Alterando sistemas
Amigo una
conclusión mas en cristiano, con manzanitas si quieres, pero mas concreta por
favor y por que la imagen de la virgen dolorosa y asociada con la palabra
cuernos, de que de cabra, de venado, metafóricamente, generalmente los cuernos
tienen un basto simbolismo, gracias saludos a la familia.
Brenda Gutierrez Brenda tanto tiempo primero
un fuerte abrazo, segundo un gracias por comentar y tercero vamos con
manzanitas a ver si puedo porque a mi me salen peras https://www.youtube.com/watch?v=8Ths1kLcKd0&t=7s lo
que propongo es una circularidad espiritual que va del dharma regresivo al
misterio pascual progresivo al dharma progresivo esta no es una propuesta que
construyo sino mas bien una lectura del proceso espiritual de la humanidad pero
la cuestión es mas compleja si miras la película el callejón de las almas perdidas
dirigida por Guillermo del Toro con David Cooper como protagónico y un gran
elenco podrás entrar en la oscuridad del circulo de maldad que tu conoces bien,
así como como el circulo Santo tiene como base la sintransferencia este circulo
maldito tiene como base la desintegración, la desintegración inicia en 0 0 este
no estar de la madre y en la lucha feroz con el padre 1→←1 el protagonista ha
matado a su padre y se ha invertido en un monstruo, el hecho es que siempre lo
fue predestinado para ser un monstruo dolo se descubrirá así mismo en su
circulo de maldad, así cuando entra a la feria al ver el espectáculo del
monstruo se esta viendo así mismo, y lo sabe en el fondo lo sabe es un sujeto
de maldad 1→←1→←1→0 0 0→1→0→1→←1 y en la feria encuentra su arte el de jugar
con las ilusiones de las almas , en vano se le advierte que hay limites que no
puede jugar con el corazón de la gente el pasara todo los limites, saldrá con
una mujer de la feria a la que realmente nunca puede amar y tampoco recibir su
amor, en la infancia no se dieron las transferencias que posibilitaran el
afecto. Terminara conociendo a la maldad pura encarnada en una psicoanalista
interpretada magistralmente por Cate Blanchett, es su destino el lo cumple ,
ella lo destruirá es decir lo ayudara a ser quien es y quien fue siempre un
monstruo así se cierra el circulo. La cuestión es alterar ese circulo con el
otro circulo pero en el caso de este monstruo cualquier alteración solo hará
que cumpla con su destino más en otros casos se podrá salir de este eterno
retorno de maldad al circulo de santidad en el que se pueden conocer los 7
cuernos.
El mundo es un
circulo de maldad sostenido por este circulo santo y nosotros podemos ir de un
circulo a otro, desde este circulo de santidad hay dos alteraciones la primera
la que nos lleva regresivamente a la contemplación del ser trascendente donde
alcanzamos nuestra unidad, nuestra real identidad para luego dar la buena nueva
progresivamente y la segunda la que nos lleva a la diferencia progresiva con su
diversidad potencial en la la nada para ir luego regresivamente a nuestro
vacío, a ninguna de las dos se llega sin amor pero este amor tiene que ser tan
radical y sabio como para poder integrar ambas místicas y superar la doble
moral y el egoísmo.
Primera
alteración: I
EL ABAD
ENCADENADO
En la
cumbre más alta de las Montañas Blancas, conocida como el Pico del Altar, yacen
las vastas
y sombrías ruinas de un Monasterio antaño famoso, conocido con el nombre
de «El
Arca». La tradición le atribuía una antigüedad tan respetable como la del
Diluvio.
Existían
varias leyendas respecto al Arca, pero la que más se escuchaba en boca de los
montañeses
del lugar, entre los que tuve la oportunidad de pasar un verano a la sombra
del Pico
del Altar, es la siguiente:
Muchos años
después del gran Diluvio, Noé, su familia y sus descendientes, llegaron a
las
Montañas Blancas, donde encontraron valles fértiles, ríos caudalosos y un clima
extraordinariamente
benigno. Y allí decidieron establecerse.
Cuando Noé
sintió que se acercaba el final de sus días, llamó junto a él a su hijo Sem —
que, como
él, era soñador y tenía una mirada visionaria— y le habló de esta manera:
«Repara,
hijo mío, cuan abundante fue la cosecha de años de tu padre. Ahora la última
gavilla
está dispuesta para la siega. Tú y tus hermanos, y vuestros hijos, y los hijos
de
vuestros
hijos, repoblaréis la Tierra desolada, y vuestra semilla será como la arena del
mar, según
la promesa que Dios me hizo.
Sin
embargo, una inquietud ensombrece estos vacilantes días que me restan. Los
hombres,
con el tiempo, se olvidarán del Diluvio, y de la lujuria y la maldad que lo
provocaron,
así como del Arca y de la Fe que la sostuvo triunfante, durante ciento
cincuenta
días, sobre la furia de los oleajes vengadores. Tampoco recordarán la nueva
vida que
surgió de esa Fe, de la cual ellos son el fruto.
Para que no
lo olviden, yo te pido, hijo mío, que levantes un altar sobre el pico más alto
de estas
montañas, el cual será llamado, a partir de este momento, «el Pico del Altar».
Y
te ruego
que alrededor de ese altar, construyas una casa, semejante al Arca en todos sus
detalles,
aunque de menores dimensiones, y que se la denomine «El Arca».
Sobre este
altar me propongo hacer mi última ofrenda de acción de gracias. Y el fuego
que yo
encienda allí, te ruego que lo mantengas constantemente encendido. En cuanto a
la casa,
harás de ella un santuario, donde vivirá una pequeña comunidad de personas
escogidas,
cuyo número nunca será mayor ni menor de nueve. Se les conocerá como
«los
Compañeros del Arca». Cuando uno de ellos fallezca, Dios proveerá
inmediatamente
de otro que lo sustituya. Estas personas jamás dejarán el santuario, y
allí
llevarán una vida monástica durante el resto de sus días, practicando toda la
austeridad
del Arca Madre y manteniendo encendido el fuego de la Fe, rogando al
Altísimo
que les guíe a ellos y a sus semejantes. Sus necesidades materiales serán
provistas
por la caridad de los fieles.»
Sem, que
había estado pendiente de cada sílaba que pronunciaba su padre, le
interrumpió
para saber el motivo de aquel determinado número de nueve, ni uno más ni
uno menos.
Y el anciano patriarca le respondió
«Porque ése es,
hijo mío, el número de los que navegaron en el Arca.»
Pero Sem no
podía contar más que ocho: su padre y su madre, él y su esposa, sus dos
hermanos y
sus respectivas esposas. En consecuencia, estaba desconcertado ante las
palabras de
su padre. Noé, advirtiendo la perplejidad de su hijo, le explicó:
«Voy a
revelarte un gran secreto, hijo mío. La novena persona era un pasajero
clandestino
que sólo yo vi y conocí. Era mi constante compañero y mi timonel. No me
preguntes
nada más sobre él, pero no dejes de reservarle un lugar en tu santuario. Sem,
hijo mío,
ésta es mi voluntad. Cuida de que todo sea llevado a cabo.»
Y Sem hizo
todo cuanto su padre le había ordenado.
Cuando Noé
fue a reunirse con sus antepasados, sus hijos enterraron su cuerpo bajo el
altar del
Arca, que continuó siendo durante miles de años, de hecho y en espíritu, el
verdadero
santuario concebido y ordenado por el venerable vencedor del Diluvio.
Con el
transcurso de los siglos, no obstante, el Arca empezó, poco a poco, a recibir
de
los fieles
donativos muy superiores a sus necesidades. De este modo, se fue haciendo
cada vez
más rica en tierras, plata, oro y piedras preciosas.
Cierto día,
hace ya algunas generaciones, al fallecer uno de los Nueve, se presentó un
desconocido
a las puertas del Monasterio, solicitando su admisión en la comunidad.
Según las
antiguas tradiciones del Arca, que jamás habían sido violadas, el desconocido
debía ser
admitido inmediatamente, ya que había sido el primero en solicitar la admisión
después del
fallecimiento de uno de los Compañeros. Mas el Abad —que era el nombre
que se daba
al superior de la comunidad— era en aquella ocasión un hombre autoritario,
apegado a
las cosas de este mundo y de corazón duro. No le agradó la apariencia del
desconocido,
que estaba desnudo, hambriento y cubierto de llagas, y le dijo que era
indigno de
ser admitido en la Comunidad.
El
desconocido insistió, a pesar de todo, en ser admitido; y esta tenacidad
enfureció de
tal modo al
Abad, que le exigió que se retirase inmediatamente de su presencia. Sin
embargo, el
extraño era perseverante, y rehusó irse. Finalmente, venció la resistencia del
Abad, quien
aceptó admitirle como sirviente.
Mucho
tiempo estuvo el Abad a la espera de que la Providencia le enviase a un
Compañero
que sustituyese al fallecido. Fue en vano. Nadie apareció. Y así, por primera
vez en su
historia, el Arca albergaba a ocho Compañeros y un sirviente.
Pasaron
siete años y el Monasterio se volvió tan rico, que ya nadie era capaz de
calcular
a cuánto
ascendían sus inmensas riquezas. Poseía todas las tierras y aldeas de los
alrededores.
El Abad estaba muy satisfecho y tenía una buena disposición hacia el
desconocido,
creyendo que éste había traído «suerte» al Arca.
No
obstante, al inicio del octavo año, la situación comenzó a modificarse
rápidamente.
La antigua
y pacífica comunidad comenzó a agitarse. El astuto Abad se dio cuenta,
inmediatamente,
de que el causante de todo aquello era el desconocido, y resolvió
expulsarle.
Pero ya era demasiado tarde. Los monjes, bajo su dirección, ya no estaban
dispuestos
a seguir ninguna regla, ni atendían a razón alguna. En dos años donaron
todas las
posesiones del Monasterio, tanto las comunes como las personales. Los
numerosos
arrendatarios de las tierras pasaron a ser sus propietarios. Al tercer año,
todos los
monjes abandonaron el Monasterio. Y lo más aterrador fue que el desconocido
maldijo al
Abad, diciéndole que permanecería encadenado a aquel lugar y se volvería
mudo.
Esta es la
leyenda.
No me
faltaron testigos que asegurasen haber visto al Abad en varias ocasiones —tanto
de día,
como de noche—, vagando por las tierras del Monasterio abandonado, desierto y
reducido a
ruinas. No obstante, nadie consiguió arrancarle jamás una sola palabra de sus
labios. Más
aún, cada vez que percibía la presencia de un hombre o una mujer,
desaparecía
rápidamente sin que nadie supiese hacia dónde.
Confieso
que esta leyenda me turbó. La visión de un monje solitario —o tal vez su
sombra—
vagando durante tantos años por los patios de un santuario tan antiguo, en lo
alto de un
pico tan desolado como el del Altar, era demasiado poderosa para que yo
pudiese
abandonarla. Esta visión hechizaba mis ojos, dominaba mis pensamientos, hacía
hervir mi
sangre, aguijoneaba mi carne y mis huesos.
Finalmente,
decidí subir a la montaña.
¿Cómo es que se
endurece un corazón? ahí esta la clave del paso de un circulo al otro, quebrar
ese corazón y abrirlo a la contemplación del ser, de eso se trata la primera
alteración que tiene que empezar con el despojo
II
LA
ESCARPADA ROCOSA
Frente al
océano del oeste y elevándose a centenares de metros sobre el nivel del mar,
pedregoso y
casi vertical, el Pico del Altar se veía, a distancia, inaccesible, como un
verdadero
desafío para quien tuviese la audaz intención de escalarlo. A pesar de ello, me
fueron
mostradas dos sendas razonablemente seguras, ambas tortuosas, estrechas y que
se extendían
a lo largo de numerosos precipicios: Una al Sur y otra al Norte. Resolví
desdeñar
ambas. Entre las dos, descendiendo directamente de la cumbre y llegando casi
a la falda
de la montaña, vislumbré una vereda estrecha y lisa que me parecía el camino
real hacia
la cumbre. Me atrajo con una fuerza extraña, y decidí hacer de ella mi
camino.
Cuando
revelé mi decisión a uno de los montañeses del lugar, me miró fijamente con
ojos
llameantes y, juntando las manos, exclamó horrorizado:
—«¿Por la
Escarpada Rocosa? ¡No sea tan loco como para arriesgar así su vida!
Muchos
otros lo han intentado antes, y ninguno de ellos volvió jamás para contarlo.
¿La
Escarpada
Rocosa? ¡No, nunca!»
Y habiendo
dicho esto, insistió en guiarme montaña arriba. Pero yo, cortésmente, rehusé
su ayuda.
No puedo explicar por qué su terror causó en mí un efecto contrario al que era
de esperar.
En lugar de desanimarme, me estimuló a proseguir, haciendo todavía más
firme en mí
la decisión de iniciar la escalada.
Cierta mañana,
exactamente en el momento en que la oscuridad empezaba a disolverse
en la luz,
sacudí de mis ojos los sueños de la noche, y tomando mi cayado y mis siete
panes,
partí hacia la Escarpada Rocosa. El suave aliento de la noche que expiraba,
el pulso rápido
del día que nacía, la ansiedad por afrontar el misterio del Abad
prisionero,
y el anhelo aún mayor de liberarme de mí mismo, aunque sólo fuese por un
momento,
parecía poner alas a mis pies y dar vivacidad a mi sangre.
Inicié el
viaje con un canto en el corazón y una firme determinación en el alma. Pero
cuando,
después de una larga y alegre caminata, llegué a la base de la Escarpada y
recorrí la
senda con la mirada, la canción murió en mi garganta. Aquello que visto desde
lejos me
había parecido un camino recto, suave y extendido como una cinta, aparecía
ahora
largo, vertical, altísimo e inexpugnable. Hasta donde alcanzaba mi vista, hacia
arriba y a
ambos lados, sólo veía bloques de sílex de diversos tamaños, erizados de
puntas
agudas y de aristas afiladas como navajas. Ni la más leve señal de vida. Todo
el
paisaje
alrededor era tan sombrío, que sólo podía inspirar pavor. Desde abajo no se
vislumbraba
la cumbre de la montaña. Pero ni aún así me dejé disuadir.
Sintiendo
todavía en mi rostro la llameante mirada de aquel hombre que me había
prevenido
contra la Escarpada, reforcé mi decisión y empecé a escalar. Enseguida
comprendí
que únicamente con mis pies no podría llegar muy lejos, pues el sílex se
deslizaba
bajo ellos produciendo un ruido terrible, como un millar de gargantas a las
que
estuviesen estrangulando. Para avanzar debía enterrar mis manos y mis rodillas,
y
también los
dedos de los pies, en aquellas piedras movedizas. ¡Cuánto deseé tener la
agilidad de
una cabra!
Avanzaba
hacia arriba, gateando en zigzag, sin descanso, pues temía que cayese la
noche antes
de que pudiese alcanzar mi objetivo. No se me pasó por la cabeza la idea de
retroceder.
El día
tocaba a su fin cuando, súbitamente, sentí hambre. Hasta aquel momento no
había
comido ni bebido nada. Los panes que había ceñido con un pañuelo a mi cintura
eran, en
aquel instante, de un valor verdaderamente inapreciable para mí. Los desaté, y
estaba a
punto de partir el primero, cuando mis oídos escucharon el sonido de una
campanilla y algo
que me parecía el lamento de una flauta. Nada podía parecerme más
sorprendente
en el seno de aquella rocosa desolación.
De pronto,
vi aparecer, sobre una roca situada a mi derecha, un gran macho cabrío con
un cencerro
colgado al cuello. Antes de que pudiese tomar aliento, me vi rodeado de
cabras por
todas partes, pisando sobre las rocas y produciendo un ruido mucho más
terrible
que el que mis propios pies habían hecho. Como si hubiesen sido invitadas, se
lanzaron
sobre mis panes, y tal vez me los hubiesen arrancado de las manos si no
hubiesen
oído la voz de su pastor que, no sé cómo ni cuándo, surgió a mi lado. Era un
joven de
agradable apariencia, alto, fuerte y lleno de alegría. Sólo tenía por vestido
un
paño que le
ceñía los ríñones, y su única arma era la flauta que empuñaba en su mano
derecha.
—«Este
macho cabrío —dijo el pastor con voz dulce y sonriendo— está muy mimado.
Le doy pan
siempre que tengo. Pero hace ya muchas y muchas lunas que no pasa por
aquí
ninguna criatura que traiga pan consigo.»
Y,
seguidamente, dirigiéndose al macho cabrío, le dijo: «¿Ves como Fortuna provee
de
todo, mi
guía fiel? Nunca desconfíes de Fortuna.»
Luego,
agachándose, tomó un pan. Creyendo que tenía hambre, le dije amable y
sinceramente:
—«Podemos
compartir esta frugal colación. Hay pan suficiente para los dos... y para el
macho
cabrío.»
Me quedé
casi paralizado de asombro al verle tirar a las cabras el primer pan, el
segundo, el
tercero... y así sucesivamente hasta el séptimo, tomando de cada uno un
bocado para
sí. Mi asombro fue tan grande, que la ira comenzó a hervir en mi corazón.
No
obstante, comprendiendo mi impotencia, conseguí aquietar un poco mi cólera y,
con
expresión
de espanto, me volví hacia el pastor diciendo, como quien suplica y censura al
mismo
tiempo:
«Ahora que
terminaste de dar a tus cabras el pan de un hombre hambriento, ¿no le vas a
dar un poco
de su leche?»
—«La leche
de mis cabras es veneno para los locos y no quiero que ninguna de ellas
pueda ser
culpada de la muerte de alguien, aunque sea un loco.» —«Pero, ¿por qué soy
un loco?»
—«Porque
traes siete panes para un viaje que dura siete vidas.»
—«¿Tenía
entonces que haber traído siete mil?» —«Ni uno solo.»
—«¿Lo que
me aconsejas, entonces, es empezar este largo viaje sin provisiones?»
«El camino
que no ofrece provisiones al caminante, no es un camino que deba
tomarse.»
—«¿Desearías
entonces que comiese piedras en lugar de pan, y bebiese mi propio sudor
en lugar de
agua?»
—«Tu propia
carne te bastará como pan, y tu propia sangre te bastará como agua. Esta
es la
solución.»
— «Llevas
muy lejos tu burla. Sin embargo, no puedo recriminártelo. Aquél que come
de mi pan,
se hace hermano mío, aunque me deje hambriento. El día está huyendo por
detrás de
la montaña y es preciso que reanude mi marcha. ¿Podrías decirme si todavía
estoy muy
lejos de la cumbre?»
«Estás
demasiado cerca del olvido.» Y diciendo esto, colocó la flauta en sus labios y
se
marchó al
son de agrestes notas que parecían un lamento de los mundos inferiores. El
macho
cabrío le siguió y, tras él, todas las cabras. Durante mucho tiempo pude oír
todavía el
crujir de las rocas y los balidos de las cabras, entremezclados con los
lamentos de
la flauta.
Habiendo
olvidado el hambre, comencé a recuperar parte de mi energía y de mi firme
determinación,
que el cabrero había destruido. Antes de que la noche llegara a
alcanzarme
en aquella pedregosa vereda, sería necesario que encontrase un hueco donde
pudiesen
reposar mis huesos cansados, sin correr el riesgo de rodar montaña abajo.
Comencé a
gatear de nuevo. Mirando hacia abajo, apenas podía creer que hubiese
subido
tanto. La falda de la montaña ya no se veía, mientras que la cima parecía estar
al
alcance de
mi mano.
Al caer la
noche, llegué a un grupo de rocas que formaban una gruta. Aunque aquella
gruta se
hallaba al borde de un abismo, en cuyo fondo se podían ver negras y pavorosas
sombras,
resolví hacer de ella mi posada por una noche.
Mis
sandalias estaban deshechas y teñidas de sangre. Cuando intenté quitármelas
descubrí
que mi piel se había pegado a ellas. Las palmas de mis manos estaban cubiertas
de rojos
arañazos. Las uñas parecían pedazos de corteza arrancados de un árbol muerto.
La mayor
parte de mis ropas estaban hechas jirones, a causa de las agudas piedras.
Sentía que
la cabeza me daba vueltas de tanto sueño. Parecía estar vacía de cualquier
otro
pensamiento.
Cuánto
tiempo estuve durmiendo —un momento, una hora o tal vez una eternidad— no
lo sé. Pero
me desperté al sentir que me tiraban con fuerza de una manga. Me senté
asustado y
atontado por el sueño, y vi una joven de pie delante de mí, con una mortecina
linterna en
la mano. Estaba completamente desnuda y era delicadamente bella de cuerpo
y de
rostro. Quien me había tirado de la manga de mi chaqueta era una vieja, tan fea
como bella
era la joven. Sentí un escalofrío que me estremeció de los pies a la cabeza.
«¿Ves como
la buena Fortuna todo lo provee, hija mía?» —Decía la vieja al tiempo que
me
despojaba de mi chaqueta— «Nunca dudes de Fortuna.»
Yo sentía
mi lengua paralizada, y no hacía el menor esfuerzo para hablar y menos
todavía
para resistirme. Era en vano que apelase a mi voluntad. Parecía haberme
abandonado.
Me sentía completamente incapaz de reaccionar; estaba en manos de la
vieja,
aunque hubiese podido arrojarla, al igual que a su hija, fuera de la gruta, si
así lo
hubiese
querido. Pero me faltaba la voluntad y la fuerza para expulsarlas.
No contenta
con haberme quitado la chaqueta, la mujer continuó despojándome de las
demás
prendas, hasta que me dejó completamente desnudo. A medida que me las
quitaba, se
las iba entregando a la joven que se las ponía. La sombra de mi cuerpo
desnudo se
proyectó sobre la pared de la gruta, junto a la sombra de las dos mujeres
desharrapadas,
lo que me llenó de temor y repugnancia. Miraba todo aquello sin
comprender
y sin poder decir nada, precisamente cuando más necesitaba hablar, puesto
que mi voz
era la única arma que poseía en aquella desagradable situación. Finalmente,
mi lengua
se soltó para decir:
«Si has
perdido todo pudor, vieja, yo no lo perdí. Estoy avergonzado de mi desnudez,
incluso
ante una vieja bruja como tú. Aunque más avergonzado me siento delante de la
inocencia
de esta joven.»
—«De la
misma forma que ella lleva tu vergüenza, lleva tú su inocencia.»
—«¿Qué
necesidad tiene una joven de las ropas andrajosas de un hombre cansado, que
se halla
perdido en la montaña, en una noche semejante y en un lugar como éste?»
— «Tal vez
para aligerarle de su carga. Tal vez para calentarse. Los dientes de la pobre
niña están
castañeteando de frío.»
—«Mas
cuando el frío haga castañetear los míos, ¿cómo podré ahuyentarlo? ¿No tienes
piedad en
tu corazón? Mis ropas son lo único que todavía poseo en este mundo.
—«Cuanto
menos poseas, menos serás poseído; Cuanto más poseas, más serás poseído.
Cuanto más
seas poseído, en menos serás valorado; Cuanto menos seas poseído, en
más serás
valorado. Ahora vamonos, hija mía.»
Al tomar
ella la mano de la joven, y cuando ya se retiraban, me vinieron a la mente
millares de
preguntas que deseaba hacer. Sólo una consiguió salir de mi boca:
—«Antes de
que te retires, vieja, ¿puedes tener la bondad de decirme si todavía estoy
muy
distante de la cumbre?»
—«Estás al
mismo borde del Abismo Negro.»
La luz
mortecina de la linterna lanzó nuevamente hacia mí aquellas extrañas sombras,
cuando las
dos se retiraron de la gruta, desapareciendo en la noche, negra como el
azabache.
Una gélida y negra ráfaga de viento, que no sabía de dónde provenía, me
alcanzó.
Ráfagas más negras y más frías la siguieron. Las propias paredes de la gruta
parecían
estar sudando hielo. Mis dientes comenzaron a castañetear y, en esta situación,
acudían a
mí los pensamientos más confusos: las cabras pastando en las rocas, el pastor
burlón, la
vieja y la joven, yo desnudo, magullado y herido, con hambre y frío, confuso
en aquella
gruta al borde de un abismo semejante. ¿Estaría próximo a mi objetivo?
¿Conseguiría
alcanzarlo? ¿Tendría fin aquella noche?
Apenas
había vuelto en mí, cuando oí ladrar a un perro, y vi otra luz, a muy corta
distancia,
dentro de la misma gruta.
—«¿Ves cómo
la buena Fortuna provee, querida mía? Nunca dudes de la Fortuna.» Era
la voz de
un viejo cargado de años, con barba, encorvado y con las rodillas temblorosas.
Hablaba con
una mujer tan vieja como él, sin dientes, desgreñada y, como él, también
encorvada y
de vacilantes rodillas. Aparentemente sin tener conocimiento de mi
presencia,
continuó con la misma voz penetrante que parecía luchar para poder salir de
aquella
garganta.
—«Una
lujosa cámara nupcial para nuestro amor, y un espléndido cayado para sustituir
al que
perdiste. Con un bastón como éste ya no tropezarás, amor mío.» Y diciendo así,
cogió mi
cayado y se lo dio a la vieja, que se inclinó sobre él con ternura,
acariciándole
con sus
manos marchitas. Seguidamente, como si acabase de darse cuenta de mi
presencia,
pero siempre hablando a su compañera, continuó:
—«El
desconocido se va a ir inmediatamente, querida, y podremos soñar nuestros
sueños sin
testigos.»
Estas
palabras cayeron sobre mí como una orden a la que me sentía incapaz de
desobedecer,
especialmente cuando el perro se aproximó gruñendo amenazadoramente,
como para
hacerme cumplir la orden de su dueño. La escena me llenó de horror. Asistía
a ella como
si estuviese bajo el efecto de un encantamiento... y, en ese estado, fui
caminando
hasta la salida de la gruta, haciendo esfuerzos desesperados para poder
hablar,
para defenderme, para manifestar mis derechos.
— «Me
habéis quitado mi cayado. ¿Seréis tan crueles como para expulsarme de esta
gruta, que
debería ser mi cobijo por esta noche?»
—«Felices
los que no tienen cayado, pues no tropiezan.
Felices los
que no tienen hogar,
pues están
en casa.
Sólo los
que tropiezan —como nosotros—,
precisan
andar con cayados.
Sólo los
que están encadenados a un hogar
—como
nosotros—,
necesitan
tener una casa.»
Así
cantaban a dúo, mientras preparaban el lecho nivelando la grava con sus largas
uñas, sin
prestarme atención. Esto me hizo gritar de desesperación:
- «Mirad
mis manos. Mirad mis pies. Soy un caminante perdido en esta ladera. Tracé
con mi
propia sangre mi camino hasta aquí. Ya no puedo ver ni una sola pulgada más de
esta
pavorosa montaña, que parece ser tan familiar para vosotros. ¿No os inquieta
tener
que pagar
por esto? Dadme al menos vuestra linterna, si no queréis permitir que
comparta esta
noche la gruta con vosotros.»
—«El amor
no quiere ser desnudado. La luz no quiere ser compartida. Ama y ve.
Ilumina y
sé. Cuando la noche caiga, y el día se vaya, y la tierra esté muerta, ¿cómo
viajarán
los caminantes? ¿Quién se atreverá a avanzar?
Completamente
exasperado, decidí recurrir a la súplica, aunque íntimamente sabía que
era inútil,
pues una extraña fuerza continuaba empujándome hacia afuera:
-«Buen
anciano, buena anciana, aunque yo esté entumecido por el frío y deshecho por el
cansancio,
no seré una mota en vuestros ojos. Yo también probé el amor. Os dejaré mi
cayado y mi
humilde posada, que habéis escogido como cámara nupcial. Sólo os pido a
cambio un
pequeño favor: Ya que me negáis la luz de vuestra linterna, ¿tendríais la
bondad de
guiarme fuera de esta gruta y enseñarme el camino hacia la cima? Perdí el
sentido de
la orientación y del equilibrio. Ya no sé ni lo que subí, ni cuánto tendré que
subir
todavía.»
Sin prestar
atención a mi súplica, ellos cantaban:
—«Lo
verdaderamente alto, siempre está abajo. Lo verdaderamente rápido, siempre va
despacio.
Lo altamente sensible es entorpecido. Lo altamente elocuente es mudo. El
flujo y el
reflujo son una sola marea. Quien no tiene guía, tiene el mejor guía. El más
grande es
siempre el más pequeño. T todo lo tiene, quien todo lo suyo entrega.»
Como último
recurso, les pedí que me dijesen hacia qué lado debía dirigirme al salir de
la gruta,
pues la muerte podía estar esperándome al primer paso que diese, y yo todavía
no quería
morir. Sin aliento, esperé la respuesta, que llegó por medio de otro extraño
canto, que
me dejó más perplejo y exasperado que antes:
—«El borde
del peñasco es duro y escarpado. El seno del vacío es blando y profundo.
El león y
el gusano. El cedro y la retama. El conejo y el caracol. El lagarto y la
codorniz.
El águila y el topo. Todos en el mismo agujero. Un solo anzuelo, un solo
cebo. Sólo
la muerte compensa.
Como es
arriba, así es abajo.
Morir para
vivir o vivir para morir.»
La luz de
la linterna se apagó en el momento en que salí de la gruta, gateando con las
manos y las
rodillas, con el perro detrás de mí, como para cerciorarse de que realmente
salía. La
oscuridad era tan densa, que me parecía sentir su peso sobre mis párpados. No
podía
demorarme ni un instante más. El perro me lo hizo comprender muy claramente.
Un paso
vacilante. Otro paso vacilante. Un tercer paso vacilante, y tuve la impresión
de
que la
montaña había desaparecido bajo mis pies. Me sentí cogido por las olas
revueltas
de un mar
de tinieblas que me robaban el aliento y me lanzaban hacia abajo... hacia
abajo...
hacia abajo...
La última
imagen que pasó por mi mente, cuando giraba en el vacío del Abismo Negro,
fue la de
la satánica pareja de novios. Las últimas palabras que murmuré cuando el
aliento se
me heló, fueron las que ellos habían pronunciado:
«Morir para
vivir, o vivir para morir.
¿Morir
para vivir o vivir para morir? ahí esta la decisión del cuerno cero
¿Comprendes?
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