El rostro del cordero
Credo ut intelligam
Ningún hombre puede esperar
convertirse en un buen filósofo a menos que tenga ciertos sentimientos que no
son muy comunes. Debe tener un intenso deseo de entender el mundo, en la medida
de lo posible; y por el bien de la comprensión, debe estar dispuesto a superar
esas estrechez de perspectiva que hacen imposible una percepción correcta. Debe
aprender a pensar y sentir, no como miembro de este o aquel grupo, sino como
sólo un ser humano. Si pudiera, se despojaría de las limitaciones a las que
está sujeto como ser humano.
Bertrand Russell,
El arte de filosofar y otros ensayos
Eso es lo que se necesita para poder dibujar el rostro del
cordero sentir como un ser humano es decir como si toda la humanidad se
condensara en uno, pero esto es imposible porque la humanidad aún no ha dicho
su última palabra, entonces este es otro dibujo imperfecto del rostro del cordero.
Pero Dividid al género humano en
veinte partes; habrá diecinueve compuestas de los que trabajan con sus manos y
que no sabrán nunca si ha habido un tal Locke en el mundo; en
la veinteava parte restante ¡qué
difícil es encontrar hombres que lean! Y entre los que leen, hay veinte que
leen novelas contra uno que leerá filosofía: el número de los que
piensan es excesivamente pequeño y
esos no se preocupan de trastocar el mundo.
Voltaire,
Cartas filosóficas.
Y entonces no se trata de la unidad que reúna a todos sino de
esa unidad que supero a todos, esa unidad que no solo lee libros sino sobre todo almas, que no solo
piensa sino que se conmueve profundamente y que es capaz de entregar su vida para la salvación de todas las otras vidas a las que él
nunca les importo.
Pero para comprender esa unidad primero comprendamos esto:
Si no existiese la oscuridad, el hombre no sentiría su
corrupción y si no existiese la luz, el
hombre no tendría esperanza de curación. Así, no sólo es
justo, sino provechoso para nosotros
que Dios esté oculto en parte y en parte descubierto, porque
es tan peligroso para el nombre conocer a Dios sin conocer su propia miseria
como conocer su miseria sin conocer a Dios.
Blaise Pascal
He tratado de dar un paisaje de la miseria humana, sobre
todo en el dibujo del héroe y cuando ya intento hacer un dibujo de Mario Vargas
llosa el cual termina devorado por el dragón que el mismo alimento al intentar
vencerlo.
Y si rescato como único héroe a Sócrates es porque el
realmente sabe que no sabe, Sócrates conoce su miseria, nosotros ¿La conocemos?
Sobre todo cuando nos referimos a Dios y creemos resolver el misterio divino.
¿Por qué no se nos muestra Dios? —¿Sois dignos de ello? —Sí.
—Sois presuntuosos, y
por tanto, indignos. —No. —Así pues, sois indignos.
Blaise Pascal
... Todas las criaturas son pura nada. No digo que sean al
menos un poquito, sino que
son pura nada, porque ninguna criatura tiene el ser.
Meister Eckhart
Así, la deidad carece de forma y de nombre. Aunque le
adjudiquemos nombres, no han
de tomarse en su sentido estricto; cuando le llamamos Uno,
Bueno, Mente, Existencia, Padre, Dios, Creador, Señor, no estamos otorgándole
un nombre... No puede ser abarcado por
el conocimiento, que se basa en verdades previamente
conocidas, por cuanto nada puede pre-
ceder a lo que existe por sí mismo. Resta que el Desconocido
sea aprehendido por la gracia divina y el Verbo que procede de él.
San Clemente de Alejandría
Como ríos que fluyen a encontrar su hogar
en el océano, dejando nombre y forma atrás,
así el hombre que sabe, de nombre y forma liberado,
se acerca a la Persona divina que está más allá del más
allá. El que realmente conoce a Brahman, el más alto, realmente se torna
Brahman. De Mundaka Upamshad
... Aquél que no puede ser captado ni comprendido ni visto,
se hace ver, comprender y captar por los que creen, a fin de poder dar vida a
quienes le captan y le ven por medio de la
fe... la verdadera vida viene de participar de Dios; y
participar de Dios es conocerle y gozar
de su bondad.
San Ireneo
Las miríadas de criaturas del mundo nacen de Algo, y Algo de
Nada. Lao Tzu
Y el alma ve, gusta y experimenta que Dios está más cerca de
ella que ella misma, que es más Dios que ella misma y que posee a Dios, pero no
como a una cosa y no como se posee a sí
misma, sino más que a ninguna cosa y más que a sí misma. Y
el alma se conforma a esta
luz de tal modo que su gozo, su vida, su voluntad, su amor y
su visión están más en El que en sí misma.
Benoit de Canfeld
El pequeño espacio dentro del corazón es tan grande como el
vasto universo. Los cielos y
la tierra están allí y el sol y la luna y las estrellas; el
fuego y el relámpago y los vientos se ha-
llan en él; y todo lo que ahora es y todo lo que no es;
porque todo el universo está en El y El mora en nuestro corazón... El Espíritu
que está en el cuerpo no envejece ni muere, y nadie puede matar al Espíritu que
es perdurable. Este es el verdadero castillo de Brahma, donde mora todo el amor
del universo. Es Atman, Espíritu puro, más allá del dolor, la vejez, y la
muerte; más allá del mal, el hambre y la sed. Es Atman, cuyo amor es la Verdad
y cuyos pensamientos son la Verdad.
De Chandogya Upanishad
El amor de Dios en el hombre es Dios.
Pedro Ruiz de Alcaraz (s. XVI)
Yo, antes de ser yo, había sido Dios en Dios, por tanto,
podré serlo de nuevo, una vez muerto para mi mismo.
Angelus Silesius
Si tuvieseis un corazón recto, entonces todas las cosas
creadas serian espejos de la vida y libros de sagradas enseñanzas. Ninguna cosa
creada es tan pequeña ni tan despreciable que no ponga ante los ojos de los
hombres la bondad de su Dios. Si fueseis buenos y puros en vuestro interior,
veríais todas las cosas claras, nada se interpondría y las comprenderíais to-
das; y un corazón puro ve lo más hondo: el cielo y el
infierno.
Tomás de Kempis
Quitad el punto y no habra línea. Quitad a Dios y no habrá
criatura. Mas lo contrario
no es verdad.
Valentín Weigel
En el conocimiento del bien y el mal, el hombre no se
entiende a sí mismo en la realidad del destino designado en su origen, sino más
bien en sus posibilidades, su posibilidad de ser bueno o malo. Se sabe a si
mismo ahora como algo separado de Dios, fuera de Dios y esto significa que
ahora se conoce sólo a sí mismo y ya no conoce a Dios, en absoluto; porque sólo
puede conocer a Dios si sólo conoce a Dios. El conocimiento
del bien y del mal es, por tanto,
separación de Dios. Sólo contra Dios puede el hombre conocer
el bien y el mal. Dietrich Bonhoeffer (1930)
El conocimiento es bueno. Así pues, las autoridades enseñan
que cuando conocemos a las
criaturas tal como son en sí mismas, eso es «conocimiento crepuscular»;
pero cuando las criaturas son conocidas en Dios, eso es «conocimiento de alba»,
en el que las criaturas son perci-
bidas sin distinciones, repudiada toda idea, toda
comparación eliminada, en ese Uno que es
Dios mismo. Meister Eckhart
Dios, que es la totalidad de todas ellas, tiene
necesariamente que contener todas las cosas en su ser infinito, mientras que él
mismo no puede ser contenido por ninguna otra cosa. Si
existe algo fuera de él, entonces él no es la totalidad de
todas las cosas, ni tampoco las abarca
todas.
San Ireneo
Ninguna cosa puede participar de la esencia de Dios y sin
embargo, esta esencia tiene que estar incluso en el diablo.
Angelus Silesius
En aquél que depende (de otros) hay vacilación. En aquél que
es independiente, no hay vacilación. Donde no hay vacilación, hay sosiego.
Donde hay sosiego, no hay apasionado deleite. Donde no hay apasionado deleite,
no hay ir y venir (en la reencarnación), no hay caIda de un estado a otro.
Donde no hay caída de un estado a otro, no hay «aquí» ni «más
allá» ni «aquí-y-allá». Ese es el fin del infortunio.
Atribuido a Buda
El alma que es virgen y no recibe nada, excepto a Dios,
puede quedar encinta de Él tan-
tas veces como a ella le plazca.
Angelus Silesiu
Cuando una mente libre es verdaderamente desinteresada. Dios
se ve competido a ir a ella; y si ella pudiera prescindir de las formas
contingentes, tendría entonces todas las propiedades de Dios mismo... El desinterés
inconmovible lleva al hombre a su mayor semejanza con Dios. Da a Dios su
condición de Dios... la persona desinteresada, sin embargo, no carece de nada y
tampoco tiene nada de lo que desprenderse. Por tanto no tiene plegaria o pide
sólo ser uniforme con Dios... Cuando lo logra, el alma
pierde su identidad, absorbe a Dios
y queda reducida a nada, como la aurora al salir el sol.
Meister Eckhar
nmóvil —Uno— más veloz que el pensamiento,
Los dioses no pudieron asirlo cuando pasó raudo ante ellos:
En pie, da alcance a todos los demás mientras corren:
En Ello, el viento incita a la actividad.
Se mueve. No se mueve.
Está lejos, y, sin embargo, está cerca:
Está dentro de todo el universo,
Y, sin embargo, está fuera de él.
Aquéllos que ven a todos los seres y el Yo, Y al Yo en todos
los seres, Nunca huirán de Ello. De Isa Upanishad
Porque no es una cosa existir y existir siempre otra.
Plotino
Rabí Abba habló: ¿Qué querían decir los israelitas al
preguntar: «Está el Señor entre
nosotros o no»? (ayin, nada; Exod. 17:7)... La explicación
es, como la interpretó Rabi Simeón, que los israelitas querían averiguar si la
manifestación del Divino que les había sido dada era del Antiguo, del Oculto,
del Transcendente que, por estar encima de toda comprensión se le designa como
ayin (nada), o si era la del de «el Pequeño Semblante», el In manente, que es
designado como YHVH. Por tanto, para la palabra lo (no), tenemos la palabra
ayin (nada). Puede uno preguntar: ¿Entonces, por qué fueron castigados los
israelitas? La razón es que hicieron distinción entre esos dos aspectos de Dios
y «tentaron al Señor» (1bid. ) diciéndose a sí mismos: oraremos de un modo si
es el Uno y de otro modo si es el Otro.
De El libro de Zohar
No os imaginéis que vuestra inteligencia puede alzarse de
modo que conozcdis a Dios. En verdad, cuando Dios os ilumina con luz divina, no
hace falta luz natural para que eso ocu-
rra. Esta luz natural ha de extinguirse por completo antes
de que Dios resplandezca con su
luz... Meister Eckhart
El concepto (de Dios) no es como el concepto de hombre, bajo
el cual el individuo es subsumido como una cosa que no puede ser absorbida por
el concepto. Su concepto comprende todo y, en otro sentido, El no tiene
concepto. Dios no se ayuda a Sí mismo mediante una abreviatura. El comprende
(comprehendit) la realidad misma, todos los individuos; para El el
individuo no se subsume en un concepto.
Soren Kierkegaard
La interpretación encuentra su límite donde termina el
lenguaje. Se consuma en silencio. Y, sin embargo, este límite existe sólo a
causa del lenguaje.
Karl Jaspers
Todo lo creado desea volver a ser natural, ser lo que era
antes de la creación... Los ele-
mentos fueron creados de la nada y su deseo es volver a la
nada.
Paracelso
«el abismo de mi alma invoca gritando al abismo de Dios;
decidme, ¿cuál es más profundo?».
En el principio sólo había oscuridad envuelta en oscuridad.
Todo esto era sólo agua sin luz.
Aquél que vino a ser, envuelto en nada,
Se alzó al fin, nacido del poder del calor.
En el principio, el deseo descendió sobre él.
Que era la semilla primordial, nacida de la mente.
Los sabios que han buscado en sus corazones con sabiduría.
Saben que lo que es pertenece al linaje de lo que no es...
Pero ¿quién sabe, después de todo, y quién puede decir De
dónde vino todo, y cómo ocurrió la creación?
Los dioses mismos son después de la creación, Y así, ¿quién
sabe, en verdad, de dónde ha surgido?
Dónde tuvo su origen toda la creación.
El, tanto si la formó él, como si no.
El, que lo vigila todo desde el más alto cielo.
El lo sabe —o quizá tampoco él lo sabe.
De Rig Veda
Dios no puede ser llamado «omnipotente» sin la existencia de
súbditos sobre los que pueda
ejercer su poderío: y, por tanto, para que Dios pueda
revelarse como «omnipotente», es esen— e) P vP >
cial que todo subsista.
Orígenes
En esta sumamente poco ortodoxa explicación, el misterio del
hombre y el misterio de Dios se funden: Ambos tienen, por así decirlo, un
itinerario común y un destino común, se necesitan mutuamente en el viaje hacia
la reconciliación última que sólo puede lograrse como resultado de una grieta
en el Ser y su curación posterior. Así, el concepto de felix culpa se ha
elevado a una dimensión ontológica, como si el pecado original, es decir, la
ruptura con Dios, hubiera sido cometido primero por Dios, que se rasgó en
pedazos al emanar el universo.
Varios elementos de esta historia, relatados con diversos
grados de coherencia, pueden encontrarse en las periferias de la teología
cristiana, entre escritores heréticos o de dudosa ortodoxia; Erígena, Meister
Eckhart, Boehme, Angelus Silesius pueden ser mencionados en este contexto. El
origen del marco general de la historia puede buscarse quizá en los diversos
mitos cosmogónicos de la India e Irán. Y su sustancia fue adoptada en el
grandioso programa de la ontología histórica de Hegel: el drama de un Ser
Absoluto que, no satisfecho con su autoidentidad vacía, se enajena a sí mismo
y, por medio de las luchas y las tragedias de la historia humana, madura hasta alcanzar una
conciencia perfecta de sí mismo, re-asimila sus productos y finalmente abole la
distinción entre sujeto y objeto sin destruir la riqueza de formas que
surgieron durante el camino.
Esta versión del relato puede denominarse panteísmo
dinámico, al suponer no sólo que un vinculum substantiale une a Dios con el
mundo, sino además que este vínculo se forma y se manifiesta en una evolución
histórica dotada de una finalidad. Da sentido al acto de la Creación, que desde
el punto de vista de la teología cristiana oficial sobrepasa el entendimiento
(el exceso de bondad divina rebosando más allá de sí misma) y también a la
historia humana, incluyendo sus aspectos monstruosos y los sublimes: la
historia se ve ahora en términos del crecimiento de Dios y del hombre. El
precio que se paga por esta mayor inteligibilidad es que nos deja con la imagen
de un Dios histórico, un Dios-enproceso y esto parece, a primera vista, en
total desacuerdo con la tradición cristiana.
¿Es realmente así? ¿Nos enfrentamos a dos ideas
absolutamente irreconciliables: Dios-en-devenir contrapuesto a Dios como un
Absoluto inmóvil? Quizá la oposición sea menos radical de lo que parece. Desde
luego, el hecho de que algunos escritores cristianos se sintiesen fuertemente
tentados por la teogonía platónica sin considerarse a sí mismos menos
cristianos por ello, en sí mismo no es decisivo, ya que podrían haber errado no
percatándose de la incompatibilidad, y en la mayoría de los casos fueron, en
efecto, castigados como herejes. Sin embargo, puede cuestionarse la
incompatibilidad en términos metafísicos.
El Dios histórico neoplatónico parece no-cristiano por tres
razones principales. Primero, esta teología se asociaba habitualmente con el
llamado «emanacionismo», una doctrina que suponía que Dios había creado el
mundo de Su propia «sustancia», más que ex nihilo o post nihilum. Sin embargo,
es argúible que la diferencia es más de palabras que de contenido. La teología
cris tiana oficial supone que ser es participar de la fuente del Ser y que las
cosas creadas, sean cuerpos o espíritus, aunque no sean partes de Dios, son de
El; su existencia es contingente, pero no independiente. Tampoco los platónicos
veían a las criaturas como partes de Dios (en sus términos, esto hubiera sido,
en todo caso, más disparatado aún que en la teología cristiana, considerando el
énfasis que ponían en la absoluta unidad de Dios). Tampoco la expresión
cristiana «ex nihilo» sugiere que la Nada sea una sustancia de la cual moldease
Dios las cosas: no había otra sustancia que Dios mismo.
Puesto que lo Infinito sólo existe, necesariamente no hay
nada sino ello. La existencia de todas las cosas es la existencia de la deidad.
Zwingli
En segundo lugar, el concepto «emanacionista» implicaba una
especie de necesidad óntica en el proceso del descenso gradual desde lo Uno
hacia la materia, lo que parecía contrariar el libre arbitrio de Dios. Esta
cuestión, que he discutido ya (Cap. 1), se mostró que cedía ante el argumento
de que la distinción entre ser libre y ser necesario no era aplicable a Dios.
En tercer lugar —y éste es el punto crucial—, el concepto de
un Dios histórico parece ser autocontradictorio desde un punto de vista
cristiano, ya que el Absoluto es, por definición, la plenitud óntica, que no
carece de nada ni desea nada, impasible; es inconcebible que pueda añadírsele
nada a Dios y nada podría hacerle más perfecto de lo que es.
Sobre este punto, sin embargo, el Dios cristiano nunca ha
estado libre de ambigiiedad; El es, sobre todo, el Dios del amor, y hacen falta
dos para que el amor exista: el amor de sí mismo no es amor como lo entendemos
nosotros. De ahí que sea difícil imaginarse a un Dios sin hijos, sin nadie a
quien amar, y es natural pensar en El en términos de su encuentro con el
hombre; dicho de otro modo, el creyente tiende a suponer que Dios es lo que es
—un Padre amante— sólo en una relación Yo-Tú; o que necesita efectivamente a Su
progenie espiritual.
Propiamente hablando. Dios en sí mismo no es nada. Carece de
voluntad, efectos, tiem-
po, lugar, persona y nombres. Se hace algo en las criaturas,
de modo que sólo por medio de
ellas recibe El su existencia.
Sebastian Franck
A esto puede replicarse que, según las enseñanzas
cristianas, lo que Dios creó en el tiempo (o mejor «con tiempo») había existido
en El durante toda Su eternidad, dada la intemporalidad de Dios y Su
actualidad. Sin embargo, tal explicación, en lugar de eliminar la ambigúedad
que acabamos de mencionar, la pone de relieve de una forma más clara. Podemos
entender nuestra existencia como sujetos conscientes sólo en relación con el
tiempo, y el eterno Ahora divino está más allá de nuestra experiencia normal del
tiempo. De ahí que, en términos de esta experiencia, nuestra extraña
preexistencia metafísica en el útero inmutable de Dios no sólo está fuera del
alcance de nuestra memoria, sino que no encaja en nuestra comprensión de lo que
es ser humano. Esto último implica nuestro sentido de identidad propia
«subjetiva». Decir «has vivido en Dios desde siempre sin saberlo» significa
sencillamente «has existido desde siempre como un objeto muerto».
Es, en efecto, impensable que pueda «añadirse» nada a la
inmóvil perfección del Absoluto de Spinoza y de los Budistas, porque es
totalmente indiferente al destino, al sufrimiento y a la propia existencia de
las miserables criaturas que lloran por los dolores que ellas mismas se
infligen, en la superficie de un globo minúsculo flotando a la deriva en el
vacío. Sin embargo, al Dios cristiano no le somos indiferentes, nos enseñan;
por tanto, es inimaginable que nuestra existencia y nuestro destino no puedan
afectarle. Una y otra vez se cierne sobre nosotros la misma incongruencia
cuando el Dios del mito cristiano se enfrenta al impasible Esse de los
metafísicos. Los neoplatónicos necesitaron un demiurgo creador que fuese
mediador entre lo Uno y el mundo y los cristianos desarrollaron la idea del
eterno mediador y la doctrina de la Trinidad; sin embargo, nunca han renunciado
a la creencia de que Dios es al mismo tiempo el Padre y el Absoluto.
Otra cosa nos es posible: en la conciencia de la
fenomenalidad (Erscheinungshaftigkeit)
de lodo lo que conocemos, percatarnos de la presencia de lo
Totalmente Otro, por medio de lo cual todo es y nosotros somos.
Karl Jaspers
Los místicos sostienen que han vencido esta incongruencia;
están seguros de haber experimentado un Dios que es las dos cosas. Nada más
fácil que despreciar sus pretensiones basándonos en su incoherencia. Los
místicos no hacen caso de tales objeciones: han visto lo que dicen y si lo que
han visto, cuando se expresa con palabras, parece incorrecto lógicamente, a
ellos no les importa; peor para la lógica.
Y así, dos certezas irreconciliables chocan entre sí: la
certeza de los filósofos, apoyada en criterios de coherencia, y la certeza de
los creyentes y de los místicos, que participan de un mito o de la realidad a
la que el mito hace referencia. Y ¿quién es lo bastante sabio e imparcial para
decretar imperiosamente cuáles de los dos criterios deben tener prioridad? Y
¿qué significarían «prioridad» e «imparcialidad» cuando se aplicasen a esta
colisión?
https://www.youtube.com/watch?v=Uvbz_tGvvpo&t=9s
Continua en:
"¡Y si
después de tantas palabras,
no sobrevive la
palabra!
¡Si después de las
alas de los pájaros,
no sobrevive el
pájaro parado!
¡Más valdría, en
verdad,
que se lo coman
todo y acabemos!
¡Haber nacido para
vivir de nuestra muerte!
¡Levantarse del
cielo hacia la tierra
por sus propios
desastres
y espiar el
momento de apagar con su sombra su tiniebla!
¡Más valdría,
francamente,
que se lo coman
todo y qué más da…!
¡Y si después de
tanta historia, sucumbimos,
no ya de
eternidad,
sino de esas cosas
sencillas, como estar
en la casa o
ponerse a cavilar!
¡Y si luego
encontramos,
de buenas a
primeras, que vivimos,
a juzgar por la
altura de los astros,
por el peine y las
manchas del pañuelo!
¡Más valdría, en
verdad,
que se lo coman
todo, desde luego!
Se dirá que
tenemos
en uno de los ojos
mucha pena
y también en el
otro, mucha pena
y en los dos,
cuando miran, mucha pena…
Entonces… ¡Claro!…
Entonces… ¡ni palabra!"
Poemas Humanos
(1939)
Robert
Julca Motta está
con Miguel
Blásica y
37
personas más
.
https://www.youtube.com/watch?v=uzUd3SeivGw
Hace mucho conocí a un loco, él gritó y yo
grité con él. Ambos corrimos por las calles a lado de la futura madre de sus
hijos, atropellando toda autoridad. Un solo camino, una barca, una irrupción,
un delivery, un Mu, muchos conceptos y un ser-no ser-para ser. Hace unos días
fue cumpleaños de ese loco, mi amigo loco. Celebro a la distancia tu día,
insoportable y por momentos maestro de vida. Feliz sapo verde, Christian Franco
Rodriguez
LO SAGRADO Y LA MUERTE
Por encima y más allá de toda indagación antropológica sobre
las diversas creencias en una vida futura y en la victoria definitiva sobre la
muerte, hay dos cuestiones no empíricas y no históricas: ¿por qué las personas,
a lo largo de toda la historia conocida, han continuado abrigando la esperanza
de una existencia sin fin y cómo ha dependido esta esperanza de la adoración a
la realidad eterna?
La respuesta más obvia a la primera pregunta —que la idea
humana de inmortalidad es consecuencia del miedo a la muerte que, al parecer,
compartimos con los animales— es la menos creíble. No sabemos cómo el miedo a
la muerte puede producir la idea de la extinción última y, menos aún, por qué
va a inducir el «escape» a una creencia en la supervivencia. Si el miedo a la
muerte fuese una condición suficiente para el concepto humano de inmortalidad,
¿por qué los tiburones —que evitan la muerte tanto como nosotros— no han creado
sus propias imágenes del cielo y del infierno? Preguntas análogas pueden
hacerse, naturalmente, sobre todas las cualidades y experiencias que están, o
parecen estar, enraizadas en formas universales de vida y a las que dotamos de
un sentido adicional: si toda la experiencia erótica de la humanidad debe
explicarse en términos del instinto reproductor, entonces, ¿en qué fallan las
ranas, ninguna de las cuales, que nosotros sepamos, ha escrito jamás un Tristán
e Isolda ni un Fausto? Si la religión no es más que un mecanismo de
compensación del sufrimiento, ¿por qué los ratones, que sufren, no elevan sus
templos ni escriben libros sagrados?
Estas preguntas no son, en absoluto, baladíes ni
extravagantes.
Se trata de cuestiones que atañen a la posibilidad misma de
dar una definición satisfactoria de la raza humana en términos de una
concepción evolutiva del mundo y de explicar cómo la continuidad de las
especies se ha interrumpido con la emergencia del hombre. Después de oír la
definición que Platón ofrecía del hombre como un animal de dos patas y sin
plumas, Diógenes de Synope, nos cuenta Diógenes Laercio, llevó un pollo
desplumado y dijo: «He aquí el hombre de Platón». Las definiciones del hombre
en términos de categorías morfológicas o fisiológicas siempre serán el blanco
de críticas similares, aunque, a diferencia de la torpe descripción de Platón,
sean suficientemente exactas como para identificar a un espécimen del conjunto.
Hay que sospechar que construyen, a partir de nuestro equipo biológico, un
marco de referencia por medio del cual pueda entenderse la cultura y suponen
así que toda la creación cultural del hombre — lenguaje, arte, religión,
ciencia, tecnología y filosofía— puede explicarse suficientemente en términos
de su función instrumental al servicio de las supuestamente básicas e
inalterables necesidades que tenemos en común con las otras especies. Tales
teorías, características de la filosofía naturalista alemana de la cultura,
incluido Freud, son convenientes y enteramente infalsables, tanto si sugieren
que el ingenio de la especie humana para inventar instrumentos culturales con
los que mejorar sus condiciones de vida, demuestra su excepcional capacidad de
adaptación (así es como lo ven la mayoría de los biólogos y etólogos con
inclinaciones filosóficas) o, por el contrario, que con su misma necesidad de
expandir sus mecanismos naturales de autodefensa y autorregulación por medio de
mecanismos culturales, nuestra especie revela su creciente impotencia biológica
y que es, por así decirlo, un vástago degenerado de la vida, un callejón sin
salida
de la evolución. La mayoría de los filósofos que especulan
sobre estos temas tienden a no apoyar ninguna de esas dos doctrinas. En cambio
creen que el entorno cultural artificial que ha creado la especie humana
satisface un número de necesidades específicas que han llegado a ser autónomas,
aunque inicialmente, al principio de la humanidad, la cultura no fuera «nada
más» que una colección de instrumentos al servicio de nuestra naturaleza
animal. Este enfoque, aunque parezca más plausible que uno puramente
funcionalista, es igualmente imposible de falsar y no puede probarse por medio
del material histórico o antropológico, por extenso que sea; además, deja
abierta la cuestión fundamental de cómo se produjo esta hipotética emancipación
de las necesidades. ¿Qué hizo a la naturaleza humana —esto es, al conjunto de
propiedades invariables de la especie, transmitidas genéticamente — capaz de
producir nuevas invariantes en forma de necesidades culturales y cómo se
transmiten esas necesidades? ¿Cómo pudo ocurrir que criaturas que tenían la
necesidad de comer, copular y resguardarse de los elementos, inventaran el arte
y la religión para satisfacer mejor esas exigencias vitales y luego, por
razones
desconocidas, empezaran a disfrutar de sus invenciones por
ellas mismas? ¿Por qué ninguna otra especie con las mismas necesidades ha
producido nada comparable?
No pretendo discutir estos enigmas, que constituyen el
material básico de la llamada filosofía de la historia. Baste señalar que no
puede esperarse darles una solución deducida empíricamente y que cualquier
respuesta, funcionalista o de otra índole, está destinada a seguir siendo
especulativa y a estar gobernada por un prejuicio filosófico. No podemos
analizar lo que es la naturaleza humana o qué es lo que hace humana a la
historia humana, a menos que hayamos determinado ya en qué punto, en la
evolución de las especies, empieza nuestra especie y a cuándo se remonta la
historia humana. La situación en este punto es cuestión de elección. A partir
del material histórico nunca descubriremos el principio absoluto del arte, la
religión o la lógica. Jaspers arguye, con razón, que ni siquiera podemos acuñar
el concepto de la historia universal del hombre sin situarnos nosotros mismos,
o al menos intentarlo, fuera de la historia universal del hombre. Tales
intentos no tendrán probablemente éxito, en la medida en que no podemos
abandonar mentalmente el proceso histórico en el cual y a través del cual
vivimos; pero no serán infructuosos. Sin embargo, el acto por el que conferimos
un sentido al proceso en su totalidad debe entenderse como optativo. Cualquiera
que sea este sentido —el progreso perdurable de la autocreación humana, la
decadencia de la vida, la salvación última o el desastre último— no procede del
conocimiento histórico. Los que sitúan ese sentido, deliberada y abiertamente,
fuera del proceso histórico, como lo hacían los filósofos —San Agustín, Bossuet
o, entre nuestros contemporáneos, Daniélou y Maritain son, por tanto, más
coherentes. Admiten, más o menos explícitamente, que una perspectiva desde la
que pueda verse el sentido de la historia, tiene que poder abarcar el proceso
entero, incluidos tanto el primer fiat como (con palabras de Teilhard de
Chardin) el punto Omega final. Siendo por definición tan inaccesible para
nosotros como una posición desde la que uno pudiera ver directamente su propia
cara, este punto de mira coincide con el ojo divino; así, desde esta
perspectiva que todo lo abarca, a nosotros no se nos permite ni una sola mirada
directa, sino sólo en la forma de la palabra revelada de Dios. En consecuencia,
la revelación sola es la fuente de todo conocimiento que podamos esperar reunir
sobre «el sentido de la historia» y, de hecho, sobre la validez misma de tan
extraño concepto.
Yo tiendo a sostener esta concepción. Parece que la cuestión
del sentido, aquí como en otras áreas de investigación, está vacía y es
ilegítima a menos que se nos abra un cauce por el cual podamos establecer
contacto con el eterno depositario de sentidos. Naturalmente, nada nos impide
conferir al «todo» histórico, por un puro acto de voluntad, un sentido que
confirme lo que sentimos que somos, o podríamos ser capaces de ser; más tarde
podemos olvidar ese libre decreto generador de sentido y experimentar el mundo
como si estuviese lleno de sentido en sí mismo (un ejemplo típico de
«alienación»). Si no olvidamos, no podemos eliminar la diferencia entre el
pseudosentido que es sólo una proyección de nuestro deseo y el sentido propio,
que supone que el proceso histórico tiene un «destino» o una «vocación».
Tampoco la última puede descubrirse desde dentro; requiere
una referencia a la eternidad y la creencia de que los hechos son más
importantes de lo que parecen, que son componentes de un orden dotado de
propósito. Si estamos expuestos a esa creencia, no es porque percibamos este
orden con nuestros sobrios ojos profanos, sino porque, incluso aquellos de
nosotros que rechazan deliberadamente toda creencia religiosa o que,
simplemente, nunca les prestan atención, albergan, no obstante, una disposición
oculta o incluso una compulsión semi-consciente a buscar un orden en el
gigantesco montón de basura que llamamos historia de la humanidad.
El carácter general del mundo es eternamente caos, no en el
sentido de ausencia de necesi-
dad, sino en el sentido de ausencia de orden, de
articulación, de forma, de belleza, de sabi-
duría... Friedrich Nietzsche
Esta compulsión pueden rechazarla fácilmente los
racionalistas intransigentes como una caprichosa reminiscencia del legado
mitológico o como una enfermedad del lenguaje. Y, sin embargo, los que se
encuentran al otro lado del límite trazado por los modernos filósofos
analíticos (un límite notoriamente vago) se sienten tentados a pensar que
revela no sólo la naturaleza contingente de la mente, sino el vínculo real de
la mente con el fundamento eterno del significado, cuya descripción, sin
embargo, es siempre, inescapablemente, tan relativa y tan ligada a una
civilización determinada como el propio lenguaje. Dicho de otro mo do, se
sienten empujados a pensar que el hecho mismo de que esté tan extendida la
creencia según la cual el hombre está intrínsecamente relacionado con lo Eterno
y definido por esa relación, confirma el contenido de esta creencia. Ninguna
explicación de ella, que es inexplicable en términos de nuestras necesidades
fisiológicas, ha sido convincente, por muchos vínculos indirectos que hayan
podido inventarse en tales explicaciones; tampoco es probable que se descubra
una raíz biológica ni para la noción misma de Eternidad ni para el
entendimiento de sí mismo que el hombre adquiere por mediación suya (el aliquid
increatum et increabile in anima de Meister Eckhart).
Repitamos: es una opción ontológica creer que lo Eterno
manifiesta su presencia real constituyendo, a lo largo de la historia, un
término de referencia en el entendimiento que el hombre tiene de sí mismo. La
creencia opuesta, de que puede darse una explicación plausible del culto a la
realidad eterna en términos antropológicos es también una opción. He tratado de
explicar por qué cada una de esas opciones se apoya en sí misma y por qué
ninguna puede ser validada por los criterios de verdad que emplea la otra.
Es contra este trasfondo contra el que hay que considerar el
deseo de inmortalidad. Si, efectivamente, como han argúlido repetidamente los
filósofos, hay que distinguir entre el miedo animal instintivo a ser muerto y
el horror humano por la muerte, y el primero no es una condición suficiente
para el segundo, puede buscarse la explicación en el marco ontológico de la
cultura, siguiendo las líneas sugeridas por las exploraciones de Heidegger. La
inevitable extinción de la persona humana nos parece la derrota última del ser;
a diferencia de la descomposición biológica del organismo, esa extinción no
pertenece al orden natural del cosmos. De hecho, viola ese orden. Por ser
empíricamente inaccesible, sólo puede hablarse de orden cuando se relaciona la
contingentia rerum con una realidad necesaria y, por tanto, eterna.
Cinis aequat omnia. Si la vida personal está condenada a una
destrucción irreversible, lo mismo ocurre con todos los frutos de la creatividad
humana, sean materiales o espirituales y no importa cuánto tiempo podamos durar
nosotros o nuestros hechos. Hay poca diferencia entre las obras del escultor
imaginario de Giovanni Papini, que esculpía sus estatuas en humo para que
durasen unos cuantos segundos y los mármoles «inmortales» de Miguel Angel. E
incluso, aunque nos imaginemos que en algún lugar hay un Dios que hace girar la
rueda de la vida, Su presencia nos es totalmente indiferente: El puede
encontrar una diversión incomprensible en dirigir y observar nuestro destino,
pero al cabo de un tiempo, se deshará del universo como de un juguete roto.
Unamuno, en el primer capítulo de su libro Del sentimiento trágico de la vida,
recuerda una conversación con un campesino español a quien sugirió que quizá
existiera Dios, pero no la inmortalidad; a lo que el campesino respondió:
«Entonces, ¿para qué Dios?». Esta es, en efecto, la reacción espontánea de un
creyente: si nada queda del esfuerzo humano, si sólo Dios es real y el mundo,
después de cumplir su destino final, deja a su creador en el mismo vacío o
plenitud de que siempre ha gozado, entonces no importa realmente si existe o no
este Rey oculto.
El sentido de esta respuesta no es que anhelemos
egoístamente una recompensa celestial o una compensación infinita por nuestra
miseria finita, como han argúiiido los críticos de la religión, sino que si
nada perdura salvo Dios, ni siquiera Dios se hace mejor ni más rico como
consecuencia del trabajo y el sufrimiento humanos y un vacío sin fin es la
última palabra del Ser. Si el curso del universo y de los asuntos humanos no
tiene un sentido relacionado con la eternidad, no tiene ningún sentido.
Si no hubiera sido Ley del Cielo la Bondad Infinita, nunca
hubiera existido otro Ser
sino Dios.
Benjamin Whichcote
Por tanto, la creencia en Dios y la creencia en la
inmortalidad están más íntimamente unidas de lo que su simple yuxtaposición
como dos «enunciados» separados pueda sugerir. Parecen poder separarse
lógicamente, es decir, uno puede, sin contradecirse a sí mismo, aceptar
cualquiera de los dos y rechazar el otro. Los saduceos, según el testimonio de
Josefo Flavio, adoraban a Dios y negaban la inmortalidad humana; lo mismo hacía
su descendiente espiritual del siglo xvH, el infortunato Uriel da Costa, que
escribió un sorprendente tratado sobre la cuestión, parte del cual se ha
conservado; y lo mismo hacen algunas personas hoy en día. Y, a la inversa, no
hay nada de incoherente en creer en la supervivencia sin creer en Dios. Sin
embargo, creer en Dios y aceptar la destrucción última de todo lo demás es
hacer a Dios notablemente «inútil», no en los términos de la satisfacción
personal, sino en el sentido de que Dios, desde el punto de vista del creyente,
es el garante del sentido del mundo. El es el dador de finalidad, y aparte de
su relación con las criaturas, no somos capaces de captar su existencia. Los
más grandes místicos pueden haber alcanzado el nivel de una actitud puramente
«teocéntrica» y adorado a Dios por Dios solo, olvidados por completo de todo lo
que no es El; pero esas hazañas tan inusuales del espíritu no pueden constituir
nunca las normas de ninguna perspectiva religiosa del mundo socialmente
establecida.
Por otro lado, creer en la inmortalidad personal sin Dios es
dejar en la oscuridad la cuestión del sentido: si no existe Dios y si el cosmos
es indiferente a nuestra vida, ¿qué especie de extraña ley natural nos
garantizará la bendición de la inmortalidad? ¿Por qué iba a estar el universo
construido de tal forma que escuchase nuestros deseos? Y así, en ambos lados,
las dos nociones parecen psicológica e históricamente vinculadas; el don por
excelencia de la religión —el mundo dotado de significado— lleva consigo esos
dos componentes interdependientes.
Si el hombre no muriese, si viviese eternamente, si no
existiera la muerte, tampoco existiría la religión.
Ludwig Feuerbach
En términos de esta perenne función de la creencia en la
inmortalidad, carece de importancia que las personas tengan o no, además, o
crean tener o quieran tener, una confirmación empírica de la supervivencia.
Esta es una cuestión de convenciones culturales cambiantes. En realidad, una
civilización como la nuestra, en la que la gente está tan ansiosa por encontrar
evidencia experimental de su esperanza de una vida futura, lejos de mostrar su
loable confianza en los métodos «científicos», revela sólo incertidumbre, la
frágil posición del legado religioso. Si en muchas culturas primitivas las
personas se comunican con los espíritus de los muertos, es porque tienen algo
que hacer, o porque han caído víctimas de los temibles trucos de los fantasmas,
pero no porque busquen la confirmación empírica de su fe. Si ocurren sucesos
que les sugieren a algunos que hay evidencia de reencarnación, a los hindúes no
les parecen especialmente importantes ni los buscan celosamente, ya que no los
necesitan en absoluto para confirmar su credo. El cristianismo ha desconfiado
siempre mucho de las búsquedas de evidencia «experimental» de supervivencia, ya
fuera en las sesiones espiritistas o en otros fenómenos paranormales. La
Iglesia Romana, en especial, se ha opuesto vehementemente a esos intentos; el
Santo Oficio, en 1917 prohibió formalmente a los creyentes tomar parte en
sesiones espiritistas y la literatura católica sobre el asunto percibía
claramente la mano del Diablo en las actuaciones de supuestos espíritus (es
cierto que la Iglesia Anglicana era mucho más tolerante en este aspecto, lo que
puede sugerir una disminución de la fe, más que una invasión de actitudes
empiristas). La doctrina del cristianismo sobre la inmortalidad se ha basado en
las promesas de Dios y en la resurrección de Jesucristo, no en el apoyo del
valor concluyente de experimentos que pueden ser descartados en cualquier momento por críticos racionalistas,
de todos modos, al no encajar en el marco conceptual de la ciencia
contemporánea. Esas investigaciones pueden tener un valor en sí mismas y está
fuera de lugar discutir aquí su capacidad de persuasión, pero no pueden servir
como apoyo racional para una fe religiosa debilitada; como mucho, pueden servir
como sucedáneo.
CAPÍTULO 5
HABLAR DE LO INEFABLE: EL LENGUAJE Y LO SANTO. LA NECESIDAD
DE TABÚES
La cuestión del significado en el lenguaje religioso ha
surgido repetidamente en las observaciones precedentes y ha llegado el momento
de resumir y defender la concepción del autor sobre unos cuantos puntos
cruciales de este ya largo debate.
El blanco principal de las censuras de los empiristas ha
sido siempre la incapacidad del discurso religioso para cumplir las normas
usuales que determinan la admisión de enunciados determinados en el club de las
declaraciones empíricas. Por rígida o laxamente que esos requisitos se hayan
definido y codificado en las interminables discusiones sobre verificabilidad y
falsabilidad, todo el campo del lenguaje específicamente religioso ha sido
invariablemente víctima de estas críticas. No era difícil mostrar que, aparte
de los enunciados puramente históricos que, a pesar de toda la importancia que
puedan tener en el cuerpo de las creencias (por ejemplo, como «un hombre
llamado Jesús fue crucificado en Jerusalén en tiempos de Pilatos») no son
específicamente religiosos, no había forma de traducir unas creencias de
terminadas a un lenguaje que pudiera resistir con éxito las
pruebas de «empiricidad»; tampoco son analíticas, esas creencias, dejando a un
lado el dudoso caso del argumento ontológico. Nada que pueda decirse sobre Dios, la divina
providencia, la creación del mundo, el sentido de la vida humana, el orden de
las cosas, dotado de propósito y el destino último del universo, es falsable ni
está dotado de capacidad de predicción. No me siento competente, ni necesito
intervenir en la discusión sobre cuál es la mejor descripción de las reglas de
verificabilidad, que como norma general establecida por Hume y sus fieles
seguidores, son suficientes para descartar las pretensiones al status
científico de los argumentos teológicos.
Es cierto que tales pretensiones siguen expresándose
ocasionalmente, aunque no son, en modo alguno, típicas de la cultura cristiana
contemporánea. Me parecen torpes y nada convincentes. Tomemos un ejemplo que
tiene la virtud de ser ampliamente conocido. El eminente teólogo John Hick
arguye que la existencia de Dios nos será conocida sin ningún género de dudas
en la vida futura, gracias a la revelación de Jesucristo; tal verificación no
puede tener lugar en la vida terrenal, naturalmente, pero la cuestión es que su
misma posibilidad es suficiente para mostrarnos que el conflicto entre fe y
ateísmo no es meramente verbal y la elección no es ociosa: nuestro modo de ver
el mundo y de reaccionar ante las cuestiones morales depende de si creemos o no
en la palabra de Dios hic et nunc. El argumento no parece nada persuasivo. Es
una verdad de sentido común que nuestras creencias religiosas tienen
importancia para nuestra vida moral y nuestra percepción de los
acontecimientos, pero esto no tiene que ver con la cuestión de la
verificabilidad. Y la posibilidad de una prueba convincente en la vida futura
no cambia la condición epistemológica de los dogmas en nuestra existencia
sublunar, puesto que la forma de tal verificación es inimaginable. Esta no es
una cuestión de verificabilidad «técnica» en contraposición a «física» o
«lógica», sino del sentido mismo del procedimiento de verificación. Quizá sea
posible tal verificación sin que se violen las normas lógicas en el proceso,
pero carecemos de argumentos en pro o en
contra de esta posibilidad. De cualquier forma que se defina la filosofía de la
ciencia, la verificabilidad se refiere en último término a actos de percepción
universalmente accesibles. Los místicos están perfectamente satisfechos del
significado de su experiencia y si todo el mundo pudiera compartir su
sentimiento de iluminación, la discusión carecería de propósito y nunca hubiera
surgido: la existencia de Dios sería verificable y estaría de hecho verificada.
No lo está, porque sólo unos pocos gozan de la experiencia mística y ninguna
mente escéptica puede ser convencida de su autenticidad en el sentido en el que
testimonian los místicos.
Sin embargo, aunque el acceso a la experiencia religiosa,
mística o de otro tipo, fuese común, y en el supuesto de que un cuerpo de
creencias religiosas no se pusieran nunca en duda en la práctica, todavía
seguiría siendo verdad que la validez de esas creencias se reivindicaría de
forma diferente que la verdad de las aserciones empíricas. Esas dos áreas de
nuestro hablar, pensar, sentir y actuar son fundamentalmente irreductibles al
mismo depósito de experiencias.
Este parece ser el punto crucial en los debates sobre el
«significado del lenguaje religioso». Los argumentos tradicionales de los
empiristas son coherentes si se limitan a la aserción de que «las creencias
religiosas son empíricamente vacías». El veredicto subsiguiente (admitamos que
menos vociferantemente repetido hoy que en otro tiempo) «luego, son carentes de
sentido» no es en absoluto creíble. No hay criterios transcendentalmente
válidos de lo que es tener sentido y no hay razones obligatorias por las que lo
que tiene significado deba ser equivalente a lo que es empírico, en el sentido
que la ciencia moderna da al término. El edicto que establece esa equivalencia
está lejos de ser admitido incuestionablemente por otros empiristas que los
discípulos intransigentes de Hume y esto no es sólo a causa de las dificultades
para idear una definición satisfactoria de verificabilidad y analiticidad, sino
simplemente porque el significado ordinario de «significado» no es, en modo
alguno, restringido tan rigurosamente ni existe base lógica o epistemológica
para esa mutilación. Los teólogos recurren ocasionalmente a las relajadas
reglas sugeridas por el Wittgenstein tardío o por otros filósofos de
orientación pragmática para quienes todas las expresiones son significativas siempre
que las normas que regulan su uso estén establecidas y reconocidas por los
usuarios.
No estoy intentando decidirme por ninguna definición de
significado ni creo que sea importante para esta discusión. Mi argumento es
negativo: puesto que no tenemos la llave del tesoro de la racionalidad
transcendental, todas las restricciones que se impongan a los criterios
implícitos cotidianos de significado son órdenes regias dadas ex nihilo por los
filósofos y no tienen otra legitimidad; sólo pueden ponerse en vigor
dependiendo del puro poder de los filósofos. No hay nada malo ni ilógico en
otorgar un sentido a cualquier cosa que las personas digan con un senti miento
de comprensión y que otras personas reciban con el mismo sentimiento.
Esto no es negar que la constitución del sentido en la vida
religiosa sea diferente en numerosos aspectos de la manera en que el sentido se
forma y se afirma en el habla cotidiana y en el lenguaje de la ciencia empírica
(siendo el último una extensión y codificación de la primera). El dicho,
ocasionalmente citado por los teólogos cristianos, «Dios es un círculo infinito
cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna» no es un
axioma matemático en absoluto, y no es recomendable tratar de representarlo en
un dibujo. Sabemos lo que significa la metáfora: lo mismo que tratan de
expresar los teólogos al decir que Dios es una unidad perfecta, que no tiene
partes ni cualidades separables (in re), que ninguno de Sus atributos es
cuantificable, etc. Nos resultan más familiares estos modos de expresión, y por
tanto la atrevida proposición «geométrica» puede sorprendernos por ex
cesivamente absurda (o por graciosa). Sin embargo, no está ni en peor ni en
mejor posición que cualquier enunciado propiamente teológico medido por el rasero
de la ciencia. Algunos matemáticos pretenden que son capaces de imaginar
visualmente objetos en el espacio cuatridimensional; ¿no están en la misma
posición que los místicos?
Aquél que no puede ser expresado con la palabra, quel q P p
Pp Por quien la palabra misma es pronunciada, Ese es Brahman —sábelo—. No aquél
a quien aquí se honra como a tal. q q q Aquél que no piensa con la mente quel q
P , Por quien, dicen, la mente es pensada. Ese es Brahman —sábelo—. No aquél a
quien aquí se honra como a tal. q q q Aquél que no ve con el ojo quel q 9]0,
Por quien los ojos tienen vista,
Ese es Brahman —sábelo—.
No aquél a quien aquí se honra como a tal
De Kena Upanishad
Hay que señalar diversas características específicas del
discurso religioso, en oposición al profano.
Empecé con la premisa de que el lenguaje de lo Sagrado es el
lenguaje del culto y esto significa que sus elementos adquieren sentido en
actos que los creyentes interpretan como comunicación con Dios: en el ritual,
en la Oración, en el encuentro místico. La religión no es un conjunto de
proposiciones que derivan su sentido de los criterios de referencia o de su
verificabilidad. Determinados componentes del lenguaje de lo Sagrado tienen
necesariamente que parecer incomprensibles o sencillamente absurdos fuera del
contexto del culto. Tanto en el discurso diario como en el científico, los
actos de entender y de creer están claramente separados, pero no ocurre así en
el reino de lo Sagrado: entender las palabras y sentir que se participa en la realidad
a la que se refieren convergen en uno. Jesús dijo: «Vosotros no creéis
porque no sois de mis ovejas» (Jn 10:26). Esto equivale a
decir que «pertenecer a» precede a todas las pruebas, que, por tanto, no son
nunca pruebas en el sentido aceptable en un tribunal de justicia o para el
editor de una revista científica.
Y en los actos del culto, especialmente en el ritual, los
símbolos religiosos no son signos o imágenes convencionales; funcionan como
transmisores reales de una energía que viene de otro mundo. Por tanto, el
significado de las palabras se constituye por referencia a todo el espacio de
lo Sagrado, incluyendo tanto la realidad mítica como los actos prácticos de
culto. Casi cualquier ejemplo, ya sea tomado de una religión arcaica o de una universal,
servirá para ilustrar esta forma específica de vida lingúística.
Evans-Pritchard, al analizar el lenguaje religioso de una tribu de África
Oriental, señala que en este lenguaje la cópula «es» tiene un significado
diferente del que tiene en el uso cotidiano; la confusión de dos lenguajes, en
su opinión, llevó a Lévy-Bruhl a la falsa teoría de la mentalidad prelógica.
Uno puede decir, en este lenguaje religioso, que lluvia es Dios o que un pájaro
es espíritu y, sin embargo, nunca que Dios es lluvia o que un espíritu es un
pájaro; cuando, por ejemplo, un pepino sustituye al toro en un ritual, el
pepino es toro, pero el toro nunca es pepino. En circunstancias determinadas,
definidas por la tradición religiosa, los signos son —en lugar de representar simplemente—
lo que significan.
Observar es relacionarse con algo externo que ha de seguir
siendo externo... La piedad es sólo para el piadoso, es decir, para aquél que
es lo que observa... Para descubrir el funda-
mento de la religión (el pensamiento filosófico) tiene que
abandonar la relación de observar... Si la observación busca observar lo
Infinito en su verdadera naturaleza, debe ser ella
misma infinita, es decir, ya no observación de la cuestión
de que trate, sino la cuestión misma G. Y. F. Hegel
Esto es, en efecto, lo que hace que el mundo de los mitos
sea «totalmente otro» mundo cuya descripción parece intraducible al discurso
designado para captar los sucesos físicos; tiene diferentes normas de
identificación, diferentes leyes de causalidad y di ferentes reglas para
interpretar la concatenación de los fenómenos. La «participación» de las
personas y las cosas en este orden no físico puede, naturalmente, desdeñarse
fácilmente como una patología del lenguaje (de acuerdo con la vieja teoría de
Max Muller) o (según lo expresaría Cassirer) como la reliquia mental de una
hipotética era arcaica en la que los hombres no distinguían entre objetos y
símbolos, es decir, cuando no eran conscientes de las funciones semánticas del
lenguaje. Tales explicaciones no son más que artificios puramente
especulativos. La teoría de Muller, tal como la formuló, ha sido casi
totalmente olvidada, aunque los filósofos empiristas la han resucitado en una
versión corregida: las creencias religiosas pueden interpretarse como una
patología del lenguaje en el sentido de que lo que las mantiene vivas es el
hecho de que no distingan entre expresiones con sentido y expresiones sin
sentido, según los criterios de verificabilidad. Esta versión, si se supone que
es una explicación genética, no ha mejorado en absoluto en cuanto a su carácter
especulativo; si es una norma que enuncia los criterios de significado,
entonces sólo hay que repetir las observaciones
precedentes sobre su arbitrariedad. Respecto a la teoría de que nuestros
antepasados eran incapaces de distinguir un árbol de la palabra «árbol» y de
que nuestra persistente incapacidad de hacer tales distinciones en ciertos
casos puede dar razón de la pervivencia de la religión, es una teoría en cuyo
favor no hay evidencia empírica y no es creíble como verdad de sentido común.
La arriba mencionada convergencia de entender y creer —
ambos absorbidos en el acto de «participación» — puede observarse en todos los
rituales religiosos. Como ha resaltado repetidamente Mircea Eliade, todos
ellos, mientras los creyentes los toman en serio, se consideran como una
auténtica re-creación de un acontecimiento originario y no como actos de mero
recuerdo. El rito principal del cristianismo, la Eucaristía, puede proporcionar
un buen ejemplo, puesto que ha servido tan a menudo a los críticos
racionalistas como blanco preferido para sus burlas. Los cristianos nunca han
sostenido que las palabras «ésta es mi carne» sugieran misteriosos procesos
químicos por los que el pan se convierta en carne, y que un día vayamos a
observar la transmutación; siempre han sabido que no se produce ningún cambio
empírico de este tipo. Por otro lado, han creído que el sentido del ritual no
consiste en recordar simplemente la pasión de Cristo, sino que a través de él experimentan
una comunión real con toda la vida del Redentor, con Sus cualidades humanas y
Sus cualidades divinas. El tipo posterior de «explicación» del ritual en
términos aristotélicos —la sustancia del pan es sustituida por la sustancia de
la carne mientras que los accidentes, es decir, las cualidades sensibles, no se
alteran— tampoco pretendía tener un significado empírico. La expresión fue
quizá desafortunada para la continuidad de la tradición religiosa, puesto que
estaba abocada a ser víctima del asalto general a la red conceptual
aristotélico-escolástica. Pero pronto se hizo evidente que todos los
interminables intentos de los polemistas de los siglos XVI y XVH por inventar
una fórmula enmendada llevarían a una confusión cada vez mayor. Lutero dijo «el
pan es carne» y los católicos dijeron que eso era absurdo, que el pan no puede
ser carne y que Jesús no había dicho «panis est corpus meum» sino «hoc est
corpus meum». En los escritos de Calvino podemos seguir una serie de fórmulas
cada vez más complicadas, aparentemente incompatibles entre sí y que buscan
desesperadamente una explicación clara y coherente, una meta inalcanzable. Los
radicales de la Reforma, empezando por Zwingli, estaban cada vez más dispuestos
a renunciar a los intentos de clarificar el modo en que la «presencia real» de
Cristo en la Sagrada Comunión es concebible y a reducir el ritual a una mera
conmemoración, privándolo con ello de su sentido religioso. No podía dársele,
con ninguna ingeniosa manipulación lingúística, una forma que cumpliera las
normas profanas de inteligibilidad. Esto no equivale a decir, no obstante, que
lo que se suponía que ocurría en el ritual careciese intrínsecamente de
sentido. Era inteligible para los creyentes dentro del marco de todo el sistema
de símbolos rituales; todos los actos de comunicación con una realidad
sobrenatural pertenecen a este sistema y ninguno de ellos está en una posición
mejor o peor desde el punto de vista de las normas que gobiernan la percepción
o el pensamiento profanos. Cuando uno ve la Eternidad en cosas que perecen y la
Infinitud en cosas finitas, entonces
uno tiene el saber puro. Peo si uno ve solamente la
diversidad de las cosas, con sus divisiones 7 limitaciones, entonces uno tiene
un saber impuro. Y si uno ve una cosa egoistamente, co-
mo si lo fuera todo, independiente del Uno y los muchos,
entonces uno se halla en la Oscuri-
dad de la ignorancia. De Bhagavad Gita, 15
Decir que nos encontramos aquí ante una metáfora no sirve de
mucho, puesto que normalmente hablamos de una expresión metafórica cuando
sabemos aproximadamente cómo reducirla a una expresión no metafórica, incluso
aunque admitamos que esta reducción implica con frecuencia un empobrecimiento
de uno u otro tipo. En el caso que nos ocupa, esa reducción no es factible e
iría en contra del significado original del ritual el intentarla. Los
cristianos, al explicar el significado de la Eucaristía o de otros rituales, no
hablaban metafóricamente; tenían en mente acontecimientos reales que no son
empíricamente contrastables pero que se conforman al modo en que Dios se pone
en contacto con las mentes humanas. Los teólogos y reformadores que trataron de
encontrar un compromiso con las exigencias de los empiristas y los lógicos e
idearon formulaciones «perfeccionadas», más del gusto de los críticos, entraron
en un callejón sin salida. Si querían retener el sentido original del ritual,
cambiando simplemente las palabras en una expresión que encajase mejor en las
pautas filosóficas de su tiempo, no pudieron lograr más que explicar ignotum
per ignotius y la historia de las polémicas sobre la Eucaristía en el período
de la Reforma y la Contrarreforma (y posteriormente) es una larga lista de
fracasos; y si pretendían descubrir una
fórmula que los críticos racionalistas pudieran encontrar impecable, las
«correcciones» equivalían a suprimir totalmente el sentido religioso del
discurso religioso. Lo mismo puede decirse de todos los esfuerzos por ganar,
para diversos elementos del lenguaje religioso, la respetabilidad del discurso
«científico»: en este aspecto, el misterio de la Eucaristía está en la misma
posición que la noción de gracia, de la Santísima Trinidad y, en realidad, de
Dios.
En esta ocasión sólo podemos repetir la pregunta que Erasmo
y sus seguidores nunca se cansaban de hacer: ¿por qué son tan inteligibles los
Evangelios para todo el mundo excepto para las mentes corrompidas por la
especulación teológica? Este es el caso de todos los textos sagrados antiguos,
ya sean escritos o transmitidos oralmente. Los creyentes entienden el lenguaje
de lo Sagrado en su función propia, es decir, como un aspecto del culto.
En este punto, puede plantearse una objeción: «Un ser
racional no puede rendir culto a nada a menos que entienda lo que es». Esta
objeción, sin embargo, surge de un prejuicio racionalista, si lo que quiere
decir es que uno entiende algo cuando es capaz de dar cuenta de su experiencia
en términos que satisfagan las normas del empirismo. Una y otra vez caemos
sobre la misma petitio principii: a los creyentes se les dice que su lenguaje
es intrínsecamente inteligible y que ellos mismos no lo entienden y eso porque
su lenguaje no cumple las normas de inteligibilidad establecidas por una
ideología filosófica cuyo principal propósito es dar a esas normas una forma
que excluya al lenguaje religioso del terreno de lo inteligible. Y, repitamos
una vez más, lo que quiera que signifiquen las palabras «racional» o
«irracional» depende del contexto que atribuyamos a la idea de Ratio y esto, de
nuevo, es enteramente cuestión de preferencias filosóficas.
Si de esta manera sola sabemos que conocemos a Cristo,
porque guardamos sus Manda-
mientos, entonces el conocimiento de Cristo no consiste
meramente en unas pocas nociones
estériles, en la forma de ciertas opiniones áridas y sin
savia... Decimos, ved, aquí está Cristo; y ved, allí está Cristo, en estas y
estas opiniones; mientras que, en verdad. Cristo no está ni aquí ni allí ni en
ningún otro sitio sino donde está el Espíritu de Cristo, donde está la vida de
Cristo... Sin pureza y sin virtud Dios no es nada sino un nombre vacio; así es
verdad aquí, que sin la obediencia de los Mandamientos de Cristo, sin que la
vida de Dios habite en nosotros, cualesquiera que sean las opiniones que
abriguemos sobre él, Cristo es sólo nombrado por nosotros, no nos es conocido.
Ralph Cudworth (1647)
Si suponemos que el lenguaje religioso es el lenguaje del
culto y que el conocimiento de los creyentes se guía, se afirma, se mantiene
vivo y se entiende por medio de actos de culto, podemos llegar fácilmente a la
conclusión —bastante común entre los críticos menos radicales de la religión—
de que este lenguaje es «normativo», «expresivo» O «emocional». En este punto
surge fa> cilmente una confusión y la cuestión de si el lenguaje religioso es
«normativo» y en qué sentido, es crucial para describir su pecu-
liaridad.
Hemos mencionado que algunos místicos ponían el énfasis en
el significado pragmático, más que teórico, de nuestras palabras al hablar de
Dios y de Sus atributos; su intención era señalar lo inadecuado de las lenguas
humanas cuando tratan de abordar la infinitud y en ningún modo trataban de
encontrar un sentido profano para el vocabulario sagrado; y, naturalmente, no
había ni la sombra de una duda sobre la realidad de Dios, incluso aunque
resultase que la palabra «nada» le conviniese tanto como la palabra «todo» (en
la tradición budista, incluso zen, el tema de la Nada divina es quizá más
frecuente). Cuando quiera que se discute el contenido «normativo» del lenguaje
religioso en la filosofía moderna, no se trata del sentido místico. Se trata
más bien de decir que las expresiones religiosas pueden ser transpuestas a re-
glas profanas de conducta, con lo que se desvela su sentido
propio.
... Dios, si hablas de él sin verdadera virtud, es sólo un
nombre. Plotino
Hobbes fue el más explícito: todos los dogmas de la fe
cristiana eran para él meros preceptos de obediencia política y no tenían
contenido cognoscitivo alguno; la razón por la que los gobernantes empleaban
esta extraña jerigonza para imponer su dominio sobre sus súbditos era, una vez
más, cuestión de conveniencia política. Cuando R. B. Braithwaite arguye que las
creencias cristianas tienen significado real porque llevan a principios morales
importantes vuelve a caer en una interpretación muy similar. La
inverificabilidad de los «enunciados religiosos» no les priva de significado,
piensa él, si decidimos examinar su contenido mirando el uso real que los
creyentes hacen de ellos. Y resulta que expresan una actitud moral o una intención
de seguir reglas de conducta bien definidas; luego la convicción religiosa no
es más que un acto de lealtad hacia unos principios morales. Ésta lealtad se
apoya en una «historia» específica cuya verdad o falsedad, sin embargo, no es
pertinente a la cuestión de la autenticidad de la creencia.
El intento de rescatar la significación de las creencias
religiosas reduciéndolas a preceptos morales puede entenderse de dos maneras. O
bien es una decisión arbitraria, apoyada en las definiciones empiristas típicas
que hacen depender el significado de los procedimientos de verificación o bien
es una observación psicológica en el sentido de que las personas religiosas,
cuando afirman sus creencias, no están pensando en nada más que en su voluntad
de comportarse de un modo determinado. En este último caso, la observación es
ciertamente falsa. Cuando un cristiano dice que Jesús era el hijo de Dios que
descendió a la Tierra para redimir a la raza humana, es obviamente falso
mantener que, de hecho, quiere decir solamente que ha decidido imitar la forma
de vida de Jesús. Por más que su
creencia pueda criticarse mediante la referencia a los criterios de
verificabilidad, no puede afirmarse razonablemente, de hecho, suena absurdo
afirmarlo, que su creencia tal como él la concibe, no va más allá de un
programa mo ral. Si, por otro lado, la reducción sugerida no es más que una
propuesta para preservar del legado religioso una parte de la que el empirista
estaría dispuesto a decir «sé lo que significa», entonces la propuesta es
simplemente una reiteración de los principios de la doctrina empirista. En
todos los intentos de recortar las creencias religiosas hasta dejarlas en
consecuencias normativas o en actos de voluntad moral o de compromiso moral,
todo lo específicamente religioso se deja a un lado; no es una interpretación,
sino un rechazo directo del lenguaje de lo Sagrado. Desde luego, no hay nada
lógicamente incoherente o psicológicamente imposible en decir, como lo hacen
muchos, de hecho: «Rechazo totalmente las creencias cristianas respecto a Dios,
la creación, la salvación, etc., pero creo que las normas morales cristianas
son nobles y quiero cumplirlas»; sin embargo, esa decisión no es una
interpretación especial —psicológica, histórica o semántica— del cristianismo; al
ser un acto personal de compromiso no ayuda en absoluto a entender el sentido
del discurso religioso.
El lenguaje de lo Sagrado no es normativo en el sentido
semántico, como si fuera reducible «en última instancia» a mandamientos morales
sin que quedara nada más. Tampoco es normativo en el sentido psicológico, es
decir, en el sentido de que la gente acepte los mitos religiosos como dotados
sólo de un contenido «preceptivo». Y sería, obviamente, poco apropiado llamar normativo
al lenguaje religioso y querer decir con ello que las creencias religiosas
pueden describirse exhaustivamente como un fenómeno histórico y cultural en
términos de su función de regulación de la conducta humana. También sería
inapropiado decir que en este lenguaje se da una conexión lógica entre los
relatos míticos y los enunciados teológicos por un lado y las normas morales
por otro.
La paradoja de la fe ha perdido el término intermedio, es
decir, el universal. Por un lado
tiene la expresión del egoísmo más extremo (hacer la terrible
cosa que hace por uno mismo); por otro lado tiene la expresión del sacrificio
más absoluto de sí mismo (hacerla por Dios).
La propia fe no puede quedar inmersa en el universal, porque
sería destruida con ello. La fe es esta paradoja y el individuo no puede, en
absoluto, hacerse a sí mismo inteligible para nadie.
Soren Kierkegaard
Aun así, hay un sentido en el que podemos, si queremos,
aplicar la etiqueta de «normativo» al lenguaje de lo Sagrado y esto en un
sentido epistemológico. Tengo que repetir una observación que se refiere a una
cuestión de importancia primordial en la investigación de los aspectos
cognoscitivos y lingiísticos de la vida religiosa. Mi afirmación es que hay un
tipo especial de percepción característico del terreno de lo Sagrado. En este
terreno, los aspectos cognoscitivos y morales del acto de percepción están
fundidos de tal manera que son indistinguibles entre sí: sólo un análisis
«desde fuera» produce esta distinción. Un creyente no recibe enseñanza
religiosa en forma de relatos míticos o de enunciados teóricos, a partir de los
cuales procede a sacar conclusiones normativas. El contenido moral se da
directamente en el mismo acto de percibir y entender, porque este acto converge
con el compromiso moral. No es que el creyente «sepa» independientemente que
Dios es Creador y concluya que debe obedecerle (ese razonamiento es lógicamente
ilícito, de todas formas): él «sabe» ambas cosas en un acto de aceptación. En
los actos religiosos de percepción —en oposición a la especulación— teológica
es difícil que haya algo como un «enunciado de hecho» puro: ninguna expresión
verbal determinada es propiamente inteligible sin ser referida a todo el
espacio de un mito y ninguna tiene sentido en términos religiosos sin implicar
la aceptación de una obligación. Repetimos: la religión no es un conjunto de
proposiciones, es el dominio del culto, en el que el entender, el saber, el
sentimiento de participación en la realidad última (tanto si se supone un Dios
personal como si no) y el compromiso moral, aparecen como un acto único, cuya
posterior disgregación en clases distintas de aserciones metafísicas, morales y
de otras clases puede ser útil, pero invariablemente distorsiona el sentido del acto de culto original. Al creer que Jesús se
ofreció a sí mismo para salvar a la humanidad del mal, un cristiano no
transustancia el «hecho» aceptado en una conclusión normativa en el sentido de
que debe estar agradecido al Redentor y tratar de imitar, por imperfectamente
que sea, Su sacrificio en su propia vida: percibe ambos directamente.
Es sólo el conocimiento de nuestros deberes y de la
finalidad última tal como la Razón la definió en ellos, lo que podría haber
producido en una forma determinada el concepto de
Dios; por tanto, este concepto, en su origen mismo, es
inseparable de nuestra obligación ha-
cía ese ser.
Immanuel Kant
Las aserciones teológicas aisladas como «Dios existe» no son
componentes de una religión propiamente hablando; admitir la existencia de Dios
como una proposición teórica tiene poco que ver con los actos religiosos de
pertenencia; y Pascal tenía razón cuando decía que el deísmo está casi tan
alejado del cristianismo como el ateísmo (muchos escritores cristianos que
clasificaron las variedades de ateísmo incluyeron en su lista la actitud de las
personas que admitían la existencia de Dios pero no ofrecían señales de que ese
conocimiento fuera significativo en su vida). Un hindú no reconoce la ley de
Karma del mismo modo que reconoce, por ejemplo, las leyes de la termodinámica:
la última puede aprenderse, entenderse, aceptarse como verdad relacionada
lógicamente con otras verdades físicas conocidas, emplearse en diversas
manipulaciones técnicas; la primera se entiende como verdad religiosa en un
acto que implica, no sólo simultáneamente, sino también indistintamente, la
aceptación de la propia culpa, un sentimiento de pertenencia a un orden cósmico
y un compromiso de conducta cuya finalidad es la liberación de la carga del
pasado y, en último término, de la rueda de los cambios. Cuando se habla de
Dios como Principium y de Su palabra como Ley, se están dando todos los
significados de esas palabras: causal, moral y lógico; y esto no es
consecuencia de una confusión o de descuido lógico. En la coalescencia de todos
los significados se refleja el modo específico de percepción de lo Sagrado: la
percepción cognoscitiva, el sentimiento de formar parte de un orden universal
gobernado por la sabiduría providencial y la aceptación de la obligación moral
son una sola cosa.
Esto sugiere que un mito religioso (nos referimos no sólo a
los componentes «narrativos» sino también a los componentes «metafísicos» del
culto) sólo puede entenderse desde dentro, por así decirlo, a través de la
participación real en la comunidad religiosa. Esta era, en efecto, la
afirmación de Kierkegaard: uno que no es cristiano es incapaz de entender el
cristianismo. Una formulación tan rigurosa puede ser exagerada; al proceso de
la llamada «secularización» ha avanzado en tan gran escala durante un tiempo
tan corto que la mayor parte de los no creyentes en el mundo de hoy recibieron
una educación religiosa, y siguen ligados, aunque por un hilo muy fino, a la
tradición religiosa.
Hay una cosa confusamente formada,
Nacida antes que el cielo y la tierra. Silenciosa y vacía
Permanece sola y no cambia. Da vueltas y no se cansa. Es capaz de ser la madre
del mundo. No sé su nombre. Así pues, la llamo «el camino». Lao Tzu
Quizá al discutir la cuestión de la comprensión, no sea
apropiado hablar de un estricto sí-o-no, y debamos admitir que una
semicomprensión es concebible (aunque muchos no creyentes, incluidos los
educados en un ambiente piadoso, sostienen categóricamente que no entienden el
lenguaje religioso). Sin embargo, puede argilirse que para las personas de
cuyas mentes se ha borrado toda huella de las enseñanzas religiosas
tradicionales y que se han olvidado de todas las formas de participación
ritual, la vida religiosa propiamente dicha, excepto en sus funciones
«seculares» se vuelve, en efecto, ininteligible. Si tratan de encon trarle
sentido, la representan como un conjunto de enunciados que, concluyen
inevitablemente, son vacíos o ilógicos. Lo mismo puede ocurrirles a personas
religiosas al encontrarse con una civilización muy remota de la propia; así, a
los ojos de muchos de los primeros misioneros y etnógrafos que observaron el
culto religioso en sociedades primitivas, los salvajes eran simplemente lo
suficientemente estúpidos como para imaginar, por ejemplo, que un hombre podía
ser al mismo tiempo un hombre y un loro; esos observadores no notaban que,
desde el punto de vista de las normas lógicas corrientes, ciertos principios
cristianos apenas salen mejor parados.
Por lo tanto, el lenguaje del mito es, en un sentido,
cerrado o autosustentado. Las personas llegan a participar en este sistema de
comunicación por iniciación o por conversión y no por medio de una transición
gradual y una traducción del sistema secular de signos. Todo lo que las
personas digan en términos religiosos sólo puede entenderse por referencia a toda
la red de signos de lo Sagrado. Cualquier ejemplo valdrá para ilustrar esto.
Tomemos una simple palabra del vocabulario religioso, como «pecado». Todo el
que dice seriamente «he pecado» no quiere decir simplemente que ha cometido un
acto que es contrario a una ley, sino también que ha cometido una ofensa contra
Dios; sus palabras no tienen sentido a menos que se refieran a Dios y, por tan
to, a todo el dominio de la fe; de ahí que sean consideradas ininteligibles por
un no creyente consecuente. Además, para el que habla, sus palabras, si han
sido pronunciadas con sinceridad, expresan arrepentimiento o, al menos,
desasosiego. Esto no quiere decir que el sentido de esa cláusula sea puramente
«expresivo», «exclamativo» o «prescriptivo»; incluye un enunciado «de hecho»,
una valoración del «hecho» en el contexto total de la fe y una actitud personal
emocional. Estos tres aspectos del significado pueden separarse analíticamente,
pero no están separados en la mente del que habla, sino que están fundidos en
un acto indiferenciado de adoración.
Admitir que el lenguaje específicamente concebido para
expresar el dominio de lo Sagrado no puede traducirse sin distorsión al
lenguaje de lo Profano, no equivale en absoluto a sugerir que el último, frente
al primero, sea natural, genuino, objetivo, descriptivo, que carezca de
presuposiciones y que sea apto para expresar la verdad. En primer lugar, el
lenguaje profano de cada día está lleno de palabras que expresan juicios de
valor, o que se refieren a hechos imposibles de verificar; en especial a
nuestros estados «interiores». Un lenguaje estrictamente «empírico» o
«conductista» no ha existido jamás, es una invención artificial de los
filósofos y los psicólogos. Tampoco está claro a qué propósitos podría servir o
qué utilidad tendría. Si realmente quisiéramos seguir las reglas de ese
lenguaje, nos estaría prohibido decir, por ejemplo, «él mintió» (una referencia
a una intención no verificable), «él traicionó a su amigo» (hay un juicio de
valor implícito), «yo deseo» (descripción de un estado de cosas subjetivo),
etc. Así es como, quizá, lo interpretaría B. F. Skinner. La idea de que tal
construcción es factible o deseable supone que podemos, en el lenguaje que
usamos realmente, hacer distinción entre un contenido puramente «de hecho» o
rigurosamente empírico y otras adherencias («valorativas» o «subjetivas»),
destilar el primero y ti rar las últimas como desperdicios de la lengua, vacíos
desde el punto de vista cognoscitivo. En realidad, no hay razón para mantener
que en la percepción real (en oposición a la percepción imaginaria ideada por
los conductistas) aparece, en absoluto, la distinción entre contenido «de
hecho» y «valorativo»: cuando veo una mala acción, veo una mala acción y no
unos movimientos que posteriormente interpreto en un juicio de valor separado.
Cuando observo a un hombre asustado que trata de escapar de
una casa en llamas o a una madre enfadada dando gritos a un niño caprichoso, lo
que observo, sorprendentemente, es un hombre asustado tratando de escapar de
una casa en llamas y una madre enfadada dando gritos a un niño caprichoso y no
unas escenas en movimiento que yo imagino que son expresiones de «estados
mentales interiores» que yo pongo en los cuerpos de los demás como consecuencia
(lógicamente inadmisible) de un razonamiento proyectivo, extrapolación,
analogía, creencias supersticiosas, etc. Dicho de otro modo, las cualidades de
las acciones humanas y su trasfondo intencional no son complementos
intelectuales de la percepción, sino que son percibidos directamente como
aspectos de un sistema de signos humanos (mi percepción puede ser equivocada,
claro, puesto que ninguna percepción está, por su propio contenido, a prueba de
errores).
En segundo lugar, aunque logremos idear efectivamente y
emplear un lenguaje conductista-empirista depurado de todos los ingredientes
supuestamente no factuales, seguiríamos sin tener fundamento para la afirmación
de que es descriptivo en el sentido de que es adecuado para referir lo que
ocurre realmente sin interferencias de actitudes ni de prejuicios «normativos».
Un escéptico obstinado seguiría declarando que el modo en que este lenguaje
selecciona las cualidades y los sucesos y el modo en que dispone el material
perceptivo está determinado por la dotación biológica fortuita y por las
vicisitudes históricas de nuestra especie o que, en cualquier caso, somos
incapaces, en principio, de separar esta contribución, relacionada con nuestra
especie, de las propiedades del «mundo en sí». Tanto nuestras percepciones co mo
su articulación verbal, según este supuesto, se reducirían a un significado
instrumental u operativo y la cuestión de la «objetividad» o «verdad» sería
descartada.
En resumen: no podemos demostrar que existe un depósito de
significado no histórico y, menos aún, trascendental, preservado y reflejado en
los lenguajes naturales formados a través de la historia. Si existe, no puede
ser descubierto excepto por unos medios cuyo uso tiene que presuponer su
existencia, según el ar gumento escéptico tradicional. Esto no equivale a
negar, sin embargo, ni a minimizar, la diferencia entre el lenguaje ideal de
los conductistas o el lenguaje real de la vida secular por un lado y el
lenguaje de lo Sagrado por otro. Con todo, la diferencia no está en su
«objetividad» o en el acceso a la verdad que procuran o dejan de procurar,
respectivamente. Tienen propósitos diferentes: el primero, en sus aspectos
puramente «empíricos», es apropiado para reaccionar ante nuestro entorno
natural y para manipularlo; el segundo, para hacerlo inteligible; en general,
el lenguaje de lo Profano, incluidos sus recursos para describir el mundo
humano en términos de sus características morales e «intencionales», permite la
comunicación en el dominio de las relaciones específicamente humanas. Hay,
asimismo, una diferencia cognoscitiva en el grado de universalidad. En la
medida en que podemos determinarlo, los componentes del lenguaje con clara
referencia empírica son universales en el sentido de que son transferibles de
una civilización a otra; quizá pueda decirse lo mismo de los elementos que
implican la interpretación de la intención tras la conducta humana. Las
expresiones que suponen una valoración moral de los acontecimientos son, en su
mayoría, ciertamente menos universales e independientes de las normas
culturales; sin embargo, no necesitamos ocuparnos, precisamente ahora, del
interminable debate antropológico y filosófico sobre este tema.
El lenguaje de lo
Sagrado no es universal. Es decir, los actos de culto no conservan su carácter
sacro en diferentes civilizaciones; las palabras pueden traducirse de una
lengua étnica a otra, naturalmente, pero no así su significación religiosa.
Los argumentos de quienes tratan de descubrir idénticas
pautas en los símbolos religiosos en toda la variedad de civilizaciones y de
formas de culto, no abolen la naturaleza mutuamente exclusiva de las
religiones. Cualquiera que sea la verdad que puedan contener, esos argumentos
son la obra analítica de psicólogos, antropólogos y estudiosos de las
religiones comparadas; no son actos religiosos en sí mismos. En el supuesto de
que todas las religiones del mundo sean, como sostenían los románticos,
encarnaciones históricas y relativas de una revelación primordial, un filósofo
puede muy bien creer que diversas tribus, sin saberlo, adoran al mismo Dios por
medio de diferentes ritos. Sin embargo, las personas no adoran a conceptos
abstractos o a arquetipos ocultos. No pueden extraer de sus religiones un
núcleo universal, común a todas las razas y culturas humanas y descuidar todas
las formas históricas por medio de las cuales se expresa. Si existe tal
esencia, por ejemplo, en la experiencia mística, no puede expresarse ni con
palabras ni en un ritual. Los arquetipos de Jung no pueden percibirse como
tales, en su pureza genuina, sino sólo por medio de manifestaciones específicas
históricas y culturales. Es tan imposible realizar actos de culto reducidos a
un núcleo filosófico hipotético, universal y ahistórico, como pintar un gato
que fuese la pura encarnación de la felinidad y que, por tanto, no tuviera
ninguna de las características que distinguen a un gato de otro. El culto real
está necesariamente ligado a la cultura. Esto sería verdad incluso si, como
consecuencia de un proceso concebible, aunque sumamente improbable, la humanidad
lograse un día la unidad religiosa: esa religión imaginaria sería universal en
el sentido de que sería compartida y entendida por todo el mundo, pero no
dejaría de ser histórica y culturalmente relativa; sus símbolos, ritos y
creencias no se destilarían en un elixir inmutable de la Religiosidad, sino que
permanecerían dentro de su entorno cultural.
Las personas se inician en la comprensión de un lenguaje
religioso y en el culto por medio de la participación en la vida de una
comunidad religiosa, y no por medio de la persuasión racional. Alexander
Safran, el rabino principal de la ciudad de Ginebra, ofrece, en su libro La
Cábala, la siguiente exposición de la fe judaica: La autenticidad de la palabra
de Dios se preserva mejor entre los judíos cuando se transmite oralmente, que
cuando se hace por escrito; tiene que comunicarse por medio del contacto
directo entre el maestro y el discípulo. Los judíos creen, dice, que la
comprensión de la Torah sólo es posible si se participa de la vida del pueblo
judío; el texto hablado tiene prioridad sobre el escrito y el lugar apropiado
para la Torah es la memoria de los fieles; los propios profetas sólo pusieron
por escrito su mensaje cuando se les prohibió hablar en público. Esta
autointerpretación del judaísmo confirma lo que puede parecer una verdad de
sentido común: el significado se forma por medio de actos de comunicación y
tiene que ser recreado en esos actos una y otra vez.
El lenguaje del culto, al ser diferente y, sin embargo, no
estar aislado de la comunicación profana, no puede escapar a la influencia de
todos los demás aspectos de la civilización dentro de la que vive y cambia, se
desarrolla y se marchita. Lo que ocurre en política, filosofía, ciencia, en las
costumbres, el arte y las modas afecta al modo en que los creyentes perciben su
fe y expresan su comunión con el misterioso Numinosum. No obstante, no es
concebible la vida religiosa sin una convicción implícita de que, a través de
todas las mutaciones, persiste una estructura invariable y fundamental del
culto. Esta se hace sentir en el contenido de las creencias, en el sentido de
los rituales, en la relación entre lo Eterno y lo Transitorio, en la
continuidad misma del cuerpo religioso (en términos cristianos, el corpus
mysticum permanente frente a las formas cambiantes). Los intentos de captar lo
Inmutable en el flujo de los cambios se extiende de manera natural al propio
lenguaje. De ahí la añoranza de un paraíso lingiístico perdido, la tentación de
redescubrir, tras la variedad de los idiomas vernaculares, accidentales, el
lenguaje por excelencia, la lengua original que precedió a Babel. Encontramos
en muchas civilizaciones evidencia de una creencia nostálgica en un parentesco
intrínseco, esencial entre palabra y significado y de una interminable búsqueda
del «verdadero» significado y el verdadero lenguaje hablado al principio de los
tiempos.
Naturalmente, Dios no necesita protegerse a Sí mismo, pero
sí que protege Su nombre 7 tan seriamente que añade a este único mandamiento
una amenaza especial. Esto lo hace
porque, en el nombre, aquél que lleva el nombre está
presente.
Paul Tillich
Lingúísticamente esto es absurdo, desde luego: el
significado de las palabras está determinado por la convención y los accidentes
históricos y, aparte del uso corriente, no hay una lengua «genuina», ni un
significado verdadero ni una misteriosa afinidad entre cosas y nombres. Aun
así, el mito de Babel está profundamente enraizado en nuestra conciencia
lingiística; queremos recuperar el lenguaje perdido, original, recibido de
Dios, en el que las cosas son llamadas por sus nombres, sus nombres
celestiales, propios. Esta creencia y esta búsqueda se manifiestan y pueden
encontrarse en la magia, en los rituales, en las exploraciones cabalísticas, en
toda la tradición esotérica, en el concepto mismo de un lenguaje sagrado.
Tampoco la filosofía moderna está libre de la tentación. Cuando Heidegger dice:
«Die Sprache ist das Haus des Seins» (el lenguaje es la morada del Ser), lo que
quiere decir, aparentemente, es que se puede llegar a un conocimiento del
significado genuino de las palabras y penetrar así en la esencia de las cosas
(lo que trató de hacer repetidamente, analizando las raíces griegas y alemanas
del vocabulario filosófico), y que las cosas nacen unidas a sus nombres; esto
se sugiere en el poema de Stefan George que él cita: «Kein ding sai, wo jas
wort gebricht» (que nada sea donde falta la palabra).
Y así, en el enfoque religioso del lenguaje detectamos la
misma inspiración que llena todas las formas de culto: un deseo de escapar a la
miseria de la contingencia, de forzar la puerta de un reino que resiste la
voracidad del tiempo.
He tratado de señalar algunos aspectos de las diferencias
entre Sacrum y Profanum en el dominio del lenguaje. Decir que en el lenguaje sagrado,
a diferencia del profano, el acto de entender converge con el acto de creer, y
el creer con el compromiso moral, es sugerir que el dominio religioso de la
distinción hecho/valor o bien parece diferente de lo que parece en la vida
secular, o no se da en absoluto. Así es, en efecto. La dicotomía hecho/valor es
un hecho cultural. Las personas se dan cuenta, como consecuencia de encuentros
con otras costumbres y civilizaciones, de que algunas áreas de percepción y
algunas formas de pensamiento son compartidas universalmente o, al menos, son
suficientemente universales como para relegar a los pocos individuos que
rehúsan compartirlas al limbo social de la locura; mientras que en otras áreas,
en especial mitos y juicios sobre lo que es moralmente bueno o malo, no gozan
de ese tipo de universalidad. Este campo de desacuerdo irreductible recibió, ya
en la antigiiedad, un status epistemológico distinto y, más tarde, con el
desarrollo de la filosofía empirista, la cuestión de su validez se rechazaría
como una no-cuestión. La razón tácita de este rechazo era precisamente el hecho
histórico de la divergencia de opinión, real, irreconciliable, entre diversas
tradiciones culturales. Si no hubiera sido por este hecho, no hubiéramos notado
que el dominio de las normas y los valores morales tenía una posición
epistemológica propia; en efecto, no hubiéramos tenido razón para notarlo: la
distinción, simplemente, no hubiera surgido. La zona de acuerdo cuasi universal
se identificó como un dominio en el que podía hablarse razonablemente de verdad
y falsedad y eso por ninguna razón mejor que el hecho mismo del acuerdo.
Posteriormente se dio un salto conceptual desde este hecho de acuerdo universal
a la validez en un sentido trascendental y la conciencia de este cambio ha estado
conspicuamente ausente en la tradición empirista menos radical (la corriente
radical lo admitió y de ese modo se dispuso a tirar por la borda la idea de
verdad y a darse por satisfecha con reglas pragmáticas de admisibilidad). Así,
la separación de los valores, y de las aserciones «descriptivas» fue un hecho
cultural q q g g posteriormente. Con todo, una vez que apareció la distinción,
no pudo ser eliminada.
Lo que es Moralmente sucio debería ser equivalente a lo que
es Naturalmente Imposible: no debemos es moralmente no podemos.
Benjamin Whichcote
No pudo ser eliminada en la lengua profana, claro está. No
surgió en el lenguaje de lo Sagrado. Una vez que tenemos acceso a la fuente
última de verdad no necesitamos esa distinción y no hay lugar en el que pueda
aparecer. En el dominio del lenguaje sagrado, una aserción tiene la misma
validez tanto si tiene una forma ostensiblemente «descriptiva» como si la tiene
«normativa», y esto por dos razones: Primero, porque los criterios de validez
son los mismos: la palabra explícita de Dios, o la revelación primordial o la
sabiduría obtenida por un medio espiritual de iluminación. Todo lo que viene de
esa fuente es igualmente válido, tanto si dice, por ejemplo, que hay un solo
Dios, como si dice que hay que obedecerle. En segundo lugar, porque, de acuerdo
con la pauta, mencionada más arriba, de la percepción de lo Sagrado, los dos
modos de conocimiento convergen en uno. Dentro de esta percepción, la
afirmación de que es malo matar es verdadera, exactamente en el mismo sentido
que la afirmación de que los que hacen el mal serán castigados, de hecho, por
Dios. Esto no quiere decir que nos encontremos ante dos aserciones lógicamente
equivalentes: más bien, con las dos caras de un acto de percepción.
Por tanto, el argumento típico que adelantan los filósofos
analíticos en ocasiones como ésta —«el enunciado de que Dios existe, verdadero
o falso, es descriptivo y, en consecuencia, no pueden inferirse de él, con
validez, juicios normativos»— no tiene sentido desde la óptica religiosa.
Supone premisas que son arbitrarias e inaplicables: la percepción religiosa no
genera prescripciones especiales de alquimia lógica por las que ciertos enuncia
dos de cuestiones de hecho puedan ser transformados en normas morales. Falta la
distinción misma. La distinción existe, y no debe ocultarse, en el lenguaje de
la ciencia.
No sólo es apropiado decir que, en términos de percepción
religiosa, los juicios sobre lo que es moralmente bueno o malo son verdaderos o
falsos; puede argúirse que también lo contrario es cierto. Esto significa que
los juicios sobre lo que es bueno o malo, correcto o incorrecto, sólo pueden
tener validez en términos del lenguaje sagrado, lo que equivale a repetir el
dicho «si Dios no existe, todo está permitido». La posible significación
epistemológica de este dicho se ha discutido ya, pero su significado moral
—que, naturalmente, es el que se le dio originalmente— parece ser igualmente
defendible.
He argúido que, en el lenguaje cotidiano, no aparece una
separación clara entre las expresiones puramente «empíricas» y las que indican
juicios de valor, que muchos sucesos que implican acciones humanas, exhiben sus
cualidades morales directamente a nuestra percepción y que los describimos con
palabras portadoras de evaluaciones morales ineluctables. Esto podría sugerir
que no necesitamos ninguna autoridad sagrada, un juez infalible en el otro
mundo, para tener certeza sobre nuestras opiniones morales, ya que no son, por
así decirlo, opiniones, sino aspectos de nuestros actos de percepción.
Desgraciadamente, esto no es así. Lo que yo pienso sobre
cómo pueden reconocerse el bien y el mal y distinguirse entre sí, no sólo lo
niegan otros de hecho, sino que pueden poner objeciones en cuestión de
principio, y esta objeción es realmente incontestable y realmente se dirige a
los criterios mismos de bien y mal y no a los modos en que se llega o puede
llegarse a dichos criterios. Si es verdad que mis criterios no necesitan ser
explícitos y están de algún modo incorporados a mis actos de percepción y a mi
manera de describir los asuntos humanos en el lenguaje de todos los días,
pueden, de todos modos, ser rechazados; y con frecuencia me encuentro sín
capacidad para replicar a esta objeción recurriendo a algún fundamento común
que pueda compartir con mi adversario. Puedo percibir, por ejemplo, el mal en
matar a niños mal formados, pero tengo que admitir que este tipo de percepción
no es universal y que las gentes de otras civilizaciones —a las que tengo
perfecto derecho a describir en términos peyorativos y llamar bárbaras— ven las
cosas de modo diferente. Así pues, si es cierto que un lenguaje estrictamente
empírico o conductista es un figmentum rationis y no puede funcionar en la vida
cotidiana, es verdad también que los ingredientes con carga moral de nuestro
lenguaje no necesitan ser, y no son de hecho, idénticos en toda la historia y
la geografía humanas. Puedo presumir —aunque esta presunción no parece ser
demostrable ni refutable— que el modo en que las personas perciben y describen los
hechos en términos morales es un aspecto de su participación en el reino de lo
sagrado y que entre no creyentes este tipo de percepción es el residuo de un
determinado legado religioso que comparten inevitablemente por el hecho mismo
de haber sido educados en una determinada civilización. Esta es una cuestión de
investigación antropológica e histórica (probablemente irrealizable) y no voy a
ocuparme de ella.
La cuestión de la validez, sin embargo, es lógicamente
independiente de ella. Durante siglos, la creación de un lenguaje científico ha
ido acompañada por un esfuerzo cada vez más coherente por limpiarlo de
componentes de sentido valorativo o de finalidad, así como de los relacionados
con las «intenciones» o componentes «subjetivos». Esta obra de purificación ha
seguido progresando inexorablemente, extendiéndose desde la física a la química
y la biología y en su fase más reciente (en aproximada conformidad con la
jerarquía comtiana de la ciencia) ha surgido en la psicología conductista y en
la sociología. Su intromisión en los estudios históricos ha sido bastante
modesta y probablemente nunca tendrá un éxito completo o éstos dejarán de ser
lo que de ben: una descripción de cadenas únicas e irrepetibles de acciones
humanas, que incluyen los objetivos, pasiones, deseos y temores de las gentes
(los impresionantes avances de la historiografía cuantitativa, en tiempos
recientes, no han producido cambio en este aspecto). He argitido que el
lenguaje de la ciencia no puede tener pretensiones de proporcionar el acceso a
la verdad considerada en su sentido transcendental (a menos que se admitan
implícitamente presuposiciones filosóficas arbitrarias o, una vez más, que la
legitimidad misma del concepto de verdad se apoye en el recurso a un ser
omnisciente). Aun así, sus ventajas y su superioridad consisten en su recurso a
las formas del pensamiento (es decir, a las reglas de la lógica) y de la
percepción que, podemos creer razonablemente, son universales y en este sentido
pueden llamarse «objetivas». Puede afirmarse que este lenguaje prescribe los
criterios de admisibilidad sobre los cuales es probable que la gente se ponga
de acuerdo. Un lenguaje que implica juicios de valor formados a través de la
historia no tiene el apoyo de un tribunal tan elevado que sea capaz de dar una
valoración «intersubjetiva» de las controversias y, por tanto, sus
presuposiciones pueden ser contestadas no sólo por paranoicos sino por las
personas que pertenezcan a una tradición cultural diferente (el status
epistemológico del paranoico es reducible en último término al hecho de que
está solo).
Y éste es el sentido en el que el dicho «si Dios no existe,
todo está permitido», me parece correcto. Tenemos que aceptar el argumento de
los empiristas (en una expresión que es algo restringida, pero suficiente para
este fin) según la cual nuestros juicios sobre lo que es moralmente bueno o
malo no pueden tener equivalentes lógicos en aserciones formuladas en un
lenguaje que carece de tales predicados, especialmente en el lenguaje de la
ciencia empírica. La solución que sugieren algunos filósofos —«podemos saber lo
que es bueno o malo analizando el modo en que la gente usa esos adjetivos»— no
sirve, considerando que la gen te no los usa del mismo modo siempre y en todas
partes. Por la misma razón, no podemos buscar refugio en una intuición humana
supuestamente universal a la que podamos apelar cuando se produzca un choque
entre concepciones morales encontradas.
¿Podemos tener la esperanza de poner los cimientos de un
código normativo racional sin apelar ni a un discernimiento moral innato ni a
una autoridad divina, dado que el primero parece haber sido refutado y la
segunda, imposible de demostrar? No es plausible. La teoría de Kant sobre la
razón práctica ha sido quizá el intento más audaz de encontrar una fuente
independiente e incuestionable de certidumbre moral e, incluso aunque esta
certeza se limitaba a las condiciones formales en las que unos mandamientos
morales materiales podrían ser admisibles para todos, y no podía conferir
validez directamente a los propios mandamientos, la idea parece incorrecta. La
validez de la famosa exigencia kantiana —debo actuar sólo según un principio
que podría desear que fuese una ley general— se basaba en el hecho de que no
puedo ser consecuente si actúo de otro modo, y que un principio de conducta que
no observa esta restricción es contraproducente. Si, por ejemplo, mi
comportamiento se guía por un principio que me permite mentir siempre que me
conviene, entonces mi principio justifica las mentiras de todos los demás y,
sin embargo, cuando todo el mundo tiene derecho a mentir, a nadie se le cree ya
y ningún mentiroso logra su objetivo; en consecuencia, el principio se
autodestruye.
Este razonamiento no es convincente y quizá sea circular.
Incluso en el supuesto de que algunos principios —no importa si están admitidos
explícitamente o no— fundamentan necesariamente mi conducta, es decir, haga yo
lo que haga, siempre creo, por vagamente que sea, que hay un «principio»
normativo que justifica mis actos (y el supuesto dista de ser obvio), no hay
ninguna razón por la que esos principios tengan que tener necesariamente
validez universal ni por la que yo tenga, por así decirlo, que imponer mis reglas a toda la humanidad
(no sólo Kant tenía esta opinión; Sartre la tenía también, por razones que no
explicó). No soy en absoluto inconsecuente si prefiero que otra gente siga
reglas que yo no quiero cumplir. Si, por continuar con el ejemplo dado más
arriba, yo miento siempre que me apetece pero quiero que todos los demás sean
invariablemente francos, soy perfectamente consecuente. Siempre puedo, sin
contradecirme a mí mismo, rechazar los argumentos de quienes traten de
convertirme o empujarme a cambiar mi modo de actuar diciéndome: «¿Y si todos
hicieran lo mismo?», porque puedo responder coherentemente o que no me preocupa
la conducta de los demás o que quiero positivamente que obedezcan las normas
que yo me niego a observar.
En otras palabras, un imperativo que exija que yo me guíe
por normas que desearía que fuesen universales no tiene, en sí, fundamento
lógico ni psicológico; yo puedo rechazarlo sin caer en contradicciones, y puedo
admitirlo como directriz suprema sólo en virtud de una decisión arbitraria, a
menos que aparezca dentro del contexto del culto religioso.
Aquí puede ser necesario hacer una salvedad. Decir que los
criterios morales no pueden ser validados en último término sin recurrir al
depósito de sabiduría transcendente no equivale a sugerir ninguna teoría sobre
las conexiones antropológicas o psicológicas entre las creencias morales y las
religiosas. Los dos conjuntos de cuestiones son lógicamente independientes. Al
refutar los intentos de crear una moralidad independiente del culto religioso,
sólo tengo presente la cuestión de la validez. En este argumento no hay
fundamento para afirmar que en los asuntos morales los no creyentes no puedan,
de hecho, actuar tan bien o mejor que los creyentes; el argumento no implica
tampoco ninguna teoría sobre el modo en que las ideas y la conducta moral han
dependido históricamente de los mitos. Tampoco trata de sugerir, en absoluto,
que en diferentes circunstancias históricas, no puedan emplearse las creencias
religiosas para justificar acciones que, casi desde cualquier punto de vista,
son moralmente repugnantes. Las cuestiones antropológicas, históricas y
psicológicas de este tipo no son pertinentes aquí y sólo se mencionan de paso.
De lo que se trata es simplemente de hacer notar que la celebrada idea de una
«ética independiente» puede incluir una serie de cuestiones que son lógicamente
separables entre sí y de las que hay que ocuparse por separado. Cuando Pierre
Bayle arguyó que la moralidad no dependía de la religión, estaba hablando sobre
todo de independencia psicológica; señaló que los ateos son capaces de alcanzar
los más altos niveles morales (Spinoza era para él un ejemplo notable;
ocasionalmente Vanini) y de dejar en vergiúenza a la mayoría de los fieles
cristianos. Eso es obviamente verdad, en lo que toca a la práctica, pero este
argumento de hecho deja intacta la cuestión de la validez; tampoco resuelve la
cuestión de las fuentes efectivas de la fuerza y las convicciones morales de
esos «paganos virtuosos». Un apologista cristiano puede admitir estos hechos y
seguir arguyendo, coherentemente, no sólo que los ateos deben sus virtudes a
una tradición religiosa que han logrado conservar en parte, a pesar de la falsa
filosofía que profesan, sino también que esas virtudes, incluso en el caso de
los ateos, son dones de Dios (esto puede parecer increí ble, especialmente en
el caso de Vanini, cuyas virtudes estuvieron claramente al servicio del
ateísmo, y no podría dejar de desconcertar los creyentes sencillos; pero a los
ojos del apologista, los caminos inescrutables de Dios siempre pueden
defenderse plausiblemente: Dios confunde a las personas frecuentemente para
poner a prueba su fe y puede muy bien utilizar para sus propios fines a un
virtuoso, o aparentemente virtuoso, mensajero del infierno como malvado Papa).
Y sin embargo, la cuestión verdaderamente candente en el
terreno de las relaciones entre la vida religiosa y la vida moral no es la de
la validez epistemológica. Al hablar de cuestiones mora les, la gente (a
diferencia de los filósofos) no se preocupa demasiado, realmente, de la
posibilidad de una confirmación última de las proposiciones normativas; tampoco
es probable que, si se les dijese que pueden realizarse adecuadamente unos
procedimientos de validación, eso cambiase sus pautas de conducta moral. Yo
podría estar convencido de que los enunciados sobre el bien y el mal son
verdaderos o falsos (como, en efecto, creo que ocurre) y seguir ignorando la
verdad con impunidad, al menos en cadenas no empíricas de sucesos, lo que no
podría hacer si se tratase de verdades empíricas o matemáticas. Si ignoro, o me
niego a admitir, una verdad del tipo de «el consumo de alcohol es perjudicial
para el hígado» o «dos y dos son cuatro», incurro en un riesgo bien definido,
que me muestra que no soy capaz de suprimir esas verdades por decreto
arbitrario. Pero sí que puedo anular libremente una verdad del tipo «la envidia
es mala» y no ser castigado por ninguna causalidad natural.
Las creencias morales, al no ser contrastables ni refutables
de la misma manera que las creencias empíricas también se adquieren de distinta
manera. Puede argúlirse que las cualidades de bueno y malo se perciben
directamente en la experiencia de cada día, pero esto no entraña que la
capacidad de reconocerla se forme en nuestras mentes por un proceso similar al
de aprender a diferenciar el rojo del amarillo. Aunque una convicción puramente
intelectual me indujese a admitir que el enunciado «la envidia es mala» es, en
efecto, verdadero, yo seguiría siendo perfectamente capaz de ignorar esta
verdad en mi conducta y de afirmar que, al hacerlo, no soy inconsecuente. No
asentimos a nuestras creencias morales admitiendo «eso es verdad» sino
sintiéndonos culpables si dejamos de acatarlas.
Según la Biblia y según Sigmund Freud, la capacidad de culpa
ha dado lugar a la raza humana tal como la conocemos. La capacidad de
experimentar la culpa no procede de la aserción de que uno u otro juicio de
valor es correcto, ni puede, desde luego, identificarse con el miedo al castigo
legal. No es una actuación intelectual sino un acto de preguntarse por el lugar
de uno en el orden cósmico (un acto «existencial» diría, si no me disgustase
este adjetivo); no es miedo a las represalias sino un sentimiento de temor
reverente ante nuestra acción que ha perturbado la armonía del mundo, una
ansiedad que sigue a la transgresión no de una ley sino de un tabú. No es sobre
mí solo sobre quien pesa una amenaza por la enormidad de mi provocación: todo
el universo está amenazado, sumergido, por así decirlo, en un caos de
incertidumbre.
La presencia de tabúes es al mismo tiempo el pilar
inamovible de cualquier sistema moral viable (a diferencia de un sistema penal)
y un componente integral de la vida religiosa; así, un tabú es un vínculo
necesario que enlaza el culto de la realidad eterna con el conocimiento del
bien y el mal.
El concepto de culpa y castigo, todo el «orden moral del
mundo», se inventó como oposición a la ciencia —como oposición al desligamiento
del hombre del sacerdote... El hombre no mirará a su alrededor, mirará hacia
dentro de sí mismo; no mirará prudente y cautelosamente a las cosas para
aprender, no mirará en absoluto: sufrirá... Y sufrirá de tal modo que necesite
al sacerdote en todo momento. ¡Fuera los médicos! Necesitamos un Salvador. El
concepto de culpa y castigo, incluida la doctrina sobre la
«gracia», la «redención», el «per-
dón» —mentiras de cabo a rabo y sin realidad psicológica—
fue inventado para destruir el sentido causal del hombre: ¡Es un ultraje al
concepto de causa y efecto!
Friedrich Nietzsche
Este culto y este conocimiento operan conjuntamente y
ninguno de los dos es viable sin el otro. La religión no es una serie de
enunciados sobre Dios, la Providencia, el cielo y el infierno, ni la moralidad
es un conjunto codificado de declaraciones normativas, sino una lealtad viva a
un orden de tabúes. Esa es la razón por la que uno se siente a menudo tan
abrumado por un sentimiento de esterilidad al leer el incontable número de
libros y artículos de los filósofos modernos que buscan alguna receta con la
cual «los juicios descriptivos» puedan convertirse, por arte de magia, en
«juicios normativos» y pueda demostrarse su verdad o su falsedad.
La misma esterilidad ronda a los filósofos del cam po
contrario, que arguyen que ése es un hecho irrealizable. Todos esos intentos
son de una inutilidad patética en relación con lo que es la vida moral;
suponiendo, contra toda probabilidad, que obtengan resultados y que los
filósofos ejecuten convincentemente la conversión deseada, seguimos sin
fundamento para esperar que nada cambie en la conducta humana. Supongamos que
soy un mentiroso inveterado y desenfrenado y que un benévolo y filantrópico
filósofo consigue convencerme de que el enunciado «mentir es malo» es verdadero
en el mismo sentido en que lo es el principio de Heisenberg; ¿qué razones
tendría yo para abandonar mi deplorable vicio, siempre que pudiera entregarme a
él con impunidad, y qué podría impedir que yo me liberase de este nuevo
descubrimiento científico diciendo que me traía sin cuidado?
Las buenas obras no hacen a un hombre bueno, pero un hombre
bueno hace buenas
obras; las malas obras no hacen a un hombre malvado, pero un
hombre malvado hace malas obras. En consecuencia, siempre es necesario que la
sustancia o persona misma sea buena
antes de que pueda haber buenas obras y que ¡as buenas obras
sigan y procedan de la persona
buena...
Martin Lutero
Mientras funcionan las motivaciones morales en nuestras
pautas de comportamiento, funcionan no porque los correspondientes juicios de
valor hayan sido inferidos de forma digna de confianza, de forma que nos
satisfagan, de unas proposiciones empíricas, sino porque somos capaces de
sentirnos culpables. La conciencia de culpa es la contrapartida del tabú,
mientras que el miedo al castigo está relacionado con la fuerza de la ley; no
hay que confundir las dos formas de motivación y las dos formas de castigo;
difieren en términos psicológicos, así como en términos antropológicos. Esta es
la razón de que no haya motivo para esperar que en una sociedad en la que se
hayan eliminado todos los tabúes y donde, por tanto, se haya esfumado la
conciencia de culpa (y ambos pueden continuar operando, obviamente, durante un
tiempo, por la fuerza inerte de la tradición, después de que hayan desaparecido
las creencias religiosas de las mentes de las personas), sólo la coerción legal
puede impedir el desmoronamiento de toda la fábrica de la vida comunitaria y la
disolución de todos los vínculos humanos no obligatorios. Tal sociedad no ha
existido nunca en una forma perfecta y fue necesario el genio de Hobbes para imaginarla
en su modelo «geométrico»; este modelo, aunque el propio Hobbes lo consideraba
una reconstrucción de la realidad, puede definirse precisamente en los términos
que acabo de sugerir: como una sociedad sin tabúes.
Aunque hemos progresado de manera impresionante, desde el
siglo XVI, hacia este tipo de sociedad, todavía seguimos sin saber con
seguridad si será viable o no, y qué características tendrá; no tenemos
instrumentos para medir la fuerza viva —o la inercia de los vestigios— de los
viejos tabúes y de las correspondientes inhibiciones para mantener la cohesión
de las comunidades humanas; sin embargo, tenemos buenas razones para conjeturar
que su papel en las relaciones sociales es sustancial.
Y el tabú reside en el reino de lo Sagrado. Sea cual fuere
su origen «último», es —y no hago más que repetir una doctrina muy antigua—
irreductible a todas las demás formas de comunicación humana, no puede
expresarse en los mismos términos que ellas; es sui generis tanto en la
percepción de aquéllos que sienten su presencia como en su realidad.
Por muy frecuentemente que sean violados, los tabúes siguen
vivos mientras su violación produzca el sentimiento de culpa. La culpa es todo
lo que tiene la humanidad, aparte de la pura fuerza física, para imponer reglas
de conducta a sus miembros y todo lo que tiene para dar a esas reglas la forma
de mandamientos morales. Incluso basándonos en la premisa no demostrable de que
los tabúes «expresan» de hecho inhibiciones biológicas (no demostrable a causa
de la enorme variedad de los tabúes) el hecho mismo de que esas inhibiciones
hayan tenido que tomar la forma de órdenes sagradas puede sugerir que han
perdido mucha de su capacidad de persuasión como normas de conducta instintiva.
En una palabra: la cultura es tabúes o, por decirlo de otro modo, una cultura
sin tabúes es un círculo cuadrado. Al aceptar esto no necesitaos dar crédito ni
a la historia autocontradictoria de Freud sobre el origen de los tabúes ni a
las variantes de la filosofía naturalista que concibe la cultura como un
sustituto de los instintos.
Pero la esencia de la represión está en un necesario
desviarse de la expresión directa y consciente de todo lo que está antes de la
alabanza y la censura. Una cultura sin represión, si
pudiera existir, se destruirla a si misma al eliminar la
distancia entre el deseo y su objeto.
Todo lo que se pensase o se sintiese se realizaría al
instante. La cultura es el logro que consiste en convertir los mecanismos
inconscientes de distanciación en conscientes, aunque indirectos, en una
variedad de registros visuales, acústicos y plásticos. En una palabra, la
cultura es represiva.
Philip Rieff
No trato de aventurarme en los recintos de los antropólogos.
Quiero destacar, sin embargo, que el lazo que vincula nuestra percepción del
bien y el mal al dominio de lo Sagrado es más fuerte de lo que pueda sugerir
una discusión semántica y que este lazo aparece en el concepto mismo de cultura
(y el modo en que ha de formarse este concepto no es un objeto de investigación
antropológica, empírica; entraña opciones filosóficas). Podría ser verdad; como
arguyen los antropólogos, que las ideas teológicas no fueran necesariamente las
portadoras de las creencias morales, puesto que en diversas religiones arcaicas
los dioses no se describen en absoluto como modelos de conducta a imitar por
los humanos. Con todo, es la existencia misma de tabúes lo que importa y no el
hecho de si los dioses están o no obligados a obedecerlos.
Las grandes religiones monoteístas especialmente tras su
desarrollo filosófico en el instrumentarium conceptual neoplatónico (el
cristianismo y el islam experimentaron este tratamiento, y el judaísmo, hasta
cierto punto, también), revelaron una curiosa asimetría en el modo de
establecer la distinción entre el bien y el mal. Por un lado, la idea de un
único creador bueno, implica de forma natural que lo que es, es bueno; así, el
mal no tiene realidad positiva y hay que considerarlo como una pura falta,
carentia, un agujero ontológico, por así decirlo. El mal es la ausencia de algo
que tiene que ser, por tanto, sólo podemos conocer y definir el mal haciendo
referencia a Dios y al Ser. Lógicamente, el bien tiene una precedencia
obligatoria; el mal o no-ser es conceptualmente dependiente del bien. En ese
sentido, son asimétricos.
Aunque, por tanto, el mal, en la medida en que es mal, no es
un bien; sin embargo, el
hecho de que exista el mal, así como el bien, es un bien.
Pues si no fuese un bien que exis-
tiera el mal, el Dios omnipotente no permitiría su existencia.
San Agustín
Ocurre lo contrario, sin embargo, con el modo en que el
árbol del conocimiento entra en nuestra experiencia. En una experiencia que no
está iluminada por la sabiduría divina, el bien y el mal, en cuanto que
distintos del placer y el dolor, no aparecen: podemos conocer el sufrimiento,
el temor y la muerte, pero los conocemos como hechos naturales, como algo que
hay que evitar. Debemos la distinción moral a nuestra participación en los
tabúes. Y la distinción aparece en la experiencia como consecuencia de aquéllos
de nuestros actos que violan un tabú y traen así el desorden al mundo. Dicho de
otro modo, sabemos realmente lo que es bueno al saber lo que es malo y
conocemos el mal haciéndolo. En la experiencia, el mal tiene que aparecer
primero, en contra de la secuencia representada en la especulación teológica. Y
el primer mal que puedo conocer es el mal en mí, mientras que el mal en los
demás (de nuevo: a diferencia de los hechos naturales) es derivativo. En la
experiencia del fracaso, al ver al ser derrotado por la nada, surge el
conocimiento del Ser y del bien. Haciéndome yo mismo malo, sé lo que es el mal
y luego lo que es el bien. Una vez más, la conceptualización y la especulación
se mueven en direcciones opuestas por la senda del conocimiento: los místicos
son conscientes de ello.
El Dios del Gé nesis vio que Su creación era buena, pero las
criaturas carecían de ese conocimiento. Nuestros primeros padres tuvieron que
hacer el mal antes de saber lo que era el bien y el mal; su pecado les llevó al
conocimiento y les hizo humanos.
Esto puede expresarse de un modo más general: lo Sagrado se
nos revela en la experiencia de nuestro fracaso. La religión es la conciencia
de la insuficiencia humana, se la vive en la admisión de nuestra debilidad.
Esto era lo que hacía tan odioso el cristianismo para Nietzsche, como lo
testimonia su Anticristo y sus otros escritos. A sus ojos, el cristianismo (y
el judaísmo, del que era el hijo definitivo) era una enfermedad, una expresión
de envidia y resentimiento de los que, mal dotados de fuerza vital e incapaces
de sobrevivir en la lucha, tenían que inventar una ideología que glorificase la
debilidad, la mansedumbre y la pobreza intelectual; esta raza inepta era
enemiga de la Naturaleza y su interés creado era suprimir y denigrar la noble
bravura del instinto y establecer su propia debilidad como una marca de los
Elegidos. Ellos inventaron la idea de culpa, remordimiento, redención, gracia y
perdón, ellos ensalzaron las virtudes de la humildad y el propio envilecimiento
para arrastrar a la humanidad a su propio nivel miserable, para contagiar a la
raza superior de sus principios antiinstintivos y con ello, asegurar su
endeblez, propia de un Chandala, sobre el sano vigor de la vida.
El cristianismo era para Nietzsche una rebelión de la rama
seca contra el árbol flexible. Puede uno preguntarse cómo esta fragilidad
envidiosa pudo resultar victoriosa contra el aliento de una vida «robusta». Más
bien podría parecer que los débiles, si consiguen imponer sus principios al
mundo —por tortuosas y astutas que sean sus tácticas — demuestran no ser
débiles, después de todo, de acuerdo con los criterios de Nietzsche: no hay
otra «rectitud» que la fuerza y la vitalidad. Puesto que él glorifica la
inocencia del proceso natural —Unschuld des Werdens— y afirma la perfección del
mundo tal como es, rechazando desdeñosamente la idea de lo que debe ser, podría
parecer que los vencedores tienen razón por definición, y los cristianos eran
vencedores. Esta es una sola entre sus numerosas incoherencias. Glorificó la
infalibilidad del instinto y, al mismo tiempo, la grandeza de la ciencia y del
escepticismo; sugiriendo así que el escepticismo podía ser el resultado del
instinto o que el instinto producía naturalmente actitudes escépticas.
Aun así, sería demasiado fácil desdeñar la furia
anticristiana de Nietzsche como un mero presagio de su cercana locura. Por
absurdo que fuera denunciar la envidia y el resentimiento como raíces del
cristianismo —todo el texto de los Evangelios es un argumento irrefutable
contra esa acusación— no era absurdo en absoluto ver en él una confesión de la
irreparable flaqueza humana. No obstante, no hace falta ser un inteligente
filósofo para revelar este aspecto del cristianismo, porque eso es lo que éste
dice de sí mismo. La enfermedad es el estado natural de un cristiano, escribió
Pascal a su hermana, Madame Perrier. El cristianismo puede considerarse como
una expresión de lo que en la miseria humana es incurable mediante el esfuerzo
humano; una expresión más que una descripción filosófica o psicológica. Por
ello es un grito de auxilio. Al hacer a las personas adquirir una aguda
conciencia de su contingencia y de lo finito de la vida, de la co rruptibilidad
del cuerpo, de las limitaciones de la razón y del lenguaje, del poder del mal
que hay en nosotros y al concentrar esta conciencia en la doctrina del pecado
original, el cristianismo desafió claramente el aspecto prometeico de la
Ilustración e iba a ser inevitablemente castigado por su inclinación «antihumanista».
Hasta qué punto está justificada esta acusación —y, en realidad, en qué sentido
es una acusación— depende del significado de la palabra «humanismo», y todas
las definiciones conocidas están pesadamente cargadas de contenido ideológico.
Si «humanismo» significa una doctrina que supone que no hay
límites a la autoperfectibilidad humana o que las personas son enteramente libres cuando enuncian los criterios del bien
y del mal, el cristianismo se opone ciertamente al humanismo. De ahí no se
deduce que sea antihumano, a menos que creamos que la ideología del humanismo
en el sentido que acabo de definir defiende en la práctica los valores que
hacen a las personas mejores y más felices. Si esos valores son los mismos a
los que apelamos al definir el humanismo, entonces esta suposición es
tautológicamente verdadera y, por tanto, vacía. Si no, la cuestión puede ser
empírica. Y empíricamente está lejos de ser obvio que el humanismo en su
versión radicalmente anticristiana —es decir, la que supone que la raza humana
no encuentra criterios prefijados de bien y mal sino que los crea a su placer—
produzca una comunidad humana mejor, menos agresiva y menos sufriente. Por el
contrario, la historia reciente parece sugerir que los intentos, en sociedades
tradicionalmente cristianas, de lograr una perfecta «liberación» de lo que los
humanistas radicales creían que era el encadenamiento del hombre bajo la
tiranía imaginaría de Dios, amenazan a la humanidad con una esclavitud más
siniestra de la que nunca había estimulado el cristianismo.
No obstante, la especulación histórica no pertenece a esta
discusión. Sólo se trata de repetir que el cristianismo es la expresión de lo
que hay de duradero en la miseria y la debilidad humanas. Supone que en
cuestiones morales, nuestras elecciones están limitadas en el sentido de que
las normas básicas para distinguir entre el bien y el mal no tienen su origen
en la libre decisión de los hombres sino que nos han sido dadas por una
autoridad con la que no podemos discutir; y enseña que hay fuentes de
sufrimiento que son, por así decirlo, ontológicas y, por tanto, imposibles de
suprimir, que en la mayoría de los casos curamos nuestras desventuras con
medicamentos que producen más enfermedad y que la cura o salvación definitiva
está fuera de nuestro alcance y sólo puede proporcionarla el doctor divino.
Sin embargo, en este sentido general, cualquier religión, la
religión como tal, es «antihumanista», antiprometeica. El fenómeno mismo de lo
Sagrado y el acto mismo del culto expresan la conciencia del hombre de su
carencia de autosuficiencia, de una debilidad ontológica y moral que él no
tiene la fuerza necesaria para vencer solo. La literatura religiosa de todas
las civilizaciones da amplio testimonio de esto, y de una manera insuperable,
en monumentos inmortales del espíritu como el Libro de Job o los Evangelios. Y
esto es de lo que los grandes profetas del ateísmo —desde Lucrecio hasta
Feuerbach y Nietzsche— eran plenamente conscientes; ellos no negaban el hecho
de la fragilidad humana, pero se negaban, al menos muchos de ellos, a admitir
su permanencia ontológica. El mensaje invariable del ateísmo prometeico es: «La
capacidad humana de autocreación no tiene límites, el mal y el sufrimiento son
contingentes, la vida es infinitamente inventiva, nada es válido —moral o
intelectualmente— sólo porque haya pasado por válido a lo largo de la historia,
no hay autoridad en la tradición, la mente humana no necesita ninguna
revelación ni ninguna enseñanza de fuera, Dios no es más que el hombre
oprimiéndose a sí mismo y asfixiando su razón». El mensaje invariable del culto
religioso es: «La distancia de lo finito a lo infinito es siempre infinita;
todo lo que creamos está destinado a perecer tarde o temprano
la vida está destinada al fracaso y la muerte es invencible
a menos que participemos en la realidad eterna que no es producto nuestro sino
de la que nosotros dependemos; podemos percibirla, por oscura e inadecuadamente
que sea, y es la fuente de todo nuestro conocimiento del bien y del mal; de otro
modo, estamos solos con nuestras pasiones para adquirir las reglas del bien y
el mal y la mayor parte de las veces nuestras pasiones son malas y nos hacen
enemigos a unos de otros; nada puede doblegarlas si no es la confianza en la
veracidad de la revelación de Dios sobre sí mismo». Y así, nos encontramos ante
dos formas irreconciliables de aceptar el mundo y nuestro lugar en él, y
ninguna de las dos puede pretender que es más «racional» que la otra; al
compararlas, nos enfrentamos a una opción; una vez tomada, cualquier elección
impone criterios de juicio que la apoyan infaliblemente en una lógica circular:
si no existe Dios, nuestro pensamiento sólo puede guiarse por criterios
empíricos y los criterios empíricos no llevan a Dios; si Dios existe, él nos da
las claves para percibir Su mano en el curso de los acontecimientos y con la
ayuda de esas claves reconocemos el sentido divino de todo cuanto ocurre. En
las cuestiones morales hay implícita una circularidad análoga: si Dios nos da
normas sobre el bien y el mal, podemos demostrar que los que rechazan a Dios
hacen el mal; si no hay Dios, nosotros decidimos libremente cómo establecer
esas normas y siempre podemos demostrar que es bueno todo cuanto hacemos.
Los ateos pueden argilir que si la humanidad no se hubiese
rebelado contra la tiranía de los mitos, si se hubiese sometido pasivamente a
los rígidos principios que imponían los mitos, nunca hubiese sido capaz de
desarrollar sus potencialidades intelectuales y culturales. Los defensores del
legado religioso pueden argúir que, por el contrario, las artes, la literatura
e incluso las habilidades técnicas habían estado desarrollándose durante siglos
en gran parte dentro de un contexto religioso (¿no son los logros más duraderos
de la arquitectura los monumentos de la fe: templos y tumbas? ¿No son los
textos sagrados antiguos los más exquisitos productos de la mente? etc.) y que
una confianza conservadora en la tradición religiosa es la única forma de
mantener viva la distinción entre el bien y el mal.
Las dos opciones esbozadas se excluyen mutuamente, pero no
son exhaustivas. Es posible decir que no hay una Providencia que nos ayuda y
que la humanidad no tiene una capacidad infinita de autocreación, que nos lleve
a la perfección y que tenemos que enfrentarnos a la derrota como el resultado
último de todo esfuerzo humano. Esta, la más noble y lúcida forma de ateísmo,
pensada por Lucrecio, por Marco Aurelio, por Schopenhauer, por Jaspers, deja
abierta la cuestión: ¿puede validarse el concepto de derrota metafísica en la
perspectiva atea? ¿Puede validarse la evasión espuria de la esesperación, al
amor fati de los estoicos?
Repitamos: estos dilemas tienen poco que ver con la
legitimidad de la creencia o falta de creencia en términos de cánones
científicos. De todos los testimonios irrefutables de la miseria humana no sale
una senda lógicamente correcta que llegue al gran Doctor celestial; del hecho
de que estemos enfermos no se deduce que podamos ser sanados. Es posible, como
arguyó Pascal repetidamente, que la condición humana, con sus penas y sus males
y también con sus esplendores y grandezas, sea ininteligible y carezca de
sentido a menos que se vea a la luz de la historia sagrada: la creación, el
pecado, la redención. En ese caso, parece que las opciones admisibles son: un
mundo dotado de sentido, guiado por Dios, estropeado por los hombres, curado
por el Redentor; o un mundo absurdo, que vaya a Ninguna Parte, que termine en
Nada, el juguete fútil de un Hado impersonal que no distribuye ni premios ni
castigos y que no se preocupa ni por el bien ni por el mal. El ateísmo
prometeico puede parecer, con este supuesto, una ilusión pueril y delusoria,
una imagen de un mundo sin dios que se precipita hacia la Hilaridad Ultima. Si
dejamos a un lado esta solución, nos quedan las dos opciones mencionadas pero
sin otra guía en la que se pueda confiar intelectualmente para elegir entre
ellas. Dios da sentido al mundo lo hace inteligible, pero no lo explica en el
sentido normal de la palabra (de la forma en que se explica un terremoto por
deslizamientos tectónicos). Y prima facie no hay nada de absurdo en creer que
el mundo es absurdo.
Pascal fue más lejos. Arguyó que optar por Dios era
razonable en términos prácticos. En su famoso pari trató de usar el razona miento
que aplica un jugador sentado ante la ruleta. La analogía se desbarata en un
punto importante, sin embargo: un jugador puede dejar el juego simplemente,
mientras que todo el mundo tiene que apostar por Dios o contra El, nadie puede
retirarse de la terrible diversión, no hay forma de evitar la elección entre
una vida basada en la creencia en Dios y una conducta que suponga Su ausencia.
Una vez que se establece la obligación de jugar, uno tiene que poner en la
balanza los riesgos y las ganancias. El riesgo es cierto, la pérdida y la
ganancia inciertas, como en todo juego de azar. Al apostar por Dios —basándonos
en el supuesto de que Su existencia es incierta— podemos ganar una vida
infinita de felicidad; mientras tanto, nos jugamos una vida finita con sus vanos
placeres. Una puesta finita contra la posibilidad de una ganancia infinita, o
una ganancia finita contra la posibilidad de una eternidad de agonía: ¿qué
criatura dotada de razón podría vacilar?
Esta exhortación es criticable en varios puntos
independientes. Un creyente puede incluso detectar una blasfemia en ella: debo
comportarme como si Dios existiera con la esperanza de que si existe, me
recompensará. ¿Es probable que me salve como consecuencia de un frío cálculo,
basado, no en una adoración real sino en la admisión de que la existencia de
Dios es una posibilidad remota y en una decisión de actuar según la lógica del
«por-si-acaso» de los seguros? Pascal parece, sin embargo, haber previsto
implícitamente este argumento. Su consejo es que uno debe empezar conduciéndose
como si Dios existiera, es decir, debe dominar las propias pasiones; pero
Pascal espera que si un libertino —a quien él se dirige— cumple los requisitos
«externos» de la vida cristiana, pronto adquirirá una fe auténtica y descubrirá
que al renunciar a sus pecaminosas costumbres, no ha perdido nada, en realidad,
y que el dinero que creía haber perdido era papel sin valor.
Con todo, aunque pueda refutarse así la objeción del
creyente, un pertinaz ateo no se dejará convencer. La eficacia de las razones
de Pascal depende de la condición psicológica del destinatario, en particular,
de su voluntad de creer, de sus dudas sobre la rectitud de su estilo de vida y
de su buena disposición a admitir que la presencia de Dios, sin ser segura,
tiene, al menos, un grado de verosimilitud. Un ateo tercamente aferrado a su
descreimiento no se conmoverá: en su opinión, la existencia de Dios tiene una
probabilidad cero y todo lo que tenemos son los placeres de la vida, por
efímeros que sean.
Hay que resaltar que la intención de Pascal no era
«demostrar» la existencia de Dios o reforzar los argumentos existentes; estaba
dispuesto a admitir que el mundo, tal como lo perciben nuestros sentidos,
nuestra ciencia y nuestra lógica, no revela inequívocamente la mano de la
Providencia. Tampoco es probable que él mismo fuese llevado a su fe por el tipo
de apuesta que recomendaba a sus amigos escépticos. El intentaba mostrar que la
fe cristiana, aunque arriesgada, lo es mucho menos que su rechazo y que, una
vez aceptada por razones prácticas, paso a paso se convertirá en auténtica; un
escéptico que haya decidido apostar por Dios pronto advertirá cuánta razón
tuvo, no sólo en términos del cálculo de pérdidas y ganancias, sino en términos
de conocimiento: todos los desesperados absurdos del destino humano van a
adquirir sentido a la luz de la revelación.
En resumen, el plan de seguros de Pascal supone claramente
el principio de credo ut intelligam. Deja intacto el status epistemológico de
las creencias cristianas. Pascal lo sabía. Nunca trató, como hicieron muchos
teólogos, de convertir la fe en un conocimiento secular de segunda. Sabía que
la Razón profana es impotente para abordar el «problema de Dios» y que,
estrictamente hablando, tal «problema» no existe, porque Dios no es una
cantidad desconocida en una ecuación que tenemos que resolver, sino una
realidad que se le aparece al creyente en el acto del culto y ningún invento
intelectual, por ingenioso que sea, puede, por su propia fuerza, impulsarnos a
realizar esos actos ni otros actos cualesquiera.
interesante
pero ed un tema que se tiene que abordar desde lo espiritual que existe en el
ser humano .
Conclusión
¿Qué es lo primero?
No hay idea tras la cual no podamos, si lo deseamos,
descubrir otra, y no hay motivación humana que no podamos, si nos lo proponemos
en serio, considerar como la expresión engañosa de otra motivación,
supuestamente más profundamente arraigada. La distinción entre lo que es más
profundo, más «auténtico», «real», «oculto» y lo que es un mero disfraz, una
forma mistificante, una traducción deformada, es una distinción establecida por
el supremo fiat filosófico de los antropólogos, psicólogos, metafísicos. Los
pensadores que están obsesionados con la visión de un orden monista y que
tratan de reducir todas las pautas de la conducta humana, todos los
pensamientos y todas las reacciones a un tipo único de motivación lo consiguen
invariablemente. Podemos decidir, por ejemplo, que la arrogancia humana
(«voluntad de poder», búsqueda de la perfección, etc.) es un impulso básico que
domina todas las pautas de conducta, incluidas las sexuales, o podemos realizar
la reducción en la dirección contraria; podemos declarar terminantemente que
todas las ideas humanas, las instituciones y los movimientos sociales expresan
en último término conflictos de intereses materiales o, por el contrario, que
los diversos conflictos de intereses, de manera parecida a las diversas formas
de creatividad humana, deben considerarse como componentes de un grandioso
esfuerzo del Espíritu en busca de la reconciliación definitiva consigo mismo.
Con una cantidad suficiente de ingenio —y nadie podría negar
que los grandes filósofos de orientación monista, incluidos los filósofos
disfrazados de antropólogos, psiquiatras, economistas o historiadores, lo
tienen en abundancia— todo intento de descubrir un principio único que todo lo
ordene, todo lo abarque y todo lo explique respecto a la variedad de formas de
vida y de cultura dará unos resultados irrefutables y, por tanto, verdaderos.
Dado que las personas pueden ser, o que la mayor parte de las veces realmente
no pueden sino ser, inconscientes de sus propias motivaciones o del auténtico
sentido de sus actos, no hay hechos imaginarios, cuanto menos hechos
efectivamente conocidos, que puedan impedir que un monista obstinado tenga
siempre la razón, de cualquier manera que se defina el principio fundamental de
la interpretación. Las reducciones monistas en la antropología general o en la
«historiosofía» siempre tienen éxito y siempre resultan convincentes; un
hegeliano, un freudiano, un marxista o un adleriano está, cada uno de ellos, a
salvo de refutaciones siempre que se atrinchere sólidamente en su dogma y no trate
de suavizarlo o de hacer concesiones al sentido común; su mecanismo explicativo
funcionará siempre.
Esto es aplicable a las vicisitudes de los mitos, símbolos,
rituales y creencias religiosas. Considerando sus conexiones con todas las
demás áreas de la vida colectiva e individual, considerando los innumerables y
obvios ejemplos de imaginería religiosa y de formas de culto que se ponen al
servicio de todo tipo de intereses humanos nada santos, considerando que sus
destinos históricos han corrido paralelos a cambios en los aspectos seculares
de la civilización, es bastante fácil saltar de ahí a una teoría general e
idear un mecanismo de reducción con el cual se acuerde a todo el dominio de la
religión la condición de instrumento para satisfacer otras necesidades que se
presumen auténticas, ya sean sociales o psicológicas, cognoscitivas o
materiales. Tales saltos no son nunca justificables desde un punto de vista
lógico y, sin embargo, una vez que se han dado, no sólo recibe el saltador la
satisfacción de poseer una interpretación teórica comprensiva de todo el
«fenómeno religioso» sino que además la verá confirmada con cada nuevo ejemplo
que someta a escrutinio.
No es mi intención discutir la variedad actualmente
disponible de maquinaria teórica: tanto porque el tema queda fuera de los
límites que he fijado a este ensayo, como porque las versiones monistas de
reducción antropológica parecen estar menos de moda hoy de lo que solían. Mi
argumento es simplemente que todos los esquemas teóricos de reducción, monistas
o de otra clase, no están en mejor posición epistemológica que los esfuerzos de
los teólogos por hacer inteligibles en categorías religiosas los
acontecimientos seculares.
¿Por qué había de ser más plausible decir que el amor
místico es una derivación del Eros mundano que decir que este último es un
pálido reflejo del amor divino que todo lo abarca, por el cual fue concebido el
universo? ¿Es Dios un hombre alienado o, más bien, el hombre la autoalienación
de Dios? ¿Es la figura del hijo de Dios una sublimación imaginaria de la
progenie terrenal o más bien su paradigma arquetípico? Todo se remonta a la
misma ansiedad: ¿es el mundo de nuestra percepción la realidad última, a la que
las personas han embellecido dándole un «sentido» inexistente de acuerdo con
sus diversos mecanismos, psicológicos o sociales, de defensa, para evitar así,
con esos adornos artificiales, ver el mundo tal como es? ¿Es la realidad eterna
una encantadora invención de nuestro anhelo de seguridad? ¿O es el mundo más
parecido a una pantalla a través de la cual percibimos confusamente un sentido
y un orden diferentes de los que puede proporcionarnos la investigación
racional? La propia búsqueda de seguridad, lejos de ser una sublimación
fantasmagórica del miedo natural y universal al sufrimiento, ¿es un signo de
nuestra participación en el orden eterno, dotado de sentido, de nuestra
condición de seres metafísicos, una condición que podemos casi olvidar y que,
sin embargo, nunca olvidamos por completo?
¿Oscurece un Dios-fantasma nuestra visión de las cosas o,
por el contrario, nos vela al mundo la visión de Dios?
Y si nos preguntásemos sobre la vida durante mil años,
diciendo: ¿Por qué vivir?, y hubiera una respuesta, no podría ser otra que:
¡sólo vivo para vivir! Yeso es porque la Vida es
su propia razón de ser, mana de su propia fuente 7 fluye de
continuo sin jamás preguntar por
qué, sólo porque es vida. Meister Eckhart
Enunciemos de nuevo, con palabras ligeramente diferentes, no
cuál es la respuesta, sino cuál es la posición de la cuestión. La cuestión,
argúía yo, no puede resolverse sin una petitio principi porque cada una de las
dos formas opuestas de ver el mundo tiene sus propias reglas de validez y cada
una rechaza los criterios de la otra. Incapaces de convencer a los otros, los
partidarios de las dos nociones incompatibles no pueden hacer más que obligar
al adversario a ser tan consecuente consigo mismo como sea posible, para que
saque las conclusiones últimas de sus propias premisas; esto puede hacerse si
la consecuencia consigo mismo, al menos dentro de ciertos límites, se admite
como norma común.
El mundo del racionalista no es un Cosmos —un creyente nunca
se cansa de argitir— no revela ni orden ni sentido, no engendra ni bien ni mal,
ni finalidad ni ley. Tenemos que enfrentarnos a un caos indiferente que nos
creó sin objeto y que al final nos aniquilará; tenemos que aceptar que todas
las esperanzas y los temores humanos, todas las alegrías extáticas y los
terribles dolores, los tormentos de la creación de los sabios, artistas, santos
y técnicos se desvanecerán para siempre sin dejar huella, tragados por el
insensible e ilimitado océano del azar. Los ateos consecuentes se han mostrado
dispuestos a aceptar esas conclusiones; algunos, como Hume, con triste
resignación, otros, como Nietzsche, Sartre, Kafka, Camus, con el doloroso
sentido de un trágico conflicto que nos desgarrará para siempre: el abismo
infranqueable entre nuestra búsqueda de sentido y el mundo tal como es y como
siempre será. Y, sin embargo, la mayoría de los que —a diferencia del defensor
del alegre y cómodo ateísmo de la Mustración— estaban dispuestos a mirar de
frente al helado desierto de un mundo sin Dios, no habían renunciado a la
creencia de que algo podía salvarse del juego impersonal de los átomos. Ese
«algo» era la dignidad humana, la capacidad misma de enfrentarse sin miedo a la
propia libertad y decretar un sentido por un puro acto de la voluntad, con la
plena conciencia de estar decretándolo y no descubriéndolo en la naturaleza o
en la historia. El hecho de si Nietzsche estaba «influido» por la ciencia de su
tiempo o sencillamente usó lo que creyó que eran sus consecuencias inescapables
para apoyar sus preferencias filosóficas, no importa en este contexto; estaba
convencido (un punto que su archiexperto, Karl Schlechta, resaltó con fuerza)
de que la ciencia había robado al mundo, y también a la historia humana, su
sentido, de que Dios había abandonado el universo para siempre y que nunca se
encontraría un sustituto para El. La dignidad que nos permite aceptar la verdad
y desafiar, por medio de actos creadores, el vacío del Ser, era para él la
única manera de soportar el peso de una vida sin ilusiones. No explicó de dónde
procedía el valor de la dignidad, por qué no podrá ser otro autoengaño o por qué
podíamos apoyarnos en ella en vez de suicidarnos o volvernos locos, como él
mismo haría más tarde.
Nietzsche no vaciló en asentir a lo que siempre habían
argúido los grandes maestros del cristianismo: el universo abandonado por Dios
es un universo absurdo. Siempre que el adjetivo «absurdo» pueda usarse de un
modo no absurdo, más allá del terreno de la gramática y que su etimología
—surdus, sordo— se retenga en su uso, uno podría sospechar que esa afirmación
es tautológicamente verdadera: un mundo ateo es un mundo sin Dios. Es, no
obstante, una de esas pseudotautologías que las personas descubren, a veces con
un repentino sentimiento gozoso o espantado, de revelación; aquí entran
descubrimientos como «Dios es Dios» o «cogito ergo sum». Y si el universo es,
en efecto, sordo, no importa en absoluto si yo tengo o no el don de la palabra:
soy mudo y mis palabras son una ilusión, un juego al que juego (ludo) conmigo
mismo. Nothing, nihil, nada, es la última palabra y la última voluntad de un
Dios que desaparece y de un hombre que presencia y acepta su partida. Así
hablaron Job, David, Eclesiastés, Pascal, Dostoyevski, Kierkegaard, y así
hablaron Lucrecio, Schopenhauer, Nietzsche, Sartre, Camus, Céline y muchos
otros.
Las almas piadosas dichosamente satisfechas en su
certidumbre heredada y nunca agitadas por la duda, no pueden encontrar una
fuente de consuelo en la admisión de nihilismo del ateo consecuente. Este
último concede que el mundo, tal como él lo ve, no es la morada del júbilo;
cómo iba a serlo, si no se creó para hacer felices a sus habitantes. Su imagen
de la vida hace inteligibles tanto la condición humana como la razón de que la
gente busque una evasión ilusoria de él en el reino de la justicia celestial.
Y el ateo puede usar ahora la misma arma que usó el creyente
cuando arrinconó a su oponente y le obligó a aceptar las consecuencias
nihilistas dé su axioma: quiere obligar al creyente a ser consecuente. El
creyente debe aceptar no sólo que es incapaz de proporcionar argumentos
racionales en favor de su fe, sino, además, que no explica el contenido mismo
de su visión del mundo en palabras inteligibles racionalmente: no puede decir
cómo y por qué, dada la premisa de la independiente perfección de Dios, fue
creado el mundo; cómo Dios es el Ser absoluto y, al mismo tiempo, una persona;
cómo la gracia divina y las ciegas leyes de la naturaleza coexisten y forman
juntamente la norma de la justicia; por qué las leyes naturales producen tanto
mal y tanto sufrimiento que no sirven a ningún propósito obvio, etc. En
resumen, deberá admitir que toda su percepción del mundo se basa en una
confianza irrefutable en una Persona cuya propia existencia no puede
averiguarse en el mejor de los casos y es autocontradictoria en el peor.
Además, no puede negar que, en su concepción, los hombres no son dueños de su
destino, que lo que deben y no deben hacer ha sido decidido arbitrariamente por
un Señor desconocido cuyas órdenes no admiten recurso: de modo que tienen que
aceptar la condición de esclavos y renunciar a su dignidad humana.
La certeza de un creyente no necesita vacilar ante esas
críticas, he argúido. Puede estar dispuesto a admitir que su fe es un acto de
confianza y un sentimiento de participación en el orden divino, no una
hipótesis científica. De modo parecido a un racionalismo que puede, dentro de
su Weltanschauung, incluir y explicar el hecho de la fe religiosa, un creyente,
a su vez, sabe cómo concebir y entender al racionalismo y el ateísmo en
términos de su creencia. Las normas racionalistas de aceptabilidad, argúirá, se
basan en último término en la utilidad del conocimiento, notablemente en su
habilidad de predecir y controlar los fenómenos naturales; puede demostrarse
que todo lo que se conoce dentro del dominio del culto religioso no tiene utilidad
en ese sentido y por tanto, conforme a esas normas, no es conocimiento en
absoluto. Una vez aceptadas, las normas del racionalismo dan los resultados
cognoscitivos para los cuales se establecieron. Pero la percepción del mundo en
términos de un orden bajo la dirección divina es igualmente coherente y
proporciona al creyente una comprensión por la que el racionalista rehúsa
interesarse, sencillamente. La certeza del creyente, en efecto, no puede
expresarse en un lenguaje que cumpla los requisitos del discurso científico y,
de hecho, el lenguaje de lo Sagrado no es una parte ni una extensión del
lenguaje cotidiano; es inteligible dentro de la vida de lo Sagrado, en los
actos del culto. La validez de la experiencia religiosa puede ser rechazada por
un racionalista e incluso lo ha sido, ya que esta experiencia no encaja en el
marco conceptual que él ha construido sobre su definición normativa de
conocimiento; un creyente tiene perfecto derecho a desentenderse de este
rechazo. Esto no es más que volver a decir con distintas palabras lo que muchos
maestros y pensadores religiosos han argitido repetidamente; no pretenden haber
descubierto la presencia de Dios en la forma en que un cazador averigua que ha
pasado un elefante al ver sus huellas, o un astrónomo detecta un planeta
desconocido al calcular las perturbaciones de los planetas visibles. Ellos
creen que un mundo iluminado por la fe es más inteligible que un mundo sin fe
o, más bien, que el mundo no es en absoluto inteligible excepto a la luz de la
fe; no mantienen que la fe pueda nacer de la sola observación objetiva, si es
que la observación objetiva es concebible. Pascal fue más lejos que la mayoría,
quizá, al describir la cuestión desde el punto de vista cristiano. Su posición
puede resumirse brevemente: hay un sentido en el que los dogmas básicos de la
fe —Dios, la unión del cuerpo y de la mente, el pecado original— son absurdos
y, sin embargo, la imagen del mundo que excluye esos dogmas es aún más absurda.
En cuanto al tradicional axioma prometeico que sostiene que
el dominio de Dios sobre la raza humana supone la negación de la dignidad del
hombre, es un juicio de valor que está más lejos de ser obvio que el contrario.
Hegel dice (en la Filosofía de la Historia) que el hombre sólo puede respetarse
a sí mismo si tiene conciencia de un Ser superior, mientras que la promoción
del hombre por él mismo a la posición más elevada entraña una falta de respeto
de sí. En este punto Hegel no dice nada más que la tradición cristiana. En
efecto, siempre puede argúlirse que si el hombre, con conciencia de lo
contingente de su posición en el universo, declara ser el supremo legislador en
cuestiones de bien y de mal, no tiene fundamento convincente alguno para
respetarse a sí mismo ni para respetar nada y que la idea misma de dignidad, si
no es una fantasía caprichosa, sólo puede basarse en la autoridad de una Mente
indestructible.
A cualquier noción antropocéntrica del mundo puede
objetársele lo que dicen los racionalistas sobre la creencia religiosa: que tal
noción no es sino una invención imaginaria para compensar la justificada y
depri mente conciencia del hombre de su propia flaqueza, fragilidad,
incertidumbre, finitud. La dignidad humana no puede validarse dentro de un
concepto naturalista del hombre. Y así, la misma disyuntiva se reitera una y
otra vez; la ausencia de Dios, cuando se sostiene consecuentemente, y se
analiza por completo, significa la ruina del hombre en el sentido de que
demuele, o priva de significado, todo lo que nos hemos habituado a considerar
la esencia del hombre: la búsqueda de la verdad, la distinción entre el bien y
el mal, la exigencia de dignidad, la exigencia de crear algo que resista a la
indiferente destructividad del tiempo.
Una vez más: incluso si el racionalista admite el dilema, «o
Dios o el vacío», seguirá insistiendo, y con razón, que esto no ofrece
«pruebas» que le inciten a pasarse al bando del creyente. Un creyente puede y
debe convenir en ello; de hecho, si es consecuente, dirá que la idea de
«demostrar la propia fe» implica una contradicción en los términos. Sabe que el
recurso a la experiencia religiosa puede ser siempre rechazado por el
racionalista y relegado a la región de los sueños.
Y lo mismo puede hacerse con la idea de revelación. Los
dioses han hablado a los hombres y se han dado a conocer de una u otra forma en
todas las religiones, pero la revelación en sentido estricto, es decir, un
cuerpo específico y bien definido de mensajes verbales que se consideran
palabra de Dios, es característico de las religiones proféticas que surgieron
en los desiertos mediterráneos. El concepto de textos sagrados o de libros de
inspiración divina y, por tanto, infalibles, parece ser mucho menos riguroso en
las tradiciones budista e hindú, una diferencia que está obviamente relacionada
con el alto grado de institucionalización de credo judaico, cristiano e
islámico. Cuanto más fuertes son las formas institucionalizadas de culto
religioso, mayor es la necesidad de un corpus de escrituras canónicas
estrictamente identificables, de una serie de dogmas indiscutibles e
indudables, y de una autoridad capacitada para interpretarlos. En este aspecto,
la diferencia entre «oriente» y «occidente» es llamativa, y dentro de la
tradición occidental, la Iglesia católica romana ha alcanzado, obviamente, el
máximo grado de institucionalización de la palabra divina. Y ha dado una forma
clara a la idea de continuidad, sin la cual ninguna religión puede sobrevivir
como entidad establecida históricamente. El propio concepto de la Iglesia como
una comunidad carismática entraña su función como guardiana e intérprete de la
verdad digna de confianza; si tenemos solamente un cuerpo de libros sagrados
con los cuales cada generación debe familiarizarse, pero no tenemos un concepto
del crecimiento continuo de una tradición que es más válida por el mero hecho
de estar depositada en la comunidad santa, la Iglesia es, o inútil o un mero
organismo secular que ayuda a sus miembros en sus preocupaciones y obligaciones
religiosas.
Ningún pensamiento puede acercar al hombre a la realidad que
experimenta el creyente en la presencia personificada (Leibhaftigkeit) de
Dios... La realidad está en el mundo del culto y en la Iglesia. La revelación y
la palabra de Dios no pueden recibirse a solas. Adquieren realidad sólo a
través de ¡a presencia de lo Santo en una institución.
Karl Jaspers
Esto es lo que arguyeron muchos radicales de la Reforma; no
atacaban a una sola Iglesia corrupta, sino la idea de Iglesia como tal; y lo
mismo hizo su gran descendiente del siglo xIx, Soren Kierkegaard. Puesto que la
religión trata de la salvación y que sólo los individuos, y no las sociedades,
las iglesias o las tribus, se salvan o se condenan, podría parecer que todo el
dominio de la vida religiosa debe confinarse a la misteriosa e invisible comunicación
entre una conciencia personal y Dios y que la historia profana (o historia, sin
más, puesto que la historia sagrada, según esta concepción, no es propiamente
historia, no es un proceso acumulativo) no engendra nada pertinente a la causa
de la salvación.
La principal corriente de opinión cristiana sospechó,
naturalmente, que este enfoque padecía de la falacia maniquea; estaba a un paso
de afirmar que la Naturaleza misma, incluida nuestra vida física, estaba
irredimiblemente en las garras del Mal; esto equivalía a negar el concepto de
la Encarnación por la que Dios había santificado el cuerpo, por así decirlo, y
equivalía a sugerir que el acto mismo de la creación había sido malo y no podía
haber sido realizado por Dios, sino sólo por Su enemigo (los cátaros dieron
crédito a esta aterradora doctrina).
Las religiones bíblicas, excepto en el caso de algunos
fenómenos periféricos, no separaban la Naturaleza y el Espíritu, siguiendo el
eje que divide el Mal y el Bien; creían en la bondad, aunque relativa y
derivativa, del mundo físico, de la historia profana, de la vida secular; esta
actitud se veía confirmada por el dogma cristiano de la Encarnación, de la
resurrección del cuerpo y de que el alma es la forma del cuerpo. Por tanto,
estaban preparadas conceptualmente para elaborar la noción de la iglesia
visible, carismática que, siendo un organismo terrenal es, al mismo tiempo, el
certero guardián y vehículo de los dones divinos.
No hay nada que sea sobrenatural en todo el sistema de
nuestra Redención. Cada una de
sus partes tiene su fundamento en la operación y los poderes
de la naturaleza, y toda nuestra
redención no es más que la naturaleza corregida y obligada a
ser lo que tiene que ser. No hay nada que sea sobrenatural sino Dios solo;
fuera de El, todo está sometido al estado de la naturaleza.
William Law (1686-1761)
Hay que mencionar la idea de la Iglesia en este contexto
porque es pertinente en relación con la percepción de la verdad en el dominio
de lo Sagrado o, más bien, expresa del modo más articulado, lo que, en todas
las religiones ha sido un componente persistente de sus afirmaciones respecto a
la verdad; el poder validador de la continuidad. La conexión de la verdad con
la continuidad ha sido siempre, y no es sorprendente, un blanco especialmente
fácil del escarnio racionalista. En términos de esta crítica, equivale a decir
que algo es verdad por la sola razón de que se ha considerado verdad durante
muchas generaciones o de que algunos de nuestros antepasados creyeron que era
verdad. Las afirmaciones respecto a la verdad de los cuerpos religiosos
institucionalizados fueron acusadas repetidamente de constituir el más tosco de
los círculos viciosos: hay que creer en la palabra revelada porque la Iglesia
dice que es verdad y lo que la Iglesia dice es verdad porque su autoridad se
basa en la Revelación (quizá ilustre mejor este dilema el viejo chiste judío
sobre dos Chassidim que discuten sobre la excelencia de sus respectivos
tsadiks: «todos los viernes por la noche», dice uno de ellos, «Dios conversa
con nuestro tsadik». «¿Cómo lo sabes?», pregunta el otro. «El propio tsadik nos
lo ha dicho». «¿Y si miente?» «¡Cómo te atreves a llamar mentiroso a un hombre
con quien Dios conversa todos los viernes!»).
En efecto, si se concibe la continuidad como un criterio de
verdad en el sentido normal de la palabra, las afirmaciones de los cuerpos
religiosos, según las cuales ellos son portadores de la verdad, tienen que
parecer absurdas. Pero no lo parecen en absoluto si se tiene en cuenta la idea
de validez que es específica del dominio de lo Sagrado. Puesto que, como he
tratado de mostrar, la religión no es un conjunto de proposiciones, sino una
forma de vida en la que entendimiento, creencia y compromiso convergen en un
acto único (algo que se expresa con torpeza en términos doctrinales) y puesto
que las personas entran en esta forma de vida como consecuencia de su
iniciación real al culto comunitario, parece natural que la verdad religiosa se
preserve y transmita en la continuidad de la experiencia colectiva. Y, en la
vida religiosa, haber visto la verdad es prometer lealtad a una Ley que es al
mismo tiempo «positiva» y «natural», ya que en la mente absoluta no hay
distinción entre el establecimiento de la «meta de la vida» para las personas y
la técnica para alcanzarla; lo verdadero y lo bueno son idénticos y, por tanto,
existe realmente una «meta verdadera» o una «vocación» del hombre. La expresión
«estar en la verdad» tiene sentido en el lenguaje religioso, puesto que haber
encontrado esta verdad no es haber aprendido ciertos enunciados teológicos sino
haber entrado en la senda que lleva a la liberación última. Cuando Jesús dice
que la verdad nos hará libres, no quiere decir que el dominio de unas
habilidades técnicas llevará a unos resultados deseables: para El y para todos
los grandes maestros religiosos, las personas perciben la naturaleza de su
esclavitud en el mismo acto de iluminación que incluye los medios para
liberarse de ella y también el entendimiento del destino del mundo ordenado por
Dios. Al decir que el Nirvana es la destrucción del ansia, Buda no nos
proporciona la «definición» de un ente metafísico sino que muestra la meta del
hombre tal como «verdaderamente es».
Ninguna especulación filosófica puede realizar esta tarea. A
pesar de las afirmaciones del transcendentalismo filosófico, sólo por
referencia a la mente omnisciente y eterna puede alcanzarse la convergencia de
metas y conocimiento, mientras que en la vida secular el «es» y el «debe ser»
están destinados a estar separados; sólo pueden ser «mediados», por usar la
expresión de Hegel, por esa participación en lo Sagrado que revela, por
imperfectamente que sea, la sabiduría infinita.
Desde luego, no es imposible asentir a ciertos «enunciados»
que pertenecen al aspecto doctrinal de la religión y aceptarlos como verdaderos
en el sentido en que aceptamos sin cuestionar muchas informaciones, teóricas o
de hecho. Tales actos de asentimiento simplemente no pertenecen a lo que
habitualmente llamamos creencia religiosa; esos «enunciados» están en barbecho,
por así decirlo, y no tienen ninguna significación en cuanto instrumentos de
comunión con lo Sagrado; nuestro cerebro almacena innumerables fragmentos de
conocimiento vitrificado, sin relación con nada, que no sirve para nada, que no
tiene un valor en nuestra vida, y no hay razón para que algunos de ellos no
sean teológicos en su contenido. Con la fe religiosa tienen poco que ver.
Sería totalmente equivocado inferir de la discusión anterior
que el conflicto entre la Razón de la Ilustración y las certezas religiosas o,
en mayor escala, entre lo Profano y lo Sagrado, puede explicarse, según mi
concepción, en términos de errores lógicos, confusión conceptual o de ideas mal
concebidas sobre los límites entre conocimiento y fe. Ese enfoque me parecería
de una ineficacia grotesca. El conflicto es cultural, no lógico, y puede
argúirse que tiene sus raíces en las exigencias persistentes, irreconciliables,
que nos imponen diversas fuerzas dentro de la naturaleza humana. Claramente, el
conflicto es menos prominente en unas civilizaciones que en otras; no se
encuentran apenas trazas de él o incluso está totalmente ausente en algunas
épocas históricas, y su intensidad parece depender en parte del ritmo del
cambio al que está sujeta una determinada sociedad. (Estos factores no están en
una correlación estricta, naturalmente; las teorías sobre la «secularización»
que han sorprendido a nuestra civilización normalmente señalan una serie de
variables independientes que operan en el proceso y pueden reforzar o debilitar
el impacto de unas y otras; no hay forma de captar esas fuerzas en forma de
vectores cuantificables, cuanto menos de usar esos descubrimientos para hacer
predicciones fiables).
En cualquier caso, la investigación sociológica está fuera
del ámbito de este libro. He querido, más bien, especular sobre esa colisión
que probablemente ninguna civilización futura imaginable será capaz de abolir.
Además de todas las necesidades que están directamente relacionadas o son
funcionalmente explicables por nuestro conatus ad suum esse conservandum,
nuestra aspiración de supervivencia individual y colectiva, hay necesidades que
no pueden explicarse (ni descartarse) en esos términos que, apropiadamente o
no, llamamos religiosos.
Naturalmente no estoy haciendo más que repetir, o expresar
de otro modo, un antiguo dogma. Como todos los intentos conjeturales de llegar
a una «definición» del hombre en términos cul turales, contendrá
inevitablemente un componente especulativo y no puede fundamentarse
suficientemente en la investigación antropológica o histórica; éstas pueden ser
sugerentes pero no concluyentes. La pura persistencia histórica de un fenómeno
no constituye una base persuasiva para esa definición, que debe fundarse
primordialmente en conjeturas, un trabajo que puede descartarse por inútil,
impracticable o ambas cosas. Que se considere inútil o no depende de nuestra
jerarquía de lo importante. Con ciertas presuposiciones sobre lo que es
importante, inevitablemente se clasificará como inútil, y compartirá así la
suerte de toda la rama de la filosofía y de una parte importante de las
humanidades. Que se considere factible o no depende, una vez más, de las
restricciones epistemológicas que, he argúido, son inevitablemente arbitrarias
y entrañan juicios de valor. Desde tiempo inmemorial, las personas han estado
preguntándose, de uno u otro modo, «¿qué somos?» y «¿para qué sirve nuestra
vida?» y no sacia su curiosidad el decirles que esta o la otra escuela
filosófica prohíbe estas preguntas basándose en sus propias normas sobre lo que
tiene sentido. Las mitologías religiosas les han proporcionado respuestas e,
independientemente de la cuestión de si las respuestas eran buenas y en qué
sentido lo eran, la persistencia misma de su inquietud es una cuestión de interés
epistemológico y no meramente antropológico. No es probable que la extraña
obstinación de esta inquisitividad pueda ser explicada plausiblemente por su
utilidad «funcional»; tampoco es probable que se hagan inteligibles de ese modo
las respuestas dadas por las tradiciones mitológicas. No hay transición
inteligible de la experiencia cotidiana, de los temores, alegrías, dolores y
deseos «profanos» a lo que constituye el núcleo de la vida religiosa, tanto en
sus aspectos «experimentales» como conceptuales: la idea de la Infinitud
actual, de la Eternidad, de la contingencia del mundo; la experiencia de la
iluminación mística; la distinción misma entre el bien y el mal en tanto que diferentes
de las correspondien tes distinciones en términos de la ley o del equilibrio
del dolor y el placer. No hay forma en que la visión profana pueda haber
sugerido el marco sagrado para nuestra percepción. Si las religiones han podido
satisfacer, como lo han hecho a lo largo de la historia, todas las necesidades
seculares —políticas, sociales, cognoscitivas— esto sólo ha sido posible bajo
la condición de que lo Sagrado disfrutara de una autoridad autónoma y de que no
se percibiese como un instrumento. Esto es, desde luego, algo reconocido casi
universalmente. Sin embargo, la explicación de esta autoridad en los términos
de Durkheim o en otros similares, por muy útil que haya sido, heurísticamente
hablando, para la investigación antropológica, implica un salto conceptual que
sólo pueden justificar unas premisas filosóficas traídas de fuera. Decir que lo
Sagrado es, finalmente, la Sociedad misma, no es equivalente a la proposición
de que varias normas y hábitos socialmente importantes se mantienen y obedecen
bajo la forma de prescripciones sagradas, y tampoco puede inferirse de ella. El
primer enunciado no es una hipótesis sociológica sino una especie de metafísica
social; presupone un mecanismo por el cual lo Profano se convierte en lo
Sagrado y ese mecanismo, aparte de no ser observable, no puede operar a menos
que lo Sagrado esté ya presente en la conciencia social; dicho de otro modo, la
explicación vuelve a tropezarse con la misma petitio principii de la que
Malinowski acusó en una ocasión a Freud: hace depender la transición de una
sociedad prehumana a una humana de unas condiciones que sólo pueden surgir en
una sociedad humana ya existente. Decir, en cambio, que el dominio de lo
Sagrado, por más que opere en la organización de otras necesidades, no depende
funcionalmente de ellas, tampoco es una hipótesis contrastable y, aunque evita
la circularidad que acabamos de mencionar, también permanece en el movedizo
terreno de la metafísica.
Otra interpretación global, en términos de Lebensphilosophie
o de una teoría radicalmente naturalista de la conducta, sugiere que el
debilitamiento del mecanismo innato de la inhibición en la especie humana
indujo a la Naturaleza a producir un sustituto en la forma de una ética apoyada
en sanciones religiosas; las últimas aparecieron para garantizar la eficacia de
este nuevo código artificial de conducta que sustituía a los instintos
debilitados, para evitar las matanzas dentro de la especie y para asegurar la
disposición a arriesgarse a los peligros en defensa de la propia tribu o
familia.
Esta línea de investigación no parece ni prometedora ni
fiable. Si fuese realmente el caso que las religiones fuesen sucedáneos de los
instintos manufacturados por la ingeniosa fábrica de artilugios de
supervivencia de la Naturaleza, esto debería ser aplicable por excelencia a las
grandes religiones universales que por su éxito demostraron ser las más
eficaces en la realización del trabajo. Y así, deberíamos suponer que los
principios cruciales, como la exigencia cristiana de que uno ame a sus enemigos
o el total desdén del budismo por una vida que no puede ser sino miseria, se
inventaron, inconcebiblemente, por la evolución, para ayudar a las personas en
su lucha por la supervivencia. Además, si podemos creer eso, deberíamos admitir
que esos mismos preceptos tenían sus equivalentes en nuestro antepasado prehumano,
pues to que su sentido real estribaba en el refuerzo artificial de ciertas
habilidades hereditarias que se habían vuelto decrépitas como consecuencia del
progreso (o degeneración, lo que suene mejor) de nuestra especie. Esta parece
una hipótesis asombrosamente increíble. Si, por otro lado, admitimos una
especie de distinción bergsoniana entre las religiones «estáticas» y las
«dinámicas», al ser sólo las primeras explicables en términos de evolución
natural, entonces las segundas, que incluyen a las grandes religiones que se
reparten entre sí a la mayoría de la raza humana, serían o enemigas del
«instinto» o al menos nos impedirían definir la cultura en categorías
funcionales.
Y, en efecto, incluso bajo la inverosímil suposición de que
el choque entre lo Sacro y lo Profano sea característico de algunas
civilizaciones, incluida la nuestra, y de que no haya existido en absoluto en
las religiones arcaicas ni en las orientales, su persistencia y la gran
variedad de sus manifestaciones nos hacen preguntarnos de manera natural: ¿nos
encontramos ante una colisión accidental o ante un conflicto fundamental que
podría haber permanecido latente aquí y allá pero que tenía que surgir
inevitablemente como consecuencia del enorme aumento de las habilidades humanas
para dominar el mundo?
Todos los poderes y las dignidades de este mundo no sólo son
ajenos a Dios sino hostiles a
El.
Tertuliano
Los elementos de hecho que se necesitan para responder a esa
pregunta abarcan la historia completa de todas las religiones, mientras que sus
inevitables componentes especulativos deben derivarse de la ontología de la
cultura. Por tanto, hay un sentido en el que la pregunta no puede responderse;
comparte esta situación con todos los problemas generales que pertenecen a la
filosofía de la historia. No pueden resolverse apropiadamente y tienen que
resolverse, a pesar de todo.
Estamos, desde luego, familiarizados con la forma peculiar
que ha adoptado el conflicto en las religiones bíblicas y sobre todo en el
cristianismo, y se ha discutido principalmente en términos cristianos durante
siglos. Es posible que la sabiduría budista, o al menos aquéllas de sus
variantes que han permanecido más cercanas al mensaje original, no hayan
desarrollado, y de hecho, no la hayan necesitado, la distinción entre lo Sacro
y lo Profano tal como nosotros la conocemos, aparte de la distinción entre
objetivos verdaderos y objetivos falsos. Es posible que la distinción no crease
conflictos agudos en muchas religiones arcaicas donde la mayor parte de las actividades
profanas tenían un significado sagrado y un lugar bien definido dentro del
orden sagrado, mientras que el lento ritmo del cambio social permitió, quizá,
la absorción de nuevos fenómenos en ese orden sin grandes dificultades. En la
civilización que se ha desarrollado a partir de raíces griegas y semíticas
durante los tres últimos milenios, el conflicto no podía dejar de surgir, y
esto no como consecuencia de la rivalidad entre el poder de los sacerdotes y de
los señores seculares —esa rivalidad es más bien un síntoma que una causa —
sino en razón de alteraciones inevitables en las disposiciones mentales y
morales. Podemos pensar que la expansión del comercio y su creciente papel en
la vida humana produjo cambios intelectuales que erosionaron fatalmente el
legado mitológico, no sólo al crear ese escepticismo que normalmente acompaña a
la exposición a civilizaciones extrañas, costumbres extranjeras y dioses
extranjeros, sino también al alimentar el racionalismo. Uso esta palabra en un
sentido que conserva su fuerza etimológica (cálculo, deducción), es decir, la
costumbre de pensar en términos probabilísticos, de medir el valor del
conocimiento en términos de su utilidad comprobable, de descartar creencias sin
potencial para aumentar el impulso humano de dominar la Tierra. La razón por la
que es impensable que nuestra civilización hubiera podido desarrollarse sin el
extenso uso del dinero no es só lo por el papel obviamente esencial que el
dinero ha, representado en el estímulo del progreso técnico, sino porque liberó
una fuerza intelectual irresistible al obligar a las mentes humanas a pensar en
términos de eficiencia. En la medida en que las creencias y las costumbres
religiosas pueden ser útiles en otros terrenos y, por tanto, «buenas»
pragmáticamente, el racionalismo no es intrínsecamente antirreligioso.
Es un enemigo de la religión, sin embargo, en la medida en
que esta última trata de ser lo que es y reivindicar sus prerrogativas, con
independencia de sus ventajas instrumentales. No es posible eliminar del culto
religioso una tendencia natural a degradar los valores de la vida secular y a
hacerlos relativos y derivativos, cuando no positivamente hostiles a la
auténtica vocación del hombre. Un culto religioso reducido a su utilidad
secular y olvidado de su función original puede sobrevivir durante un tiempo,
sin duda, pero tarde o temprano su vacuidad se pondrá de manifiesto, quedará
clara la falta de conexión entre su forma y su contenido, su ambigua vida
sostenida por el crédito de un banco inexistente llegará a su fin y los lazos
olvidados con lo Sagrado se reanudarán en otro lugar, con otras formas de
religiosidad.
Toda la historia intelectual del cristianismo es la
interminable búsqueda de una fórmula perfecta que pueda asegurar la
coexistencia armoniosa de lo Profano con lo Sagrado o impedir que el último sea
corrompido por el primero; y abunda en repetidos intentos de recobrar el
llamamiento prístino del cristianismo, librarlo de la adulteración o
simplemente del dominio de los objetivos seculares. Las principales tendencias
en la historia cristiana, enemigas irreconciliables entre sí, pueden verse como
diversos esfuerzos por hacer frente a este antagonismo perdurable.
Intelectualmente, aunque no en la práctica, el conflicto podría resolverse con
una doctrina teocrática que subordinase por completo la vida secular, en todos
sus detalles, a los preceptos religiosos. Otra solución consiste en la
separación ascética de lo Sagrado y el mundo, bajo la premisa de que la vida
profana y la historia profana no pueden contribuir a los objetivos de la
historia sagrada, y mucho menos satisfacerlos: esto puede hacerse en categorías
maniqueas extremas o de una manera menos arriesgada desde el punto de vista
teológico, como lo intentaron algunos santos del siglo Xv1, los jansenistas
consecuentes y Kierkegaard. La filosofía hilomorfista, la más tradicionalmente
católica, que concede al dominio secular una relativa autonomía bajo la
supervisión de lo Sagrado, es otra solución posible: busca una armonía bien
integrada —no una separación ni un armisticio— entre el Cielo y la Tierra. Lo
mismo hace, naturalmente, el ideal opuesto de la ciudad secular que asimila
valores religiosos en sus objetivos (como el joven Hegel), los hace
«inmanentes» y, por consiguiente, los priva de un sentido propiamente
religioso.
Cada uno de esos intentos es verosímilmente explicable en
términos históricos y cada uno podría ser intelectualmente satisfactorio en el
sentido de sugerir normas que, de seguirse consecuentemente en la sociedad, resultarían
en la reconciliación de los dos poderes que rivalizan por el predominio o
eliminarían el conflicto. Todos ellos, sin embargo, son, utópicos (en el
sentido original y en el actual) porqué ninguno de los modelos que ofrecen
puede ponerse en práctica. Incluso la solución teocrática no podría producir
más que una apariencia de orden: no suprime el conflicto, no hace más que
recurrir a la coacción autoritaria para impedir que se exprese abiertamente. Y
las soluciones que podrían ponerse en práctica son vacilantes, inciertas y
provisionales, como todos los mecanismos que inventa la humanidad para hacer
frente a sus perennes dilemas. El choque entre el Cielo y la Tierra es real, lo
que supone que cada una de estas entidades tomada por separado es real, al
menos como entidad cultural, y ninguna de las dos es un fantasma concebido en
la imaginación de la otra. Esta observación no es en absoluto trivial, ni
incontrovertida, considerando que la realidad cultural del Cielo, es decir, su
independencia cultural o su autoarraigo son negados, la mayoría de las veces,
en las teorías antropológicas generales.
Para el ojo apegado a lo terrenal, la mente religiosa es
como Ixión copulando con nubes y engendrando monstruos. Un habitante del orden
eterno vigilado por la divinidad, puede decir lo mismo de los que son sordos a
la voz de Dios: están atados a lo que es perecedero y destinado a desaparecer
en un momento; así, son como cazadores de ilusiones, buscadores de nada y, por
esa razón, la única comunidad humana que pueden producir está abocada a basarse
en la codicia de bienes ficticios y en el miedo a la destrucción mutua. Lo que
es real o irreal para nosotros es una cuestión de compromiso práctico, antes
que filosófico; lo real es lo que las personas ansían realmente.
Lo irreal nunca es: lo real nunca no es. Esta verdad la han
visto en efecto ¡os que pueden ver la verdad. Entretejido en su creación, el
Espíritu está más allá de la destrucción. Nadie puede poner fin al Espíritu que
es perdurable.
Pues más allá del tiempo, él mora en estos cuerpos, aunque
estos cuerpos tienen un fin en su tiempo; pero él permanece inconmensurable,
inmortal. Por tanto, gran guerrero, conti-
núa tu lucha. Más allá del poder de la espada y el fuego,
más allá del poder de las aguas y los
vientos, el Espíritu es perdurable, omnipresente, inmutable,
inamovible, siempre Uno. De Bhagavad Gita.
Esta lucha Julio entre el cielo y la tierra es la única que
hay, es el único verdadero conflicto pero al serlo determina todos los conflictos
que hay a diferencia de Kolakowski yo no creo que este sea un conflicto
simplemente cultural pero al igual que el comprendo que si el cielo quiere
apoderarse de la tierra ya no es cielo, y entonces esta lucha que es la única
lucha detrás de todas las luchas solo se la gana perdiendo más el conflicto es
ontológico y por lo mismo lógico, si lees el documento sobre el héroe http://teatrolocoteorico.blogspot.com/2025/04/dibujando-el-rostro-del-heroe.html
Comprenderás que toda la filosofía nace del Enuma Elish con
el que comparte tres premisas:
Hay una unidad.
Esta unidad se diferencia
Y cada diferencia entra en una lucha por la existencia.
Cuando la filosofía se separa de la idea de unidad y va al
empirismo o al materialismo se queda con la tercera premisa, la cual asume que
viene de la observación de los entes y entonces cada ente pareciera valer por
sí solo y ser una unidad en sí mismo.
Cuando la filosofía se olvida de la diferencia y se queda en
la unidad, desaparece el movimiento y con
él toda diferencia.
Así podemos decir que toda filosofía es una vana lucha entre
la unidad y la diferencia, entre lo uno y lo múltiple, y que las mejores filosofías
son las que reconcilian lo uno y lo múltiple, así podemos reducir la filosofía a
dos reconciliaciones y a sus inversiones:
La reconciliación Platónica
donde lo múltiple se integra a la unidad
Y la reconciliación Aristotélica donde la unidad es el marco referencial para lograr el
justo medio de las diferencias.
La inversión de platón está en Nietzsche donde la diferencia se producirá como
un eterno retorno de repetición diferenciándose siempre de la unidad que repite.
Y la inversión Aristotélica está en Hegel donde es la nada la que media no para
lograr el equilibrio entre las diferencias, sino para superar las diferencias
en una nueva unidad.
Pero en Nietzsche y en Hegel no solo hay una inversión
exacta sino un cambio lógico radical, se
está pasando del principio de
contradicción al principio de coincidencia de opuestos.
Plantón 1 idea →← copia
contingente 1→←1 se elimina la copia y
vamos a la idea 1
Y es que la copia tiene contradicción y la única manera de eliminar
la contradicción es eliminar a la copia misma y lograr la contemplación de la
idea.
En Nietzsche no hay idea más la que nosotros creamos
0 acción de la voluntad→1idea creada →diferencia 01
Pero esa diferencia es paradójica eliminando el principio de
contradicción en una coincidencia de opuestos asintetica donde se afirma la
nada, el clásico yo soy yo es decir el yo no es absorbido en ningún concepto lo
que tenemos es una singularidad, y como tal no hay categoría que puede
determinarla.
En Aristóteles hay
una mediación de la idea de toda la experiencia que es comprendida en el como
potencia, es decir que el acto media las diferencias
0→1/4→1/3→1/2 potencia al acto →1 acto ← potencia al acto 1/2←1/3←1/4
0
Realmente ninguna potencia logra el acto puro, la unidad
perfecta pero todas están en camino a lograrlo, si entre ellas se produce un
justo equilibrio es que el acto está cerca, como tal Aristóteles ya es una inversión
de Platón, la idea es inferida de los entes no es en sí misma, pero los entes
son teleológicos y el motor inmóvil los mueve hacia él, este
motor este acto puro es una conciencia conociéndose
a sí misma, es decir la idea revelándose.
En Hegel es lo mismo solo que se comprende que la potencia y
el acto están integrados
01 Ciencia de la lógica →0 Filosofía de la naturaleza →10 Filosofía
del espíritu.
Hegel no acaba con el principio de contradicción,
al contrario resulta ser el motor de todo el movimiento, para pasar de la
coincidencia de opuestos a la contradicción
y volver a una coincidencia de opuestos.
¿Qué paso para que
Nietzsche y Hegel descubrieran la coincidencia de opuestos?
Pues cambio el mito de base, ya no se trata de matar al
dragón, sino de ser matado por él para resucitar.
Del héroe pasamos al cordero.
¿Y que nos dice el cordero?, el dragón no es la naturaleza,
somos nosotros heridos por el pecado.
Nuestro ser 1 →fue mediado 0 0 por otro ser herido un angel caído
→ y como resultado quedado rotos al igual que el 1 →0 0→1/2
Sin jamás poder llegar a la unidad.
Aquí hubo una primera violación seducción que adultero toda
la creación y que inicia la lucha entre el cielo y la tierra.
Desde esa violación el hombre se hace sexual más allá de todo ciclo natural, siendo la base de toda
la cultura la sexualidad y es ese
desplazamiento sexual el que nos permite mentir.
Se produce en nosotros la esquizofrenia podemos crear
nuestros propios mundos y no ser condensado por ninguno, ya la naturaleza no
nos aprisiona, nuestro instinto pierde su pulso natural y podemos marcar nuevos
ritmos, lo cuales la naturaleza no ha contemplado pero quedamos aprisionados en
nuestro deseo, que es siempre libidinoso sexual y que en el fondo está tratando de llenar la herida, esa ruptura en el
espíritu.
Si el deseo lograra sanar la herida ya no habría deseo, si
nuestro deseo se cumplirá inmediatamente ya no estaríamos en la tierra sino en
el cielo.
Deleuze lo comprende muy bien, un deseo productivo se libra
de toca carencia y se convierte en algo que supera todo sufrimiento, pero entre
más cultura haya, mas carencia, mas sufrimiento y entonces Deleuze nos da la
salida en las máquinas y su simulación allí
el deseo queda casi superado, porque logra lo inmediato o casi lo inmediato y
entonces no hay dolor pero es falso, porque es solo una simulación, en esa
multiplicidad simulada solo multiplicamos el dolor.
En cambio si realmente nos atreviéramos a vivir el eterno
retorno y radicalizar nuestro deseo, ya no desearíamos nada.
Esta es la base de la religación con Dios, morimos a nuestro
deseo, a nuestra voluntad y nacemos a la voluntad divina.
"...De cierto te digo, que el que no naciere de nuevo,
no puede ver el reino de Dios". Nicodemo le dijo, "¿Cómo puede un
hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de
su madre, y nacer?" Jesús contestó, "De cierto te digo, que el que no
naciere del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es
nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No
te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo..." (Juan 3:3-7).
Esto el budismo lo descubrió en el misterio Dhármico
10←1→1/2←1←0
Al extinguir el ser que está en permanente contradicción, se muere a esta
vida de deseo y se nace en lo eterno.
Pero ahora lo eterno debe de curar la herida
1→0 0→10
Logrando la integración del ser y del no ser, de la creación
con el creador y esto solo lo logra Cristo.
Efesios
2:8,9 declara , "Por gracia sois salvos por
medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para
que nadie se gloríe". Cuando uno es "salvo", él (o ella) ha
nacido de nuevo, ha sido renovado espiritualmente, y ahora es hijo de Dios por el
derecho de este nuevo nacimiento. Confiar en Jesucristo, en Aquel quien pagó el
castigo del pecado al morir en la cruz, es lo que significa "nacer de
nuevo" espiritualmente. "De modo que si alguno está en Cristo, nueva
criatura es..." (2 Corintios 5:17).
En Nietzsche que invierte a Platón se descubre el misterio
Dharmico y en Hegel que invierte a Aristóteles se descubre el misterio pascual
pero es porque los dos ya no parten del Enuma Elish sino del evangelio donde el logos es revelado.
Y entonces lo uno se vuelve múltiple produciéndose las
diferencias
1→0→1/2, 1/3, 1/4
Y las diferencias se niegan a sí mismas volviendo a lo
uno
1←0←1/2 ←1/3←1/4
La lucha entre el cielo y la tierra consiste en que las
diferencias se niegan volver a lo uno.
1→0 0→1/2 →←10←0←1
Y aun más luchan contra todo aquel que intente volver
¿Por qué?
Porque quieren persistir en su deseo y porque quieren en su
deseo dominar el mundo.
Y entonces cuando hablamos de la lucha entre la ciencia y la
religión, en el fondo estamos hablando de la lucha del cielo y la tierra.
No hay posibilidad de un empirismo sin un ser, sin una idea
y de ¿Dónde viene la idea? Del mito y si bien la ciencia se puede cuidar de la
petición de principio, basta preguntar para ver que la ciencia se basa en una
petición de principio, es decir que ningún principio puede ser demostrado ni lógica
ni empíricamente, es una revelación, aun en el sé que no se de Sócrates hay un
saber de algo que me da cuenta de mí no saber y ese Saber en Platón volverá claramente al Enuma
Elish, hay una unidad esta se diferencia y las diferencias luchan por la
existencia.
Más la vuelta a la unidad exige el principio de la
coincidencia de opuestos en el que el Padre y el hijo son lo mismo en el Espíritu
Santo y entonces ¿El principio de contradicción es maligno? Por supuesto que no,
el principio de contradicción es el reflejo del principio de coincidencia de
opuestos, pero como reflejo debe de volver a la coincidencia de opuestos ya sea pascualmente
01→0→10
O dharmicamente
10←1←01
Ahí está el espíritu, la filosofía solo lo puede conocer
desde una reflexión especulativa no en el entendimiento, si te quedas en el
entendimiento y no haces el salto de fe al espejo de tu conciencia se
produce esta lucha entre la tierra y el cielo.
Pero el problema es que así hagamos el salto de fe al espejo
de nuestra conciencia, en esta solo se reflejara nuestra herida y esta ansia
terrible de fe demoniaca necesitamos al cordero y es que nosotros somos capaces
de concebir la unida fundamental, pero no llegar a ella en nuestra singularidad,
necesitamos de otra singularidad pura no herida que nos reconcilie con la
unidad.
Hace mucho conocí a
Robert yo grite y el grito conmigo, pero mi grito era desgarrador el grito de
Robert no, Robert tenia madre, yo también pero la mía me odiaba en su
impotencia de amor, mientras que la madre de Robert lo amaba ¿Por qué entonces
Robert arriesgo su vida acompañándome? ¿Qué
vio en mí? La locura comprendida como esa incapacidad de ser condesando por
nadie la herede de mi madre y es que
puede desplazarme sin que ninguna autoridad o poder pueda detenerme, como lo
puede hacer todo esquizofrénico, en nosotros no se produce la transferencia,
podemos sentirnos identificados con alguien, pero por un breve tiempo, claro al
menos que sea el demonio mismo desplazándose en su lucha eterna contra Dios, en
esa imagen si me identifico, por algo estoy ahí tirado en el suelo como una
ángel caído mientas los niños me agreden pero el demonio sufre porque en el
fondo quisiera no haber destruido la imagen de Dios en él, es este el dolor que
hay en mi grito, si caigo de nuevo como ángel caído es porque tengo la esperanza
que la imagen se restituya, es claro yo no soy el demonio solo un hombre que se
identifica con él y con su dolor y desde el clama desde el fondo del abismo
esperando la compasión de Dios
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