[Primer
Encuentro de Narradores Peruanos 1965-Arequipa]
Testimonio de Arguedas
Voy a hacerles una confesión un poco
curiosa: yo soy hechura de mi madrastra. Mi madre murió cuando yo tenía dos
años y medio. Mi padre se casó en segundas nupcias con una mujer que tenía tres
hijos; yo era el menor y como era muy pequeño me dejó en la casa de mi
madrastra, que era dueña de la mitad del pueblo; tenía mucha servidumbre
indígena y el tradicional menosprecio e ignorancia de lo que era un indio, y
como a mí me tenía tanto desprecio y tanto rencor como a los indios, decidió
que yo había de vivir con ellos en la cocina, comer y dormir allí. Mi cama fue
una batea de esas en que se amasa harina para hacer pan, todos las conocemos.
Sobre unos pellejos y con una frazada un poco sucia, pero bien abrigadora,
pasaba las noches conversando y viviendo tan bien que si mi madrastra lo
hubiera sabido me habría llevado a su lado, donde sí me hubiera atormentado.
Así viví muchos años. Cuando mi padre
venía a la capital del distrito, entonces era subido al comedor, se me limpiaba
un poco la ropa, pasaba el domingo, mi padre volvía a la capital de la
provincia y yo a la batea, a los piojos de los indios. Los indios y
especialmente las indias vieron en mí exactamente como si fuera uno de ellos,
con la diferencia de que por ser blanco acaso necesitaba más consuelo que
ellos... y me lo dieron a manos llenas. Pero algo de triste y de poderoso al
mismo tiempo debe tener el consuelo que los que sufren dan a los que sufren
más, y quedaron en mi naturaleza dos cosas muy sólidamente desde que aprendí a
hablar: la ternura y el amor sin límites de los indios, el amor que se tienen
entre ellos mismos y que les tienen a la naturaleza, a las montañas, a los
ríos, a las aves; y el odio que tenían a quienes, casi incoscientemente, y como
una especie de mandato Supremo, les hacían padecer. Mi niñez pasó quemada entre
el fuego y el amor.
Pero no solamente he sido hechura de
mi madrastra, hubo otro modelador tan eficaz como ella, un poco más bruto: mi
hermanastro. Cuando yo tenía siete años de edad, me obligaba a que me levantara
a las seis de la mañana a traerle su potro negro de una chacra muy grande; y
los potros y los caballos de raza fina son muy caprichosos porque son
aristocráticos: unas veces se dejaba agarrar con gran mansedumbre, pero otras
veces me hacía sudar más de una hora hasta poder enlazarlo. Si llegaba tarde,
mi hermanastro, que tenía unos veinte años cuando yo tenía siete, me trataba
muy mal delante de la servidumbre. Un día, por una cosa que no puedo contar
aquí, que la contaré quizás en nuestras reuniones de mesa redonda, me hizo
algo. Lo había acompañado de paje para una aventura que no se puede confesar en
público... Me hacía montar en un burro creyendo humillarme. El burro se llamaba
"Azulejo". Nunca hubo amigos que se amaron más que yo y el burro.
También en eso estaba tan equivocado como mi madrastra. Me dejó cuidando su
potro negro que había comprado con veinte bueyes y doscientos carneros, y
cuando regresó de su aventura indecible me reprochó que había hecho perder su
poncho de vicuña, aunque no me constaba que hubiera estado sobre la montura.
Levantó el rebenque para pegarme en la cara pero se arrepintió a última hora,
montó el potro y espoleándolo se fue cuesta arriba a toda velocidad, mientras
yo me iba conversando con, quizás , uno de los mejores amigos que he tenido en
este mundo: el "Azulejo" inmortal. Cuando llegué a la cocina me puse
a comer; a mí la servidumbre me trataba mucho mejor que a los patrones; entró
mi hermanastro, yo estaba tomando sopa y tenía un plato de riquísimo mote a un
lado con su pedacito de queso; él me quitó el plato de la mano y me lo tiró a
la cara, diciéndome: "no vales ni lo que comes", que es una cosa que
se suele decir muy frecuentemente. Yo salí de la casa, atravesé un pequeño
riachuelo, al otro lado había un excelente campo de maíz, me tiré boca abajo en
el maizal y pedí a Dios que me mandara la muerte. Yo no sé cuánto tiempo estuve
llorando, pero cuando reaccioné ya era la noche. Mi buen hermanastro se había
asustado un poco y me estaba haciendo buscar por todas partes, y la única vez
que se alegró de verme fue cuando regresé a la casa esa noche.
Pero tuve también la fortuna de
participar en la vida de la capital de provincia que es Puquio, una formidable
comunidad de indios con muchas tierras, que nunca dejaron que los señores abusaran
de ellos. El mal trato tenía un límite, si los señores pasaban ese límite
podrían recibir y recibieron una buena respuesta de los cuatro ayllus de la
comunidad de Puquio. En San Juan de Lucanas, donde vivieron estos señores cuya
crueldad nunca agradeceré lo suficiente, aprendí el amor y el odio; en Puquio,
viendo trabajar en faena a los comuneros de los cuatro ayllus, asistiendo a sus
cabildos, sentí la incontenible, la infinita fuerza de las comunidades de
indios, esos indios que hicieron en veintiocho días ciento cincuenta kilómetros
de carretera que trazó el cura del pueblo. Cuando entregaron el primer camión
al Alcalde, le dijeron: "Ahí tiene usted, señor, el camión, parece que la
fuerza le viene de las muchas ventosidades que lanza, ahí lo tiene, a ustedes
los va a beneficiar más que a nosotros"; mentira, se beneficiaron mucho
más los indios, porque el carnero que costaba cincuenta centavos, después costó
cinco soles, luego diez, luego cincuenta y los indios se enriquecieron a tal
punto que alcanzaron un nivel de vida y una independencia económica tan fuerte
que se volvieron insolentes y la mayoría de los señores de Puquio se fueron a
Lima, poque no pudieron resistir más la arrogancia de estos comuneros. Pero el
Varayoc o Alcalde de Chaupi, al momento de hacer la entrega del camión, les
dijo al Subprefecto y al Alcalde: "En veintiocho días hemos hecho esa
carretera, señores, pero eso no es nada; cuando nosotros lo decidamos podemos
hacer un túnel que atraviese estos cerros y llegue hasta la orilla del mar; lo
podemos hacer, para eso tenemos fuerzas suficientes". Yo fui testigo de
estos acontecimientos. Todo este mundo fue mi mundo.
Luego empecé a recorrer el Perú por
todas partes, llegué a Arequipa en 1924 y fui honorable huésped de la Casa
Rosada. De aquí fui al Cusco, del Cusco a Abancay, de Abancay a Chalhuanca, de
Chalhuanca luego a Puquio, a Coracora, a Yauyos, a Pampas, a Huancayo, a una
cantidad de pueblos y tuve la fortuna de hacer un viaje a caballo del Cusco
hasta Ica: catorce días de jornada.
Ingresé y nunca fui tratado como
serrano en San Marcos. En donde sí me trataron como serrano y con mano dura fue
en el Colegio "San Luis Gonzaga" de Ica, pero yo también los traté
con mano dura. El secretario del Colegio, que se apellidaba Bolívar, me dijo
cuando vio mi libreta con veintes: "¡estos serranitos!, siempre les ponen
veintes en las libretas porque recitan un versito cualquiera: aquí lo voy a ver
sacar veintes". Me vio y batí el récord de los veintes en toda la historia
de "San Luis Gonzaga", porque era una responsabilidad del serrano
hacerlo y lo hice.
En Lima, no he sido un defensor de
los serranos, he sido un defensor de los costeños, porque los costeños y
especialmente los escritores de mi generación me trataron, diré honradamente,
con una cordialidad tan auténtica y hasta con cierto respeto. El primer amigo
que tuve fue Luis Felipe Alarco, que pertenece a la aristocracia de Lima. Me
asusté cuando entré a su casa con los muebles, los salones, los espejos y los
muchos cubiertos que me pusieron en la mesa, que yo no sabía manejar bien. Pero
ahí estaba Luis Felipe mirándome con un afecto que casi era proporcionalmente
tan bueno como el de los sirvientes, concertados y lacayos de mi madrastra, que
en paz descanse. Después fui amigo de gentes que ahora son importantes, de
Carlos Cueto, de Emilio Westphalen, de Luis Fabio Xammar; no tuve la fortuna de
conocer a Ciro, porque lo habían largado: era demasiado peligroso para vivir en
el Perú. Una de las experiencias que recuerdo con más... (no encuentro un
término especial para describirlo), con un sentimiento entre admiración y
espanto, fue un diálogo terrible entre los tres conversadores más agudos, más
crueles e implacables que ha tenido la ciudad de Lima: Martín Adán, Enrique
Bustamante y Ballivián y Raúl Porras Barrenechea, los tres juntos, como para
liquidar al género humano. Nunca tuve, ni en los mejores libros, ni en los
mejores libros de poemas o de filosofía, la sensación del poder del castellano
que en la boca de estas maravillosas víboras.
Yo comencé a escribir cuando leí las
primeras narraciones sobre los indios, los describían de una forma tan falsa
escritores a quienes yo respeto, de quienes he recibido lecciones, como López
Albújar, como Ventura García Calderón. López Albújar conocía a los indios desde
su despacho de Juez en asuntos penales y el señor Ventura García Calderón no sé
cómo había oído hablar de ellos. Yo tenía una convicción absolutamente
instintiva de que el poder del Perú estaba no solamente entre la gente de las
grandes ciudades, sino que sobre todo estaba en el campo y estaba en las
comunidades donde hay, por lo menos en las comunidades que mejor conozco, una
regla de conducta, que si se impusiera entre todos nosotros, pues haríamos una
carretera de aquí hasta New York también en veintiocho días: "que no haya
rabia", esa es la regla: "que no haya rabia". En estos relatos
estaba tan desfigurado el indio y tan meloso y tonto el paisaje o tan extraño
que dije: "No, yo lo tengo que escribir tal cual es, porque yo lo he
gozado, yo lo he sufrido" y escribí esos primeros relatos que se
publicaron en el pequeño libro que se llama Agua. Lo leía a estas gentes tan
inteligentes como Westphalen, Cueto y Luis Felipe Alarco. El relato les pareció
muy bien. Yo lo había escrito en el mejor castellano que podía emplear, que era
bastante corto, porque yo aprendí a hablar el castellano con cierta eficiencia
después de los ocho años, hasta entonces sólo hablaba quechua. Y sin que esto
sea nada en contra de mi padre, que es lo más grande que he tenido en este
mundo, a veces mi padre se avergonzaba que yo entrara a reuniones que tenía con
gente importante, porque hablaba pésimamente el castellano.
Cuando yo leí ese relato, en ese
castellano tradicional, me pareció horrible, me pareció que había disfrazado el
mundo tanto casi como las personas contra quienes intentaba escribir y a
quienes pretendía rectificar. Ante la consternación de estos mis amigos, rompí
todas esas páginas. Unos seis o siete meses después, las escribí en una forma
completamente distinta, mezclando un poco la sintaxis quechua dentro del
castellano, en una pelea verdaderamente infernal con la lengua. Guardé este relato
un tiempo, yo era empleado de correos, estaba una tarde de turno y en una hora
en que no había mucho público lo leí y el relato era lo que yo había deseado
que fuera y así se publicó
Bueno, pero me estoy pasando de la hora y tengo que leer un poco. En síntesis, no me gradué en la universidad: cuando estaba estudiando el cuarto año, uno de los buenos Dictadores que hemos tenido me mandó al Sexto, prisión que fue tan buena como mi madrastra, exactamente tan generosa como ella. Allí conocí lo mejor del Perú y lo peor del Perú, salí y fui enviado como profesor al Colegio de Sicuani, luego volví a Lima y concluí estudios de Antropología. He recorrido un poco Europa y acabo de venir de los Estados Unidos. Es decir, cuando publiqué mi penúltimo libro, Los ríos profundos, alcancé a tener algún prestigio en Lima, y entonces señores muy importantes, unos verdaderos amigos de los escritores, y otros que gustan mostrar a los escritores como una decoración de sus salones, me invitaron a sus casas y alterné un poco con la alta sociedad de Lima. Desgraciadamente desaproveché alguna de las oportunidades que me ofrecieron, porque no me sentía cómodo entre ellos, debía haber ido todas las veces para conocerlos mejor. Entonces puedo decirles, ya que nos han pedido que nos confesemos y para mí ustedes son confesores mucho más respetables que los que reciben confesiones en nuestras santas iglesias: yo he tenido la fortuna de recorrer con la vida casi todas las escalas y jerarquías sociales del Perú, incluso he llegado a ser Director de Cultura... Conozco el Perú a través de la vida y entonces intenté escribir una novela en que mostrara todas estas jerarquías con todo lo que tienen de promesa y todo lo que tienen de lastre. Somos un país formidable. Acabo de recorrer los Estados Unidos, es un país casi inconmensurable, pero si ellos tienen mil metros de hondura nosotros tenemos diez mil millones metros de hondura. Es un monstruo de grandeza, de fecundidad y de máquina, pero quizás no hay tanto corazón, ni tanto pensamiento, ni tanta generosidad como entre nosotros. Y escribí este libro, Todas las sangres, en que he intentado mostrarlo todo, de allí lo que pueda tener de bueno y lo que tiene de defectos. Hay tres personajes que son los más importantes, dos son fundamentales, dos heredan un gran feudo, los dos hermanos se odian a muerte por circunstancias especiales, ya han sido maldecidos por su padre, a quien han quitado sus bienes en vida; uno es de mentalidad completamente antigua y feudal, el otro ha sido educado en los Estados Unidos y en Lima, es casi ingeniero, no llegó a ser ingeniero, y desea hacer del Perú un país muy como Norteamérica; el otro quiere aguantarlo para que siga siendo un país antiguo. En el fondo, uno de los dos hermanos lucha porque desea modernizar el país ( y debe modernizarse sin perder sus raíces antiguas) y el otro odia lo moderno porque considera que lo moderno es un peligro para la santidad del alma. Entre los dos, como cuña formidable, está un indio que sufrió todo cuanto un indio puede sufrir en Lima, el honorable Rendón Willka. Yo les voy a leer un trozo del libro, que les va a dar una idea de cuál es el contenido ambicioso de Todas las sangres.
Yo autobiográfico y figura(s) de autor en la tía Julia y el escribidor y El pez en el agua de Mario Vargas Llosa
Autobiographical self and figure(s) Of the author in Mario Vargas Llosa’s la tía Julia y el escribidor and El pez en el agua
Yo autobiográfico y figura(s) de autor en la tía Julia y el escribidor y El pez en el agua de Mario Vargas Llosa
Nueva revista de filología hispánica, vol. LXVII, núm. 2, pp. 545-578, 2019
El Colegio de México, Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios
Recepción: 01 Marzo 2018
Aprobación: 31 Julio 2018
Resumen:Convencida de que tras las bambalinas de toda escritura se vislumbra siempre una autoafirmación, una (im)postura, del creador, y toda vez que los estudios sobre la autorialidad en la literatura hispanoamericana se encuentran aún en pleno despegue, propongo analizar las formas de autofiguración que Mario Vargas Llosa emprende en La tía Julia y el escribidor y El pez en el agua, dos obras que, por su naturaleza autobiográfica, encierran planteamientos fundamentales acerca del autor y la autoría, los cuales se transforman en la creación de imágenes textuales adecuadas a cuestionamientos particulares sobre el ser y el deber ser del escritor.
Palabras clave:Mario Vargas Llosa, La tía Julia y el escribidor, El pez en el agua, autofiguración, figuras de autor.
Abstract:Convinced that behind the scenes of all writing it is possible to discern the writer’s self-affirmation and (im)posture, and since studies on “authoriality” in Hispanic American literature continue to be on the rise, I propose to study the forms of autofiguration in Mario Vargas Llosa’s La tía Julia y el escribidor and El pez en el agua. The autobiographical nature of both books encompasses fundamental ideas about the author and authorship, that take the form of textual images that ask questions about who the writer is and what she/ he ought to be.
Keywords:Mario Vargas Llosa, La tía Julia y el escribidor, El pez en el agua, autofiguration, authorial figures.
¿Quién habla? ¿Quién escribe? Nos falta aún una sociología de la palabra. Lo que sabemos es que la palabra es un poder, y que, entre la corporación y la clase social, un grupo de hombres se define bastante bien por eso, por poseer, en grados diversos, el lenguaje de la nación.
Fuente: Roland Barthes
En su estudio sobre el autor y la autoridad en Borges, Alfredo Alonso Estenoz (2013, pp. 11-15) introduce una reflexión a propósito de la influencia de elementos externos en la manera como se lee un texto. Tomando como punto de partida el ensayo “La fruición literaria” (de El idioma de los argentinos, 1928) de Borges, ilustra la importancia de la atribución de una obra con el ejemplo de una frase que el escritor argentino propone para argumentar que ese valor dependerá de quién la haya escrito y en qué momento histórico. Borges se pregunta si la sentencia “El incendio, con feroces mandíbulas, devora el campo” es “condenable o lícita”, y antes de sugerir posibles procedencias, sostiene: “Yo afirmo que eso depende solamente de quien la forjó” (1994, p. 36), pues da por hecho que no recibiría la misma aprobación si, según dos de sus ejemplos, un literato se la presenta como suya en un café o si se le revela que es de la autoría de Esquilo. Con este comentario, Borges muestra la incapacidad del lector de emitir un juicio certero si desconoce la procedencia de una obra. Aludo al libro de Alonso Estenoz porque su lectura del ensayo borgeano dilucida el papel crucial que desempeña el autor al momento de estudiar una obra, más aún cuando se trata de un escritor, como Mario Vargas Llosa, convertido en figura pública no sólo por su trabajo creativo, sino por su intervención en otros contextos donde la exposición de sus ideas ha extendido su reputación de hombre de letras. Trátese del escritor e intelectual hispanoamericano ganador del Premio Nobel en 2010, o del candidato que perdió las elecciones a la presidencia de Perú contra Alberto Fujimori, su nombre, como todo nombre de autor, funciona como una suerte de marca (en el doble sentido de “señal” y de trademark) que añade valor a la obra y que, por lo mismo, condiciona su recepción o la modifica1. Por poner un ejemplo, la lectura de un libro como Los jefes (1959) se ha transformado necesariamente después de la publicación de su autobiografía o del otorgamiento del Premio Nobel.
Cuando se habla del autor, como concepto, función o atributo, se nos coloca sobre un terreno inestable, porque resulta ser el producto de una combinación azarosa y muchas veces caótica de buen número de instancias de producción y de recepción. Pensar en los procesos de (auto)figuración en estas circunstancias significa examinar los espacios más visitados por el escritor para tal efecto; en el caso de Vargas Llosa, destacan dos momentos significativos de autoexhibición que han moldeado, con mucho, la percepción de su imagen: su novela autoficcional La tía Julia y el escribidor (1977) y sus memorias-autobiografía El pez en el agua (1993), dos búsquedas identitarias que simultáneamente responden a las preguntas ¿quién soy?, ¿quién creo ser? y ¿quién quiero ser? Dentro de estas coordenadas, me interesa, por un lado, definir los modos de autofiguración en La tía Julia y el escribidor y El pez en el agua, en cuanto develamiento explícito del yo; por el otro, y dada la importancia del desenvolvimiento mediático del creador en cuanto artista y su “puesta en escena” social, resulta necesaria la vinculación de estos dos textos con el discurso expuesto en sus entrevistas y ensayos, pues de ellos depende, en gran medida, la validación de las estrategias de escritura mediante las cuales el autor pone en marcha su ejercicio autofigurativo, y porque funcionan como un mecanismo publicitario y de legitimación de su quehacer literario. En otras palabras, estas páginas se proponen examinar la relación dialéctica entre el escritor y la escritura y, al mismo tiempo, destacar los puntos álgidos en el descubrimiento de la vocación creativa que ha hecho de Vargas Llosa una figura pública.
Hace ya más de cuatro décadas que la literatura hispanoamericana comenzó a interesarse de manera más frecuente e incisiva en convocar al propio autor al mundo de la ficción en obras que, decididamente, experimentaban con el lenguaje, con la hibridación genérica o con técnicas metaficcionales, entre las cuales la deliberada especulación sobre el hecho literario desembocó muchas veces en el productor. Casos como los que hacen de la escritura su preocupación fundamental propiciaron estrategias para conseguir formas de autoconciencia y autorreflexividad derivadas de la obra dentro de la obra o la escritura sobre la misma escritura. En este ámbito, la participación del escritor como parte fundamental del proceso creativo generó la necesidad, o acaso la curiosidad, del autor de hacerse parte de la trama, no simplemente con la incorporación de contenidos autobiográficos sino mediante variados intentos de dar cuenta de la experiencia de escritura y, de este modo, imprimir ciertas marcas para la configuración textual de una imagen del autor. En su estudio pionero, Lucille Kerr llama la atención sobre la reflexión en torno al autor desarrollada en la literatura hispanoamericana desde la década de 1960, en contraste con la producción teórica sobre el mismo tema en la academia francesa. En su opinión, la obra y la figura de algunos de los escritores más prominentes del Boom, y de otros de sus contemporáneos, han llegado a representar “el Autor hispanoamericano” (1992, pp. VII-XIV). Sin embargo, no ha sido sólo en la narrativa de ficción donde los escritores han buscado dar forma escrita a alguna parte de su vida: el género autobiográfico se ha convertido, por su parte, en ejercicio de autofiguración al que cada vez se aventuran más los escritores hispanoamericanos.
El reciente auge de la autoficción y la creciente producción de autobiografías en Hispanoamérica muestra que más allá de la voluntad historicista o testimonial, los escritores han optado también por una escritura lúdica que al tiempo que muestra al yo autorial, lo enmascara utilizando la coartada de la ficción (véase Romera Castillo 1995). Ambos géneros parecen suspender la pregunta por su delimitación genérica para responder a otra que, desde la última década del siglo XX y lo que va del XXI, se plantea como fundamental en los estudios literarios: la inquietud teórica en torno al autor en aras de reformular su relación con la escritura. Y es que, una de las consecuencias de las autobiografías y las autoficciones es la articulación de una figura de autor que intenta dar un sentido otro a la relación vida-obra; esto es, re-crear el descubrimiento de una vocación, delimitar una posición dentro de un sistema literario determinado, exponer ciertos aspectos de una poética (temas recurrentes, géneros y estrategias estilísticas frecuentados), entre otros; todo lo anterior sin ignorar el contexto de distribución y recepción, con sus determinados aspectos sociales, culturales y económicos, en los que el autor se desenvuelve como tal en una transferencia recíproca de asimilaciones y rechazos. El resultado de la interacción entre estos elementos de naturaleza personal, unos, y pública, otros, ha sido denominado por Jérôme Meizoz como “postura literaria”. En efecto, los
textos autobiográficos y autoficcionales, la correspondencia, los diarios, los testimonios, los prefacios, etc., despliegan una postura, una construcción que el autor hace de sí mismo y que debe ser analizada en relación al estado del campo artístico en cuestión. No se trata del sujeto civil o biográfico, o por lo menos no únicamente de éste, sino de un sujeto construido que el autor lega a los lectores en y a través del trabajo de la obra (Meizoz 2015, p. 21).
Aunque separadas por un período de 16 años, La tía Julia y el escribidor y El pez en el agua son claro ejemplo del intento, por vías y con intencionalidades distintas, de recrear parte del escenario que vincula al autor con la creación literaria, en el sentido tanto de descubrir el nacimiento del escritor como de plantear cuestiones tan fundamentales respecto a la escritura, como, por mencionar algo, la ruptura de fronteras genéricas, el traspaso de la realidad a la ficción y la consecuente puesta en duda de sus límites, la necesidad de generar una reflexión sobre el hecho literario que dé cuenta de una suerte de poética capaz de iluminar la lectura del libro en cuestión y de la totalidad de la obra, entre otras tantas que apuntan al desenvolvimiento de una postura autorial.
La tía Julia y el escribidor hace gala de la inquietud, que apenas unos cuantos escritores manifestaban por la misma época, de tramar una novela cuyo último sentido fuera la exploración de las relaciones entre realidad y ficción, así como el planteamiento de lo que, según Vargas Llosa, son o deben ser la literatura y el escritor. Pero esta diligente búsqueda de afirmación sólo podía lograrse mediante la puesta en juego de la autobiografía, género que ha venido debatiéndose entre su supuesta referencialidad y su asedio a lo ficcional, con sus implicaciones de invención, mentira e imaginación. Al parecer, el lugar más propicio para el despliegue de lo autobiográfico se encuentra en la novela, género acomodaticio capaz de asimilar cuanto se le ponga enfrente. Consecuencia inevitable de este fenómeno, la autoficción asume el lugar de esos textos abiertos cuya lectura afronta las paradojas de una escritura referencial y ficcional al mismo tiempo: ni autobiografía ni novela, sino todo lo contrario. El pez en el agua, en cambio, emerge como rendición de cuentas, autojustificación, apología y autofiguración explícita jalonada por el afán de veracidad que justifica la escritura de la autobiografía. Sin embargo, pese a la diferente naturaleza de estas dos obras, surge un espacio común en el que se instituye una figuración con pretensiones de conciliar los atributos públicos y los privados, ambos constitutivos de una noción (personal) de autor2.
Mario Vargas Llosa, el escritor escribidor
Cuando, en 1977, sale a la luz La tía Julia y el escribidor, Vargas Llosa era ya un escritor consagrado, con seis novelas que le habían ganado el prestigio internacional. Para algunos de sus críticos y admiradores, La tía Julia y el escribidor representó un cambio radical en las preferencias temáticas y estilísticas del autor, cambio que significó un retroceso en la complejidad narrativa de sus primeras novelas. La simplicidad que se le atribuye se debe en parte al halo autobiográfico de los capítulos impares en los que Vargas Llosa (Marito, Varguitas) relata algunas aventuras juveniles. Más allá de los episodios relacionados con la vida del autor, su introducción a modo de personaje representó un gesto lúdico que parecía restar seriedad y calidad estética a la novela. Sin embargo, la inquietud de Vargas Llosa de imponer un tono más realista mediante la elección de material autobiográfico llevaba la marca de uno de los cuestionamientos más persistentes de la literatura y la teoría literaria a partir de la década de 1970: la revaloración del sujeto y, en consecuencia, del autor como elemento señero de las relaciones entre géneros ficcionales y factuales o, en sentido más amplio, entre realidad y ficción. De ahí que la forma en que Vargas Llosa se hace presente en La tía Julia y el escribidor rebase lo meramente autobiográfico: constituye un mecanismo de autofiguración detrás de la trama tejida alrededor de las aventuras románticas de Marito (o Varguitas) y las estrafalarias historias de los radioteatros de Pedro Camacho. Una de las motivaciones del yo autoficcional que se debate en las páginas de La tía Julia y el escribidor es la de capturar el momento de nacimiento del escritor y, con él, una serie de interrogantes a propósito de la escritura literaria. En este escenario se ponen en juego dos actitudes representadas, respectivamente, por el futuro escritor Marito y el escribidor Pedro Camacho, dos caras que, en última instancia, remiten al mismo individuo y concuerdan con el carácter dual de la narrativa vargasllosiana3. El binomio escritor-escribidor se corresponde con los respectivos capítulos que narran, por un lado, las aventuras amorosas y el matrimonio de Marito con la tía Julia y, por el otro, el argumento de las nueve radionovelas que Pedro Camacho escribe, produce y transmite en Radio Central. Un detalle que llama la atención es la aparente desconexión entre ambas historias, desconexión que, bien vista, resulta ser todo un juego de ocultación que suspende momentáneamente la centralidad del personaje de autor. Además de presentarse con los atributos de una Bildungsroman a la medida de las necesidades de educación sentimental e iniciación en la escritura, La tía Julia y el escribidor hace gala de artificios mediante los cuales pone en marcha reflexiones metaliterarias en relación con la formación del escritor y la pregunta por el ser de la literatura, al mismo tiempo que elabora, como sugiere González Boixo (1978, p. 142), una teoría sobre el hecho literario. En este sentido, al binomio escritor-escribidor se añade un tercer elemento: la escritura en cuanto elemento común a ambos personajes. La novela consta de 20 capítulos: once (los impares) corresponden a la historia de Marito, la tía Julia y Pedro Camacho, y, alternados con ellos, nueve (los pares) a la transcripción narrada de las radionovelas de Camacho. La alternancia de los capítulos, es decir, la introducción de los relatos camachianos, marca una interrupción en el orden de la diégesis principal, que recuerda la estructura de Las mil y una noches, donde Scheherezade sobrevive gracias a su capacidad inventiva y al suspenso que aplaza, noche a noche, una continuación. Vista de este modo, es posible distinguir dos niveles narrativos: un relato marco que asimila un conjunto de relatos secundarios cuya función es generar suspenso -técnica del suspense del melodrama, que la crítica ya ha analizado por extenso- y prolongar la descripción obsesiva de Pedro Camacho, gracias a la cual Mari-
to reafirmará su empeño de convertirse en escritor.
Los relatos secundarios, que constituyen la metadiégesis, simulan independencia de la historia principal; sin embargo, están unidos por algo más que el juego de espejos mediante el cual las peripecias de Marito y Julia adquieren el color melodramático y “huachafo” de los radioteatros de Pedro Camacho: la voz de un narrador primario, identificado con Mario Vargas Llosa, aquel cuyo nombre aparece en la portada del libro y quien en el epílogo termina por unirse con el personaje Marito-Varguitas. El presente de la enunciación da las claves para percibir el carácter pasado de los episodios relatados, de modo que los relatos secundarios se perciben también como provenientes de la pluma del primer narrador, pues es evidente que su estructura no corresponde a la forma mayormente dialogada de los guiones radiales. La imitación de su carácter oral, de consumo inmediato, deja ver el afán de realismo que Vargas Llosa quería, porque no se trata de probar la verosimilitud de las historias, sino de mostrar lo más fielmente posible la realidad de su lenguaje, de su forma y de su impacto en los radioescuchas. De ahí que bien se pueda afirmar que casi la mitad de La tía Julia y el escribidor es un palimpsesto del material de trabajo de Pedro Camacho, apropiación y reescritura de un texto ajeno cuyas huellas, no obstante, persisten en el substrato lingüístico y el tono hiperbólico del melodrama.
Más allá del nivel de la enunciación y de su identificación con la instancia autorial, los guiños al autobiografismo apuntan a un claro juego de indefinición genérica mejor descrita bajo los parámetros del modelo autoficcional, según el cual el personaje que lleva el nombre que aparece en la portada del libro es y no es, al mismo tiempo, el autor. No obstante, se advierte también el deseo implícito de mostrarse tras el supuesto disfraz de la ficción. El caso de Vargas Llosa obedece a la necesidad de incorporar elementos capaces de anclar en la realidad la inverosimilitud de las historias de Pedro Camacho; es decir, dotar a la novela de un carácter realista. En entrevista con Roland Forgues, Vargas Llosa admite que se trata de
una novela en la que intenté un experimento… Como tengo una especie de vocación realista, me ajusté a la idea de que la novela diera una impresión de irrealidad y entonces decidí poner una especie de contrapeso realista a las historias irreales de Pedro Camacho. Y esto fue un pedazo de autobiografía (2006, p. 236).
En el cruce entre lo real y lo fictivo, se debate la esencia del acontecimiento literario y la identidad del escritor o, lo que es lo mismo, se tematizan la escritura, la literatura, el “arte de contar” y la figura del escritor, lo cual da como resultado el complejo entramado que Gerdes (1985) examina según los rasgos de la metaficción4. De este modo, además de poner en práctica los principios creativos derivados de su lectura de la obra de Martorell y Flaubert, Vargas Llosa configura una suerte de poética que se sostiene sobre su idea de novela total.
Una de las primeras señales que advierten al lector sobre el papel protagónico de la escritura en La tía Julia y el escribidor es el epígrafe tomado de “El grafógrafo”, de Salvador Elizondo, que sirve de apertura a la novela. La alusión explícita a la figura del escritor que se ve a sí mismo escribiendo lleva implícita la referencia al escribidor o, para usar otro término, al “escriba”, que remite, a su vez, a una suerte de “conciencia creadora” (Gutiérrez Piña 2016, pp. 125-148) -esa conciencia autorial que Rafael E. Correa (1994, p. 203) llama “autoconciencia de la escritura”-, espacio donde la imagen de escritor y escritura creándose mutuamente se abisma en un juego de espejos. La fórmula casi mágica de invocar la esencia del acto creativo deviene, en el cuerpo de la novela, en un tipo de mise en abyme difractado en dos direcciones: por un lado, en el nivel narrativo la contaminación del primer relato por el lenguaje y la forma de los relatos secundarios, como si estos últimos fuesen absorbiendo al primero; por el otro, en la dimensión de los personajes, la fusión de Marito y Camacho, y la apropiación que hace Marito de los rasgos que más admira en Camacho: su dedicación de tiempo completo a la creación literaria y su fama. Así, escritor y escribidor terminan por ser una sola instancia, mientras que la escritura parece hacer las veces de elemento aglutinador5. Es cierto que la fusión de personajes es un rasgo notorio de la construcción dual de la novela mencionado en numerosas ocasiones tanto por la crítica como por el propio autor6; sus alcances, no obstante, revelan otras dimensiones, una de las cuales es, justamente, la forma en que Vargas Llosa se concibe a sí mismo como autor, en el sentido más amplio de la palabra, esto es, como alguien que escribe y publica, pero también su modo particular de entender el hecho literario, en cuanto posicionamiento que es parte de la imagen que proyecta de sí mismo.
Otro aspecto relevante es la percepción social negativa del escritor que La tía Julia y el escribidor destaca, y que coincidirá con El pez en el agua. La figura del padre encarna un punto de vista asociado con la idea del poeta-escritor como ser débil, proclive a la homosexualidad, y de la vocación literaria como anomalía y hasta perversión. El cuestionamiento de la profesionalización del escritor y de sus posibilidades reales para generar ingresos va de la mano con la reafirmación que el Vargas Llosa, escritor ya consagrado, hace en el último capítulo de la novela. Esta incredulidad ejemplifica el prejuicio social contra el hombre de letras, prejuicio asociado con la creencia añeja de que quien se dedicase al puro trabajo creativo moriría de hambre, como aquellos escritores desdichados del Romanticismo que sucumbieron ante la pobreza, acosados, con frecuencia, por terribles enfermedades como la tuberculosis. Vargas Llosa prueba lo contrario y, lo que es más, intenta dignificar la profesionalización del escritor, como hicieran sus contemporáneos del Boom (Fuentes, García Márquez, Cortázar, Donoso, por mencionar los nombres más reconocidos)7.
Si nos remitimos al aspecto semántico, notamos que el término escribidor encierra una doble significación: por un lado, la connotación positiva que, según el DLE, designa al ‘escritor prolífico’; por el otro, una connotación negativa de ‘mal escritor’ o incluso de ‘escritor’ en sentido irónico (2014, s.v. escribidor). El uso que Vargas Llosa hace de él en un contexto distinto de la novela capta el sentido propiamente vargasllosiano implicado en la figura de Pedro Camacho. En Cartas a un joven novelista (2015 [1997]), libro ensayístico, especie de autobiografía intelectual, la palabra se menciona en, por lo menos, dos ocasiones con una connotación similar: “Esa rebeldía es muy relativa, desde luego. Muchos escribidores de historias ni siquiera son conscientes de ella” (p. 16), y más adelante: “Todos los grandes, los admirables novelistas, fueron, al principio, escribidores aprendices cuyo talento se fue gestando a base de constancia y convicción” (p. 21). Según esta idea, el escribidor sería, entonces, un escritor en ciernes, un aprendiz, el primer escaño para convertirse en un verdadero escritor. En este sentido, el personaje Varguitas es también un escribidor, de ahí que Pedro Camacho y él se encuentren en el mismo nivel de una profesión que sólo Marito llegará a ejercer. Por su parte, el primer narrador, un Mario Vargas Llosa ya consagrado como autor, es también un escribidor o, según otra de las acepciones, un ‘escritor prolífico’. La naturaleza dual de esta figura hace pensar de nuevo en el epígrafe de Elizondo y su escriba, entidad que acaso no sea más que la representación del acto de poner en palabras, sobre la hoja en blanco, el dictado de una conciencia que busca exteriorizar su propio funcionamiento o, en última instancia, afirmar la imposibilidad de mostrar la realidad mental previa a toda articulación lingüística y la incapacidad de revelar el misterio de la creación. Nótese, asimismo, que la noción de escriba remite a la de amanuense, definida, a su vez, como la “persona que tiene por oficio escribir a mano, copiando o poniendo en limpio escritos ajenos, o escribiendo lo que se le dicta” (DLE 2014, s.vv. escriba, amanuense); una de las acepciones de escritor es, precisamente, ‘persona que escribe al dictado’. Al copiar los argumentos de las radionovelas de Camacho, Vargas Llosa se presenta también como un dedicado escriba. Después de todo, el elemento común de todas estas nociones es la escritura actualizada por el individuo que la ejecuta. Como en “El grafógrafo”, un término reenvía a otro en una circularidad que encierra las aporías de la escritura, pues si dividimos la palabra grafógrafo por la mitad (grafo-grafo), descubrimos un espectacular pleonasmo que enlaza un prefijo, que significa ‘escritura’, con un sufijo, que remite a ‘quien escribe’, cuya suma sería algo así como “escritor que hace (escribe) escritura” o, a fin de cuentas, un sofisticado escribidor.
Un último aspecto de la autofiguración sugerida en La tía Julia y el escribidor es la relación de la figura del autor con su posición respecto a la literatura como actividad artística. Se trata de la puesta en escena de un joven escribidor que no sólo intenta crear ficción, sino que además va fraguando paulatinamente la imagen, el ideal, del escritor que aspira a ser; imagen que va de la mano con la reflexión en aras de comprender qué es lo literario o, en todo caso, de concretar “una teoría de lo que es el hecho literario” (González Boixo 1978, p. 142). Es en Pedro Camacho en quien Varguitas encuentra la imagen del escritor artista, el que sacrifica todo por amor al arte, quien, como pocos, dedica todo su tiempo y energía a la producción de sus radionovelas, “pues vivir era para él escribir” (Vargas Llosa 2013,
p. 174). Para apreciar mejor la dinámica en que escritor y escribidor se entrelazan, cito el siguiente fragmento:
En el colectivo a Miraflores, iba pensando en la vida de Pedro Camacho. ¿Qué medio social, qué encadenamiento de personas, relaciones, problemas, casualidades, hechos, habían producido esa vocación literaria (¿literaria?, ¿pero qué, entonces?) que había logrado realizarse, cristalizar en una obra y obtener una audiencia? ¿Cómo se podía ser, de un lado, una parodia de escritor y, al mismo tiempo, el único que, por el tiempo consagrado a su oficio y obra realizada, merecía ese nombre en el Perú? ¿Acaso eran escritores esos políticos, esos abogados, esos pedagogos, que detentaban el título de poetas, novelistas, dramaturgos, porque, en breves paréntesis de sus vidas consagradas en sus cuatro quintas partes a actividades ajenas a la literatura, habían producido una plaquette de versos o una estreñida colección de cuentos? ¿Por qué esos personajes que se servían de la literatura como adorno o pretexto iban a ser más escritores que Pedro Camacho, quien sólo vivía para escribir? ¿Porque ellos habían leído (o, al menos, sabían que deberían haber leído) a Proust, a Faulkner, a Joyce, y Pedro Camacho era poco más que un analfabeto? Cuando pensaba en estas cosas sentía tristeza y angustia. Cada vez me resultaba más evidente que lo único que quería ser en la vida era escritor y cada vez, también, me convencía más que la única manera de serlo era entregándose a la literatura en cuerpo y alma. No quería de ningún modo ser un escritor a medias y a poquitos, sino uno de verdad, como ¿quién? Lo más cercano a ese escritor a tiempo completo, obsesionado y apasionado con su vocación, que conocía, era el radionovelista boliviano, por eso me fascinaba tanto (pp. 256-257).
Valga la extensión de la cita para subrayar el modo en que Pedro Camacho fragua el cuestionamiento acerca de la vocación del escritor y la manera de hacer de ella, si no el único motivo de su existencia, por lo menos el más firme. La coincidencia entre la dedicación total de este personaje a su trabajo y el sueño de Varguitas de mudarse a París, donde, instalado en la clásica buhardilla, se dedicaría por completo a labrar su carrera literaria, descubre una vez más que Vargas Llosa se concibe como escritor entregado en cuerpo y alma al arte de la palabra escrita, concepción válida de igual manera para caracterizar su modelo del autor auténtico8. Pero eso no es todo. Si Pedro Camacho alcanza la admiración de su público se debe a su hábil manejo del melodrama: la elaboración de historias truculentas pero fáciles, el empleo de lugares comunes, el lenguaje accesible, repetitivo e hiperbólico; es decir, todas aquellas características que participan de lo popular, de lo justo en términos de su adecuación a las expectativas y alcances de una audiencia poco esforzada. Hay que recordar que, si bien Pedro Camacho pasa horas enteras tecleando en la máquina de escribir, el objetivo de sus largas jornadas es la simple transmisión radial de sus guiones, no su publicación ni, mucho menos, su lectura. Su arte es otro: dar vida a sus personajes y hacer creíbles sus infortunios, sus placeres, sus rencores. Lo que Varguitas admira en él y procurará imitar en su futura carrera no es sólo su férrea disciplina, rayana en la obsesión, sino también su capacidad de alcanzar a un público más amplio y heterogéneo. Es aquí, en la fusión de estos dos elementos, más que en los fracasados intentos de Varguitas, donde Vargas Llosa da origen a una autofiguración muy particular: la del “escritor total” (“novelista total”, para usar el término del propio Vargas Llosa), “ese voraz [que] crea a partir de todo” (1991, p. 29).
La idea vargasllosiana de totalidad tiende un vínculo estrecho con su lectura del Tirant lo Blanc, de Martorell, y la obra de Gustave Flaubert, en quien el escritor peruano encuentra esa relación dialéctica entre realidad y ficción9. Además de procurar una recolección que abarque los más diversos aspectos de la realidad, la “novela total” aspira a crear un perfecto balance entre lo popular y lo culto, por decirlo de algún modo, que se deje leer por un público de muy distintos estratos sociales10. De ahí que en La tía Julia y el escribidor Vargas Llosa se dé a la tarea de reconciliar la separación contemporánea entre lo que se ha dado en llamar “subliteratura” y la literatura, llamémosle “culta”, reconciliación que pone sobre la mesa la pregunta sobre lo literario o artístico11. Cabe señalar que por la misma época en que Vargas Llosa escribía La tía Julia y el escribidor, redactó también su conocido ensayo sobre Flaubert y, un poco más tarde, otro sobre Víctor Hugo (Kristal 1998)12. Esta coincidencia temporal deja ver hasta qué punto esta etapa de su obra solidifica las bases de su sistema literario:
La diferencia entre lo que hace Pedro Camacho y lo que hace Varguitas es una diferencia muy borrosa… hay un momento donde las fronteras se pierden, se confunden. Para mí, desde el punto de vista ya no literario, sino desde el punto de vista social, el mejor momento de la historia fue ese cuando esas fronteras se confundieron, es decir el siglo XIX. Escritores como Víctor Hugo, como Balzac, como Tolstoi hicieron una gran literatura que fue al mismo tiempo una literatura popular… luego, para desgracia creo yo, de la literatura, de la sociedad y de la cultura, se produjo la escisión. Ambas vertientes empezaron a separarse, pero hay de cuando en cuando brotes, destellos de una literatura que vuelve a reunir ambas cosas (Vargas Llosa 2006a, pp. 239-240) .
Acaso Vargas Llosa es (o quiere ser) uno de esos brotes, el destello de una empresa totalizadora que parece haber resurgido después de siglos de abandono. Desde una perspectiva distinta, la pretensión de totalidad se traduce también en la unión de oralidad y escritura, o lo que es lo mismo, de la narración de tradición oral y la narración escrita. El aspecto de oralidad evoca de nueva cuenta la idea de “literatura popular”, pero en este caso destaca la marca del relator de historias y leyendas en torno a quien se congrega una audiencia. En La tía Julia y el escribidor, el aparato radiofónico hace las veces del narrador de historias cuya vida depende de la transferencia que, a su vez, los oyentes hagan de ellas. La figura del escritor reclama aquí la asimilación de este elemento -que recuerda no sólo al aedo de la Grecia antigua, sino también a los propios habitantes de raigambre indígena de las montañas del Perú- con el novelista. Aquí, el escritor (Mario Vargas Llosa) funge como recopilador de las historias de Pedro Camacho, que serán transformadas por la intervención de la escritura. Esta misma metáfora se recupera en El hablador, en ese personaje que parece ser también el anverso del novelista, pero que es, a fin de cuentas, un fabulador.
Al recurrir a un episodio autobiográfico, pero sobre todo al utilizar su nombre propio (ya como Marito o como Varguitas), Vargas Llosa accede a un espacio donde la vida se convierte en literatura, donde es posible explorar el misterio de la transformación de la realidad en ficción. La participación del personaje escritor dentro de esta operación muestra, como se ha visto, que una de las consecuencias de la voluntad de develar el yo autorial es la creación de una figura de autor. En La tía Julia y el escribidor, la recreación de esta figura lleva las marcas del nacimiento, como escribidor, del futuro escritor entregado a su pasión y al empeño de acceder a la totalidad que desea para el género novelístico. Detrás de estos juegos de máscaras y espejos se vislumbra a un Vargas Llosa que ha asimilado y superado a su escribidor, y se ha convertido, por lo tanto, en un autor convencido de que si su pluma no transforma la mala literatura en literatura, por lo menos consigue colocarla en el lugar del que fuera expulsada. Un autor, en última instancia, que desde su buhardilla parisina juega a suplantar a Dios.
Mario Vargas Llosa: el “écrivain-écrivant” de El pez en el agua
El pez en el agua se publica en 1993, tres años después del fracaso político de Vargas Llosa ante Alberto Fujimori en la contienda electoral para la presidencia de Perú. En opinión de algunos, este libro es la exposición de una serie de justificaciones de dicho fracaso, o una manera de explicar y explicarse las causas, los errores, las incongruencias de la campaña y, en cierto modo, de acusar a la población peruana de una suerte de barbarie que sigue alimentando las corrompidas bases de los gobiernos hispanoamericanos, cuya pobre y hasta perversa actuación ha impedido el establecimiento de la democracia y el desarrollo que sigue separando a nuestros países de aquellos del primer mundo. En efecto, este aspecto es evidente, porque de él se vale Vargas Llosa para armar sus memorias; no obstante, el libro presenta también otros momentos, no menos significativos, que marcaron la trayectoria vital del escritor peruano: los antecedentes más remotos de su inclinación hacia la literatura, pues, aunque presentados como “memorias”, encierran un componente autobiográfico mucho más íntimo encaminado a reconstruir la infancia, la adolescencia y la juventud en cuanto etapas de aprendizaje para perseguir su vocación de escritor. De manera similar a La tía Julia y el escribidor, El pez en el agua recurre al relato de iniciación para contar el nacimiento del escritor, en este caso desde la determinante presencia de la figura paterna en la vida de Vargas Llosa, hasta el primer reconocimiento literario premiado con el viaje a París que inauguraría de manera triunfal su entrada en el mundo de las letras.
Quizá uno de los aspectos que más llaman la atención es la ambivalencia genérica de un libro que se propone como “memorias” y que, sin embargo, echa mano de la estructura dual, uno de los más caros artificios de la escritura vargasllosiana, con lo cual abre un espacio para incorporar, como quien no quiere, la autobiografía propiamente dicha. La relación contrapuntística entre dos géneros autobiográficos muy cercanos pone de manifiesto la intencionalidad de mostrar, de nueva cuenta, dos caras de una sola imagen, cargada esta vez de implicaciones sociales y políticas que ennoblecen y merman al mismo tiempo el ideal identitario del escritor total. Lo ennoblecen al dotarlo del sentido moralizante del compromiso social mediante un acto de renuncia, si bien temporal, a su vocación artística, con tal de ofrecer justicia y el bienestar social al pueblo peruano. De manera simultánea, sufre una disminución debida, contradictoriamente, a esa renuncia vuelta abandono, y hasta traición, a su entrega absoluta al arte literario. Así, El pez en el agua se ofrece como el testimonio de un escritor latinoamericano cuyas virtudes se fundan no sólo en los productos de su intelecto, sino también en su participación como mediador entre las fuerzas del poder y las demandas del ciudadano común. En este sentido, la construcción de una figura muy particular del escritor comprometido se opone al anhelo de vivir, como Pedro Camacho en La tía Julia y el escribidor, únicamente por y para el arte.
Si lo consideramos como una suma de dos momentos, de dos historias, de dos perspectivas, El pez en el agua puede leerse desde la ambigüedad que, según Sylvia Molloy, caracteriza el género autobiográfico hispanoamericano, esto es, desde la naturaleza híbrida de una estructura que ha permitido la lectura de ciertos textos como algo más que autobiografías. Pese a que es clara la intención de hablar de sí mismo, Vargas Llosa deja entrever la crisis de autoridad a que se refiere Molloy y que lleva al escritor a preguntarse “¿para quién se escribe?” Una crisis de autoridad a la que
corresponde un yo en crisis que escribe en un vacío interlocutorio. Las dificultades del autobiógrafo hispanoamericano, las vacilantes figuraciones a las que recurre, el constante afán por conquistar el aprecio de los lectores, configura un modelo ambiguo que siempre apunta a la misma pregunta, sin formularla abiertamente: “¿Para quién soy yo un ‘yo’?”, o mejor dicho, “¿para quién escribo ‘yo’?” La vacilación entre persona pública y yo privado, entre honor y vanidad, entre sujeto y patria, entre evocación lírica y registro de los hechos, son sólo algunas de las manifestaciones de la vacilación que caracterizó (y acaso sigue caracterizando) la escritura autobiográfica en Hispanoamérica (1996, pp. 14-15).
El libro de Vargas Llosa lleva la marca de tal vacilación, pues privilegia el género de las memorias como para poner sobre aviso de que el contenido se atiene al recuento de las circunstancias que rodean a un yo doblemente público: el autor de libros y su actuación en la escena política. Si las memorias relatan lo que el autor vio, dijo, hizo o pensó en un determinado período de su vida (May 1982, p. 121) , su función es más bien testimonial. No extraña que Vargas Llosa sitúe la recuperación de unos cuantos años de su trayecto vital, “años que fueron significativos tanto para él como para la circunstancia política de su país”, por encima de un recuento más extenso como el que se emprende en la autobiografía. En su caso, el episodio de la campaña da pie a la escritura personal y justifica la exploración autobiográfica que, de otro modo, podría resultar pretenciosa si, como se sabe, la autobiografía se escribe al final de la vida, en los años que el escritor avizora como los últimos de su existencia y desde los cuales puede contemplar, casi en su totalidad, el camino andado. En las memorias, la circunstancia histórica prima sobre la indagación íntima, los cuestionamientos se hacen a la historia más que al yo; éste, aunque protagonista, se presenta ante todo como testigo.
Vargas Llosa, sin embargo, intenta un balance entre la figura del escritor y la del político, que contradice, en parte, lo que el subtítulo “Memorias” anuncia, ya que al recurrir al género autobiográfico concede un lugar protagónico al yo. Así las cosas, se puede hablar de una doble autofiguración: una, signada por la infancia-juventud y, en tal sentido, por un aspecto simbólico, mítico, poético, que busca una especie de regreso al pasado donde se gesta la vocación artística; y otra que, si bien está ligada a la aventura política de Vargas Llosa, dibuja una singular imagen del intelectual comprometido13.
El pez en el agua pone de manifiesto una intención autobiográfica orientada a rescatar los momentos, las experiencias, los retazos de recuerdos que marcaron la inclinación del escritor hacia el mundo de la literatura, como si ese tiempo de preparación fuera mucho más significativo que la propia consolidación de su carrera. Poco dice Vargas Llosa acerca de sus libros y los reconocimientos que por ellos ha merecido; en cambio, evoca con lujo de detalles acontecimientos fundamentales de su infancia y juventud. Porque se trata de una etapa vital hasta cierto punto idealizada por el adulto y re-creada a partir de la memoria, la infancia se convierte en el espacio mítico donde se descubre la gestación de una suerte de núcleo identitario, pero sobre todo donde lo poético encuentra su más alta expresión. Y es que la evocación de ese pasado remoto se convierte en “factor de identidad y al mismo tiempo de ficcionalización en la delimitación del sujeto” (Cabo Aseguinolaza 2001, p. 51). De ahí que en la modernidad literaria abunden los relatos de infancia y que la autobiografía privilegie esta etapa como el comienzo que justifica, explica y hasta ennoblece el comportamiento del adulto, pues, en efecto, “desde el yo se afianza una idea de identidad en la cual la infancia desempeña un papel primordial: es una postulación de la infancia por un sujeto anhelante de un pasado personal sobre el que fundar su conciencia de sí” (id.).
Un tópico recurrente en las autobiografías de escritores es la recuperación de un sujeto que desde siempre ha estado unido a su destino de hombre de letras; es decir, gran parte de lo que constituye el material rememorado privilegia el rescate de la pre-historia del escritor centrada en las imágenes de un niño/ adolescente lector-escritor, concebido así por la perspectiva adulta, como si en ese pasado no hubiera otra cosa que la presencia misma de la literatura, o como si cualquier otra experiencia apuntara en esa dirección. A estos momentos corresponden las escenas de las primeras lecturas, los libros inolvidables y, lo que no podía faltar, la mención, casi obligada, de los pininos literarios, de esas primeras fallidas incursiones mediante las cuales se va perfeccionando el arte y formando el carácter con que el autor alcanzará el reconocimiento. Esta particular autofiguración contrapone dos momentos fundamentales de la infancia de Vargas Llosa: uno que corresponde a lo que podría verse como una estancia en el paraíso o, como él mismo asegura, en un Edén, y otro marcado por la expulsión de esas tierras de felicidad y ensueño, expulsión o caída provocada por la aparición de la figura paterna. Los primeros diez años de su vida, Vargas Llosa los pasa en la casona en Cochabamba, bajo el cuidado de los abuelos Pedro y Carmen, donde, además del juego, la lectura ocupa buena parte de su tiempo. Es ahí donde experimenta el primer contacto con los libros, contacto que se convierte en pasión y en el asidero de otros tantos episodios que marcarían el espíritu del niño, propenso, desde entonces, a la palabra escrita. Así lo relata:
Mis diabluras hicieron que mi mamá me matriculara en La Salle a los cinco años, uno antes de lo que recomendaban los Hermanos. Aprendí a leer poco después, en la clase del hermano Justiniano; y esto, lo más importante que me pasó en la vida hasta aquella tarde del malecón Eguiguren, sosegó en algo mis ímpetus. Pues la lectura de los Billikens, Penecas, y toda clase de historietas y libros de aventuras se convirtió en una ocupación apasionante, que me tenía quieto muchas horas (1993, p. 17; las cursivas son mías)14.
La época más decisiva para la reafirmación de sus inclinaciones artísticas fue, no obstante, aquella que determinó el fin de la infancia: la llegada del padre y, con él, años de angustia, aislamiento, miedo, frustración y rencores que generaron el ambiente propicio para el fortalecimiento de su incipiente pasión. En un guiño, en apariencia discreto, al terrible personaje kafkiano de Carta al padre, Vargas Llosa hace de la figura paterna uno de los elementos con mayor peso dentro de la trama de esta especie de relato de iniciación15. Su presencia tiene un papel decisivo en la formación del carácter del hijo, que se presenta un tanto como la víctima de un ser malvado, incapaz de ofrecer cuidado, amor y educación, valores todos de una imagen idealizada. De manera significativa, el padre terrible contrasta con la presencia, siempre ensombrecida, de una madre cuya heroicidad, si la hay, nunca se revela.
Ernesto J. Vargas ocupa un lugar protagónico en la autobiografía de Vargas Llosa; su espacio de acción corresponde al del antihéroe, oponente que obstaculiza los empeños del hijo puestos en la consecución de un noble propósito: convertirse en escritor. Vista de este modo, la vida del autor de La casa verde (1966) comienza no con su nacimiento en Arequipa, “la madrugada del 28 de marzo de 1936” (Vargas Llosa 1993, p. 15), sino con el desafortunado encuentro, diez años después, en el vestíbulo del hotel de Turistas de Arequipa, con un padre al que creía muerto. Una vez separado del clan de los Llosa y establecido en Lima, en su nuevo hogar, Vargas Llosa se encuentra una vez más con la lectura, pero ahora no sólo como un placer más entre otros, sino como la única forma de escapar, al menos transitoriamente, de la tiranía de “ese señor” que era su padre:
Frente a nuestra casa, en la avenida Salaverry, había una librería en un garaje. Vendía revistas y libros para niños y las propinas me las gastaba, todas, comprando Penecas y Billikens, una revista argentina de deportes, con lindas ilustraciones de colores, El Gráfico, y los libros que podía, de Salgari, Karl May y Julio Verne, sobre todo, de quien El correo del Zar y La vuelta al mundo en ochenta días me habían hecho soñar con países exóticos y destinos fuera de lo común… En esos primeros meses largos y siniestros de Lima, en 1947, las lecturas fueron la escapatoria de la soledad en que me hallé de pronto, después de haber vivido rodeado de parientes y amigos, acostumbrado a que me dieran gusto en todo y me celebraran como gracias las malcrianzas. En esos meses me habitué a fantasear y soñar, a buscar en la imaginación, que esas revistas y novelas azuzaban, una vida alternativa a la que tenía, sola y carcelaria. Si ya había en mí las semillas de un fabulador, en esa etapa cuajaron, y, si no las había, allí debieron brotar (1993, p. 53; las cursivas son mías).
La voracidad lectora de Vargas Llosa a los once años intensifica uno de los tópicos que El pez en el agua hereda de las autobiografías latinoamericanas decimonónicas: su tendencia a privilegiar lo que Molloy denomina la “escena de lectura”, especie de recuento de los libros más queridos, aquellos que de algún modo exhiben la adquisición temprana de un cierto nivel cultural al mismo tiempo que destacan los antecedentes que moldearán la imaginación y la inteligencia del niño. Se trata de un recurso de validación mediante el cual el autobiógrafo se muestra “leyendo antes de ser y siendo lo que se lee”, como observa Molloy, y asegura su dependencia de una “prefiguración textual” que, a su vez, remite a la idea de la biblioteca, metáfora de la acumulación de todo un bagaje sobre el que situar el propio ejercicio creativo16. Con todo, la fórmula infancia-lectura-imaginación, subrayada en la cita anterior, crea un clima favorable para el nacimiento del fabulador: en cuanto espacio germinal de la vocación literaria, no puede menos que ostentar la voluntad del autobiógrafo de hacer de la infancia un momento fundacional, tanto más valioso si lleva implícita la asimilación de un repertorio capaz de establecer, si bien desde la conciencia del adulto, un diálogo con la cultura letrada.
Si la literatura sirvió de refugio en esos primeros años, en la juventud se transformaría en acto consciente y decidido de insurrección contra el padre. En La tía Julia y el escribidor, la obstinación de Varguitas por convertirse en escritor a cualquier costo, además, claro está, del matrimonio con la tía Julia -que su padre sólo aprobaría cuando se le hace creer que casarse es muestra innegable de hombría-, son dos actos de rebeldía que, por su importancia en la vida de Vargas Llosa, constituyen el grueso de la novela. De este modo, asegura Carlos Granés (2014, p. 30), el nacimiento del creador lleva la marca de la rebelión, porque esa suerte de resistencia contra la autoridad paterna, que es también resistencia contra la sociedad peruana, aviva el deseo de convertirse en escritor. Si la figura del padre es acicate para la creación, lo es también porque representa la visión negativa del hombre de letras (llámese poeta, intelectual, escritor o, simplemente, artista), no sólo por su situación de inadaptado, sino por la supuesta debilidad de carácter que Ernesto Vargas equipara con la del homosexual o la del fracasado17, como ocurre también en La tía Julia y el escribidor. Contra tales (pre)juicios, Vargas Llosa elabora esa otra imagen idealizada, casi mítica, del hombre tocado por fuerzas divinas o demoníacas capaces de elevarlo por encima del resto de los mortales; imagen que, en última instancia, es la que Vargas Llosa quiere imprimir como su verdadero rostro.
Los siguientes años de su formación en el Colegio Militar Leoncio Prado, en la Universidad de San Marcos como estudiante de Derecho y de Letras, o en su trabajo periodístico y sus primeras incursiones en la política, culminan con dos acontecimientos que signan su entrada en la adultez y la realización de su máximo sueño, que sería también el comienzo de su carrera: el matrimonio con la tía Julia y su contacto con el Viejo Continente, gracias al viaje a París en enero de 1958 y después, a finales del mismo año, a España para estudiar el doctorado en la Universidad Complutense de Madrid.
A la figuración del niño intimidado pero rebelde, lector voraz y escritor en potencia, cimiento de una carrera exitosa (que La tía Julia y el escribidor omite), sigue otra de consolidación del hombre de letras, quien esta vez se opone a otro tipo de autoridad, no menos despótica que la del padre, y hace de la palabra escrita su principal instrumento de batalla, como haría en aquella primera época de los libros y las revistas infantiles. Los capítulos pares, amén de narrar la contienda electoral, se encargan de mostrar el valor de la literatura como instrumento contra el poder (Granés 2014, p. 30). El escritor, en cuanto poseedor del don de la palabra, que ya ha extendido su influencia en el ámbito cultural nacional e internacional, asume cierta responsabilidad social, la de hacer que las ideas encapsuladas en su obra tengan impacto más que estético, que trasciendan los límites de la página escrita y actúen en beneficio del pueblo oprimido. En todo caso, Vargas Llosa, al llevar su trabajo intelectual a la esfera de lo social y, más aún, de la política, mueve a la acción al escritor de tiempo completo, lo incita a abandonar la torre de marfil, así sea temporalmente, para darse cuenta de que la literatura no admite abandonos de semejante magnitud, ni la política, intromisiones distintas a la simple ambición de poder. Después de todo, esta experiencia le sirvió para confirmar sus viejas suposiciones de que el escritor es “un individuo anormal, desde el punto de vista social, y desde el punto de vista político, un individuo sospechoso” (Vargas Llosa 2011b, p. 73), que no puede asumir con responsabilidad sus compromisos sociales porque siempre estarán “mediatizados por ese otro que hay en él, ese hombre flaubertiano envenenado por sus propias obsesiones, por sus propios demonios, que siempre va a estar tomando distancia para poder reducir todas sus experiencias a un simple material” (id.).
Por mucho que la animadversión de sus oponentes haya puesto a Vargas Llosa la etiqueta de “el escritor que quiso ser presidente”, su osada apuesta a la presidencia del Perú le permitió afianzar una imagen mucho más seductora y muy a tono con los principios que han regido el trabajo de buen número de intelectuales hispanoamericanos: la de quien hace de la palabra escrita un instrumento de crítica y denuncia de cualquier acción de las instancias de poder que atente contra los derechos fundamentales del ser humano. No se trata del escritor comprometido sartreano que sedujo a Vargas Llosa en sus años de juventud, ni de la literatura como instrumento para generar cambios en la sociedad, sino de un intelectual, es decir, de
alguien poseído por la vocación de distinguirse en la arena pública como individuo inconfundible que asume la tarea de representar ante, y difundir para, una audiencia un cuerpo de ideas, opiniones, o una filosofía, asumiendo la responsabilidad y los riesgos que dimanan de ese rol libremente escogido… Ni pacificador ni creador de consensos, el intelectual es, en cambio, una figura incómoda, contestataria al poder y a la doxa del lugar común (Franco 2012, p. 105)18.
Aunque Vargas Llosa pretende convencer al lector de que su candidatura fue más bien producto de su “tentación por la aventura” que de un deber moral, una de las consecuencias de su autorrepresentación -como puesta en perspectiva de su reciente actuación pública- es el afianzamiento de la imagen del “intelectual comprometido”, que más que contravenir su dedicación absoluta a la literatura busca complementarla. De hecho, esta imagen concuerda con la idea que Vargas Llosa tiene del escritor en cuanto ser escindido, porque está convencido de que quien elige ser escritor se desdobla, se convierte en dos hombres: “por una parte el intelectual comprometido y, por la otra, ese ser misterioso, agazapado detrás de éste, que es plenamente irresponsable y que, al mismo tiempo, es el que detenta esa libertad radical en el plano de la ficción” (Cano Gavira 2011, p. 70; las cursivas son mías)19.
La opinión de Vargas Llosa sobre el ser o deber ser del escritor no es, por cierto, original. Heredada del Romanticismo, la idea del escritor como ser excepcional no es privativa del quehacer vargasllosiano, pero sí muestra la elevada concepción que tiene de su profesión, más aún cuando a ésta se une la faceta del compromiso. En este punto, cabe traer a colación el papel prominente que Vargas Llosa ocupa en el grupo de los escritores del Boom no sólo por su extensa producción literaria y los rasgos que la colocan en ese lugar privilegiado, sino además por su activa y polémica actuación en el debate en torno a acontecimientos sociales, culturales y, sobre todo, políticos, de impacto internacional. Al lado de García Márquez, Cortázar y Fuentes, el escritor peruano se ha destacado, en particular, a partir de su posicionamiento respecto a la Revolución cubana y su líder, Fidel Castro. Es bien sabido que desde el Caso Padilla20, Vargas Llosa se alejó de la izquierda y cada vez más fue haciendo suyas las ideologías de derecha hasta convertirse, por fin, en el candidato neoliberal que quería transformar Perú con la práctica de la democracia y un plan de gobierno que pretendía “sanear las finanzas públicas, acabar con la inflación y abrir la economía peruana al mundo, como parte de un proyecto integral de desmantelamiento de la estructura discriminatoria de la sociedad” (Vargas Llosa 1993, pp. 532-533). Vargas Llosa asume públicamente la responsabilidad de mantener una actitud crítica, ruidosa, incómoda, no sólo ante las formas de gobierno en turno, sino también ante cualquier evento que impacte negativamente a la sociedad. Con igual ánimo se pronuncia sobre Günter Grass cuando, en una nota solidaria para mitigar el escándalo por la declaración de Grass a propósito de su pasada pertenencia a la Waffen-SS del régimen de Hitler, lo considera el último de una estirpe a la que él mismo aspira a pertenecer: aquella de la que fueron parte Víctor Hugo, Thomas Mann, Albert Camus, Jean-Paul Sartre, para quienes un escritor, al mismo tiempo que fantaseaba, era un agitador de conciencias, alguien que
podía servir también como guía, consejero, animador o dinamitero ideológico sobre los grandes temas sociales, políticos, culturales y morales, y que, gracias a su intervención, la vida política superaba el mero pragmatismo y se volvía gesta intelectual, debate de ideas, creación (2006, s.p.).
¿Acaso no es esta imagen referida a otros escritores la misma que el propio Vargas Llosa promueve en El pez en el agua? Retrato de una utopía, el intelectual comprometido en Vargas Llosa se divisa como un modelo a seguir, pero también como una ficción más que ha caído en el olvido y hasta en el menosprecio. Antes de concluir transcribo un fragmento del texto de Barthes que dio título a este apartado: “écrivain-écrivant”, fórmula que, como anillo al dedo, señala la coexistencia de dos funciones del lenguaje, una pública (la de las instituciones) y otra personal (la del escritor, poseedor de la palabra a lo largo de la historia; el mejor, si no es que el único, capaz de hacer suyo el lenguaje con la única intención de transformarlo artísticamente). En nuestra época, asegura Barthes, se ha arrebatado la palabra a los escritores para perseguir fines políticos. Pero de esa usurpación surge un individuo que asume ambas reali-
zaciones del lenguaje:
Hoy en día todos nos movemos más o menos abiertamente entre los dos postulados, el del “écrivain” y el del “écrivant”; sin duda es la historia quien lo quiere así, al hacernos nacer demasiado tarde para ser “écrivains” soberbios (de buena conciencia) y demasiado pronto (?) [sic] para ser “écrivants” escuchados. Actualmente, cada participante de la intelligentsia tiene en él los dos papeles, encarnando mejor o peor el uno o el otro: hay “écrivains” que tienen bruscamente comportamientos, impaciencias de “écrivants”; y hay “écrivants” que se elevan a veces hasta el teatro del lenguaje. Queremos escribir algo, y al mismo tiempo escribimos simplemente. En una palabra, nuestra época parece haber dado a luz a un tipo bastardo: el “écrivain-écrivant”. Su función sólo puede ser paradójica: provoca y conjura a la vez; formalmente su palabra es libre, sustraída a la institución del lenguaje literario, y sin embargo, encerrada en esta misma libertad, secreta sus propias reglas, bajo la forma de un escribir común; tras salir del club de los hombres de letras, el “écrivain-écrivant” encuentra otro club, el de la intelligentsia. A escala de la sociedad entera, esta nueva agrupación tiene una función complementaria: el escribir del intelectual funciona como el signo paradójico de un no-lenguaje, permite a la sociedad vivir el sueño de una comunicación sin sistema (sin institución): escribir sin escribir, comunicar pensamiento puro sin que esta comunicación desarrolle ningún mensaje parásito, éste es el modelo que el “écrivain-écrivant” realiza para la sociedad. Es un modelo a la vez distante y necesario, con el cual la sociedad juega un poco como el gato con el ratón: reconoce al “écrivain-écrivant” comprando (un poco) sus obras, admitiendo su carácter público; y, al mismo tiempo, le mantiene a distancia, obligándole a poyarse en instituciones anejas que ella controla (la Universidad, por ejemplo), acusándose sin cesar de intelectualismo, es decir, míticamente, de esterilidad (reproche en el que no incurre nunca el “écrivain”). En resumen, desde un punto de vista antropológico, el “écrivain-écrivant” es un excluido integrado por su exclusión misma, un heredero lejano del Maldito (2017, pp. 209-210).
Como si él mismo se resignase a encarnar esta doble faz, Barthes identifica una de las facetas más persistentes entre los escritores contemporáneos, ésa que Vargas Llosa, entre otros tantos de sus coetáneos, sacando el mejor partido de ambos personajes, ha convertido en estandarte de su profesión. La diferencia entre estos dos términos es más radical que la oposición vargasllosiana entre escribidor y escritor, pues la encarnación del escribidor en Pedro Camacho está aún ligada a la actividad creativa, aunque su producto se considere como arte menor. El “écrivant” de Barthes, en cambio, es un escriba público, alguien que simplemente anota, redacta, copia o transcribe para generar alguna utilidad. Sin embargo, recoge la ocupación pública como imperativo de la función del intelectual.
En El pez en el agua, Vargas Llosa se sabe poseedor de la palabra, palabra que intenta ser contestataria tanto literariamente como desde esa posición otra en que lo social se mezcla con lo individual, en que lo privado se hace público. El escritor peruano consigue que su experiencia política, trasladada a la escritura, se ofrezca como testimonio de una época en la historia del Perú, pero también como el signo de una pasión. La escritura instituye el espacio donde el autor se construye a sí mismo, ya mediante la memoria que lo autobiográfico comporta, ya mediante los demonios que atizan el surgimiento de la ficción; pero la autofiguración, que no puede ya escapar a la mirada y al juicio del otro, se rehace constantemente adaptándose, unas veces, a las condicionantes externas, y otras, transgrediéndolas como mecanismo de conservación de lo más íntimo o como prueba de fidelidad del escritor consigo mismo; en cualquier caso, como la actualización de una imagen redentora que, por lo que toca al escritor hispanoamericano, quiere dar cuenta del triunfo del pensamiento y la libre expresión sobre cualquier forma de gobierno. Y si de libertad creativa se trata, Vargas Llosa deja como herencia a las generaciones posteriores al Boom esa ambición totalizadora, ese afán por abarcar la realidad completa, y siembra la semilla de la emancipación que las desata de todo modelo literario, sea europeo o americano. Al lado de Fuentes, asegura Santiago Gamboa (2011, s.p.) , y con Borges en el otro extremo, Vargas Llosa incita a los escritores más jóvenes a confeccionar “novelas complejas, ambiciosas, totales”.
Los dos grandes momentos autobiográficos en la obra de Vargas Llosa exponen la figura del escritor como perseguidor incansable, en sus ficciones, de esa utopía que es la unidad totalizante, mezcla de lo objetivo y lo subjetivo, de la realidad y la imaginación, receptáculo, esta última, de las pasiones, los miedos y los deseos más recónditos (el ideal de ser un “écrivain” puro). Busca él mismo participar de esa totalidad mediante el reconocimiento del “escribidor que lleva dentro”, la entrega absoluta a su profesión y, por contradictorio que parezca, la actuación comprometida con la sociedad, negada otrora por ese individuo anormal y sospechoso que encarna el escritor. La tía Julia y el escribidor y El pez en el agua constituyen una suerte de auto(re)creación de un Mario Vargas Llosa autor total, intelectual comprometido o, en última instancia, “héroe indiscreto” que, consciente de su posición en la esfera pública, sabe que no escapará al juicio de la historia.
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