El movimiento de la fe
No puedo comprender a Abraham ni, en cierto sentido,
aprender nada de él sin asombro. Si alguien espera que le bastará con
considerar el curso de esta historia para poder ingresar con mayor facilidad en
la fe, se está engañando a sí mismo y tratando de engañar a Dios en lo
concerniente al primer movimiento de la fe; se pretende sacar de la paradoja un
saber de la vida, y es posible que alguno lo logre, pues nuestra época no se
detiene junto a la fe ni en ese milagro suyo capaz de transformar el agua en
vino: va más allá y convierte el vino en agua. ¿No sería mejor quedarse en la
fe? ¿No resulta escandaloso que todos intenten ir más allá? Cuando los hombres
de hoy no quieren —y lo proclaman de todos los modos imaginables— detenerse
junto al amor, ¿adonde podrían encaminarse? Hacia los sofismas de este mundo,
hacia los intereses mezquinos, hacia la ruindad y la miseria; en resumen, hacia
todo aquello que puede hacer dudar al hombre de su origen divino. ¿No habría
sido mejor intentar mantenerse en la fe, y, una vez instalados en ella, estar
alerta para no caer? Pues el movimiento de la fe se debe hacer constantemente
en virtud del absurdo, aunque poniendo un cuidado extremo en no perder la
finitud, sino, al contrario, recuperarla íntegramente. Yo, por mi parte, estoy
capacitado para describir los movimientos de la fe, pero no para llevarlos a
cabo. Si alguien desea aprender los movimientos requeridos para poder nadar,
puede muy bien suspenderse del techo por medio de un adecuado sistema de
correas y poleas y ejecutar entonces los movimientos precisos, pero no por ello
podrá decir que está nadando. De un modo semejante puedo también llevar a cabo
los movimientos de la fe, pero sólo arrojándome al agua podré realmente nadar
(no soy de esos que chapotean junto a la misma orilla) y estaré haciendo los
movimientos del infinito; la fe, por su parte, procede exactamente al
contrario: comienza con los movimientos del infinito, y sólo más tarde pasa a
los de lo finito. ¡Dichoso quien es capaz de realizar estos movimientos, pues
cumple lo prodigioso!; yo nunca me cansaré de admirarlo, tanto si se trata del
mismo Abraham como de un siervo de su casa, tanto si es un catedrático de
filosofía como la más humilde de las criadas; tanto me da, porque lo único que
reclama mi atención son los movimientos. Pero mientras los contemplo no me dejo
engañar ni por mí mismo ni por los demás. Es fácil reconocer a los caballeros
de la resignación infinita, pues caminan con paso ágil y decidido. En cambio
engañan con facilidad aquellos que llevan consigo el tesoro de la fe, dado que
su aspecto exterior presenta una sorprendente semejanza con quienes desprecian
profundamente tanto la infinita resignación como la fe, es decir, con la
burguesía. Lo confieso con sinceridad: no he podido encontrar, a lo largo de
mis experiencias, un solo ejemplar de caballero de la fe digno de confianza, sin
que con esta afirmación quiera negar que quizás una de cada dos personas lo
sea. Pero se da la circunstancia de que llevo muchos años buscando en vano.
Generalmente viajamos por el mundo con el fin de ver ríos y montañas, estrellas
de otras latitudes, pájaros variopintos, peces deformes y razas humanas
grotescas; nos abandonamos a un estupor animal, que nos deja con la boca
abierta ante lo existente, y concluimos por creer que hemos visto algo. Nada de
eso me interesa. Pero si yo viniera a saber dónde habita un verdadero caballero
de la fe, me pondría en el acto en camino hacia aquel lugar, pues esa es la
clase de maravilla que me interesa. Una vez en- contrado no lo perdería de
vista un solo momento, observando constantemente todos y cada uno de sus movimientos.
Me sentiría como quien ha encontrado un sustento en esta existencia y dividiría
mi tiempo dedicando una parte de él a observarlo y otra a ejercitarme yo mismo,
de modo que todo mi tiempo sería empleado en admirarlo. Aunque, como acabo de
decir, nunca he encontrado a nadie semejante, me puedo imaginar sin dificultad
cómo puede ser. Supongamos que lo tengo delante de mí: nos presentan; en el
mismo instante que mi mirada se posa en él, me repele, salto presuroso hacia
atrás, doy una palmada y musito. ¡Santo cielo!, ¡éste es el hombre!, pero ¿será
posible? ¡Si parece el jefe de una oficina de recaudación de impuestos! Sin
embargo, ése es el hombre. Luego, me acerco a él y lo observo; escruto hasta su
más imperceptible movimiento, por si se da el caso de que haga alguna especie
de, digamos, señal telegráfica de significado diferente, una señal procedente
del infinito: una mirada, un ademán un gesto melancólico, una sonrisa que, al
ser distinta de las finitas, delatase lo infini- to. ¡Nada! Entonces examino su
figura de pies a cabeza, con la esperanza de descubrir una posible grieta a
través de la que se vislumbrase lo infinito. ¡Nada! Todo él es macizo. ¿Y su
punto de contacto con el suelo? Es sólido, e íntegramente: ningún buen burgués
de esos que, aparatosamente vestidos, se pasean una tarde de domingo por
Fresberg plantaría el pie en el suelo con mayor firmeza. Nada puedo descubrir
en él de esa actitud diferente y distinguida característica del caballero de lo
infinito. Se divierte con todo, participa en todo, y cada vez que se le ve
intervenir en lo particular lo hace con esa tenacidad que es más bien típica
del hombre mundano cuyo espíritu está apegado a semejantes cosas cismundanas.
Sabe muy bien lo que hace y porqué lo hace. Se podría pensar al verlo que es un
plumífero que ha vendido su alma a la contabilidad italiana, tan exacto es. El
domingo se concede vacación. Va a la iglesia. Ninguna mirada celeste ni signo
de lo inconmensurable le traiciona; de no conocerlo, resultaría imposible
distinguirlo de los restantes feligreses, pues aunque bien es cierto que canta
los salmos afinadamente y con voz poderosa, esto demuestra, a lo sumo, que
posee unos excelentes pulmones. Por la tarde se encamina hacia el bosque.
Disfruta de cuanto contempla: la animada multitud, los nuevos ómnibus, el Sund,
y cuando nos lo volvemos a encontrar por la Strandveien, podríamos creer que es
un comerciante disfrutando de su día libre, pues por su modo de solazarse así
lo parece; no es un poeta: en vano ha tratado de sorprender en él un destello
de inconmensurabilidad poética. Cuando la tarde declina, vuelve a casa, y su
andadura es tan incansable como la de un cartero. Mientras camina, va pensando
en que sin duda cuando llegue a su hogar encontrará a su mujer esperándole con
algún plato delicioso; por ejemplo, cabeza de cordero, asada, con guarnición de
verduras. Y si se tropieza con otra persona de su misma mentalidad, será capaz
de ir con él hasta Osterport, hablándole del plato en cuestión con un
entusiasmo capaz de asombrar a un hostelero. Puede también darse la
circunstancia de que, precisamente en aquellos momentos, se encuentre en
pésimas condiciones financieras, pero aún así continuará en la firme creencia
de que su mujer le está esperando con ese delicioso manjar a punto. Y si
resulta que ésta le espera realmente con tal plato, el vérselo comer resultará
un envidiable espectáculo para las gentes de posición elevada y un motivo de
admiración para las del pueblo llano, porque ni el mismo Esaú demostró parejo
apetito. Y lo más curioso es que si, llegado a casa, su mujer no le ha
preparado este plato, no le cambia el humor. En su camino de vuelta ve a una
persona delante de un solar. Entabla conversación con ella y he aquí que en
pocos instantes hace surgir un edificio sobre aquel suelo, pues parece disponer
de cuanto se requiere para llevar a cabo su construcción. Cuando se separan, el
otro se marcha pensando: «éste debe ser un capitalista», mientras que nuestro
admirado caballero se dice: «si me encargaran a mí el edificio, ya verían lo
que soy capaz de hacer». En su casa, se acoda en una ventana abierta y comienza
a observar el lugar en que vive, y todo lo que allí ocurre: una rata que se
desliza dentro de una alcantarilla, unos niños que están jugando..., todo
solicita su atención, mientras su alma se mantiene en una placidez propia de
una muchachita de dieciséis años. No es un genio, pues inútilmente lo he
espiado para sorprender en él la inconmensurabilidad del genio. A la caída de
la tarde se fuma una pipa, cualquiera que lo viese juraría que era el
salchichero del piso de arriba vegetando en el crepúsculo. Parece tomar todo
con la mayor despreocupación, como si fuese indiferente y descuidado, y, sin
embargo, está pagando por cada instante de su vida el más alto de los precios,
pues no lleva a cabo ni la más pequeña acción si no en virtud del absurdo. Y
sin embargo, sin embargo... ¡sí!, es algo como para ponerse verde de envidia,
porque, sin embargo, ha hecho y hace en cada instante el movimiento del
infinito. Vuelca la profunda melancolía de la existencia en la resignación sin
límites; sabe de la dicha de lo infinito, ha experimentado el dolor de haber
renunciado a todo lo que más ama en esta vida; sin embargo, saborea la finitud,
con la misma plenitud que quien no conoció nada más alto, pues su acomodación
en lo finito no permite descubrir hábitos de espanto o desasosiego, antes bien
posee esa seguridad propia de quien goza de la certeza de lo dismundano. Y sin
embargo, sin embargo, esa imagen suya terrena es una creación en virtud del
absurdo. Se resignó infinitamente a todo y lo pudo recobrar de nuevo gracias al
absurdo. Realiza incesantemente el movimiento del infinito, pero lo lleva a
cabo con una corrección y una seguridad tal que expresa siempre lo finito sin
que por un solo instante deje entrever la existencia de otra cosa. Según
parece, lo que le resulta más difícil a un bailarín es adoptar, de un salto,
una postura determinada pero de forma tal que no se le pueda contemplar en
dicha posición, pues en el salto mismo se da la postura. Quizás no exista un
solo bailarín capaz de ello, pero nuestro caballero lo hace. Son muchos los que
viven inmersos en los dolores y delicias de esta vida; son como aquellos que,
en un baile, en lugar de bailar se pasan todo el tiempo sentados. Los
caballeros del infinito son bailarines y alcanzan altura. Con un salto se
elevan y vuelven a caer, lo que constituye un espectáculo muy entretenido,
digno de contemplar. Pero en el momento de tocar el suelo de nuevo, no pueden
quedarse instantáneamente fijos en una posición, sino que vacilan durante unos
segundos; ese vacilar demuestra que son ajenos a este mundo. Según sea experto
el espectador le saltará más o menos a la vista esa vacilación, pero ni
siquiera el mejor de tales caballeros conseguirá eliminar completamente su
vacilar. No es cuando se encuentran en el aire el momento de observarlos, sino
cuando tocan el suelo, precisamente entonces: así se les reconocerá. Pero caer
de tal manera que pueda parecer que a la vez están inmóviles y en movimiento,
transformar en caminar el salto de la vida, expresar a la perfección lo sublime
en lo pedestre, eso sí lo consigue el caballero y ese es el auténtico prodigio.
Pero este portento puede fácilmente inducir a engaño a cualquiera; para evitar
tal cosa, voy yo ahora a describir los movimientos que se dan en una situación
determinada, de modo que se pue- da poner en claro su relación con la realidad,
porque todo gira en torno a ello. Un joven amador se enamora de una princesa y
todo el sentido de su vida queda contenido en ese amor, pero las circunstancias
son tales que no consienten que ese sentimiento pueda convertirse en realidad,
es decir, pasar del plano de lo ideal al de lo real. Como era de esperar, los
siervos de la mezquindad, ranas del lodazal de la vida, comienzan a gritar:
¡Pura locura un amor semejante! ¡Tan buen o mejor partido es la acaudalada
viuda del cervecero! ¡Dejémosles croando en su charco pantanoso! El caballero
de la resignación infinita no les presta atención alguna y no está dispuesto a
renunciar a su amor ni aun a cambio de toda la gloria de este mundo. No es tan
estúpido. Lo primero que hace es asegurarse de que su amor confiere realmente
sentido a su existencia, y su alma es demasiado sensata y digna para dejar al
azar el más pequeño pormenor. No es un cobarde, puesto que no teme que ese amor
se le meta en lo más íntimo, en sus más recónditos pensamientos, y le consiente
que se vaya entrelazando en un trenzado de innumerables vueltas alrededor de
cada ligamento de su conciencia, de modo que si ese amor resulta desgraciado ya
nunca podrá desarraigarlo. Experimenta una gloriosa voluptuosidad cuando el
amor hace vibrar uno a uno sus nervios, pero su alma es tan solemne como la del
hombre que, tras haber vaciado la copa del veneno, nota como la ponzoña se
infiltra en cada gota de su sangre, pues ese instante es vida y muerte a la
vez. Cuando el amor ha sido absorbido de este modo, y se sumerge en él,
encuentra valor para intentarlo todo, para atreverse a todo. Con una sola
mirada abarca la vida y sus contingencias, convoca a sus veloces pensamientos
que, como palomas amaestradas, obedecen a cada indicación suya; luego, agita
sobre ellas la varita mágica y escapan volando en todas direcciones. Pero una
vez que han regresado todas, y todas resultan ser mensajeros del dolor, y le
advierten de la imposibilidad, permanece tranquilo, las despide de nuevo, y ya
una vez solo, emprende su movimiento. Pero debo aclarar que únicamente cuando
se realiza con normalidad el mo- vimiento puede tener sentido ese acto. Lo
primero que en dicho momento necesita el caballero es la capacidad necesaria
para concentrar todo el contenido de la vida y todo el significado de la
realidad en un único deseo. Si a la persona le falta esta particularidad de la
concentración, su alma se hallará desde el principio fragmentada en la
multiplicidad, y así nunca se encontrará en grado de hacer ese movimiento,
comportándose en esta vida tan juiciosamente como esos capitalistas que colocan
su dinero en diferentes valores bursátiles para poder así ganar en uno de ellos
lo que pudieran haber perdido en otro, es decir: no es un caballero. Además de
esto, el caballero ha de poseer la capacidad de saber concentrar el resultado
de todo su proceso mental en un único acto de conciencia. Si carece de esta
posibilidad interior, su alma se hallará desde el principio dispersa con tal
intensidad en lo múltiple que nunca dispondrá del tiempo requerido para
ejecutar el movimiento, ya que estará siempre atareada en llevar adelante los
negocios de este mundo, sin posibilidad de ingresar jamás en la eternidad,
porque en el mismo momento que se disponga a hacerlo, descubrirá, de repente,
que olvidó algo, y se verá obligado a dar media vuelta. Y pensará: quizá lo
podré hacer la próxima vez; pero consideraciones de esta especie nunca han
servido para llevar a cabo el movimiento, sino que más bien hundirán, cada vez
más a esa persona en el médano. De modo que el caballero realiza el movimiento,
pero ¿cuál? ¿Olvidará todo lo demás al llevar a cabo la concentración? ¡No!,
pues el caballero no cae en contradicción consigo mismo, y contradicción sería
olvidar el contenido de la propia vida cuando se continúa siendo el mismo. No
siente ninguna inclinación a convertirse en otro, y tampoco considera esa
transformación como una acción grandiosa. Sólo las naturalezas inferiores
llegan a olvidarse de sí mismas y se convierten en algo nuevo; la mariposa ha
olvidado que antes ha sido oruga, y es posible que más adelante llegue a
olvidarse de que fue mariposa, hasta el punto que podría convertirse en pez.
Las naturalezas profundas nunca se olvidan de sí mismas y nunca se convierten
en algo diferente de aquello que siempre fueron. Por eso el caballero puede
recordarlo todo, aunque precisamente sus recuerdos serán su dolor; con todo, y
en virtud de su resignación infinita, se encuentra reconciliado con la vida. El
amor que siente por la princesa se le convierte en expresión del amor eterno,
asume un carácter religioso, transfigurándose en un amor al Ser Eterno, que
ciertamente contrarió su cumplimiento, pero le reconcilió de nuevo con la
conciencia eterna de su validez en forma de una eternidad que ninguna realidad
podrá arrebatar. Solamente los locos y los adolescentes creen que todo es
posible para un hombre: tremendo error. Todo es posible en el plano espiritual,
pero en el mundo de lo finito hay muchas cosas imposibles. Lo imposible se
convierte en posible porque el caballero lo expresa espiritualmente, pero al
hacerlo así expresa a la vez su renuncia a ello. Y el deseo que debía
convertirse en realidad, pero que había quedado varado en la imposibilidad, se
pliega ahora hacia dentro, aunque no por ello se pierde o cae en el olvido. Y
así, el caballero siente dentro de él ora los movimientos escondidos de este
deseo, que hace aflorar el recuerdo, ora los despierta él mismo, pues es
demasiado orgulloso como para aceptar que lo que constituyó la substancia misma
de su existencia haya podido ser un sentimiento efímero, algo pasajero.
Mantiene joven este amor suyo, y con él crece en años y hermosura. Pero para
hacerlo aumentar no requiere del concurso de ningún objeto de la finitud. Desde
el instante mismo en que hace el movimiento, se queda sin la princesa. No
necesita de esos cosquilleos eróticos que experimentan los nervios cuando
contempla a la amada, ni de cualquier otra sensación similar, como tampoco
necesita estarse despidiendo perpetuamente de ella en sentido finito, ya que el
recuerdo que guarda de la princesa es eterno, y sabe muy bien que aquellos
amantes siempre ansiosos de verse todavía una última vez tienen motivos
sobrados para tales ansias y razón cuando dicen que esa será la última, pues
muy pronto se habrán olvidado uno de otro. Ha comprendido el gran secreto de
que, aun amando a otro, no hay que dejar de ser uno mismo. Llegado a ese punto,
no considerará ya desde un punto de vista finito lo que hace la princesa, y esa
será la prueba de que ha llevado a término un movimiento infinito. Entonces se
le presenta la oportunidad de comprobar si ese movimiento del individuo ha sido
real o ilusorio; se da el caso de quien cree haber hecho el movimiento, pero he
aquí que pasa el tiempo y la princesa toma una decisión —por ejemplo: se casa
con un príncipe—, y en el acto pierde su alma la elasticidad de la resignación.
Al notar la pérdida comprende que no había ejecutado el movimiento con la
debida corrección, pues quien se resignó a nivel infinito se basta a sí mismo.
El caballero no cancela su resignación, y su amor se conserva con la lozanía
del primer instante: no se desprende nunca de él, gracias precisamente a que
efectuó su movimiento en la infinitud. Lo que la princesa haga no le puede
causar desasosiego, pues sólo las naturalezas inferiores encuentran en otro la
justificación de sus actos, sólo las naturalezas inferiores encuentran las
premisas de sus actos fuera de sí mismas. Pero si la princesa es semejante a
él, será capaz de apreciar la alegría que hay dentro de la belleza del amor.
Entonces, por propia voluntad, ingresará ella misma en la orden de los
caballeros, donde uno no es admitido por medio de votación, sino sólo cuando
tiene el coraje de ingresar; será miembro de ella quien, al querer ingresar, da
muestra con ello de su inmortalidad, sin que se tome en consideración si el
neófito es varón o hembra. Y también la princesa conservará joven y fresco su
amor, también ella habrá prevalecido sobre su dolor, aunque no le ocurra como a
aquella de quien dice la canción: «y cada noche reposa junto a su señor». Ambos
amantes se pertenecerán mutuamente por toda la eternidad en una harmonia
praestabilita, tan enérgica y acompasada, que si alguna vez llegase la ocasión
de poder expresar ese amor dentro de la temporalidad (contingencia que no les
interesa finitamente, pues entonces quedarían sometidos a la vejez), si alguna
vez llegase la ocasión, digo, se encontrarán en disposición de poder comenzar
precisamente en el punto desde el que habrían podido hacerlo si inicialmente
hubiesen contraído matrimonio. Aquel que lo ha comprendido, sea hom- bre o
mujer, nunca podrá ser engañado, pues sólo las naturalezas inferiores se
imaginan que se les está engañando. Y si una joven carece de semejante
dignidad, será incapaz de entender nada sobre el amor, mientras que resultarán
impotentes las argucias y trampas del mundo entero frente a aquella que la
posea. En la resignación infinita hay paz y reposo; cualquier persona que lo
desee, y que no se haya degradado hasta el extremo de despreciarse a sí misma
(lo que es aún más peligroso que el orgullo excesivo), puede aprender a
realizar ese movimiento, que, en el dolor que comporta, reconcilia con la
existencia. La resignación infinita es como esa camisa que describe el cuento
popular: el hilo está tejido entre lágrimas, la tela decolorada con lágrimas y
la camisa cosida en lágrimas, pero por eso resulta mejor protección que el
hierro o el acero. El punto débil de este cuento reside en que también un
tercero puede hacerse una camisa semejante. Y el secreto de la vida consiste en
que cada uno debe coserse su propia camisa, y lo sorprendente es que un hombre
puede coser tan bien como una mujer. La resignación infinita trae consigo paz,
reposo y alivio del dolor, a condición de que el movimiento haya sucedido
normalmente. Creo que no me sería difícil escribir todo un señor libro donde
analizara los malentendidos de toda índole, las situaciones falsas y los
movimientos realizados con negligencia que me ha sido dado observar
personalmente en mis reducidas experiencias. Se confía muy poco en el espíritu,
y sin embargo es obligado a recurrir a él si se desea ejecutar el movimiento,
el cual no deberá ser resultado único de una dira necessitas, pues cuanto más
sea así, tanto más dudoso resulta el carácter normal del movimiento. De modo
que si alguno afirma que la fría y estéril necesidad ha de intervenir ineludiblemente
en el movimiento, estará simplemente afirmando que nadie puede tener una
experiencia de la muerte hasta no haber muerto, lo que me parece un punto de
vista fruto del más grosero materialismo. En nuestra época no hay nadie que se
preocupe ni mucho ni poco de ejecutar movimientos correctos. Si uno que
quisiera aprender a bailar dijese: «Ge- neración tras generación, en el correr
de los siglos, han ido aprendiendo los hombres las posturas de la danza, por
eso creo que ha llegado el momento oportuno de que saque provecho de toda esa
experiencia; así que, inmediatamente, me voy a dedicar a los bailes franceses»;
la gente se reiría bastante de él, pero en el mundo del espíritu resulta
altamente plausible un razonamiento similar. ¿Qué es entonces la cultura? Yo
siempre la he considerado como el camino que ha de recorrer un individuo para
llegar al conocimiento de sí mismo; y muy poco le servirá a quien no quiera
emprender ese itinerario el haber nacido en la más ilustrada de las épocas. La
resignación infinita es el último estadio que precede a la fe, de modo que
quien no haya realizado ese movimiento no alcanzará la fe. Sólo en la
resignación infinita me descubro en mi valor eterno: sólo entonces, en virtud
de la fe, podré tratar de hacerme con la existencia de este mundo. Veamos ahora
cómo se comporta el caballero de la fe en la circunstancia que acabamos de
citar. Actúa exactamente lo mismo que el otro caballero: rechaza infinitamente
ese amor que es el contenido de su existencia y encuentra la conciliación en el
dolor; pero entonces ocurre el portento, y realiza aún otro movimiento el más
asombroso de todos, pues dice: «Pese a todo, creo que obtendré el objeto de mi
amor gracias al absurdo, pues para Dios nada hay imposible». Lo absurdo no se
encuentra entre las diferencias comprendidas dentro del marco propio de la
razón, ni es idéntico a lo increíble, inesperado e imprevisto. A partir del
instante en el que el caballero se resigna, adquiere la certeza de la
imposibilidad, desde el punto de vista terreno, tal es el resultado del
raciocinio que ha tenido la energía de hacer al reflexionar sobre esta idea.
Pero en cambio resulta posible desde el punto de vista de lo infinito —siempre
que se dé la resignación—, siendo esa posesión al mismo tiempo una renuncia,
aunque no por ello resulte la posesión un absurdo considerada desde la razón,
porque la razón siempre ha contado con el derecho de afirmar que allí donde
ella impera, en el mundo de lo finito, es y siempre será imposi- ble. El
caballero de la fe tiene una clara conciencia de la imposibilidad; por lo
tanto, sólo le puede salvar el absurdo, y lo aprehende por medio de la fe. De
modo que reconoce la imposibilidad y al mismo tiempo cree en el absurdo, pues
si él, sin haber confesado con toda la pasión de que son capaces su alma y su
corazón la imposibilidad, se imagina estar en posesión de la fe, se engaña a sí
mismo y su testimonio no tendrá ningún valor, puesto que ni tan siquiera fue
capaz de alcanzar la resignación infinita. La fe no es, por lo tanto, un
movimiento estético, sino que pertenece a un estadio más elevado; precisamente
por eso ha de ir precedida de la resignación; no es un impulso inmediato del
corazón, sino la paradoja de la existencia. Cuando, a pesar de todas las
dificultades, una muchacha está segura de que su deseo será satisfecho, su
certeza no es en absoluto la de la fe, aunque haya sido educada en un hogar
cristiano, y aun cuando haya asistido, posiblemente, durante todo un año a la
catequesis. Con todo su candor, con toda su ingenuidad infantil se siente
segura de ello; esta convicción ennoblece también todo su ser, y le confiere
una dimensión sobrenatural de tal categoría que le consiente, como a un
taumaturgo, conjurar las fuerzas finitas de la existencia, y hacer llorar hasta
a las mismas piedras, mientras que ella, por otra parte, puede, en su
perplejidad, volverse tanto hacia Pilatos como hacia Herodes, y mover el mundo
entero con sus ruegos. La certidumbre que posee es muy grata, y mucho se puede
aprender de ella; pero hay algo que no nos puede enseñar: a hacer los
movimientos, pues su convicción no osa mirar cara a cara a la imposibilidad en
el dolor de la resignación. Puedo deducir en consecuencia que para cumplir el
movimiento de resignación infinita se requieren fortaleza, energía y libertad
de espíritu; puedo deducir que es factible. Pero el paso siguiente me deja
atónito y mi cerebro siente vértigo, pues, una vez realizado el movimiento de
la resignación, después de haberlo conseguido todo en virtud del absurdo,
resulta prodigioso, algo por encima de las fuerzas humanas, ver realizado el
deseo en toda su integridad. Me doy también cuenta de que la certeza de la
muchacha resulta muy liviana, si la comparamos con la firmeza de la fe,
independientemente de que haya reconocido la imposibilidad. Cada vez que quiero
hacer el movimiento se me nubla la vista y en el instante mismo que comienzo a
admirarlo sin reservas, se adueña de mi alma una espantosa angustia, pues
comprendo que estoy tentando a Dios. Sin embargo, así es el movimiento de la fe
y así será siempre, incluso cuando la filosofía, en un intento de oscurecer los
conceptos, nos quiere hacer creer que está en posesión de la fe, e incluso,
cuando la teología quiere ponerla a la venta a precio de saldo. El acto de la
resignación no requiere fe alguna, pues lo que consigo con ello es mi
conciencia eterna, movimiento estrictamente filosófico que me siento capaz de
cumplir cuando hace falta y en el que puedo entrenarme hasta llegar a
ejecutarlo de memoria, pues cada vez que una circunstancia de este mundo
amenaza con desbordarme, me someto a la disciplina del ayuno hasta el mo- mento
de llevar a cabo el movimiento, porque mi amor a Dios constituye mi conciencia
eterna y eso me es más importante que todo lo demás. Para resignarse no se
necesita de la fe, pero para conseguir el más pequeño objetivo por encima de mi
conciencia eterna sí se requiere, pues en eso consiste la paradoja. Se
confunden con frecuencia estos movimientos. Se asegura que se necesita la fe
para poder renunciar a todo, y es más, se oyen de vez en cuando las
afirmaciones más peregrinas; una persona se lamenta de haber perdido su fe, y
cuando quien le escucha trata de averiguar a qué escalón había llegado en
aquélla, comprueba con sorpresa que no había pasado del punto en que se debe
iniciar el movimiento de la resignación infinita. Por la resignación renuncio a
todo; es un movimiento que hago por mí mismo, y si no lo hago será a causa de
mi cobardía y de mi indecisión, a causa de que me falta el entusiasmo, y
debido, además, a que no soy consciente de la alta dignidad que supone el que
un individuo sea su propio censor: dignidad más importante que la del mismo
censor general de la república romana. Este movimiento lo hago por mí mismo, y
en su virtud me consigo a mí mismo en la conciencia de mi eternidad, en
bienaventurada armonía con mi amor al Ser Eterno. Por la fe no renuncio a nada,
antes al contrario, lo consigo todo, exactamente en el mismo sentido que cuando
se dice que quien tenga una fe del tamaño de un grano de mostaza, podrá con
ella levantar montañas. Hace falta un valor puramente humano para renunciar a
la temporalidad en todas sus manifestaciones, y así obtener la eternidad, pero
una vez conseguida no puedo renunciar a ella, ya que sería una contradicción. Pero
se requiere un valor humilde y paradójico para hacerse, a continuación, con la
temporalidad en virtud del absurdo; ese valor es el de la fe. Abraham no
renunció a Isaac por medio de la fe, sino que, al contrario, lo recuperó por
medio de ella. Por resignación podía haber dado el joven rico cuanto poseía,
pero, si lo hubiera hecho, podría haberle dicho entonces el caballero de la fe:
en virtud del absurdo vas a recuperar cuanto diste, ¿eres capaz de creerlo?
Estas palabras no habrían dejado indiferente al joven rico, pues si se deshacía
de sus bienes porque se había hartado de ellos, su resignación no valdría gran
cosa. Temporalidad y finitud: todo gira a su alrededor. Puedo, por mi propio
esfuerzo, renunciar a todo y encontrar la paz y. el reposo en el dolor; puedo
adecuarme a todo; incluso si ese espantoso demonio —más terrible que la
Desnarigada, amedrentadora de los hombres—, incluso si la Demencia me pusiera
su traje de bufón delante de los ojos, y yo comprendiese por sus gestos que me
tocaba vestirlo, podría aún salvar mi alma, a condición de que sea para mí más
importante mi amor a Dios que mi felicidad terrena. Todavía en ese último
instante puede un hombre concentrar toda su alma en una mirada dirigida al
cielo, de donde proceden todos los dones amables, y esa mirada será considerada
por él y por aquel a quien busca como una señal de que, por encima de todo, ha
permanecido fiel a su amor. Entonces podrá ponerse sin miedo el traje. Aquel
cuya alma no es capaz de este romanticismo, habrá vendido su alma, tanto si le
ofrecieron a cambio un reino como si fue sólo una moneda de plata. Por mis
fuerzas no puedo conseguir nada de lo que pertenece a la finitud, pues las he
de usar constantemente para renunciar a todo. Usando de mis propias fuerzas
puedo renunciar a la princesa, y no habré de pasar mi tiempo lamentándome, sino
que encontraré alegría, paz y alivio de mi dolor, pero no puedo recuperarla por
mis propios medios, pues todas mis fuerzas están ocupadas en el acto de la
renuncia. Pero, por medio de la fe, nos dice el asombroso caballero, por ella,
y en virtud del absurdo, la recuperarás. Pero, he aquí, que no puedo llevar a
cabo el movimiento. Apenas trato de iniciarlo y todo se trastrueca; entonces
huyo y vuelvo al dolor, de la resignación. En el mundo soy capaz de nadar, pero
resulto demasiado pesado para la flotación mística. Me es imposible vivir de
manera que mi oposición a la existencia conviva en hermosa y serena unión
armónica con ella. Y, sin embargo, me estoy diciendo constantemente que de ser muy
hermoso conseguir a la princesa; todo caballero de la renunciación que no
piense lo mismo es sólo un farsante que nunca ha cobijado en sí el deseo ni ha
conservado la frescura del deseo en su dolor. Quizá crea —por resultarle más
cómodo— que el deseo está ya muerto, que la punta del dardo del dolor está
embotada, pero lo cierto es que no es un caballero. Un alma magnánima que
descubriese tales sentimientos dentro de sí, se despreciaría a sí misma y
volvería a comenzar desde el principio; lo que nunca consentiría es el
continuar engañándose a sí misma. Y, sin embargo, debe ser muy hermoso
conseguir a la princesa, vivir con ella alegre y feliz día tras días (pues
también podemos imaginar que el caballero de la resignación consigue a la
princesa, aun después de que su espíritu ha descubierto la imposibilidad de que
puedan seguir siendo felices junto en el futuro), vivir así, alegre y feliz,
instante tras instante, siempre en virtud del absurdo; ver constantemente
pender la espada sobre la cabeza de la persona amada, y sin embargo no
encontrar reposo en el dolor de la resignación sino gozo en virtud del absurdo.
Quien es capaz de obrar así es grande de verdad, un hombre sin par: me basta
con pensar en lo que ha llevado a cabo, y mi alma, que no conoce la pereza
cuando se trata de admirar lo grande, se siente estimulada. Si cada uno de
aquellos de mis contemporáneos que no han querido permanecer en la fe ha sido
capaz de comprender el espanto de la vida, y ha entendido a qué alude Daub
cuando dice que a un soldado que está haciendo guardia junto a un polvorín —con
el arma cargada— durante una noche de tormenta... ¡le pasan por la cabeza
extraños pensamientos!; si aquel que no quiere permanecer en la fe es de verdad
un hombre con el suficiente temple de alma para comprender la imposibilidad de
su deseo, y capaz de quedarse a solas con este pensamiento; si aquel que no
quiere permanecer en la fe es un hombre reconciliado en el dolor y por el
dolor; si aquel que no desea permanecer en la fe es un hombre que ha realizado
a continuación lo portentoso (y si no ha realizado lo anterior no debe
preocuparse, pues todo es cuestión de fe); si ha vuelto a asumir toda la
cismundanidad en virtud del absurdo, entonces lo que estoy escribiendo ahora es
el más alto panegírico de mis contemporáneos, entonado por el más
insignificante individuo de la época, puesto que sólo fue capaz de realizar el
movimiento de la resignación. Pero ¿por qué se niegan entonces a permanecer en
la fe? ¿Por qué nos encontramos a veces con individuos que se avergüenzan de
confesar que poseen la fe? Me parece inaudito. Si lograse yo alguna vez
realizar el movimiento, viajaría siempre, a partir de ese momento, en coches
con tiros de cuatro caballos.
1 Fe resignación infinita, renuncia al ser →0
imposibilidad del deseo a alcanzar, clamor desde el no ser para el cumplimiento
de la promesa →10 deseo alcanzando en virtud del absurdo.
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