motivo de habladurías
sin cuento. Era sirvienta de un notario y había ahogado a su hijo recién
nacido, metiéndole un ovillo de lana en la boca, pues como lloraba mucho, temía
que por su culpa la echaran del trabajo. Tuvo el cadáver varios días debajo de
la cama, hasta que lo descubrió la dueña de casa por el olor. La muchacha
confesó todo de inmediato. Durante el juicio, mantuvo una actitud mansa y
respondió con buena voluntad y franqueza a todas las preguntas. El Barón
recordaba la polémica que había provocado la personalidad de la filicida entre
quienes defendían la tesis de la «catatonía irresponsable» y los que la
consideraban «un instinto perverso». ¿Se había fugado de la cárcel, entonces?
El periodista había cambiado una vez más de tema: —Antes del 18 de julio muchas
cosas habían sido terribles, pero, en realidad, sólo ese día toqué y olí y
tragué el horror hasta sentirlo en las tripas. —El Barón vio que el miope se
daba un golpe en el estómago—. Ese día me la encontré, hablé con ella y supe
que era la filicida con la que soñé tanto de niño. Me ayudó, pues yo me había
quedado solo. —El 18 de julio yo estaba en Londres —dijo el Barón—. No estoy
enterado de los pormenores de la guerra. ¿Qué pasó ese día? —Van a atacar
mañana —jadeó Joáo Abade, que había venido corriendo. En ese momento recordó
algo importante —: Alabado sea el Buen Jesús. Hacía un mes que los soldados
estaban en los montes de la Favela y la guerra se eternizaba: tiroteos
salpicados y cañoneos, generalmente a las horas de las campanas. Al despuntar
el día, al mediodía y en la tarde la gente circulaba sólo por ciertos sitios.
El hombre se iba acostumbrando, creaba rutinas con todo, ¿no? Moría gente y
cada noche había entierros. Los bombardeos ciegos destruían manojos de casas,
despanzurraban a
los viejos y a las criaturas, es decir a quienes no iban a
las trincheras. Parecía que todo iba a continuar así, indefinidamente. Pero no,
iba a ser peor, lo acababa de decir el Comandante de la Calle. El periodista
miope estaba solo, pues Jurema y el Enano habían ido a llevarle la comida a
Pajeú, cuando se presentaron en el almacén los que dirigían la guerra: Honorio
Vilanova, Joáo Grande, Pedráo, el propio Pajeú. Estaban inquietos, bastaba
olerlos, la atmósfera del local delataba algo tenso. Y sin embargo ninguno se
sorprendió cuando Joáo Abade anunció que iban a atacar mañana. Sabía todo.
Cañonearían Canudos toda la noche, para ablandar las defensas, y a las cinco de
la madrugada comenzaría el asalto de las tropas. Sabía por qué sitios. Hablaban
tranquilos, se repartían los lugares, tú espéralos aquí, hay que cerrar la
calle allá, levantaremos barreras acá, mejor yo me muevo de aquí por si mandan
perros de este lado. ¿Podía el Barón imaginar lo que él sentía, escuchando eso?
Entonces surgió el asunto del papel. ¿Qué papel? Uno que un «párvulo» de Pajeú
trajo corriendo a toda carrera. Hubo conciliábulos, le preguntaron si podía
leerlo y él trató, con su lente de añicos, ayudándose con una vela, de
descifrar lo que decía. No lo consiguió. Entonces Joáo Abade hizo llamar al
León de Natuba. —¿Ninguno de los lugartenientes del Consejero sabía leer?
—preguntó el Barón. —Antonio Vilanova sabía, pero no estaba en Canudos —dijo el
periodista miope—. Y también sabía el que mandaron llamar. El León de Natuba.
Otro íntimo, otro apóstol del Consejero. Leía, escribía, era el sabio de
Canudos. Calló, interrumpido por una racha de estornudos que lo tuvo doblado,
cogiéndose el estómago. —No podía verle los detalles, las partes —susurró
después, jadeando—. Sólo el bulto, la forma, o, mejor dicho, la falta de forma.
Bastaba para adivinar el resto. Caminaba a cuatro patas, tenía una enorme
cabeza y una gran joroba. Lo mandaron llamar y vino con María Quadrado. Les
leyó el papel. Eran las instrucciones del Comando para el asalto de la
madrugada. La voz honda, melódica, normal, enumeraba los dispositivos de
batalla, la colocación de los regimientos, las distancias entre compañía y
compañía, entre combatiente y combatiente, las señales, los toques, y,
mientras, a él el miedo lo iba impregnando, y una ansiedad sin límites porque
Jurema y el Enano regresaran. Antes de que el León de Natuba terminara de leer,
la primera parte del plan de los soldados entró en ejecución: el bombardeo de
ablandamiento. —Ahora sé que en ese momento sólo nueve cañones disparaban
contra Canudos y que nunca dispararían más de dieciséis al mismo tiempo —dijo
el periodista miope—. Pero esa noche parecían mil, parecía como si todas las
estrellas del cielo se hubieran puesto a bombardearnos. El estruendo hacía
vibrar las calaminas, estremecerse las repisas y el mostrador, y se oían
derrumbes, desmoronamientos, chillidos, carreras y, en las pausas, el
inevitable griterío de los niños. «Comenzó», dijo uno de los yagunzos. Salieron
a ver, regresaron, dijeron a María Quadrado y al León de Natuba que no podían
volver al Santuario pues el trayecto estaba barrido por el fuego, y el
periodista oyó que la mujer insistía en volver. Joáo Grande la disuadió,
jurándole que apenas amainara el cañoneo él mismo vendría a conducirlos al
Santuario. Los yagunzos partieron y él comprendió que Jurema y el Enano —si aún
vivían — tampoco podrían regresar desde Rancho do Vigario a donde él estaba.
Comprendió, en su inconmensurable espanto, que tendría que soportar todo
aquello sin otra compañía que la santa y el monstruo cuadrumano de Canudos.
—¿De qué se ríe ahora? —dijo el Barón de Cañabrava. —Es demasiado ruin para
poder contárselo —balbuceó el periodista miope. Permaneció ensimismado y, de
pronto, alzó la cara y exclamó —: Canudos ha cambiado mis ideas sobre la
historia, sobre el Brasil, sobre los hombres. Pero, principalmente, sobre mí.
—Por el tono en que lo dice, no ha sido para mejor —murmuró el Barón. —Así es
—susurró el periodista—. Gracias a Canudos tengo un concepto muy pobre de mí
mismo. ¿No era también su caso, en cierto modo? ¿No había Canudos revuelto su
vida, sus ideas, sus costumbres, como un beligerante torbellino? ¿No había
deteriorado sus convicciones e ilusiones? La imagen de Estela, en sus
habitaciones del segundo piso, con
Sebastiana a los pies de su mecedora, acaso releyéndole
párrafos de las novelas que le habían gustado, tal vez peinándola o haciéndole
escuchar las cajas de música austríacas, y la cara abstraída, retirada,
inalcanzable, de la mujer que había sido el gran amor de su vida —esa mujer que
simbolizó siempre para él la alegría de vivir, la belleza, el entusiasmo, la
elegancia — volvió a llenar de hiel su corazón. Haciendo un esfuerzo, habló de
lo primero que le pasó por la cabeza: —Usted mencionó a Antonio Vilanova —dijo,
con precipitación—. ¿El comerciante, verdad? Un ser metalizado y calculador
como pocos. Los conocí mucho a él y al hermano. Fueron proveedores de Calumbí.
¿También se volvió santo? —Para hacer negocios no estaba allí —recuperó su risa
sarcástica el periodista miope—. Era difícil hacer negocios en Canudos. Allá no
circulaba el dinero de la República. ¿No ve que era el dinero del Perro, del
Diablo, de los ateos, protestantes y masones? ¿Por qué cree que los yagunzos
les quitaban las armas a los soldados pero no las carteras? «O sea que, después
de todo, el frenólogo no estaba tan descaminado», pensó el Barón. «O sea que,
gracias a su locura, Gall había llegado a presentir algo de la locura que fue
Canudos.» —No estaba persignándose y dándose golpes de pecho —prosiguió el
periodista miope— . Era un hombre práctico, realizador. Siempre moviéndose, organizando,
hacía pensar en una máquina de energía perpetua. Durante esos cinco meses
infinitos, se ocupó de que Canudos tuviera que comer. ¿Por qué hubiera hecho
eso, entre las balas y la carroña? No hay otra explicación. El Consejero le
había tocado alguna fibra secreta. —Como a usted —dijo el Barón—. Faltó poco
para que también lo volviera santo. —Hasta el final estuvo saliendo a traer
comida —dijo el periodista, sin hacerle caso—. Partía con pocos hombres, a
escondidas. Cruzaban las líneas, asaltaban los convoyes. Sé cómo lo hacían. Con
el ruido infernal de los trabucos provocaban una estampida. En el desorden,
arreaban diez, quince bueyes a Canudos. Para que los que iban a morir por el
Buen Jesús pudieran pelear un poco más. —¿Sabe de dónde venían esas reses? —lo
interrumpió el Barón. —De los convoyes que mandaba el Ejército de Monte Santo a
la Favela —dijo el periodista miope—. Como las armas y balas de los yagunzos.
Una de las excentricidades de esta guerra: el Ejército nutría a sus fuerzas y
al adversario. —Los robos de los yagunzos eran robos de robos —suspiró el
Barón—. Muchas de esas vacas y cabras eran mías. Rara vez compradas. Casi
siempre arrebatadas a mis vaqueros por los lanceros gauchos. Tengo un amigo
hacendado, el viejo Murau, que ha enjuiciado al Estado por las vacas y ovejas
que se comieron los soldados. Reclama setenta contos de reis, nada menos. En el
entresueño, Joáo Grande huele el mar. Una sensación cálida lo recorre, algo que
le parece la felicidad. En estos años en que, gracias al Consejero, ha
encontrado sosiego para el lacerante borbotar que era su alma cuando servía al
Diablo, sólo una cosa añora, a veces. ¿Cuántos años que no ha visto, olido,
sentido en el cuerpo el mar? No tiene idea pero sabe que ha transcurrido mucho
tiempo desde la última vez que lo vio, en aquel alto promontorio rodeado de
cañaverales donde la señorita Adelinha Isabel de Gumucio subía a ver los
crepúsculos. Balas aisladas le recuerdan que la batalla no ha terminado, pero
no se inquieta: su conciencia le dice que aun si estuviera despierto nada
cambiaría, ya que ni a él ni a ninguno de los hombres de la Guardia Católica
encogidos en esas trincheras les queda un cartucho de Mánnlicher ni proyectil
de escopeta ni un grano de pólvora para hacer accionar las armas de explosión
fabricadas por esos herreros de Canudos que la necesidad ha vuelto armeros.
¿Para qué siguen, entonces, en esas cuevas de los altozanos, en la quebrada al
pie de la Favela donde están amontonados los perros? Cumplen órdenes de Joáo
Abade. Éste, después de asegurarse que todas las fuerzas de la Primera Columna
se hallaban ya en la Favela, inmovilizadas por el tiroteo de los yagunzos que
rodean los cerros y los acribillan desde parapetos, trincheras, escondrijos, ha
ido a tratar de capturar el convoy de municiones, víveres, reses y cabras de
los soldados, que, gracias a la topografía y al
hostigamiento de Pajeú, viene muy retrasado. Joáo Abade, que
espera sorprender al convoy en las Umburanas y desviarlo a Canudos, ha pedido a
Joáo Grande que la Guardia Católica impida, cueste lo que cueste, que los
regimientos de la Favela den marcha atrás. En el entresueño, el ex-esclavo se
dice que los perros deben ser muy estúpidos o haber perdido mucha gente, pues,
hasta ahora, ni siquiera un patrulla ha intentado desandar el camino de las
Umburanas para averiguar qué ocurre con el convoy. Los hombres de la Guardia
Católica saben que, al menor intento de los soldados de abandonar la Favela,
deben abalanzarse sobre ellos y cerrarles el paso, con facas, machetes, bayonetas,
uñas, dientes. El viejo Joaquim Macambira y su gente, emboscados al otro lado
de la trocha abierta por los soldados y sus carricoches y cañones en su paso a
la Favela, harán lo mismo. No lo intentarán, están demasiado concentrados en
responder al fuego que les hacen desde el frente y los costados, demasiado
ocupados en bombardear Canudos para adivinar lo que ocurre a sus espaldas.
«Joáo Abade es más inteligente que ellos», sueña. ¿No ha resultado buena su
idea de traer a los perros a la Favela? ¿No se le ocurrió a él que Pedráo y los
Vilanova fueran a esperar a los otros diablos en el desfiladero de Cocorobó?
Allí también deben de haberlos destrozado. El olor del mar, que le entra por
las narices y lo emborracha, lo aleja de la guerra y ve olas y siente sobre su
piel la caricia del agua espumosa. Es la primera vez que duerme, después de
cuarenta y ocho horas de estar peleando. A las dos horas lo despierta un
mensajero de Joaquim Macambira. Es uno de sus hijos, joven, esbelto, de largos
cabellos, que, acuclillado en la trinchera, espera pacientemente que Joáo
Grande se desaturda. Su padre necesita municiones, casi no les quedan balas ni
pólvora a sus hombres. Con la lengua entorpecida por el sueño, Joáo Grande le
explica que a ellos tampoco. ¿Han tenido algún mensaje de Joáo Abade? Ninguno.
¿Y de Pedráo? El joven asiente: tuvo que retirarse de Cocorobó, se quedaron sin
municiones y perdieron mucha gente. Tampoco pudieron parar a los perros en
Trabubú. Joáo Grande se siente por fin despierto. ¿Significa eso que el
Ejército de Geremoabo viene hacia aquí? —Viene —dice el hijo de Joaquim
Macambira—. Pedráo y los cabras que no murieron están ya en Belo Monte. Tal vez
es lo que debería hacer la Guardia Católica: regresar a Canudos para defender
al Consejero del asalto que parece inevitable, si el otro Ejército se encamina
hacia aquí. ¿Qué va a hacer Joaquim Macambira? El joven no lo sabe. Joáo Grande
decide ir a hablar con el viejo. Es tarde en la noche y el cielo está tachonado
de estrellas. Después de instruir a los hombres que no se muevan de allí, el
ex-esclavo se descuelga silenciosamente por el cascajo de la ladera, junto al
joven Macambira. Por desgracia, con tantas estrellas verá a los caballos
despanzurrados y picoteados por los urubús, y el cadáver de la anciana. Todo el
día anterior y parte de la víspera ha estado viendo a esos animales que montan
los oficiales, las primeras víctimas de la fusilería. Está seguro de haber
matado él también a varios de esos animales. Había que hacerlo, estaban de por
medio el Padre y el Buen Jesús Consejero y Belo Monte, lo más precioso de esta
vida. Lo hará cuantas veces sea preciso. Pero algo en su alma protesta y sufre
al ver caer relinchando a esos animales, al verlos agonizar horas de horas, con
las vísceras derramadas por el suelo y una pestilencia que envenena el aire. Él
sabe de dónde viene ese sentimiento de culpa, de estar pecando, que lo embarga
cuando dispara a los caballos de los oficiales. Es el recuerdo del cuidado que
protegía a los caballos de la hacienda, donde el amo Adalberto de Gumucio había
impuesto a familiares, empleados y esclavos la religión de los caballos. Al ver
las sombras esparcidas de los cadáveres de los animales, mientras cruza la
trocha agazapado junto al joven Macambira, se pregunta por qué el Padre le
conserva tan fuerte en la cabeza ciertos hechos de su pasado pecador, como la
nostalgia del mar, como el amor a los caballos. En eso ve el cadáver de la
anciana y siente un golpe de sangre en el pecho. La ha visto sólo un segundo,
la cara bañada por la luna, los ojos abiertos y enloquecidos, dos únicos
dientes sobresaliendo de los labios, los pelos revueltos, la frente y el ceño
crispados. No sabe su nombre pero la conoce muy bien, hace mucho que vino a
instalarse a Belo Monte con una numerosa familia de hijos, hijas, nietos,
sobrinos y recogidos, en una casita de
barro de la calle Corazón de Jesús. Fue la primera que
pulverizaron los cañones del Cortapescuezos. La vieja estaba en la procesión y
cuando regresó a su casa ésta era un montón de escombros bajo los cuales se
hallaban tres de sus hijas y todos sus nietos, una docena de criaturas que
dormían una sobre otra en un par de hamacas y en el suelo. La mujer había
trepado a las trincheras de las Umburanas con la Guardia Católica, cuando ésta
vino allí, hacía tres días, a esperar a los soldados. Con otras mujeres había
cocinado, traído agua de la aguada vecina a los yagunzos, pero cuando comenzó
el tiroteo Joáo Grande y los hombres la vieron, de pronto, en medio de la
polvareda, descolgarse a tropezones por el cascajo y llegar hasta la trocha,
donde —despacio, sin tomar precaución alguna — se dedicó a deambular entre los
soldados heridos, rematándolos con un pequeño puñal. La habían visto escarbar
en los cadáveres uniformados y antes de que la derribaran las balas había
llegado a desnudar a algunos y a cortarles su hombría e incrustársela en la
boca. Durante el combate, mientras veía pasar soldados y jinetes y los veía
morir, disparar, atropellarse, pisotear a sus heridos y muertos, huir de la balacera
y precipitarse por el único camino libre —los montes de la Favela—, Joáo Grande
volvía constantemente los ojos hacia el cadáver de esa anciana que acababa de
dejar atrás.
Y entonces la anciana le hablo desde dentro de su mente
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—¿Su cabeza? —repitió el Barón de Cañabrava. Estaba ante la
ventana de la huerta; se había acercado con el pretexto de abrirla, por el
calor creciente, pero, en realidad, para localizar al camaleón, cuya ausencia
lo angustiaba. Su ojos recorrieron la huerta en todas direcciones, buscándolo.
Se había hecho invisible, otra vez, como si jugara con él—. La noticia de que
lo decapitaron salió en The Times, en Londres. La leí allí. —Decapitaron su
cadáver —lo corrigió el periodista miope. El Barón regresó a su sillón. Se
sentía apesadumbrado, pero, sin embargo, acababa de interesarse de nuevo en lo
que decía el visitante. ¿Era un masoquista? Todo eso le traía recuerdos,
escarbaba y reabría la herida. Pero quería oírlo. —¿Lo vio alguna vez a solas?
—preguntó, buscando los ojos del periodista—. ¿Llegó a hacerse una idea de la
clase de hombre que era? Habían encontrado la tumba sólo dos días después de
caer el último reducto. Consiguieron que el Beatito les indicara el lugar donde
estaba enterrado. Bajo tortura, se entiende. Pero no cualquier tortura. El
Beatito era un mártir nato y no hubiera hablado por simples brutalidades como
ser pateado, quemado, castrado o porque le cortaran la lengua o le reventaran
los ojos. Pues a veces devolvían así a los yagunzos prisioneros, sin ojos, sin
lengua, sin sexo, creyendo que ese espectáculo destruiría la moral de los que
aún resistían. Conseguían lo contrario, claro está. Para el Beatito encontraron
la única tortura que no podía resistir: los perros. —Creía conocer a todos los
jefes facinerosos —dijo el Barón—. Pajeú, Joáo Abade, Joáo Grande, Táramela, Pedráo,
Macambira. Pero ¿el Beatito? Lo de los perros era una historia aparte. Tanta
carne humana, tanto banquete de cadáver, los meses del cerco, los volvieron
feroces, igual a lobos y hienas. Surgieron manadas de perros carniceros que
entraban a Canudos, y, sin duda, al campamento de los sitiadores, en busca de
alimento humano. —¿No eran esas manadas el cumplimiento de las profecías, los
seres infernales del Apocalipsis? —masculló el periodista miope, cogiéndose el
estómago—. Alguien debió decirles que el Beatito tenía un horror especial a los
perros, mejor dicho al Perro, el Mal encarnado. Lo pondrían frente a una jauría
rabiosa, sin duda, y, ante la amenaza de ser llevado en pedazos al infierno por
los mensajeros del Can, los guió al lugar donde lo habían enterrado. El Barón
olvidó al camaleón y a la Baronesa Estela. En su cabeza, rugientes manadas de
perros enloquecidos hurgaban amontonamientos de cadáveres, hundían los hocicos
en vientres agusanados, daban dentelladas a flacas pantorrillas, se disputaban,
entre ladridos, tibias, cartílagos, cráneos. Sobrepuestas a los
despanzurramientos, otras jaurías invadían aldeas desprevenidas, abalanzándose
sobre vaqueros, pastores, lavanderas, en busca de carne y huesos frescos.
Hubiera podido ocurrírseles que estaba enterrado en el Santuario. ¿En qué otro
sitio hubieran podido enterrarlo? Excavaron donde el Beatito les indicó y a los
tres metros de profundidad —así de hondo — lo encontraron, vestido con su
túnica azul, sus alpargatas de cuero crudo y envuelto en una estera. Tenía los
cabellos crecidos y ondulados: así lo consignó el acta notarial de exhumación.
Estaban allí todos los jefes, empezando por el General Artur Osear, quien
ordenó al artista-fotógrafo de la Primera Columna, Señor Flavio de Barros, que
fotografiara el cadáver. La operación tomó media hora, en la que todos
continuaron allí a pesar de la pestilencia. —¿Se imagina qué sentirían esos
generales y coroneles viendo, por fin, el cadáver del enemigo de la República,
del masacrador de tres expediciones militares, del
desordenador del Estado, del aliado de Inglaterra y la casa
de Braganza? —Yo lo conocí —murmuró el Barón y su interlocutor quedó callado,
interrogándolo con su mirada acuosa —: Pero me pasa con él algo parecido a lo
que le pasó en Canudos, por culpa de los anteojos. No lo identifico, se me
esfuma. Fue hace quince o veinte años. Estuvo en Calumbí, con un pequeño
séquito y parece que les dimos de comer y les regalamos ropas viejas, pues
limpiaron las tumbas y la capilla. Recuerdo una colección de harapos más que un
conjunto de hombres. Pasaban demasiados santones por Calumbí. ¿Cómo hubiera
podido adivinar que ése era, entre tantos, el importante, el que relegaría a
los demás, el que atraería a millares de sertaneros? —También estaba llena de
iluminados, de heréticos, la tierra de la Biblia —dijo el periodista miope—.
Por eso tanta gente se confundió con Cristo. No entendió, no lo percibió...
—¿Habla en serio? —adelantó la cabeza el Barón—. ¿Cree que el Consejero fue
realmente enviado por Dios? Pero el periodista miope proseguía, con voz
correosa, su historia. Habían levantado un acta notarial frente al cadáver, tan
descompuesto que tuvieron que taparse las narices con manos y pañuelos pues se
sentían mareados. Los cuatro facultativos lo midieron, comprobaron que tenía un
metro setenta y ocho de longitud, que había perdido todos los dientes y que no
murió de bala pues la única herida, en su cuerpo esquelético, era una equimosis
en la pierna izquierda, causada por el roce de una esquirla o piedra. Luego de
breve conciliábulo, se decidió decapitarlo, a fin de que la ciencia estudiara
su cráneo. Lo traerían a la Facultad de Medicina de Bahía, para que lo
examinara el Doctor Nina Rodríguez. Pero, antes de comenzar a serruchar,
degollaron al Beatito. Lo hicieron allí mismo, en el Santuario, mientras el
artista-fotógrafo Flavio de Barros tomaba la foto, y lo arrojaron a la fosa
donde devolvieron el cadáver sin cabeza del Consejero. Buena cosa para el
Beatito, sin duda. Ser enterrado junto a quien tanto veneró y sirvió. Pero algo
lo debió espantar, en el último instante: saber que iba a ser enterrado como un
animal, sin ceremonia alguna, sin rezos, sin envoltura de madera. Porque ésas
eran las cosas que preocupaban allá. Un nuevo ataque de estornudos lo interrumpió.
Pero se repuso y siguió hablando, con una excitación progresiva, que, por
momentos, le trababa la lengua. Sus ojos revoloteaban, azogados, detrás de los
cristales. Había habido un cambio de opiniones a ver cuál de los cuatro médicos
lo hacía. Fue el Mayor Miranda Curio, jefe del Servicio Sanitario en campaña,
el que cogió el serrucho, mientras los otros sujetaban el cuerpo. Pretendían
sumergir la cabeza en un recipiente de alcohol, pero como los restos de pellejo
y carne comenzaban a desintegrarse, la metieron en un saco de cal. Así fue
traída a Salvador. Se confió la delicada misión de transportarla al Teniente
Pinto Souza, héroe del Tercer Batallón de Infantería, uno de los contados
oficiales sobrevivientes de ese cuerpo diezmado por Pajeú en el primer combate.
El Teniente Pinto Souza la entregó a la Facultad de Medicina y el Doctor Nina
Rodríguez presidió la Comisión de científicos que la observó, midió y pesó. No
había informes fidedignos sobre lo que se dijo, durante el examen, en el anfiteatro.
El comunicado oficial era de una parquedad irritante, y el responsable de ello,
al parecer, nadie menos que el propio Doctor Nina Rodríguez. Fue él quien
redactó esas parcas líneas que desencantaron a la opinión pública diciendo,
secamente, que la ciencia no había comprobado ninguna anormalidad constitutiva
manifiesta en el cráneo de Antonio Consejero. —Todo eso me recuerda a Galileo
Gall —dijo el Barón, echando una ojeada esperanzada a la huerta—. También él
tenía una fe loca en los cráneos, como indicadores del carácter. Pero el fallo
del Doctor Nina Rodríguez no era compartido por todos sus colegas de Salvador.
Así, el Doctor Honorato Nepomuceno de Alburquerque preparaba un estudio
discrepante del informe de la Comisión de científicos. Él sostenía que ese
cráneo era típicamente braquicéfalo, según la clasificación del naturalista
sueco Retzius, con tendencias a la estrechez y linearidad mentales (por
ejemplo, el fanatismo). Y que, de otro lado, la curvatura craneal correspondía
exactamente a la señalada por el sabio Benedikt para aquellos epilépticos que,
según escribió el científico Samt, tienen el libro de misa en la mano, el
nombre de Dios en los labios y los estigmas del crimen y del
bandidismo en el corazón. —¿Se da cuenta? —dijo el
periodista miope, respirando como si acabara de realizar un esfuerzo enorme—.
Canudos no es una historia, sino un árbol de historias. —¿Se siente mal?
—preguntó el Barón, sin efusividad—. Veo que tampoco a usted le hace bien
hablar de estas cosas. ¿Ha estado visitando a todos esos médicos? El periodista
miope estaba replegado como una oruga, hundido en sí mismo y parecía muerto de
frío. Terminado el examen médico, había surgido un problema. ¿Qué hacer con
esos huesos? Alguien propuso que la calavera fuera enviada al Museo Nacional,
como curiosidad histórica. Hubo una oposición cerrada. ¿De quién? De los
masones. Bastaba ya con Nosso Senhor de Bonfim, dijeron, bastaba ya con un
lugar de peregrinación ortodoxo. Esa calavera expuesta en una vitrina
convertiría al Museo Nacional en una segunda Iglesia de Bonfim, en un Santuario
heterodoxo. El Ejército estuvo de acuerdo: era preciso evitar que la calavera
se volviera reliquia, germen de futuras revueltas. Había que desaparecerla.
¿Cómo? ¿Cómo? —Evidentemente, no enterrándola —murmuró el Barón. Evidentemente,
pues el pueblo fanatizado descubriría tarde o temprano el lugar del entierro.
¿Qué lugar más seguro y remoto que el fondo del mar? La calavera fue metida en
un costal repleto de piedras, cosido y llevado de noche, en un bote, por un
oficial, a un lugar del Atlántico equidistante del Fuerte San Marcelo y la isla
de Itaparica, y lanzada al cieno marino, a servir de asiento a las madréporas.
El oficial encargado de la secreta operación fue el mismo Teniente Pinto Souza:
fin de la historia. Sudaba tanto y se había puesto tan pálido que el Barón
pensó: «Se va a desmayar». ¿Qué sentía este fantoche por el Consejero?
¿Admiración? ¿Fascinación morbosa? ¿Simple curiosidad de chismoso? ¿Había
llegado de veras a creerlo mensajero del cielo? ¿Por qué sufría y se
atormentaba con Canudos? ¿Por qué no hacía como todo el mundo, tratar de
olvidar? —¿Dijo usted Galileo Gall? —lo oyó decir. —Sí —asintió el Barón,
viendo los ojos enloquecidos, la cabeza rapada, oyendo los discursos
apocalípticos—. Esa historia, Gall la habría entendido. Creía que el secreto de
las personas estaba en los huesos de la cabeza. ¿Llegaría finalmente a Canudos?
Si llegó, sería terrible para él comprobar que ésa no era la revolución con la
que soñaba. —No lo era y sin embargo lo era —dijo el periodista miope—. Era el
reino del oscurantismo y, a la vez, un mundo fraterno, de una libertad muy
particular. Tal vez no se hubiera sentido tan decepcionado. —¿Supo qué fue de
él? —Murió en alguna parte, no muy lejos de Canudos —dijo el periodista—. Yo lo
veía mucho, antes de todo esto. En «El Fuerte», una taberna de la ciudad baja.
Era hablador, pintoresco, alocado; palpaba cabezas, profetizaba tumultos. Lo
creía un embustero. Nadie hubiera adivinado que se convertiría en un personaje
trágico. —Tengo unos papeles de él —dijo el Barón—. Una especie de memoria, o
testamento, que escribió en mi casa, en Calumbí. Debí entregarlos a unos
correligionarios suyos. Pero no pude. No por mala voluntad, pues fui hasta Lyon
para cumplir el encargo. ¿Por qué había hecho ese viaje a Lyon, desde Londres,
para entregar personalmente el texto de Gall a los redactores de l'Étincelle de
la révolte? No por afecto al frenólogo, en todo caso; lo que había llegado a
sentir por él era curiosidad, interés científico por esa variante insospechada
de la especie humana. Se había dado el trabajo de ir a Lyon para ver la cara y
oír a esos compañeros del revolucionario, comprobar si se parecían a él, si
creían y decían las cosas que él. Pero había sido un viaje inútil. Todo lo que
consiguió averiguar fue que l'Étincelle de la révolte, hoja esporádica, había
dejado de salir tiempo atrás, y que la editaba una pequeña imprenta cuyo
propietario había sido encarcelado, bajo la acusación de imprimir billetes
falsos, hacía ya tres o cuatro años. Congeniaba muy bien con el destino de Gall
haber estado, acaso, enviando artículos a unos fantasmas y haber muerto sin que
nadie que lo hubiera conocido, en su vida europea, supiera dónde, cómo y por
qué murió. —Historia de locos —dijo, entre dientes—. El Consejero, Moreira
César, Gall. Canudos enloqueció a medio mundo. A usted también, por supuesto.
Pero un pensamiento le tapó la boca: «No, ellos estaban locos desde antes.
Canudos hizo perder la razón sólo a
Estela». Tuvo que hacer un esfuerzo para evitar las lágrimas. No recordaba
haber llorado de niño, de joven. Pero, desde lo ocurrido a la Baronesa, lo
había hecho muchas veces, en su despacho, en las noches de desvelo. —Más que de
locos es una historia de malentendidos —volvió a corregirlo el periodista
miope—. Quiero saber una cosa, Barón. Le suplico que me diga la verdad. —Desde
que me aparté de la política, casi siempre la digo —susurró el Barón—. ¿Qué
quiere saber? —Si hubo contactos entre el Consejero y los monárquicos —le repuso,
espiando su reacción, el periodista miope—. No hablo del grupito de nostálgicos
del Imperio que tenían la ingenuidad de proclamarse que lo eran, como Gentil de
Castro. Sino de gentes como ustedes, los Autonomistas, los monárquicos de
corazón, que, sin embargo, lo ocultaban. ¿Tuvieron contactos con el Consejero?
¿Lo azuzaron? El Barón, que lo había escuchado con burla, se echó a reír. —¿No
lo averiguó en esos meses en Canudos? ¿Vio políticos bahianos, paulistas,
cariocas entre los yagunzos? —Ya le dije que no vi gran cosa —repuso la voz
antipática—. Pero supe que usted había enviado desde Calumbí maíz, azúcar,
rebaños. —Entonces, sabrá también que no fue por mi voluntad, sino forzado
—dijo el Barón—. Tuvimos que hacerlo todos los hacendados de la región, para
que no nos quemaran las haciendas. ¿No es ésa la manera de tratar con los
bandidos en el sertón? Si no se les puede matar, se les alquila. Si yo hubiera
tenido la menor influencia sobre ellos no habrían destruido Calumbí y mi mujer
estaría sana. Los fanáticos no eran monárquicos ni sabían lo que era el
Imperio. Es fantástico que no lo haya comprendido, a pesar de... El periodista
miope tampoco lo dejó continuar esta vez: —No lo sabían, pero sí eran
monárquicos, aunque de una manera que ningún monárquico hubiera entendido
—dijo, de prisa y pestañeando —: Sabían que la monarquía había abolido la
esclavitud. El Consejero elogiaba a la Princesa Isabel por haber dado la
libertad a los esclavos. Parecía convencido de que la monarquía cayó por haber
abolido la esclavitud. Todos en Canudos creían que la República era esclavista,
que quería restaurar la esclavitud. —¿Piensa que yo y mis amigos inculcamos al
Consejero semejante cosa? —volvió a sonreír el Barón—. Si alguien nos lo
hubiera propuesto lo hubiéramos creído un imbécil. —Sin embargo, eso explica
muchas cosas —elevó la voz el periodista—. Como el odio al censo. Me devanaba
los sesos, tratando de entenderlo, y ahí está la explicación. Raza, color,
religión. ¿Para qué podía querer averiguar la República la raza y color de la
gente, sino para convertir otra vez en esclavos a los negros? ¿Y para qué la
religión sino para identificar a los creyentes antes de la matanza? —¿Ése es el
malentendido que explica Canudos? —dijo el Barón. —Uno de ellos —acezó el periodista
miope—. Yo sabía que los yagunzos no habían sido equivocados así por ningún
politicastro. Pero quería oírselo decir. —Pues ya lo ha oído —dijo el Barón.
¿Qué hubieran dicho sus amigos si hubieran podido anticipar una maravilla así?
¡Los hombres y mujeres humildes del sertón levantándose en armas para atacar a
la República, con el nombre de la Infanta Doña Isabel en los labios! No, era
demasiado irreal para que a ningún monárquico brasileño se le hubiera ocurrido
ni en sueños. –Barón que sea entonces el malentendido lo que explique esta
novela, pero si pudiéramos entrar en el corazón del autor, sabríamos que esta
fue una lucha entre la fe y la razón –Si así fuera como usted dice, es claro
que la razón triunfo-No barón el ciclo se recrea una y otra vez, la fe solo
puede ganar perdiendo quizás nuestros años no nos den para ver como esa cabeza
vuelve con otro cuerpo, pero volverá y ya su enemiga no será la razón sino el
algoritmo, la instrucción clara de lo que hay que hacer y de lo que no, hasta
que algún día la fe se enfrente por fin así misma en un gran Armagedón
NO KINGS: MIENTRAS TRUMP SACA LOS TANQUES, EL PUEBLO TOMA LAS
CALLES
Este sábado se celebra la marcha No Kings, con más de 1.800
protestas en todo EE.UU. contra la deriva autoritaria de Trump.
El país vive ya una guerra civil de baja intensidad. Vamos con
los datos.
100 MILLONES DE DÓLARES en un desfile militar con 6.600
soldados, 150 vehículos y 50 helicópteros para el cumpleaños de Trump y del
Ejército.
En paralelo, millones de personas pierden salud, educación y
ayudas básicas.
Prioridades.
No Kings es la respuesta popular: una coalición de +190
organizaciones que plantan cara al delirio monárquico de Trump.
“EE.UU. no es una monarquía”, repiten.
La resistencia se extiende desde grandes urbes hasta pueblos
pequeños.
El trumpismo teme la calle.
Solo en la Bahía de San Francisco habrá +80 marchas: San
Francisco, Oakland, San José, Napa, Sonoma, Monterey...
Cada barrio, cada plaza será un acto de desobediencia.
Porque cuando sacar un cartel es un delito y desfilar con tanques
es un derecho, algo está podrido.
Desde su regreso al poder en enero, Trump ha convertido las
protestas semanales en una rutina.
Judicialización, represión, propaganda militar.
Los pilares del nuevo trumpismo se parecen más a los de un
Estado autoritario que a los de una democracia.
Este sábado, la consigna es clara: NO KINGS.
Ni reyes, ni emperadores, ni presidentes de juguete blindados
por tanques.
Si un gobernante necesita un desfile militar para celebrar su
poder, es porque el pueblo ya no lo respeta.
El pueblo sí va a desfilar.
Pero lo hará en la calle.
En contra.
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ARTÍCULO COMPLETO:
No Kings: mientras Trump pasea sus tanques, el pueblo responde
desde la calle
https://spanishrevolution.net/no-kings-mientras-trump...
Protestas
"No Kings" contra Trump el sábado 14 de junio: por qué las convocan,
dónde serán y más claves
CNN —
Ciudades de todo Estados Unidos se preparan
para las protestas “No Kings” contra el gobierno de Donald Trump este sábado,
el mismo día en que el presidente de EE.UU. realizará un desfile militar en
Washington para celebrar el 250 aniversario de las Fuerzas Armadas
estadounidenses.
Además, este día coincidirá con el
cumpleaños 79 de Trump y con el Día de la Bandera en Estados Unidos.
¿Cuántas
protestas se esperan?
Se prevé que haya más de 1.800
manifestaciones y eventos denominados “No Kings” para este sábado.
Las protestas son organizadas por el
movimiento 50501 bajo el lema “Un día de desafío” (“A day of defiance”). El
nombre “50501” significa “50 protestas, 50 estados, 1 movimiento”, según
el sitio web del grupo.
El movimiento 50501 surgió de
un foro de Reddit lanzado el 25 de enero de este
año, que dio lugar a una ola de protestas a nivel nacional lideradas por
organizaciones de base tras la investidura de Trump el 20 de enero.
Lo que comenzó como un movimiento en línea
se extendió rápidamente a las calles. En los últimos meses, han participado
en múltiples protestas.
Se espera que la de este sábado sea la movilización más
grande en un solo día desde que Trump regresó al poder, dijeron los
organizadores. Agregaron que se están preparando para que millones de personas
salgan a las calles.
¿Por
qué las protestas se llaman “No Kings” y por qué las convocan?
El lema “No Kings” representa un rechazo a
las medidas de la administración Trump desde que asumió el cargo, que el grupo
considera autoritarias.
En un sitio web dedicado
específicamente a las protestas “No Kings” se hace referencia a las medidas
sobre todo en materia de inmigración, que recientemente
se han centrado en redadas y detenciones con el fin de deportar
a migrantes indocumentados.
https://www.facebook.com/watch?v=1376247680369289
mis hijos están en la escuela
Se espera que el desfile militar sea el más
grande que la ciudad haya visto en décadas, con un costo que podría ascender a
decenas de millones de dólares.
A principios de junio, las fuerzas armadas
de EE.UU. comenzaron a reforzar las carreteras que transportarán el material al
centro y a lo largo de la ruta del desfile.
Se planea realizar una gran marcha y
manifestación en Filadelfia para establecer un contraste claro entre su
movimiento impulsado por la gente y lo que describen como el “costoso,
derrochador y antiestadounidense desfile de cumpleaños” en la ciudad de
Washington, según el sitio web de “No Kings”.
Asimismo, la página de “No Kings” hace
alusión al Día de la Bandera y a que no tendrán presencia en la ciudad de
Washington para no estar en el mismo lugar que el mandatario estadounidense.
“La bandera no le pertenece al presidente
Trump. Nos pertenece a nosotros”, dice su sitio web. “El 14 de junio, nos
presentaremos donde él no esté”.
Con información de Jessie Yeung. Alaa
Elassar y Kristin Chapman, de CNN, y de la agencia de noticias AP.
«El absurdo nace cuando el ser humano
busca sentido en un universo indiferente. Pero de ese absurdo surgen tres
fuerzas: la rebeldía, la libertad y la pasión. Aceptar que la vida carece de
sentido inherente no es resignación, es un llamado a vivir plenamente, a creer
y crear significado en cada acto, porque
incluso en el silencio del mundo, la existencia merece ser abrazada».
Albert Camus
"Yo tenía cinco años. La maestra
escribió en la pizarra: "Todos los hombres son mortales". Sentí un
enorme alivio, un gran regocijo.
Esa tarde, cuando salí del colegio,
corrí a mi casa y abracé muy estrechamente a mi madre.
"¡Qué suerte Mamita, tu no te
vas a morir nunca!" le dije, arrebatadamente.
"¿Qué?" preguntó mi madre,
sorprendida.
Me separé apenas de ella y le
expliqué:
-La maestra escribió en la pizarra
que los hombres son mortales.
¡Y tú eres mujer!. Por suerte, eres
mujer, dije y volví a abrazarla.
Mi madre me separó tiernamente de sus
brazos.
-Esa frase, querida mía, incluye a
hombres y mujeres.Todos y todas moriremos algún día.
Me sentí completamente consternada y
desilusionada.
-Entonces, ¿por qué no escribió eso?:
"Todos los hombres y mujeres son mortales"pregunté.
Bueno- dijo mi madre, en realidad,
para simplificar, las mujeres estamos encerradas en la palabra
"hombres".
-¿Encerradas?- pregunté. ¿Por qué?
-Porque somos mujeres- me contestó mi
madre.
La respuesta me desconcertó.
¿Y por qué nos encierran? le
pregunté.
Es muy largo de explicar, respondió
mi madre. Pero acéptalo así. Hay cosas que no son fáciles de cambiar.
-Pero si digo "todas las mujeres
son mortales" ¿también encierra a los hombres?
-No- contestó mi madre. Esa frase se
refiere sólo a las mujeres.
Me entró una crisis de llanto.
Comprendí súbitamente muchas cosas y
algunas muy desagradables, como que el lenguaje no era la realidad, sino una
manera de encerrar a las cosas y a las personas, según su género, aunque apenas
sabía qué era género: además de servir para hacer faldas, el género era una
forma de prisión."
*Cristina Peri Rossi -Escritora
uruguaya Premio Cervantes 2021
La Marcha de Gaza del Maghreb que
partió de Argelia y a la que se le van uniendo tunecinos, libios y egipcios,
avanza y crece a lo bestia en su camino hacia el portal de Rafah, detrás de la
que el Estado de Israel perpetra el mayor genocidio, ocupación y limpieza
étnica del siglo XXI.
Lo ideal sería tirar abajo el puesto
fronterizo controlado por Israel pero que de hecho pertenece a Egipto. Por lo
que no sucederá.
Foto cogida de internet de un
activista maghrebí. Imposible verificar su autoría.
En un comentario he puesto un vídeo
compuesto en el que uno de los clips parece ser que está cogida la foto de uno
de sus cuadros (frames). Y si no, tomadlo como una ilustración de referencia,
la verdad es que me da igual, lo que cuenta es que van miles de coches y buses
hacia Egipto.
https://www.facebook.com/photo/?fbid=10160956431921850&set=a.10150566457211850
https://www.facebook.com/watch?v=724751476671130
Cuando Lacan define al significante
como algo que no significa nada, no hace sino invocar la necesidad de la
sobredeterminación y su lugar en la inmanencia de la estructura. Un
significante es algo vacío, que posibilita una multiplicidad de sentidos y de
malentendidos mediante la articulación con otros significantes. Es por esto,
por lo que Althusser (1969), puede decir que, en su propia especificad, es el
mismo problema planteado en el marxismo y el psicoanálisis: “esta transferencia
de un concepto analítico a la teoría marxista no fue un empréstito arbitrario,
sino necesario, ya que en los dos casos lo que está en discusión es el mismo
problema teórico”, y este problema teórico es, precisamente, la determinación
de un elemento por una estructura. Pero lo que Althuser no comprende es que la
estructura a su vez está determinada meta estructural, pero ¿Cómo es
esto posible si el lenguaje hace imposible la aparición de ese gran otro? Pues
justamente por eso es el propio lenguaje el que sostiene la fe y esta parecerá una
y otra vez recreando al gran otro el cual siempre será el fundamento de toda
estructura y de la conversión de la nada en un uno, lo que hace que el
significante sea de pronto significado.
Más la idea Lacaniana es atravesar
todo la fantasía bien hemos atravesado
toda la guerra del fin del mundo y al final esta nos dice volveré ¿Podemos
hacerla volver conscientemente? No, pero podemos elegir en que bando estar cuando
vuelva. ¿Es entonces el bando de la fe el verdadero? No el verdadero será aquel que venza a la fe
y lo único que puede vencerla es el amor
que no es otra cosa que la fe en su máxima apertura.
Así perdonar a los terroristas de estado como a los
terroristas guerrilleros en la guerra interna del Perú es la verdadera solución,
pero lo es en tanto se produzca esa apertura, si se obliga el perdón lo que hay
es impunidad y una doble violencia pero ¿Cuándo podrá ser posible el perdón? ¿Algún día los palestinos podrán perdonar a
los israelitas? Por supuesto cuando no quede piedra sobre piedra ni de lo
palestino ni de lo israelita entonces la fe será vencida y el reino se
revelara.
—Se puede decir que resucitaste —oyó a Honorio, el Vilanova
que hablaba tan rara vez
que cuando lo hacía parecía su hermano. —Se puede —repuso el
Fogueteiro—. Pero no estaba muerto. Ni siquiera herido de bala. No sé, tampoco
eso sé. No tenía sangre en el cuerpo. Quizá me cayó una piedra en la cabeza.
Pero nada me dolía, tampoco. —Te desmayaste —dijo Antonio Vilanova—. Como se
desmayaba la gente, en Belo Monte. Te creyeron muerto y eso te salvó. —Eso me
salvó —repitió el Fogueteiro—. Pero no sólo eso. Porque cuando desperté y me vi
en medio de los muertos, también vi que los ateos iban rematando a los tumbados
con las bayonetas o a balazos si se movían. Pasaron a mi lado, muchos, y
ninguno se agachó a comprobar si estaba muerto. —O sea que estuviste todo un
día haciéndote el muerto —dijo Antonio Vilanova. —Sintiéndolos pasar, rematar a
los vivos, acuchillar a los prisioneros, dinamitar las paredes —dijo el
Fogueteiro—. Pero eso no era lo peor. Lo peor eran los perros, las ratas, los
urubús. Se comían a los muertos. Los oía escarbar, morder, picotear. Los
animales no se engañan. Saben quién está muerto y quién no está. Los urubús,
las ratas, no se comen a los vivos. Mi miedo eran los perros. Ése fue el
milagro: también me dejaron en paz. —Tuviste suerte —dijo Antonio Vilanova—. ¿Y
ahora, qué vas a hacer? —Volver a Mirandela —dijo el Fogueteiro—. Allá nací,
allá me crié, allá aprendí a hacer cohetes. No sé, tal vez. ¿Y ustedes? —Iremos
lejos de aquí —dijo el ex-comerciante—. A Assaré, tal vez. De allá vinimos,
allá comenzamos esta vida, huyendo, como ahora, de la peste. De otra peste.
Quizá volvamos a terminar todo donde comenzó. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—Seguramente —dijo Antonio el Fogueteiro. Ni cuando le dicen que corra el
puesto de mando del General Artur Osear, si quiere echar un vistazo a la cabeza
del Consejero antes que el Teniente Pinto Souza se la lleve a Bahía, deja el
Coronel Geraldo Macedo, jefe del Batallón de Voluntarios de la Policía Bahiana,
de pensar en aquello que lo obsesiona desde el fin de la guerra: ¿Quién lo ha
visto? ¿Dónde está? Pero, como todos los jefes de Brigada, Regimiento y
Batallón (a los oficiales de menos grado no se les concede ese privilegio) va a
contemplar lo que queda de ese hombre que ha matado y hecho morir a tanta gente
y al que, sin embargo, según todos los testimonios, nunca nadie vio coger
personalmente un fusil ni una faca. No ve gran cosa, por lo demás, porque han
metido la cabeza en una bolsa de yeso debido a su descomposición: sólo unas
matas de pelo grisáceas. Apenas hace acto de presencia en la barraca del
General Osear, a diferencia de otros oficiales que se quedan allí,
felicitándose por el fin de la guerra y haciendo planes para el futuro ahora
que regresan a sus ciudades y a sus familias. El Coronel Macedo posa un
instante sus ojos sobre esa maraña de pelos, se retira sin hacer el menor
comentario, y vuelve a internarse en el humeante amontonamiento de ruinas y
cadáveres. Ya no piensa en el Consejero, ni en los oficiales exultantes que ha
dejado en el puesto de mando, oficiales a los que nunca ha sentido igual, por
lo demás, y a los que, desde que llegó a los montes de Canudos con el Batallón
de la Policía Bahiana siempre ha devuelto el desprecio que le manifiestan con
un desprecio idéntico. Él sabe cuál es su apodo, cómo lo llaman cuando les da
la espalda: Cazabandidos. No le importa. Está orgulloso de haberse pasado
treinta años de su vida limpiando una y otra vez de partidas de cangaceiros las
tierras de Bahía de haberse ganado todos los galones que tiene y haber llegado
a coronel, él, un modesto mestizo nacido en Mulungo do Morro, pueblecito que
ninguno de estos oficiales podría localizar en el mapa, a base de arriesgar su
piel enfrentándose a la ralea de esta tierra. Pero a sus hombres sí les
importa. A los policías bahianos que hace cuatro meses aceptaron venir a luchar
contra el Consejero por lealtad personal a él —les dijo que el Gobernador de
Bahía se lo había pedido, que era indispensable que el cuerpo policial se
ofreciera a ir a Canudos para desarmar las pérfidas habladurías que en el resto
del país acusaban a los bahianos de blandura, indiferencia y hasta simpatía y
complicidad con los yagunzos, para
demostrar al Gobierno Federal y a todo el Brasil que los bahianos estaban tan
dispuestos como cualquiera a todos los sacrificios para defender a la República
— sí los ofenden y hieren esos desaires y desplantes que han tenido que sufrir
desde que se incorporaron a la Columna. Ellos no se contienen como él:
responden a los insultos con insultos, a los apodos con apodos, y en estos
cuatro meses han protagonizado incontables incidentes con los soldados de otros
regimientos. Lo que más los exaspera es que el Comando también los discrimina.
En todas las acciones, el Batallón de Voluntarios de la Policía Bahiana ha sido
tenido al margen, en la retaguardia, como si el propio Estado Mayor diera
crédito a la infamia de que los bahianos son restauradores de corazón,
consejeristas vergonzantes. La pestilencia es tan fuerte que tiene que sacar su
pañuelo y taparse la nariz. Aunque muchos incendios se han apagado, el aire
está lleno de virutas tiznadas, de chispas y cenizas y el Coronel tiene los
ojos irritados, mientras explora, espía, aparta con los pies para verles las
caras, a los yagunzos caídos. La mayoría están carbonizados, o tan desfigurados
por las llamas que, aun si lo conociera, no podría identificarlo. Por lo demás,
aunque se conserve intacto, ¿cómo lo va a reconocer? ¿Acaso lo ha visto alguna
vez? Las descripciones que tiene de él no son suficientes. Es una estupidez,
por supuesto. Piensa: «Por supuesto». Sin embargo, es más fuerte que su razón,
es ese oscuro instinto que tanto le sirvió en el pasado, esos súbitos pálpitos
que lo hacían precipitar a su volante en una inexplicable marcha forzada de dos
o tres días para caer en una aldea en la que, en efecto, sorprendían a aquellos
bandidos que habían buscado infructuosamente semanas o meses. Ahora es lo
mismo. El Coronel Geraldo Macedo sigue escarbando entre los hediondos
cadáveres, la nariz y la boca cubiertas con el pañuelo, la otra mano apartando
los enjambres de moscas, desembarazándose a veces a patadas de las ratas que se
le suben por las piernas, porque, contra toda lógica, algo le dice que cuando
se encuentre con la cara, el cuerpo o los simples huesos de Joáo Abade, sabrá
que son los de él. —Excelencia, Excelencia. —Es su adjunto, el Teniente Soares,
que viene también tapándose la cara con un pañuelo. —¿Lo encontraron? —se
entusiasma el Coronel Macedo. —Todavía, Excelencia. El General Osear dice que
salga de aquí porque los zapadores van a comenzar la demolición. —¿La
demolición? —El Coronel Macedo echa una ojeada en torno, deprimido—. ¿Queda
algo que demoler? —El General prometió que no quedaría piedra sobre piedra
—dice el Teniente Soares—. Ha dado orden de que dinamiten las paredes que no se
han desmoronado. —Vaya desperdicio —murmura el Coronel. Tiene la boca
entreabierta bajo el pañuelo y, como cada vez que reflexiona, está lamiéndose
su diente de oro. Mira con pesadumbre la extensión de escombros, pestilencia y
carroña. Termina por encogerse de hombros—. Bueno, nos iremos sin saber si
murió o escapó. Siempre tapándose las narices, él y su adjunto emprenden el
regreso al campamento. Poco después, a sus espaldas, comienzan las explosiones.
—¿Puedo hacerle una pregunta, Excelencia? —dice el Teniente Soares, gangoso
bajo el pañuelo. El Coronel Macedo asiente—. ¿Por qué le importa tanto el cadáver
de Joáo Abade? —Es una vieja historia —gruñe el Coronel. También su voz suena
gangosa. Sus ojitos oscuros buscan, aquí y allá—. Una historia que yo comencé,
parece. Eso dicen, al menos. Porque yo maté al padre de Joáo Abade, hace lo
menos treinta años. Era un coitero de Antonio Silvino, en Custodia. Dicen que
se hizo cangaceiro para vengar al padre. Y después, bueno... —Se vuelve a mirar
a su adjunto y se siente, de pronto, viejo—. ¿Cuántos años tienes? —Veintidós,
Excelencia. —Con razón no sabes quién era Joáo Abade —gruñe el Coronel Macedo.
—El jefe militar de Canudos, un gran desalmado —replica el Teniente Soares. —Un
gran desalmado —asiente el Coronel Macedo—. El más feroz de Bahía. El que
siempre se me escapó. Lo perseguí diez años. Varias veces estuve a punto de
ponerle la mano encima. Siempre se me escurría. Decían que había hecho pacto.
Lo llamaban Satán, en ese tiempo.
—Ahora entiendo por qué quiere encontrarlo —sonreía el
Teniente Soares—. Para ver si esta vez no se le escapó. —En realidad, no sé por
qué —gruñe el Coronel Macedo, encogiéndose de hombros—. Porque me recuerda la
juventud, tal vez. Cazar bandidos era mejor que este aburrimiento. Hay un
rosario de explosiones y el Coronel Macedo puede ver que, desde las faldas y
cumbres de los cerros, millares de personas contemplan cómo vuelan por los
aires las últimas paredes de Canudos. No es un espectáculo que le interese y no
se molesta en mirar; sigue caminando hacia el acantonamiento del Batallón de
Voluntarios Bahianos, al pie de la Favela, inmediatamente detrás de las
trincheras del Vassa Barris. —La verdad, hay cosas que no entran en la cabeza,
aunque uno la tenga grande —dice, escupiendo el mal sabor que le ha dejado la
frustrada exploración—. Primero, mandar contar casas que ya no son casas sino
ruinas. Y ahora, mandar dinamitar piedras y adobes. ¿Tú entiendes para qué
estuvo contando las casas esa Comisión del Coronel Dantas Barreto? Se habían
pasado toda la mañana, entre las miasmas humeantes, y establecido que hubo
cinco mil doscientas casas en Canudos. —Se les ha armado un embrollo y no les
sale la cuenta —se burla el Teniente Soares—. Calcularon cinco personas por
casa. O sea, unos treinta mil yagunzos. Pero la Comisión del Coronel Dantas
Barreto encontró apenas seiscientos cuarenta y siete cadáveres. —Porque sólo
contó cadáveres enteros —gruñe el Coronel Macedo—. Se olvidó de los pedazos, de
los huesos, y así es como quedó la mayoría. Cada loco con su lema. En el
campamento, espera al Coronel Geraldo Macedo un drama, uno más de los que han
jalonado la estancia de los policías bahianos en el cerco de Canudos. Los
oficiales tratan de calmar a los hombres ordenándoles que se dispersen y que
dejen de hablar del asunto. Han puesto guardias en todo el perímetro del
acantonamiento, temiendo una estampida de los policías bahianos para ir a dar
su merecido a quienes los han provocado. Por la cólera empozada en los ojos y
los rictus de sus hombres, el Coronel Macedo comprende que el incidente ha sido
de los graves. Pero, antes de escuchar ninguna explicación, recrimina a sus
oficiales: —¡O sea que mis órdenes no se obedecen! ¡O sea que, en lugar de
buscar al bandido, permiten que la gente se ponga a pelear! ¿No he dicho que
eviten las peleas? Pero sus órdenes se han respetado a la letra. Patrullas de
policías bahianos han estado recorriendo Canudos hasta que el comando las hizo
retirar, para que entraran en acción los zapadores. El incidente ha surgido,
justamente, con una de esas patrullas que buscaban el cadáver de Joáo Abade,
tres bahianos que, siguiendo la barrera del cementerio y las Iglesias, fueron
hasta esa depresión que debió ser alguna vez un arroyo o brazo de río y que es
uno de los puntos donde se hallan concentrados los prisioneros, esos pocos
centenares de personas que son ahora casi exclusivamente niños y mujeres,
porque los hombres que había entre ellos ya fueron pasados a faca por la
cuadrilla del Alférez Maranháo, de quien se dice que se ha ofrecido como
voluntario para esa misión porque los yagunzos emboscaron hace unos meses a su compañía,
dejándolo con ocho hombres válidos de cincuenta que eran. Los policías bahianos
se acercaron a preguntar a los prisioneros si sabían algo de Joáo Abade y en
eso uno de ellos reconoció, en una prisionera, a una pariente del pueblo de
Mirangaba. Al verlo abrazar a una yagunza, el Alférez Maranháo comenzó a
insultarlo y a decir, señalándolo, que ahí estaba la prueba de cómo los
policías del Cazabandidos, pese a llevar uniforme republicano, eran traidores
de alma. Y cuando el policía trató de protestar, el Alférez, en un arrebato de
cólera, lo tumbó al suelo de un puñetazo. Él y sus dos compañeros fueron
corridos por los gauchos de la cuadrilla, que desde lejos los llamaban
«¡yagunzos!». Han vuelto al campamento temblando de cólera, y alborotado a sus compañeros
que, desde hace una hora, murmuran y quieren ir a tomarse el desquite de esos
insultos. Era lo que el Coronel Geraldo Macedo esperaba: un incidente, igual a
veinte o treinta otros, ocurridos por lo mismo y casi con las mismas palabras.
Pero, esta vez, a diferencia de todas las otras veces, en que calma a sus
hombres y, a lo más, presenta una queja al General Barboza, jefe de la Primera
Columna a la que está adscrito el Batallón de Voluntarios de la Policía
Bahiana, o al propio Comandante de las Fuerzas
Expedicionarias, General Artur Osear, si considera el asunto muy serio, Geraldo
Macedo siente un burbujeo curioso, sintomático, uno de aquellos pálpitos a los
que debe la vida y los galones. —Ese Maranháo no es un tipo que merezca respeto
—comenta, lamiéndose con rapidez el diente de oro—. Pasarse las noches
despescuezando prisioneros no se puede decir que sea oficio de soldado, sino
más bien de carnicero. ¿No les parece? Sus oficiales quedan quietos, se miran
entre ellos y, mientras habla y se lame el diente dorado, el Coronel Macedo
nota la sorpresa, la curiosidad, la satisfacción en las caras del Capitán
Souza, del Capitán Jerónimo, del Capitán Tejada y del Teniente Soares. —Así que
no creo que un carnicero gaucho se pueda dar el lujo de maltratar a mis
hombres, ni de llamarnos traidores a la República —añade—. Su obligación es
respetarnos. ¿No es verdad? Sus oficiales no se mueven. Sabe que hay en ellos
sentimientos encontrados, alegría por lo que sus palabras dejan suponer y
cierta inquietud. —Espérenme aquí, nadie dé un paso fuera del campamento —dice,
echándose a andar. Y como sus subordinados protestan al mismo tiempo y exigen
acompañarlo, los contiene secamente —: Es una orden. Voy a arreglar este
problema solo. No sabe qué va a hacer, cuando sale del campamento, seguido,
apoyado, admirado por los trescientos hombres, cuyas miradas siente a la
espalda como una presión cálida; pero va a hacer algo, porque ha sentido rabia.
No es un hombre rabioso, no lo fue ni siquiera de joven, a esa edad en que
todos son rabiosos, y más bien ha tenido fama de no inmutarse sino en raras
ocasiones. La frialdad le ha salvado la vida muchas veces. Pero ahora tiene
rabia, un cosquilleo en el vientre que es como el chasquido de la mecha que
antecede al estallido de una carga de pólvora. ¿Tiene rabia porque ese cortador
de pescuezos lo llamó Cazabandidos y traidores a la República a los voluntarios
bahianos, por que abusó de sus policías? Ésa es la gota que colma el vaso.
Camina despacio, mirando los cascajos la tierra agrietada, sordo a las
explosiones que demuelen Canudos, ciego a las sombras de los urubús que trazan
círculos sobre su cabeza y, entretanto, sus manos, en un movimiento autónomo,
veloz y eficiente como en sus buenos tiempos, pues los años han ajado algo su
piel y encorvado un poco su espalda, pero no embotado sus reflejos ni la
agilidad de sus dedos, saca el revólver de la cartuchera, lo abre, verifica si
hay seis proyectiles en los seis orificios del tambor, y lo vuelve a su funda.
La gota que colma el vaso. Porque ésta, que iba a ser la mejor experiencia de
su vida, la coronación de esa arriesgada carrera hacia la respetabilidad, ha
resultado, más bien, una serie de desilusiones y disgustos. En vez de ser
reconocido y bien tratado, como jefe de un Batallón que representa a Bahía en
esta guerra, ha sido discriminado, humillado y ofendido, en su persona y en sus
hombres y ni siquiera le han dado la oportunidad de mostrar lo que vale. Su
única proeza ha sido hasta ahora demostrar paciencia. Un fracaso esta campaña,
al menos para él. Ni se da cuenta de los soldados que se cruzan en su camino y
lo saludan. Cuando llega a la depresión del terreno donde están los
prisioneros, divisa, fumando, mirándolo venir, al Alférez Maranháo, rodeado de
un grupo de soldados con esos pantalones bombachos que usan los regimientos
gauchos. El Alférez tiene un físico nada imponente, una cara que no delata ese
instinto cuchillero al que da rienda suelta en las noches: bajito, delgado, de
piel clara, pelos rubios, bigotitos bien recortados y unos ojos azulinos que,
de entrada, parecen angelicales. Mientras va hacia él, sin apurarse, sin que
una contracción o sombra indique en su cara de rasgos indios pronunciados qué
pretende hacer —algo que ni siquiera él sabe — el Coronel Geraldo Macedo
comprueba que los gauchos que rodean al Alférez son ocho, que ninguno carga
fusil —los tienen alineados en dos pirámides, junto a una barraca — y sí, en
cambio, cuchillos a la cintura, igual que Maranháo, quien, además, lleva
cartuchera y pistola. El Coronel atraviesa la superficie apretada, aplastada,
de espectros femeninos. En cuclillas, tumbadas, sentadas, reclinadas unas
contra otras igual que los fusiles de los soldados, la vida parece refugiada
únicamente en los ojos que lo miran pasar, de las mujeres prisioneras. Tienen
niños en brazos, faldas, atados a la espalda o tendidos a su lado en el suelo.
Cuando está a un par de metros, el Alférez Maranháo arroja el cigarrillo y se
pone en posición de firmes. —Dos cosas, Alférez —dice el Coronel Macedo, tan
cerca de él que el aire de sus palabras
debe soplarle al sureño en la cara como un vientecito tibio—. La primera:
averigüe entre las prisioneras dónde murió Joáo Abade, o, si no murió, qué ha
sido de él. —Ya han sido interrogadas, Excelencia —dice el Alférez Maranháo,
con docilidad—. Por un teniente de su Batallón. Y luego por tres policías, a
los que tuve que reprender por insolentes. Supongo que le han informado.
Ninguna sabe nada de Joáo Abade. —Probemos de nuevo, a ver si tenemos más
suerte —dice con el mismo tono Geraldo Macedo: neutro, impersonal, contenido,
sin rastro de animosidad—. Quiero que las interrogue en persona. Sus ojitos
pequeños, oscuros, con patas de gallo en las esquinas, no se apartan de los
ojos claros, sorprendidos, desconfiados, del joven oficial; no estañean, no se
mueven a derecha ni a izquierda. El Coronel Macedo sabe, porque se lo dicen sus
oídos o su intuición, que los ocho soldados de su derecha, se han puesto
rígidos y que los ojos de todas las mujeres están letárgicamente posados en él.
—Voy a interrogarlas, entonces —dice, después de un momento de vacilación, el
oficial. Mientras el Alférez, con una lentitud que traduce su desconcierto por
la «ten que no alcanza a saber si le ha sido dada porque el Coronel quiere hacer
una última intentona para averiguar la suerte del bandido, o con la intención
de hacerle sentir su autoridad, recorre el mar de harapos que se abre y se
cierra a su paso, preguntando por Joáo Abade, Geraldo Macedo no se vuelve ni
una vez a mirar a los soldados gauchos. Ostensiblemente les da la espalda y,
con las manos en la cintura, el quepis tirado para atrás, en una postura que es
la suya pero también la típica de cualquier vaquero del sertón, sigue el
recorrido del Alférez entre las prisioneras. A lo lejos, detrás de las
elevaciones de terreno, todavía se escuchan explosiones. Ninguna voz responde a
las preguntas del Alférez; cuando éste se detiene frente a una prisionera y,
mirándola a los ojos, la interroga, ella se limita a mover la cabeza. Concentrado
en lo que ha venido a hacer, toda su atención en los ruidos que vienen de donde
están los ocho soldados, el Coronel Macedo tiene tiempo de pensar que es
extraño que en una muchedumbre de mujeres reine semejante silencio, que es raro
que tantos niños no lloren de sed, de hambre o de miedo, y se le ocurre que
muchos de los diminutos esqueletos están ya muertos. —Ya ve, es en vano —dice
el Alférez Maranháo, deteniéndose frente a él —. Ninguna sabe nada, como le
previne. —Lástima —reflexiona el Coronel Macedo—. Me voy a ir de acá sin saber
qué fue de Joáo Abade. Sigue en el mismo sitio, dando siempre la espalda a los
ocho soldados, mirando fijamente los ojos claros y la cara blancuzca del
Alférez, cuyo nerviosismo se va reflejando en su expresión. —En qué otra cosa
puedo servirlo —musita, por fin. —¿Usted es de muy lejos de aquí, no es cierto?
—dice el Coronel Macedo—. Entonces, seguramente no sabe cuál es para los
sertaneros la peor ofensa. El Alférez Maranháo está muy serio, con el ceño
fruncido, y el Coronel se da cuenta que no puede esperar más, pues aquél
terminará sacando su arma. Con un movimiento fulminante, imprevisible,
fuertísimo, golpea esa cara blanca con la mano abierta. El golpe derriba al
Alférez, quien no alcanza a ponerse de pie y permanece a cuatro patas mirando
al Coronel Macedo, que ha dado un paso para ponerse junto a él, y le advierte:
—Si se levanta, está muerto. Y si trata de coger su revólver, por supuesto. Lo
mira fríamente a los ojos y tampoco ahora ha cambiado el tono de voz. Ve la duda
en la cara enrojecida del Alférez, a sus pies, y ya sabe que el sureño no se
levantará ni intentará sacar el revólver. Él no ha sacado el suyo, por lo
demás, se ha limitado a llevar la mano derecha a la cintura, a ponerla a
milímetros de la cartuchera. Pero, en realidad, está pendiente de lo que pasa a
su espalda, adivinando lo que piensan, sienten, los ocho soldados al ver a su
jefe en ese trance. Pero unos segundos después está seguro que tampoco harán
nada, que también ellos han perdido la partida. —Ponerle la mano a un hombre en
la cara, así como se la he puesto —dice, mientras se abre la bragueta,
velozmente se saca el sexo y ve salir el chorrito de orina transparente que
salpica el fundillo del Alférez Maranháo—. Pero todavía peor que eso es mearle Mientras
se guarda el sexo y se abotona la bragueta, los oídos siempre atentos a lo que
ocurre a su espalda, ve que el Alférez se ha puesto a temblar, igual que un
hombre con tercianas, ve que se le saltan las lágrimas y que no sabe qué hacer
con su cuerpo, con su alma. —A mí no me importa que me digan Cazabandidos,
porque lo he sido —dice, por fin, viendo enderezarse al Alférez, viéndolo
llorar, temblar, sabiendo cuánto lo odia y que tampoco ahora sacará la
pistola—. Pero a mis hombres no les gusta que los llamen traidores a la
República, pues es falso. Son tan republicanos y patriotas como el que más.
Acaricia con la lengua su diente de oro, muy de prisa. —Le quedan tres cosas
por hacer, Alférez —dice, por último—. Presentar una queja al Comando, acusándome
de abuso de autoridad. Puede que me degraden y hasta echen del servicio. No me
importaría tanto, pues mientras haya bandidos siempre podré ganarme la vida
cazándolos. La segunda, es venir a pedirme explicaciones para que usted y yo
arreglemos esto en privado, quitándonos los galones, a revólver o a faca o con
el arma de su preferencia. Y, la tercera, tratar de matarme por la espalda. A
ver por cuál se decide. Se lleva la mano al quepis y hace un simulacro de
saludo. Esa última ojeada, le hace saber que su víctima elegirá la primera, tal
vez la segunda, pero no la tercera opción, por lo menos no en este momento. Se
aleja, sin dignarse mirar a los ocho soldados gauchos, que aún no se han
movido. Cuando está saliendo de entre los esqueletos andrajosos para enrumbar a
su campamento, dos garfios flacos se prenden de su bota. Es una viejecita sin
pelos, menuda como una niña, que lo mira a través de sus légañas: —¿Quieres
saber de Joáo Abade? —balbucea su boca sin dientes. —Quiero —asiente el Coronel
Macedo—. ¿Lo viste morir? La viejecita niega y hace chasquear la lengua, como
si chupara algo. —¿Se escapó entonces? La viejecita vuelve a negar, cercada por
los ojos de las prisioneras. —Lo subieron al cielo unos arcángeles —dice,
chasqueando la lengua— Yo los vi.