lunes, 10 de junio de 2024

El movimiento de la fe

 

El movimiento de la fe 

 

 

No puedo comprender a Abraham ni, en cierto sentido, aprender nada de él sin asombro. Si alguien espera que le bastará con considerar el curso de esta historia para poder ingresar con mayor facilidad en la fe, se está engañando a sí mismo y tratando de engañar a Dios en lo concerniente al primer movimiento de la fe; se pretende sacar de la paradoja un saber de la vida, y es posible que alguno lo logre, pues nuestra época no se detiene junto a la fe ni en ese milagro suyo capaz de transformar el agua en vino: va más allá y convierte el vino en agua. ¿No sería mejor quedarse en la fe? ¿No resulta escandaloso que todos intenten ir más allá? Cuando los hombres de hoy no quieren —y lo proclaman de todos los modos imaginables— detenerse junto al amor, ¿adonde podrían encaminarse? Hacia los sofismas de este mundo, hacia los intereses mezquinos, hacia la ruindad y la miseria; en resumen, hacia todo aquello que puede hacer dudar al hombre de su origen divino. ¿No habría sido mejor intentar mantenerse en la fe, y, una vez instalados en ella, estar alerta para no caer? Pues el movimiento de la fe se debe hacer constantemente en virtud del absurdo, aunque poniendo un cuidado extremo en no perder la finitud, sino, al contrario, recuperarla íntegramente. Yo, por mi parte, estoy capacitado para describir los movimientos de la fe, pero no para llevarlos a cabo. Si alguien desea aprender los movimientos requeridos para poder nadar, puede muy bien suspenderse del techo por medio de un adecuado sistema de correas y poleas y ejecutar entonces los movimientos precisos, pero no por ello podrá decir que está nadando. De un modo semejante puedo también llevar a cabo los movimientos de la fe, pero sólo arrojándome al agua podré realmente nadar (no soy de esos que chapotean junto a la misma orilla) y estaré haciendo los movimientos del infinito; la fe, por su parte, procede exactamente al contrario: comienza con los movimientos del infinito, y sólo más tarde pasa a los de lo finito. ¡Dichoso quien es capaz de realizar estos movimientos, pues cumple lo prodigioso!; yo nunca me cansaré de admirarlo, tanto si se trata del mismo Abraham como de un siervo de su casa, tanto si es un catedrático de filosofía como la más humilde de las criadas; tanto me da, porque lo único que reclama mi atención son los movimientos. Pero mientras los contemplo no me dejo engañar ni por mí mismo ni por los demás. Es fácil reconocer a los caballeros de la resignación infinita, pues caminan con paso ágil y decidido. En cambio engañan con facilidad aquellos que llevan consigo el tesoro de la fe, dado que su aspecto exterior presenta una sorprendente semejanza con quienes desprecian profundamente tanto la infinita resignación como la fe, es decir, con la burguesía. Lo confieso con sinceridad: no he podido encontrar, a lo largo de mis experiencias, un solo ejemplar de caballero de la fe digno de confianza, sin que con esta afirmación quiera negar que quizás una de cada dos personas lo sea. Pero se da la circunstancia de que llevo muchos años buscando en vano. Generalmente viajamos por el mundo con el fin de ver ríos y montañas, estrellas de otras latitudes, pájaros variopintos, peces deformes y razas humanas grotescas; nos abandonamos a un estupor animal, que nos deja con la boca abierta ante lo existente, y concluimos por creer que hemos visto algo. Nada de eso me interesa. Pero si yo viniera a saber dónde habita un verdadero caballero de la fe, me pondría en el acto en camino hacia aquel lugar, pues esa es la clase de maravilla que me interesa. Una vez en- contrado no lo perdería de vista un solo momento, observando constantemente todos y cada uno de sus movimientos. Me sentiría como quien ha encontrado un sustento en esta existencia y dividiría mi tiempo dedicando una parte de él a observarlo y otra a ejercitarme yo mismo, de modo que todo mi tiempo sería empleado en admirarlo. Aunque, como acabo de decir, nunca he encontrado a nadie semejante, me puedo imaginar sin dificultad cómo puede ser. Supongamos que lo tengo delante de mí: nos presentan; en el mismo instante que mi mirada se posa en él, me repele, salto presuroso hacia atrás, doy una palmada y musito. ¡Santo cielo!, ¡éste es el hombre!, pero ¿será posible? ¡Si parece el jefe de una oficina de recaudación de impuestos! Sin embargo, ése es el hombre. Luego, me acerco a él y lo observo; escruto hasta su más imperceptible movimiento, por si se da el caso de que haga alguna especie de, digamos, señal telegráfica de significado diferente, una señal procedente del infinito: una mirada, un ademán un gesto melancólico, una sonrisa que, al ser distinta de las finitas, delatase lo infini- to. ¡Nada! Entonces examino su figura de pies a cabeza, con la esperanza de descubrir una posible grieta a través de la que se vislumbrase lo infinito. ¡Nada! Todo él es macizo. ¿Y su punto de contacto con el suelo? Es sólido, e íntegramente: ningún buen burgués de esos que, aparatosamente vestidos, se pasean una tarde de domingo por Fresberg plantaría el pie en el suelo con mayor firmeza. Nada puedo descubrir en él de esa actitud diferente y distinguida característica del caballero de lo infinito. Se divierte con todo, participa en todo, y cada vez que se le ve intervenir en lo particular lo hace con esa tenacidad que es más bien típica del hombre mundano cuyo espíritu está apegado a semejantes cosas cismundanas. Sabe muy bien lo que hace y porqué lo hace. Se podría pensar al verlo que es un plumífero que ha vendido su alma a la contabilidad italiana, tan exacto es. El domingo se concede vacación. Va a la iglesia. Ninguna mirada celeste ni signo de lo inconmensurable le traiciona; de no conocerlo, resultaría imposible distinguirlo de los restantes feligreses, pues aunque bien es cierto que canta los salmos afinadamente y con voz poderosa, esto demuestra, a lo sumo, que posee unos excelentes pulmones. Por la tarde se encamina hacia el bosque. Disfruta de cuanto contempla: la animada multitud, los nuevos ómnibus, el Sund, y cuando nos lo volvemos a encontrar por la Strandveien, podríamos creer que es un comerciante disfrutando de su día libre, pues por su modo de solazarse así lo parece; no es un poeta: en vano ha tratado de sorprender en él un destello de inconmensurabilidad poética. Cuando la tarde declina, vuelve a casa, y su andadura es tan incansable como la de un cartero. Mientras camina, va pensando en que sin duda cuando llegue a su hogar encontrará a su mujer esperándole con algún plato delicioso; por ejemplo, cabeza de cordero, asada, con guarnición de verduras. Y si se tropieza con otra persona de su misma mentalidad, será capaz de ir con él hasta Osterport, hablándole del plato en cuestión con un entusiasmo capaz de asombrar a un hostelero. Puede también darse la circunstancia de que, precisamente en aquellos momentos, se encuentre en pésimas condiciones financieras, pero aún así continuará en la firme creencia de que su mujer le está esperando con ese delicioso manjar a punto. Y si resulta que ésta le espera realmente con tal plato, el vérselo comer resultará un envidiable espectáculo para las gentes de posición elevada y un motivo de admiración para las del pueblo llano, porque ni el mismo Esaú demostró parejo apetito. Y lo más curioso es que si, llegado a casa, su mujer no le ha preparado este plato, no le cambia el humor. En su camino de vuelta ve a una persona delante de un solar. Entabla conversación con ella y he aquí que en pocos instantes hace surgir un edificio sobre aquel suelo, pues parece disponer de cuanto se requiere para llevar a cabo su construcción. Cuando se separan, el otro se marcha pensando: «éste debe ser un capitalista», mientras que nuestro admirado caballero se dice: «si me encargaran a mí el edificio, ya verían lo que soy capaz de hacer». En su casa, se acoda en una ventana abierta y comienza a observar el lugar en que vive, y todo lo que allí ocurre: una rata que se desliza dentro de una alcantarilla, unos niños que están jugando..., todo solicita su atención, mientras su alma se mantiene en una placidez propia de una muchachita de dieciséis años. No es un genio, pues inútilmente lo he espiado para sorprender en él la inconmensurabilidad del genio. A la caída de la tarde se fuma una pipa, cualquiera que lo viese juraría que era el salchichero del piso de arriba vegetando en el crepúsculo. Parece tomar todo con la mayor despreocupación, como si fuese indiferente y descuidado, y, sin embargo, está pagando por cada instante de su vida el más alto de los precios, pues no lleva a cabo ni la más pequeña acción si no en virtud del absurdo. Y sin embargo, sin embargo... ¡sí!, es algo como para ponerse verde de envidia, porque, sin embargo, ha hecho y hace en cada instante el movimiento del infinito. Vuelca la profunda melancolía de la existencia en la resignación sin límites; sabe de la dicha de lo infinito, ha experimentado el dolor de haber renunciado a todo lo que más ama en esta vida; sin embargo, saborea la finitud, con la misma plenitud que quien no conoció nada más alto, pues su acomodación en lo finito no permite descubrir hábitos de espanto o desasosiego, antes bien posee esa seguridad propia de quien goza de la certeza de lo dismundano. Y sin embargo, sin embargo, esa imagen suya terrena es una creación en virtud del absurdo. Se resignó infinitamente a todo y lo pudo recobrar de nuevo gracias al absurdo. Realiza incesantemente el movimiento del infinito, pero lo lleva a cabo con una corrección y una seguridad tal que expresa siempre lo finito sin que por un solo instante deje entrever la existencia de otra cosa. Según parece, lo que le resulta más difícil a un bailarín es adoptar, de un salto, una postura determinada pero de forma tal que no se le pueda contemplar en dicha posición, pues en el salto mismo se da la postura. Quizás no exista un solo bailarín capaz de ello, pero nuestro caballero lo hace. Son muchos los que viven inmersos en los dolores y delicias de esta vida; son como aquellos que, en un baile, en lugar de bailar se pasan todo el tiempo sentados. Los caballeros del infinito son bailarines y alcanzan altura. Con un salto se elevan y vuelven a caer, lo que constituye un espectáculo muy entretenido, digno de contemplar. Pero en el momento de tocar el suelo de nuevo, no pueden quedarse instantáneamente fijos en una posición, sino que vacilan durante unos segundos; ese vacilar demuestra que son ajenos a este mundo. Según sea experto el espectador le saltará más o menos a la vista esa vacilación, pero ni siquiera el mejor de tales caballeros conseguirá eliminar completamente su vacilar. No es cuando se encuentran en el aire el momento de observarlos, sino cuando tocan el suelo, precisamente entonces: así se les reconocerá. Pero caer de tal manera que pueda parecer que a la vez están inmóviles y en movimiento, transformar en caminar el salto de la vida, expresar a la perfección lo sublime en lo pedestre, eso sí lo consigue el caballero y ese es el auténtico prodigio. Pero este portento puede fácilmente inducir a engaño a cualquiera; para evitar tal cosa, voy yo ahora a describir los movimientos que se dan en una situación determinada, de modo que se pue- da poner en claro su relación con la realidad, porque todo gira en torno a ello. Un joven amador se enamora de una princesa y todo el sentido de su vida queda contenido en ese amor, pero las circunstancias son tales que no consienten que ese sentimiento pueda convertirse en realidad, es decir, pasar del plano de lo ideal al de lo real. Como era de esperar, los siervos de la mezquindad, ranas del lodazal de la vida, comienzan a gritar: ¡Pura locura un amor semejante! ¡Tan buen o mejor partido es la acaudalada viuda del cervecero! ¡Dejémosles croando en su charco pantanoso! El caballero de la resignación infinita no les presta atención alguna y no está dispuesto a renunciar a su amor ni aun a cambio de toda la gloria de este mundo. No es tan estúpido. Lo primero que hace es asegurarse de que su amor confiere realmente sentido a su existencia, y su alma es demasiado sensata y digna para dejar al azar el más pequeño pormenor. No es un cobarde, puesto que no teme que ese amor se le meta en lo más íntimo, en sus más recónditos pensamientos, y le consiente que se vaya entrelazando en un trenzado de innumerables vueltas alrededor de cada ligamento de su conciencia, de modo que si ese amor resulta desgraciado ya nunca podrá desarraigarlo. Experimenta una gloriosa voluptuosidad cuando el amor hace vibrar uno a uno sus nervios, pero su alma es tan solemne como la del hombre que, tras haber vaciado la copa del veneno, nota como la ponzoña se infiltra en cada gota de su sangre, pues ese instante es vida y muerte a la vez. Cuando el amor ha sido absorbido de este modo, y se sumerge en él, encuentra valor para intentarlo todo, para atreverse a todo. Con una sola mirada abarca la vida y sus contingencias, convoca a sus veloces pensamientos que, como palomas amaestradas, obedecen a cada indicación suya; luego, agita sobre ellas la varita mágica y escapan volando en todas direcciones. Pero una vez que han regresado todas, y todas resultan ser mensajeros del dolor, y le advierten de la imposibilidad, permanece tranquilo, las despide de nuevo, y ya una vez solo, emprende su movimiento. Pero debo aclarar que únicamente cuando se realiza con normalidad el mo- vimiento puede tener sentido ese acto. Lo primero que en dicho momento necesita el caballero es la capacidad necesaria para concentrar todo el contenido de la vida y todo el significado de la realidad en un único deseo. Si a la persona le falta esta particularidad de la concentración, su alma se hallará desde el principio fragmentada en la multiplicidad, y así nunca se encontrará en grado de hacer ese movimiento, comportándose en esta vida tan juiciosamente como esos capitalistas que colocan su dinero en diferentes valores bursátiles para poder así ganar en uno de ellos lo que pudieran haber perdido en otro, es decir: no es un caballero. Además de esto, el caballero ha de poseer la capacidad de saber concentrar el resultado de todo su proceso mental en un único acto de conciencia. Si carece de esta posibilidad interior, su alma se hallará desde el principio dispersa con tal intensidad en lo múltiple que nunca dispondrá del tiempo requerido para ejecutar el movimiento, ya que estará siempre atareada en llevar adelante los negocios de este mundo, sin posibilidad de ingresar jamás en la eternidad, porque en el mismo momento que se disponga a hacerlo, descubrirá, de repente, que olvidó algo, y se verá obligado a dar media vuelta. Y pensará: quizá lo podré hacer la próxima vez; pero consideraciones de esta especie nunca han servido para llevar a cabo el movimiento, sino que más bien hundirán, cada vez más a esa persona en el médano. De modo que el caballero realiza el movimiento, pero ¿cuál? ¿Olvidará todo lo demás al llevar a cabo la concentración? ¡No!, pues el caballero no cae en contradicción consigo mismo, y contradicción sería olvidar el contenido de la propia vida cuando se continúa siendo el mismo. No siente ninguna inclinación a convertirse en otro, y tampoco considera esa transformación como una acción grandiosa. Sólo las naturalezas inferiores llegan a olvidarse de sí mismas y se convierten en algo nuevo; la mariposa ha olvidado que antes ha sido oruga, y es posible que más adelante llegue a olvidarse de que fue mariposa, hasta el punto que podría convertirse en pez. Las naturalezas profundas nunca se olvidan de sí mismas y nunca se convierten en algo diferente de aquello que siempre fueron. Por eso el caballero puede recordarlo todo, aunque precisamente sus recuerdos serán su dolor; con todo, y en virtud de su resignación infinita, se encuentra reconciliado con la vida. El amor que siente por la princesa se le convierte en expresión del amor eterno, asume un carácter religioso, transfigurándose en un amor al Ser Eterno, que ciertamente contrarió su cumplimiento, pero le reconcilió de nuevo con la conciencia eterna de su validez en forma de una eternidad que ninguna realidad podrá arrebatar. Solamente los locos y los adolescentes creen que todo es posible para un hombre: tremendo error. Todo es posible en el plano espiritual, pero en el mundo de lo finito hay muchas cosas imposibles. Lo imposible se convierte en posible porque el caballero lo expresa espiritualmente, pero al hacerlo así expresa a la vez su renuncia a ello. Y el deseo que debía convertirse en realidad, pero que había quedado varado en la imposibilidad, se pliega ahora hacia dentro, aunque no por ello se pierde o cae en el olvido. Y así, el caballero siente dentro de él ora los movimientos escondidos de este deseo, que hace aflorar el recuerdo, ora los despierta él mismo, pues es demasiado orgulloso como para aceptar que lo que constituyó la substancia misma de su existencia haya podido ser un sentimiento efímero, algo pasajero. Mantiene joven este amor suyo, y con él crece en años y hermosura. Pero para hacerlo aumentar no requiere del concurso de ningún objeto de la finitud. Desde el instante mismo en que hace el movimiento, se queda sin la princesa. No necesita de esos cosquilleos eróticos que experimentan los nervios cuando contempla a la amada, ni de cualquier otra sensación similar, como tampoco necesita estarse despidiendo perpetuamente de ella en sentido finito, ya que el recuerdo que guarda de la princesa es eterno, y sabe muy bien que aquellos amantes siempre ansiosos de verse todavía una última vez tienen motivos sobrados para tales ansias y razón cuando dicen que esa será la última, pues muy pronto se habrán olvidado uno de otro. Ha comprendido el gran secreto de que, aun amando a otro, no hay que dejar de ser uno mismo. Llegado a ese punto, no considerará ya desde un punto de vista finito lo que hace la princesa, y esa será la prueba de que ha llevado a término un movimiento infinito. Entonces se le presenta la oportunidad de comprobar si ese movimiento del individuo ha sido real o ilusorio; se da el caso de quien cree haber hecho el movimiento, pero he aquí que pasa el tiempo y la princesa toma una decisión —por ejemplo: se casa con un príncipe—, y en el acto pierde su alma la elasticidad de la resignación. Al notar la pérdida comprende que no había ejecutado el movimiento con la debida corrección, pues quien se resignó a nivel infinito se basta a sí mismo. El caballero no cancela su resignación, y su amor se conserva con la lozanía del primer instante: no se desprende nunca de él, gracias precisamente a que efectuó su movimiento en la infinitud. Lo que la princesa haga no le puede causar desasosiego, pues sólo las naturalezas inferiores encuentran en otro la justificación de sus actos, sólo las naturalezas inferiores encuentran las premisas de sus actos fuera de sí mismas. Pero si la princesa es semejante a él, será capaz de apreciar la alegría que hay dentro de la belleza del amor. Entonces, por propia voluntad, ingresará ella misma en la orden de los caballeros, donde uno no es admitido por medio de votación, sino sólo cuando tiene el coraje de ingresar; será miembro de ella quien, al querer ingresar, da muestra con ello de su inmortalidad, sin que se tome en consideración si el neófito es varón o hembra. Y también la princesa conservará joven y fresco su amor, también ella habrá prevalecido sobre su dolor, aunque no le ocurra como a aquella de quien dice la canción: «y cada noche reposa junto a su señor». Ambos amantes se pertenecerán mutuamente por toda la eternidad en una harmonia praestabilita, tan enérgica y acompasada, que si alguna vez llegase la ocasión de poder expresar ese amor dentro de la temporalidad (contingencia que no les interesa finitamente, pues entonces quedarían sometidos a la vejez), si alguna vez llegase la ocasión, digo, se encontrarán en disposición de poder comenzar precisamente en el punto desde el que habrían podido hacerlo si inicialmente hubiesen contraído matrimonio. Aquel que lo ha comprendido, sea hom- bre o mujer, nunca podrá ser engañado, pues sólo las naturalezas inferiores se imaginan que se les está engañando. Y si una joven carece de semejante dignidad, será incapaz de entender nada sobre el amor, mientras que resultarán impotentes las argucias y trampas del mundo entero frente a aquella que la posea. En la resignación infinita hay paz y reposo; cualquier persona que lo desee, y que no se haya degradado hasta el extremo de despreciarse a sí misma (lo que es aún más peligroso que el orgullo excesivo), puede aprender a realizar ese movimiento, que, en el dolor que comporta, reconcilia con la existencia. La resignación infinita es como esa camisa que describe el cuento popular: el hilo está tejido entre lágrimas, la tela decolorada con lágrimas y la camisa cosida en lágrimas, pero por eso resulta mejor protección que el hierro o el acero. El punto débil de este cuento reside en que también un tercero puede hacerse una camisa semejante. Y el secreto de la vida consiste en que cada uno debe coserse su propia camisa, y lo sorprendente es que un hombre puede coser tan bien como una mujer. La resignación infinita trae consigo paz, reposo y alivio del dolor, a condición de que el movimiento haya sucedido normalmente. Creo que no me sería difícil escribir todo un señor libro donde analizara los malentendidos de toda índole, las situaciones falsas y los movimientos realizados con negligencia que me ha sido dado observar personalmente en mis reducidas experiencias. Se confía muy poco en el espíritu, y sin embargo es obligado a recurrir a él si se desea ejecutar el movimiento, el cual no deberá ser resultado único de una dira necessitas, pues cuanto más sea así, tanto más dudoso resulta el carácter normal del movimiento. De modo que si alguno afirma que la fría y estéril necesidad ha de intervenir ineludiblemente en el movimiento, estará simplemente afirmando que nadie puede tener una experiencia de la muerte hasta no haber muerto, lo que me parece un punto de vista fruto del más grosero materialismo. En nuestra época no hay nadie que se preocupe ni mucho ni poco de ejecutar movimientos correctos. Si uno que quisiera aprender a bailar dijese: «Ge- neración tras generación, en el correr de los siglos, han ido aprendiendo los hombres las posturas de la danza, por eso creo que ha llegado el momento oportuno de que saque provecho de toda esa experiencia; así que, inmediatamente, me voy a dedicar a los bailes franceses»; la gente se reiría bastante de él, pero en el mundo del espíritu resulta altamente plausible un razonamiento similar. ¿Qué es entonces la cultura? Yo siempre la he considerado como el camino que ha de recorrer un individuo para llegar al conocimiento de sí mismo; y muy poco le servirá a quien no quiera emprender ese itinerario el haber nacido en la más ilustrada de las épocas. La resignación infinita es el último estadio que precede a la fe, de modo que quien no haya realizado ese movimiento no alcanzará la fe. Sólo en la resignación infinita me descubro en mi valor eterno: sólo entonces, en virtud de la fe, podré tratar de hacerme con la existencia de este mundo. Veamos ahora cómo se comporta el caballero de la fe en la circunstancia que acabamos de citar. Actúa exactamente lo mismo que el otro caballero: rechaza infinitamente ese amor que es el contenido de su existencia y encuentra la conciliación en el dolor; pero entonces ocurre el portento, y realiza aún otro movimiento el más asombroso de todos, pues dice: «Pese a todo, creo que obtendré el objeto de mi amor gracias al absurdo, pues para Dios nada hay imposible». Lo absurdo no se encuentra entre las diferencias comprendidas dentro del marco propio de la razón, ni es idéntico a lo increíble, inesperado e imprevisto. A partir del instante en el que el caballero se resigna, adquiere la certeza de la imposibilidad, desde el punto de vista terreno, tal es el resultado del raciocinio que ha tenido la energía de hacer al reflexionar sobre esta idea. Pero en cambio resulta posible desde el punto de vista de lo infinito —siempre que se dé la resignación—, siendo esa posesión al mismo tiempo una renuncia, aunque no por ello resulte la posesión un absurdo considerada desde la razón, porque la razón siempre ha contado con el derecho de afirmar que allí donde ella impera, en el mundo de lo finito, es y siempre será imposi- ble. El caballero de la fe tiene una clara conciencia de la imposibilidad; por lo tanto, sólo le puede salvar el absurdo, y lo aprehende por medio de la fe. De modo que reconoce la imposibilidad y al mismo tiempo cree en el absurdo, pues si él, sin haber confesado con toda la pasión de que son capaces su alma y su corazón la imposibilidad, se imagina estar en posesión de la fe, se engaña a sí mismo y su testimonio no tendrá ningún valor, puesto que ni tan siquiera fue capaz de alcanzar la resignación infinita. La fe no es, por lo tanto, un movimiento estético, sino que pertenece a un estadio más elevado; precisamente por eso ha de ir precedida de la resignación; no es un impulso inmediato del corazón, sino la paradoja de la existencia. Cuando, a pesar de todas las dificultades, una muchacha está segura de que su deseo será satisfecho, su certeza no es en absoluto la de la fe, aunque haya sido educada en un hogar cristiano, y aun cuando haya asistido, posiblemente, durante todo un año a la catequesis. Con todo su candor, con toda su ingenuidad infantil se siente segura de ello; esta convicción ennoblece también todo su ser, y le confiere una dimensión sobrenatural de tal categoría que le consiente, como a un taumaturgo, conjurar las fuerzas finitas de la existencia, y hacer llorar hasta a las mismas piedras, mientras que ella, por otra parte, puede, en su perplejidad, volverse tanto hacia Pilatos como hacia Herodes, y mover el mundo entero con sus ruegos. La certidumbre que posee es muy grata, y mucho se puede aprender de ella; pero hay algo que no nos puede enseñar: a hacer los movimientos, pues su convicción no osa mirar cara a cara a la imposibilidad en el dolor de la resignación. Puedo deducir en consecuencia que para cumplir el movimiento de resignación infinita se requieren fortaleza, energía y libertad de espíritu; puedo deducir que es factible. Pero el paso siguiente me deja atónito y mi cerebro siente vértigo, pues, una vez realizado el movimiento de la resignación, después de haberlo conseguido todo en virtud del absurdo, resulta prodigioso, algo por encima de las fuerzas humanas, ver realizado el deseo en toda su integridad. Me doy también cuenta de que la certeza de la muchacha resulta muy liviana, si la comparamos con la firmeza de la fe, independientemente de que haya reconocido la imposibilidad. Cada vez que quiero hacer el movimiento se me nubla la vista y en el instante mismo que comienzo a admirarlo sin reservas, se adueña de mi alma una espantosa angustia, pues comprendo que estoy tentando a Dios. Sin embargo, así es el movimiento de la fe y así será siempre, incluso cuando la filosofía, en un intento de oscurecer los conceptos, nos quiere hacer creer que está en posesión de la fe, e incluso, cuando la teología quiere ponerla a la venta a precio de saldo. El acto de la resignación no requiere fe alguna, pues lo que consigo con ello es mi conciencia eterna, movimiento estrictamente filosófico que me siento capaz de cumplir cuando hace falta y en el que puedo entrenarme hasta llegar a ejecutarlo de memoria, pues cada vez que una circunstancia de este mundo amenaza con desbordarme, me someto a la disciplina del ayuno hasta el mo- mento de llevar a cabo el movimiento, porque mi amor a Dios constituye mi conciencia eterna y eso me es más importante que todo lo demás. Para resignarse no se necesita de la fe, pero para conseguir el más pequeño objetivo por encima de mi conciencia eterna sí se requiere, pues en eso consiste la paradoja. Se confunden con frecuencia estos movimientos. Se asegura que se necesita la fe para poder renunciar a todo, y es más, se oyen de vez en cuando las afirmaciones más peregrinas; una persona se lamenta de haber perdido su fe, y cuando quien le escucha trata de averiguar a qué escalón había llegado en aquélla, comprueba con sorpresa que no había pasado del punto en que se debe iniciar el movimiento de la resignación infinita. Por la resignación renuncio a todo; es un movimiento que hago por mí mismo, y si no lo hago será a causa de mi cobardía y de mi indecisión, a causa de que me falta el entusiasmo, y debido, además, a que no soy consciente de la alta dignidad que supone el que un individuo sea su propio censor: dignidad más importante que la del mismo censor general de la república romana. Este movimiento lo hago por mí mismo, y en su virtud me consigo a mí mismo en la conciencia de mi eternidad, en bienaventurada armonía con mi amor al Ser Eterno. Por la fe no renuncio a nada, antes al contrario, lo consigo todo, exactamente en el mismo sentido que cuando se dice que quien tenga una fe del tamaño de un grano de mostaza, podrá con ella levantar montañas. Hace falta un valor puramente humano para renunciar a la temporalidad en todas sus manifestaciones, y así obtener la eternidad, pero una vez conseguida no puedo renunciar a ella, ya que sería una contradicción. Pero se requiere un valor humilde y paradójico para hacerse, a continuación, con la temporalidad en virtud del absurdo; ese valor es el de la fe. Abraham no renunció a Isaac por medio de la fe, sino que, al contrario, lo recuperó por medio de ella. Por resignación podía haber dado el joven rico cuanto poseía, pero, si lo hubiera hecho, podría haberle dicho entonces el caballero de la fe: en virtud del absurdo vas a recuperar cuanto diste, ¿eres capaz de creerlo? Estas palabras no habrían dejado indiferente al joven rico, pues si se deshacía de sus bienes porque se había hartado de ellos, su resignación no valdría gran cosa. Temporalidad y finitud: todo gira a su alrededor. Puedo, por mi propio esfuerzo, renunciar a todo y encontrar la paz y. el reposo en el dolor; puedo adecuarme a todo; incluso si ese espantoso demonio —más terrible que la Desnarigada, amedrentadora de los hombres—, incluso si la Demencia me pusiera su traje de bufón delante de los ojos, y yo comprendiese por sus gestos que me tocaba vestirlo, podría aún salvar mi alma, a condición de que sea para mí más importante mi amor a Dios que mi felicidad terrena. Todavía en ese último instante puede un hombre concentrar toda su alma en una mirada dirigida al cielo, de donde proceden todos los dones amables, y esa mirada será considerada por él y por aquel a quien busca como una señal de que, por encima de todo, ha permanecido fiel a su amor. Entonces podrá ponerse sin miedo el traje. Aquel cuya alma no es capaz de este romanticismo, habrá vendido su alma, tanto si le ofrecieron a cambio un reino como si fue sólo una moneda de plata. Por mis fuerzas no puedo conseguir nada de lo que pertenece a la finitud, pues las he de usar constantemente para renunciar a todo. Usando de mis propias fuerzas puedo renunciar a la princesa, y no habré de pasar mi tiempo lamentándome, sino que encontraré alegría, paz y alivio de mi dolor, pero no puedo recuperarla por mis propios medios, pues todas mis fuerzas están ocupadas en el acto de la renuncia. Pero, por medio de la fe, nos dice el asombroso caballero, por ella, y en virtud del absurdo, la recuperarás. Pero, he aquí, que no puedo llevar a cabo el movimiento. Apenas trato de iniciarlo y todo se trastrueca; entonces huyo y vuelvo al dolor, de la resignación. En el mundo soy capaz de nadar, pero resulto demasiado pesado para la flotación mística. Me es imposible vivir de manera que mi oposición a la existencia conviva en hermosa y serena unión armónica con ella. Y, sin embargo, me estoy diciendo constantemente que de ser muy hermoso conseguir a la princesa; todo caballero de la renunciación que no piense lo mismo es sólo un farsante que nunca ha cobijado en sí el deseo ni ha conservado la frescura del deseo en su dolor. Quizá crea —por resultarle más cómodo— que el deseo está ya muerto, que la punta del dardo del dolor está embotada, pero lo cierto es que no es un caballero. Un alma magnánima que descubriese tales sentimientos dentro de sí, se despreciaría a sí misma y volvería a comenzar desde el principio; lo que nunca consentiría es el continuar engañándose a sí misma. Y, sin embargo, debe ser muy hermoso conseguir a la princesa, vivir con ella alegre y feliz día tras días (pues también podemos imaginar que el caballero de la resignación consigue a la princesa, aun después de que su espíritu ha descubierto la imposibilidad de que puedan seguir siendo felices junto en el futuro), vivir así, alegre y feliz, instante tras instante, siempre en virtud del absurdo; ver constantemente pender la espada sobre la cabeza de la persona amada, y sin embargo no encontrar reposo en el dolor de la resignación sino gozo en virtud del absurdo. Quien es capaz de obrar así es grande de verdad, un hombre sin par: me basta con pensar en lo que ha llevado a cabo, y mi alma, que no conoce la pereza cuando se trata de admirar lo grande, se siente estimulada. Si cada uno de aquellos de mis contemporáneos que no han querido permanecer en la fe ha sido capaz de comprender el espanto de la vida, y ha entendido a qué alude Daub cuando dice que a un soldado que está haciendo guardia junto a un polvorín —con el arma cargada— durante una noche de tormenta... ¡le pasan por la cabeza extraños pensamientos!; si aquel que no quiere permanecer en la fe es de verdad un hombre con el suficiente temple de alma para comprender la imposibilidad de su deseo, y capaz de quedarse a solas con este pensamiento; si aquel que no quiere permanecer en la fe es un hombre reconciliado en el dolor y por el dolor; si aquel que no desea permanecer en la fe es un hombre que ha realizado a continuación lo portentoso (y si no ha realizado lo anterior no debe preocuparse, pues todo es cuestión de fe); si ha vuelto a asumir toda la cismundanidad en virtud del absurdo, entonces lo que estoy escribiendo ahora es el más alto panegírico de mis contemporáneos, entonado por el más insignificante individuo de la época, puesto que sólo fue capaz de realizar el movimiento de la resignación. Pero ¿por qué se niegan entonces a permanecer en la fe? ¿Por qué nos encontramos a veces con individuos que se avergüenzan de confesar que poseen la fe? Me parece inaudito. Si lograse yo alguna vez realizar el movimiento, viajaría siempre, a partir de ese momento, en coches con tiros de cuatro caballos.

 

 

1 Fe resignación infinita, renuncia al ser →0 imposibilidad del deseo a alcanzar, clamor desde el no ser para el cumplimiento de la promesa →10 deseo alcanzando en virtud del absurdo.  




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