miércoles, 5 de junio de 2024

Alterando sistemas

 Alterando sistemas

 

 

Brenda Gutierrez

Amigo una conclusión mas en cristiano, con manzanitas si quieres, pero mas concreta por favor y por que la imagen de la virgen dolorosa y asociada con la palabra cuernos, de que de cabra, de venado, metafóricamente, generalmente los cuernos tienen un basto simbolismo, gracias saludos a la familia.

 

Christian Franco Rodriguez

Brenda Gutierrez Brenda tanto tiempo primero un fuerte abrazo, segundo un gracias por comentar y tercero vamos con manzanitas a ver si puedo porque a mi me salen peras https://www.youtube.com/watch?v=8Ths1kLcKd0&t=7s lo que propongo es una circularidad espiritual que va del dharma regresivo al misterio pascual progresivo al dharma progresivo esta no es una propuesta que construyo sino mas bien una lectura del proceso espiritual de la humanidad pero la cuestión es mas compleja si miras la película el callejón de las almas perdidas dirigida por Guillermo del Toro con David Cooper como protagónico y un gran elenco podrás entrar en la oscuridad del circulo de maldad que tu conoces bien, así como como el circulo Santo tiene como base la sintransferencia este circulo maldito tiene como base la desintegración, la desintegración inicia en 0 0 este no estar de la madre y en la lucha feroz con el padre 1→←1 el protagonista ha matado a su padre y se ha invertido en un monstruo, el hecho es que siempre lo fue predestinado para ser un monstruo dolo se descubrirá así mismo en su circulo de maldad, así cuando entra a la feria al ver el espectáculo del monstruo se esta viendo así mismo, y lo sabe en el fondo lo sabe es un sujeto de maldad 1→←1→←1→0 0 0→1→0→1→←1 y en la feria encuentra su arte el de jugar con las ilusiones de las almas , en vano se le advierte que hay limites que no puede jugar con el corazón de la gente el pasara todo los limites, saldrá con una mujer de la feria a la que realmente nunca puede amar y tampoco recibir su amor, en la infancia no se dieron las transferencias que posibilitaran el afecto. Terminara conociendo a la maldad pura encarnada en una psicoanalista interpretada magistralmente por Cate Blanchett, es su destino el lo cumple , ella lo destruirá es decir lo ayudara a ser quien es y quien fue siempre un monstruo así se cierra el circulo. La cuestión es alterar ese circulo con el otro circulo pero en el caso de este monstruo cualquier alteración solo hará que cumpla con su destino más en otros casos se podrá salir de este eterno retorno de maldad al circulo de santidad en el que se pueden conocer los 7 cuernos.

Activo

 

Christian Franco Rodriguez

El mundo es un circulo de maldad sostenido por este circulo santo y nosotros podemos ir de un circulo a otro, desde este circulo de santidad hay dos alteraciones la primera la que nos lleva regresivamente a la contemplación del ser trascendente donde alcanzamos nuestra unidad, nuestra real identidad para luego dar la buena nueva progresivamente y la segunda la que nos lleva a la diferencia progresiva con su diversidad potencial en la la nada para ir luego regresivamente a nuestro vacío, a ninguna de las dos se llega sin amor pero este amor tiene que ser tan radical y sabio como para poder integrar ambas místicas y superar la doble moral y el egoísmo.

A

 

Christian Franco Rodriguez

Primera alteración: I

EL ABAD ENCADENADO

En la cumbre más alta de las Montañas Blancas, conocida como el Pico del Altar, yacen

las vastas y sombrías ruinas de un Monasterio antaño famoso, conocido con el nombre

de «El Arca». La tradición le atribuía una antigüedad tan respetable como la del

Diluvio.

Existían varias leyendas respecto al Arca, pero la que más se escuchaba en boca de los

montañeses del lugar, entre los que tuve la oportunidad de pasar un verano a la sombra

del Pico del Altar, es la siguiente:

Muchos años después del gran Diluvio, Noé, su familia y sus descendientes, llegaron a

las Montañas Blancas, donde encontraron valles fértiles, ríos caudalosos y un clima

extraordinariamente benigno. Y allí decidieron establecerse.

Cuando Noé sintió que se acercaba el final de sus días, llamó junto a él a su hijo Sem —

que, como él, era soñador y tenía una mirada visionaria— y le habló de esta manera:

«Repara, hijo mío, cuan abundante fue la cosecha de años de tu padre. Ahora la última

gavilla está dispuesta para la siega. Tú y tus hermanos, y vuestros hijos, y los hijos de

vuestros hijos, repoblaréis la Tierra desolada, y vuestra semilla será como la arena del

mar, según la promesa que Dios me hizo.

Sin embargo, una inquietud ensombrece estos vacilantes días que me restan. Los

hombres, con el tiempo, se olvidarán del Diluvio, y de la lujuria y la maldad que lo

provocaron, así como del Arca y de la Fe que la sostuvo triunfante, durante ciento

cincuenta días, sobre la furia de los oleajes vengadores. Tampoco recordarán la nueva

vida que surgió de esa Fe, de la cual ellos son el fruto.

Para que no lo olviden, yo te pido, hijo mío, que levantes un altar sobre el pico más alto

de estas montañas, el cual será llamado, a partir de este momento, «el Pico del Altar». Y

te ruego que alrededor de ese altar, construyas una casa, semejante al Arca en todos sus

detalles, aunque de menores dimensiones, y que se la denomine «El Arca».

Sobre este altar me propongo hacer mi última ofrenda de acción de gracias. Y el fuego

que yo encienda allí, te ruego que lo mantengas constantemente encendido. En cuanto a

la casa, harás de ella un santuario, donde vivirá una pequeña comunidad de personas

escogidas, cuyo número nunca será mayor ni menor de nueve. Se les conocerá como

«los Compañeros del Arca». Cuando uno de ellos fallezca, Dios proveerá

inmediatamente de otro que lo sustituya. Estas personas jamás dejarán el santuario, y

allí llevarán una vida monástica durante el resto de sus días, practicando toda la

austeridad del Arca Madre y manteniendo encendido el fuego de la Fe, rogando al

Altísimo que les guíe a ellos y a sus semejantes. Sus necesidades materiales serán

provistas por la caridad de los fieles.»

Sem, que había estado pendiente de cada sílaba que pronunciaba su padre, le

interrumpió para saber el motivo de aquel determinado número de nueve, ni uno más ni

uno menos. Y el anciano patriarca le respondió

 

Christian Franco Rodriguez

«Porque ése es, hijo mío, el número de los que navegaron en el Arca.»

Pero Sem no podía contar más que ocho: su padre y su madre, él y su esposa, sus dos

hermanos y sus respectivas esposas. En consecuencia, estaba desconcertado ante las

palabras de su padre. Noé, advirtiendo la perplejidad de su hijo, le explicó:

«Voy a revelarte un gran secreto, hijo mío. La novena persona era un pasajero

clandestino que sólo yo vi y conocí. Era mi constante compañero y mi timonel. No me

preguntes nada más sobre él, pero no dejes de reservarle un lugar en tu santuario. Sem,

hijo mío, ésta es mi voluntad. Cuida de que todo sea llevado a cabo.»

Y Sem hizo todo cuanto su padre le había ordenado.

Cuando Noé fue a reunirse con sus antepasados, sus hijos enterraron su cuerpo bajo el

altar del Arca, que continuó siendo durante miles de años, de hecho y en espíritu, el

verdadero santuario concebido y ordenado por el venerable vencedor del Diluvio.

Con el transcurso de los siglos, no obstante, el Arca empezó, poco a poco, a recibir de

los fieles donativos muy superiores a sus necesidades. De este modo, se fue haciendo

cada vez más rica en tierras, plata, oro y piedras preciosas.

Cierto día, hace ya algunas generaciones, al fallecer uno de los Nueve, se presentó un

desconocido a las puertas del Monasterio, solicitando su admisión en la comunidad.

Según las antiguas tradiciones del Arca, que jamás habían sido violadas, el desconocido

debía ser admitido inmediatamente, ya que había sido el primero en solicitar la admisión

después del fallecimiento de uno de los Compañeros. Mas el Abad —que era el nombre

que se daba al superior de la comunidad— era en aquella ocasión un hombre autoritario,

apegado a las cosas de este mundo y de corazón duro. No le agradó la apariencia del

desconocido, que estaba desnudo, hambriento y cubierto de llagas, y le dijo que era

indigno de ser admitido en la Comunidad.

El desconocido insistió, a pesar de todo, en ser admitido; y esta tenacidad enfureció de

tal modo al Abad, que le exigió que se retirase inmediatamente de su presencia. Sin

embargo, el extraño era perseverante, y rehusó irse. Finalmente, venció la resistencia del

Abad, quien aceptó admitirle como sirviente.

Mucho tiempo estuvo el Abad a la espera de que la Providencia le enviase a un

Compañero que sustituyese al fallecido. Fue en vano. Nadie apareció. Y así, por primera

vez en su historia, el Arca albergaba a ocho Compañeros y un sirviente.

Pasaron siete años y el Monasterio se volvió tan rico, que ya nadie era capaz de calcular

a cuánto ascendían sus inmensas riquezas. Poseía todas las tierras y aldeas de los

alrededores. El Abad estaba muy satisfecho y tenía una buena disposición hacia el

desconocido, creyendo que éste había traído «suerte» al Arca.

No obstante, al inicio del octavo año, la situación comenzó a modificarse rápidamente.

La antigua y pacífica comunidad comenzó a agitarse. El astuto Abad se dio cuenta,

inmediatamente, de que el causante de todo aquello era el desconocido, y resolvió

expulsarle. Pero ya era demasiado tarde. Los monjes, bajo su dirección, ya no estaban

dispuestos a seguir ninguna regla, ni atendían a razón alguna. En dos años donaron

todas las posesiones del Monasterio, tanto las comunes como las personales. Los

numerosos arrendatarios de las tierras pasaron a ser sus propietarios. Al tercer año,

todos los monjes abandonaron el Monasterio. Y lo más aterrador fue que el desconocido

maldijo al Abad, diciéndole que permanecería encadenado a aquel lugar y se volvería

mudo.

Esta es la leyenda.

No me faltaron testigos que asegurasen haber visto al Abad en varias ocasiones —tanto

de día, como de noche—, vagando por las tierras del Monasterio abandonado, desierto y

reducido a ruinas. No obstante, nadie consiguió arrancarle jamás una sola palabra de sus

labios. Más aún, cada vez que percibía la presencia de un hombre o una mujer,

 

Christian Franco Rodriguez

desaparecía rápidamente sin que nadie supiese hacia dónde.

Confieso que esta leyenda me turbó. La visión de un monje solitario —o tal vez su

sombra— vagando durante tantos años por los patios de un santuario tan antiguo, en lo

alto de un pico tan desolado como el del Altar, era demasiado poderosa para que yo

pudiese abandonarla. Esta visión hechizaba mis ojos, dominaba mis pensamientos, hacía

hervir mi sangre, aguijoneaba mi carne y mis huesos.

Finalmente, decidí subir a la montaña.

 

 

Christian Franco Rodriguez

¿Cómo es que se endurece un corazón? ahí esta la clave del paso de un circulo al otro, quebrar ese corazón y abrirlo a la contemplación del ser, de eso se trata la primera alteración que tiene que empezar con el despojo

 

Christian Franco Rodriguez

II

LA ESCARPADA ROCOSA

Frente al océano del oeste y elevándose a centenares de metros sobre el nivel del mar,

pedregoso y casi vertical, el Pico del Altar se veía, a distancia, inaccesible, como un

verdadero desafío para quien tuviese la audaz intención de escalarlo. A pesar de ello, me

fueron mostradas dos sendas razonablemente seguras, ambas tortuosas, estrechas y que

se extendían a lo largo de numerosos precipicios: Una al Sur y otra al Norte. Resolví

desdeñar ambas. Entre las dos, descendiendo directamente de la cumbre y llegando casi

a la falda de la montaña, vislumbré una vereda estrecha y lisa que me parecía el camino

real hacia la cumbre. Me atrajo con una fuerza extraña, y decidí hacer de ella mi

camino.

Cuando revelé mi decisión a uno de los montañeses del lugar, me miró fijamente con

ojos llameantes y, juntando las manos, exclamó horrorizado:

—«¿Por la Escarpada Rocosa? ¡No sea tan loco como para arriesgar así su vida!

Muchos otros lo han intentado antes, y ninguno de ellos volvió jamás para contarlo. ¿La

Escarpada Rocosa? ¡No, nunca!»

Y habiendo dicho esto, insistió en guiarme montaña arriba. Pero yo, cortésmente, rehusé

su ayuda. No puedo explicar por qué su terror causó en mí un efecto contrario al que era

de esperar. En lugar de desanimarme, me estimuló a proseguir, haciendo todavía más

firme en mí la decisión de iniciar la escalada.

Cierta mañana, exactamente en el momento en que la oscuridad empezaba a disolverse

en la luz, sacudí de mis ojos los sueños de la noche, y tomando mi cayado y mis siete

panes, partí hacia la Escarpada Rocosa. El suave aliento de la noche que expiraba,

el pulso rápido del día que nacía, la ansiedad por afrontar el misterio del Abad

prisionero, y el anhelo aún mayor de liberarme de mí mismo, aunque sólo fuese por un

momento, parecía poner alas a mis pies y dar vivacidad a mi sangre.

Inicié el viaje con un canto en el corazón y una firme determinación en el alma. Pero

cuando, después de una larga y alegre caminata, llegué a la base de la Escarpada y

recorrí la senda con la mirada, la canción murió en mi garganta. Aquello que visto desde

lejos me había parecido un camino recto, suave y extendido como una cinta, aparecía

ahora largo, vertical, altísimo e inexpugnable. Hasta donde alcanzaba mi vista, hacia

arriba y a ambos lados, sólo veía bloques de sílex de diversos tamaños, erizados de

puntas agudas y de aristas afiladas como navajas. Ni la más leve señal de vida. Todo el

paisaje alrededor era tan sombrío, que sólo podía inspirar pavor. Desde abajo no se

vislumbraba la cumbre de la montaña. Pero ni aún así me dejé disuadir.

Sintiendo todavía en mi rostro la llameante mirada de aquel hombre que me había

prevenido contra la Escarpada, reforcé mi decisión y empecé a escalar. Enseguida

comprendí que únicamente con mis pies no podría llegar muy lejos, pues el sílex se

deslizaba bajo ellos produciendo un ruido terrible, como un millar de gargantas a las

que estuviesen estrangulando. Para avanzar debía enterrar mis manos y mis rodillas, y

también los dedos de los pies, en aquellas piedras movedizas. ¡Cuánto deseé tener la

agilidad de una cabra!

Avanzaba hacia arriba, gateando en zigzag, sin descanso, pues temía que cayese la

noche antes de que pudiese alcanzar mi objetivo. No se me pasó por la cabeza la idea de

retroceder.

El día tocaba a su fin cuando, súbitamente, sentí hambre. Hasta aquel momento no

había comido ni bebido nada. Los panes que había ceñido con un pañuelo a mi cintura

eran, en aquel instante, de un valor verdaderamente inapreciable para mí. Los desaté, y

estaba a punto de partir el primero, cuando mis oídos escucharon el sonido de una

 

Christian Franco Rodriguez

campanilla y algo que me parecía el lamento de una flauta. Nada podía parecerme más

sorprendente en el seno de aquella rocosa desolación.

De pronto, vi aparecer, sobre una roca situada a mi derecha, un gran macho cabrío con

un cencerro colgado al cuello. Antes de que pudiese tomar aliento, me vi rodeado de

cabras por todas partes, pisando sobre las rocas y produciendo un ruido mucho más

terrible que el que mis propios pies habían hecho. Como si hubiesen sido invitadas, se

lanzaron sobre mis panes, y tal vez me los hubiesen arrancado de las manos si no

hubiesen oído la voz de su pastor que, no sé cómo ni cuándo, surgió a mi lado. Era un

joven de agradable apariencia, alto, fuerte y lleno de alegría. Sólo tenía por vestido un

paño que le ceñía los ríñones, y su única arma era la flauta que empuñaba en su mano

derecha.

—«Este macho cabrío —dijo el pastor con voz dulce y sonriendo— está muy mimado.

Le doy pan siempre que tengo. Pero hace ya muchas y muchas lunas que no pasa por

aquí ninguna criatura que traiga pan consigo.»

Y, seguidamente, dirigiéndose al macho cabrío, le dijo: «¿Ves como Fortuna provee de

todo, mi guía fiel? Nunca desconfíes de Fortuna.»

Luego, agachándose, tomó un pan. Creyendo que tenía hambre, le dije amable y

sinceramente:

—«Podemos compartir esta frugal colación. Hay pan suficiente para los dos... y para el

macho cabrío.»

Me quedé casi paralizado de asombro al verle tirar a las cabras el primer pan, el

segundo, el tercero... y así sucesivamente hasta el séptimo, tomando de cada uno un

bocado para sí. Mi asombro fue tan grande, que la ira comenzó a hervir en mi corazón.

No obstante, comprendiendo mi impotencia, conseguí aquietar un poco mi cólera y, con

expresión de espanto, me volví hacia el pastor diciendo, como quien suplica y censura al

mismo tiempo:

«Ahora que terminaste de dar a tus cabras el pan de un hombre hambriento, ¿no le vas a

dar un poco de su leche?»

—«La leche de mis cabras es veneno para los locos y no quiero que ninguna de ellas

pueda ser culpada de la muerte de alguien, aunque sea un loco.» —«Pero, ¿por qué soy

un loco?»

—«Porque traes siete panes para un viaje que dura siete vidas.»

—«¿Tenía entonces que haber traído siete mil?» —«Ni uno solo.»

—«¿Lo que me aconsejas, entonces, es empezar este largo viaje sin provisiones?»

«El camino que no ofrece provisiones al caminante, no es un camino que deba

tomarse.»

—«¿Desearías entonces que comiese piedras en lugar de pan, y bebiese mi propio sudor

en lugar de agua?»

—«Tu propia carne te bastará como pan, y tu propia sangre te bastará como agua. Esta

es la solución.»

— «Llevas muy lejos tu burla. Sin embargo, no puedo recriminártelo. Aquél que come

de mi pan, se hace hermano mío, aunque me deje hambriento. El día está huyendo por

detrás de la montaña y es preciso que reanude mi marcha. ¿Podrías decirme si todavía

estoy muy lejos de la cumbre?»

«Estás demasiado cerca del olvido.» Y diciendo esto, colocó la flauta en sus labios y se

marchó al son de agrestes notas que parecían un lamento de los mundos inferiores. El

macho cabrío le siguió y, tras él, todas las cabras. Durante mucho tiempo pude oír

todavía el crujir de las rocas y los balidos de las cabras, entremezclados con los

lamentos de la flauta.

Habiendo olvidado el hambre, comencé a recuperar parte de mi energía y de mi firme

 

Christian Franco Rodriguez

determinación, que el cabrero había destruido. Antes de que la noche llegara a

alcanzarme en aquella pedregosa vereda, sería necesario que encontrase un hueco donde

pudiesen reposar mis huesos cansados, sin correr el riesgo de rodar montaña abajo.

Comencé a gatear de nuevo. Mirando hacia abajo, apenas podía creer que hubiese

subido tanto. La falda de la montaña ya no se veía, mientras que la cima parecía estar al

alcance de mi mano.

Al caer la noche, llegué a un grupo de rocas que formaban una gruta. Aunque aquella

gruta se hallaba al borde de un abismo, en cuyo fondo se podían ver negras y pavorosas

sombras, resolví hacer de ella mi posada por una noche.

Mis sandalias estaban deshechas y teñidas de sangre. Cuando intenté quitármelas

descubrí que mi piel se había pegado a ellas. Las palmas de mis manos estaban cubiertas

de rojos arañazos. Las uñas parecían pedazos de corteza arrancados de un árbol muerto.

La mayor parte de mis ropas estaban hechas jirones, a causa de las agudas piedras.

Sentía que la cabeza me daba vueltas de tanto sueño. Parecía estar vacía de cualquier

otro pensamiento.

Cuánto tiempo estuve durmiendo —un momento, una hora o tal vez una eternidad— no

lo sé. Pero me desperté al sentir que me tiraban con fuerza de una manga. Me senté

asustado y atontado por el sueño, y vi una joven de pie delante de mí, con una mortecina

linterna en la mano. Estaba completamente desnuda y era delicadamente bella de cuerpo

y de rostro. Quien me había tirado de la manga de mi chaqueta era una vieja, tan fea

como bella era la joven. Sentí un escalofrío que me estremeció de los pies a la cabeza.

«¿Ves como la buena Fortuna todo lo provee, hija mía?» —Decía la vieja al tiempo que

me despojaba de mi chaqueta— «Nunca dudes de Fortuna.»

Yo sentía mi lengua paralizada, y no hacía el menor esfuerzo para hablar y menos

todavía para resistirme. Era en vano que apelase a mi voluntad. Parecía haberme

abandonado. Me sentía completamente incapaz de reaccionar; estaba en manos de la

vieja, aunque hubiese podido arrojarla, al igual que a su hija, fuera de la gruta, si así lo

hubiese querido. Pero me faltaba la voluntad y la fuerza para expulsarlas.

No contenta con haberme quitado la chaqueta, la mujer continuó despojándome de las

demás prendas, hasta que me dejó completamente desnudo. A medida que me las

quitaba, se las iba entregando a la joven que se las ponía. La sombra de mi cuerpo

desnudo se proyectó sobre la pared de la gruta, junto a la sombra de las dos mujeres

desharrapadas, lo que me llenó de temor y repugnancia. Miraba todo aquello sin

comprender y sin poder decir nada, precisamente cuando más necesitaba hablar, puesto

que mi voz era la única arma que poseía en aquella desagradable situación. Finalmente,

mi lengua se soltó para decir:

«Si has perdido todo pudor, vieja, yo no lo perdí. Estoy avergonzado de mi desnudez,

incluso ante una vieja bruja como tú. Aunque más avergonzado me siento delante de la

inocencia de esta joven.»

—«De la misma forma que ella lleva tu vergüenza, lleva tú su inocencia.»

—«¿Qué necesidad tiene una joven de las ropas andrajosas de un hombre cansado, que

se halla perdido en la montaña, en una noche semejante y en un lugar como éste?»

— «Tal vez para aligerarle de su carga. Tal vez para calentarse. Los dientes de la pobre

niña están castañeteando de frío.»

—«Mas cuando el frío haga castañetear los míos, ¿cómo podré ahuyentarlo? ¿No tienes

piedad en tu corazón? Mis ropas son lo único que todavía poseo en este mundo.

—«Cuanto menos poseas, menos serás poseído; Cuanto más poseas, más serás poseído.

Cuanto más seas poseído, en menos serás valorado; Cuanto menos seas poseído, en

más serás valorado. Ahora vamonos, hija mía.»

Al tomar ella la mano de la joven, y cuando ya se retiraban, me vinieron a la mente

 

Christian Franco Rodriguez

millares de preguntas que deseaba hacer. Sólo una consiguió salir de mi boca:

—«Antes de que te retires, vieja, ¿puedes tener la bondad de decirme si todavía estoy

muy distante de la cumbre?»

—«Estás al mismo borde del Abismo Negro.»

La luz mortecina de la linterna lanzó nuevamente hacia mí aquellas extrañas sombras,

cuando las dos se retiraron de la gruta, desapareciendo en la noche, negra como el

azabache. Una gélida y negra ráfaga de viento, que no sabía de dónde provenía, me

alcanzó. Ráfagas más negras y más frías la siguieron. Las propias paredes de la gruta

parecían estar sudando hielo. Mis dientes comenzaron a castañetear y, en esta situación,

acudían a mí los pensamientos más confusos: las cabras pastando en las rocas, el pastor

burlón, la vieja y la joven, yo desnudo, magullado y herido, con hambre y frío, confuso

en aquella gruta al borde de un abismo semejante. ¿Estaría próximo a mi objetivo?

¿Conseguiría alcanzarlo? ¿Tendría fin aquella noche?

Apenas había vuelto en mí, cuando oí ladrar a un perro, y vi otra luz, a muy corta

distancia, dentro de la misma gruta.

—«¿Ves cómo la buena Fortuna provee, querida mía? Nunca dudes de la Fortuna.» Era

la voz de un viejo cargado de años, con barba, encorvado y con las rodillas temblorosas.

Hablaba con una mujer tan vieja como él, sin dientes, desgreñada y, como él, también

encorvada y de vacilantes rodillas. Aparentemente sin tener conocimiento de mi

presencia, continuó con la misma voz penetrante que parecía luchar para poder salir de

aquella garganta.

—«Una lujosa cámara nupcial para nuestro amor, y un espléndido cayado para sustituir

al que perdiste. Con un bastón como éste ya no tropezarás, amor mío.» Y diciendo así,

cogió mi cayado y se lo dio a la vieja, que se inclinó sobre él con ternura, acariciándole

con sus manos marchitas. Seguidamente, como si acabase de darse cuenta de mi

presencia, pero siempre hablando a su compañera, continuó:

—«El desconocido se va a ir inmediatamente, querida, y podremos soñar nuestros

sueños sin testigos.»

Estas palabras cayeron sobre mí como una orden a la que me sentía incapaz de

desobedecer, especialmente cuando el perro se aproximó gruñendo amenazadoramente,

como para hacerme cumplir la orden de su dueño. La escena me llenó de horror. Asistía

a ella como si estuviese bajo el efecto de un encantamiento... y, en ese estado, fui

caminando hasta la salida de la gruta, haciendo esfuerzos desesperados para poder

hablar, para defenderme, para manifestar mis derechos.

— «Me habéis quitado mi cayado. ¿Seréis tan crueles como para expulsarme de esta

gruta, que debería ser mi cobijo por esta noche?»

—«Felices los que no tienen cayado, pues no tropiezan.

Felices los que no tienen hogar,

pues están en casa.

Sólo los que tropiezan —como nosotros—,

precisan andar con cayados.

Sólo los que están encadenados a un hogar

—como nosotros—,

necesitan tener una casa.»

Así cantaban a dúo, mientras preparaban el lecho nivelando la grava con sus largas

uñas, sin prestarme atención. Esto me hizo gritar de desesperación:

- «Mirad mis manos. Mirad mis pies. Soy un caminante perdido en esta ladera. Tracé

con mi propia sangre mi camino hasta aquí. Ya no puedo ver ni una sola pulgada más de

esta pavorosa montaña, que parece ser tan familiar para vosotros. ¿No os inquieta tener

que pagar por esto? Dadme al menos vuestra linterna, si no queréis permitir que

 

Christian Franco Rodriguez

comparta esta noche la gruta con vosotros.»

—«El amor no quiere ser desnudado. La luz no quiere ser compartida. Ama y ve.

Ilumina y sé. Cuando la noche caiga, y el día se vaya, y la tierra esté muerta, ¿cómo

viajarán los caminantes? ¿Quién se atreverá a avanzar?

Completamente exasperado, decidí recurrir a la súplica, aunque íntimamente sabía que

era inútil, pues una extraña fuerza continuaba empujándome hacia afuera:

-«Buen anciano, buena anciana, aunque yo esté entumecido por el frío y deshecho por el

cansancio, no seré una mota en vuestros ojos. Yo también probé el amor. Os dejaré mi

cayado y mi humilde posada, que habéis escogido como cámara nupcial. Sólo os pido a

cambio un pequeño favor: Ya que me negáis la luz de vuestra linterna, ¿tendríais la

bondad de guiarme fuera de esta gruta y enseñarme el camino hacia la cima? Perdí el

sentido de la orientación y del equilibrio. Ya no sé ni lo que subí, ni cuánto tendré que

subir todavía.»

Sin prestar atención a mi súplica, ellos cantaban:

—«Lo verdaderamente alto, siempre está abajo. Lo verdaderamente rápido, siempre va

despacio. Lo altamente sensible es entorpecido. Lo altamente elocuente es mudo. El

flujo y el reflujo son una sola marea. Quien no tiene guía, tiene el mejor guía. El más

grande es siempre el más pequeño. T todo lo tiene, quien todo lo suyo entrega.»

Como último recurso, les pedí que me dijesen hacia qué lado debía dirigirme al salir de

la gruta, pues la muerte podía estar esperándome al primer paso que diese, y yo todavía

no quería morir. Sin aliento, esperé la respuesta, que llegó por medio de otro extraño

canto, que me dejó más perplejo y exasperado que antes:

—«El borde del peñasco es duro y escarpado. El seno del vacío es blando y profundo.

El león y el gusano. El cedro y la retama. El conejo y el caracol. El lagarto y la

codorniz. El águila y el topo. Todos en el mismo agujero. Un solo anzuelo, un solo

cebo. Sólo la muerte compensa.

Como es arriba, así es abajo.

Morir para vivir o vivir para morir.»

La luz de la linterna se apagó en el momento en que salí de la gruta, gateando con las

manos y las rodillas, con el perro detrás de mí, como para cerciorarse de que realmente

salía. La oscuridad era tan densa, que me parecía sentir su peso sobre mis párpados. No

podía demorarme ni un instante más. El perro me lo hizo comprender muy claramente.

Un paso vacilante. Otro paso vacilante. Un tercer paso vacilante, y tuve la impresión de

que la montaña había desaparecido bajo mis pies. Me sentí cogido por las olas revueltas

de un mar de tinieblas que me robaban el aliento y me lanzaban hacia abajo... hacia

abajo... hacia abajo...

La última imagen que pasó por mi mente, cuando giraba en el vacío del Abismo Negro,

fue la de la satánica pareja de novios. Las últimas palabras que murmuré cuando el

aliento se me heló, fueron las que ellos habían pronunciado:

«Morir para vivir, o vivir para morir.

¿Morir para vivir o vivir para morir? ahí esta la decisión del cuerno cero ¿Comprendes?

 

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