La estrategia fascista queda clara en la detención
dictatorial de San Marcos, primero nos hacen una guerra de imaginarios
terruqueandonos y luego nos eliminan ,deteniéndonos, reprimiéndonos, ante esto
hay que ganarnos a los policías y a los militares, dejemos de insultarlos
empecemos a hacerlos pensar, es muy difícil desintegrar un prejuicio, pero a
penas empezamos razonar ya no hay prejuicios que valgan, tarde o temprano el
pueblo uniformado tendrá que dejar sola al gobierno de Dina, pero para para esto hay que responder las
balas con ideas.
https://drive.google.com/file/d/1AH50FsmFAdwU3s_bxcGSScMBNNQRDEro/view?fbclid=IwAR30o7hf_q-mp2kXJQyck5qZKALd_poYNAqHRWyJC8n7DXPFdFvUbnAtGVI
ESTADO
Marxismo y psicoanálisis ante la violencia estructural del capitalismo
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Introducción
El capital que chorrea sangre y lodo por todos los poros
DAVID PAVÓN-CUÉLLAR, NADIR LARA JUNIOR
I. PRESENTACIÓN
El presente libro colectivo reúne textos inéditos de once académicos reconocidos,
provenientes de países de África, Asia, Europa y América, a quienes se les invitó a
reflexionar sobre la violencia estructural del capitalismo. Además de coincidir en el tema
de reflexión, los autores tienen en común su preocupación por la violencia política y
socioeconómica, su orientación anticapitalista y sus posicionamientos críticos radicales en
sus respectivos campos de estudio. Todos ellos comparten igualmente su adscripción a
tradiciones intelectuales en las que el marxismo ha sabido encontrarse y engarzarse de un
modo u otro con el psicoanálisis freudiano y específicamente con la corriente
psicoanalítica fundada por Jacques Lacan.
Los recién mencionados puntos en común coexisten con diferencias cruciales entre
los autores de los capítulos. Unos son filósofos, otros psicoanalistas y otros más
psicólogos sociales. Hay intelectuales y académicos de tiempo completo, pero también
quienes desarrollan su trabajo profesional en el ámbito clínico y algunos que trabajan en
el campo social y comunitario. Entre sus filiaciones, además de las tradiciones marxista y
freudiana-lacaniana, encontramos el marxismo-leninismo clásico, el althusserianismo, el
maoísmo, el trotskismo, el autonomismo, el postmarxismo, el feminismo, la teoría
postcolonial, el neozapatismo y el populismo latinoamericano.
Es verdad que hay importantes divergencias entre los autores, pero sus aún más
importantes convergencias, aunadas a su doble relación con el marxismo y el
psicoanálisis, hacen que este libro sea unitario y consistente en su pluralidad. Su lectura,
facilitada por los vasos comunicantes entre los capítulos, quizás tan sólo pudiera
dificultarse por la falta de una visión de conjunto sobre el campo teórico y político en el
que se desenvuelven las reflexiones. Esta visión es lo que intentaremos ofrecer ahora,
brevemente, a manera de introducción, intentando esbozar algunas de las principales
coordenadas y líneas de tensión en las que se despliega el trabajo reflexivo de nuestros
colaboradores.
Tras abordar las aproximaciones de Marx y Freud a la violencia, las articularemos en
torno al aspecto esencialmente mortal y mortífero del capital. Veremos cómo este aspecto
se manifiesta inmediatamente en la explotación capitalista y de modo mediato a través de
la represión de Estado en el capitalismo. Nos detendremos en la particularidad de la
violencia del capital en su fase avanzada neoliberal, global o imperial. Todo esto, por
último, nos permitirá situar el trabajo reflexivo desarrollado en los nueve capítulos del
libro. Terminaremos preguntándonos si el psicoanálisis puede servirle actualmente al
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marxismo para justificar el empleo revolucionario de la violencia en la historia.
II. LA VIOLENCIA EN EL MARXISMO
En la historia, tal como se la representan Marx (1867) y sus seguidores, “desempeñan
un gran papel la conquista, la esclavización, el robo y el asesinato: la violencia, en una
palabra” (p. 607). Sabemos que este aspecto violento de la historia tiende a explicarse
aquí, en el campo marxiano y marxista, por la existencia de la propiedad. Ya en la
prehistoria y en el alba de los tiempos históricos, la “afirmación y adquisición de la
propiedad” hicieron que la guerra fuera “uno de los trabajos más originarios de las
entidades comunitarias naturales” (Marx, 1858, p. 451). Siglos después, con la
acumulación originaria de la que surgió el capitalismo, el despiadado impulso de
apropiación fue lo que permitió que “el capital viniera al mundo”, pero que lo hiciera
“chorreando sangre y lodo por todos los poros”, como se aprecia en los hechos cruciales
que marcan la historia mundial jaloneada por las potencias occidentales entre los siglos
XVI y XX: “la cruzada de exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas” de la
población indígena de América, “la conquista y el saqueo” de Asia, la transformación de
África en un “cazadero de esclavos” y las “guerras comerciales” entre los países de
Europa y luego del resto del mundo (Marx, 1867, pp. 638-646).
Al contemplar el capital ensangrentado y las sangrientas apropiaciones que lo
hicieron existir, quizás concluyamos que la violencia está en el origen de la propiedad y
específicamente de la propiedad privada y capitalista. Esta idea, que no es exactamente la
de Marx ni la de los marxistas, fue bien refutada en la famosa crítica engelsiana de Eugen
Dühring. Mientras que Dühring sostenía que la propiedad se basaba y se originaba en la
violencia, Engels (1878) observó, con buen sentido, que la propiedad “tenía ya que
existir” antes de que alguien se la “apropiara” violentamente, ya que “la violencia puede
modificar el estado de la fortuna, pero no crear como tal la propiedad privada” (p. 142).
Los medios violentos, en otras palabras, no permiten producir la propiedad, sino
simplemente arrebatarla y hacerla cambiar de propietario. De ahí que Engels afirme
categóricamente que la propiedad “no aparece en la historia en modo alguno como fruto
del robo y la violencia”, ya que no puede llegar a ser violentamente sustraída sin haber
sido antes producida “por el trabajo” (pp. 141-142).
Engels (1878) intenta demostrar que la “violencia política directa” no es “la causa
decisiva del estado económico”, de la producción y la propiedad de lo producido, sino
que “se encuentra enteramente supeditada al estado económico” (p. 152). Para demostrar
su tesis diez años después de plantearla, Engels (1888) se vale de la historia de Alemania
en el siglo XIX, especialmente en tiempos del canciller Bismarck, y muestra cómo los
intereses materiales de la burguesía, todos ellos relacionados con la producción y la
apropiación, guiaron la práctica política de “la violencia a hierro y sangre” (p. 208). Las
guerras de Bismarck se explican así por ciertas condiciones económicas en lugar de que
sea la economía la que se explique por la política violenta del canciller. La violencia, en
este caso como en cualquier otro, no sería la causa de la propiedad, sino más bien su
consecuencia. Es, en efecto, en la esfera de la propiedad, específicamente de la propiedad
privada y del capital, en donde nosotros los marxistas buscaremos el origen de la
violencia.
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III. LA VIOLENCIA EN EL PSICOANÁLISIS
Freud (1930), en desacuerdo con la “premisa psicológica” marxista que explica la
violencia por la propiedad, sostendrá claramente: “si se cancela la propiedad privada, se
sustrae al gusto humano por la agresión uno de sus instrumentos; poderoso sin duda, pero
no el más poderoso” (p. 110). Esta frase marca tres diferencias de la visión freudiana con
respecto a la marxista: en primer lugar, se acepta un humano gusto por la agresión en
lugar de considerarse exclusivamente una determinación histórica y socioeconómica de la
violencia; en segundo lugar, la propiedad aparece como un factor poderoso, pero no como
el más poderoso en las manifestaciones agresivas o violentas; en tercer lugar, la misma
propiedad se concibe como instrumento de la violencia, y no como su causa o su
condición.
Las diferencias recién indicadas resultan ciertamente decisivas, pero no son
insuperables, como veremos en un momento, y además presuponen una coincidencia
fundamental entre las mismas visiones diferenciadas. Tanto la visión freudiana como la
marxista, en efecto, reconocen que la propiedad privada es un factor poderoso, importante
y por tanto digno de atención, en el fenómeno de la violencia. Quizás el factor no sea tan
poderoso para Freud como para Marx, pero ambos admiten su poder y es así como
pueden llegar a establecer un vínculo entre la agresión y la propiedad privada, y también,
por lo tanto, ya sea implícita o explícitamente, entre la violencia y el capitalismo.
Si Freud se aleja de Marx en la frase que nos ocupa, es fundamentalmente porque
parte de la afirmación hipotética de un humano gusto por la agresión que habrá de
constituir el factor más poderoso para explicar la violencia, que no dependerá de ninguna
determinación histórica o socioeconómica particular, que será por tanto anterior e
independiente a la propiedad privada, que la utilizará de modo circunstancial como su
instrumento y que remitirá en última instancia a un principio tan básico y universal como
el de la pulsión de muerte. Podemos entender, pues, que este principio tanático haya sido
rechazado, considerado “sin base material” y reincorporado a la “teoría materialista” del
principio erótico en el proyecto freudomarxista de Wilhelm Reich (1934, pp. 22-24).
IV. LA VIOLENCIA EN LA ARTICULACIÓN ENTRE EL MARXISMO Y EL PSICOANÁLISIS
Al intentar articular el marxismo con el psicoanálisis, el concepto freudiano de la
pulsión de muerte puede representar un obstáculo insalvable que debe ser eliminado. Pero
el mismo concepto puede también constituir una oportunidad inigualable para profundizar
el marxismo a través de una operación dialéctica en la que se trasciende, resuelve y
supera su contradicción con respecto al psicoanálisis. Es lo que tenemos, por ejemplo, en
Vygotsky y Luria (1925), quienes reciben con entusiasmo la pulsión de muerte, ya que
permitiría “integrar decisivamente” la “vida orgánica” en la “materia inorgánica” y en el
“contexto general del mundo”, y así demostraría el “enorme potencial” del psicoanálisis
para la ciencia marxista “materialista” y “monista” (pp. 14-17).
Situándonos en la perspectiva de Luria y Vygotsky, estaremos en condiciones de
aceptar la mencionada objeción de Freud a Marx con respecto al papel de la propiedad en
la agresión, pero sin contradecir necesariamente a Marx. Una configuración histórica y
socioeconómica particular de la propiedad, como la del capitalismo en su fase neoliberal,
podría causar y condicionar ciertos efectos violentos como las guerras del narcotráfico, el
terrorismo y la supuesta lucha contra los terroristas en la actualidad, pero estos efectos no
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dejarían por ello de obtener toda su fuerza del fondo inorgánico material, mineral, de la
vida orgánica. El mismo fenómeno complejo de violencia tan sólo podría ser
correctamente investigado por una ciencia monista y materialista, una ciencia
freudomarxista de la única totalidad material, y resultaría irreductible a los objetos
abstractos e ideales de las diversas especialidades disciplinarias, ya que desbordaría y
atravesaría las esferas parciales de investigación de la física, la fisiología, la biología, la
psicología, la sociología, la economía y la historia.
Si creemos en el proyecto de articulación entre el marxismo y el psicoanálisis, pero
no queremos ni descartar la pulsión de muerte ni aventurarnos en una cuestionable
síntesis entre las ciencias naturales e históricas, entonces tal vez podamos resignarnos a
eludir en lugar de pretender superar la contradicción entre las opciones marxista y
freudiana en la explicación de la violencia. Esto es lo que hace Marie Langer (1971) al
analizar perspicazmente el citado pasaje de Freud, en el que rebate la enfatización
marxista de la propiedad privada en la agresión, y al extraer de él una serie de
conclusiones enriquecedoras para el marxismo: si el humano gusto por la agresión
“sustenta” el sistema capitalista, entonces el sistema produce “culpa inconsciente” en
quienes ejercen la agresión, así como “rabia, impotencia, sometimiento” o “deseo o
necesidad de ejercer la violencia” en quienes la sufren, todo lo cual, en definitiva, suscita
un mayor “malestar” en la cultura, ya sea porque se reprimen sentimientos como los de
culpa o porque “la agresión no ejercida es introyectada” (pp. 74-75).
V. EL CAPITALISMO COMO VIOLENCIA Y MUERTE
Según la tesis de Langer, la violencia y el malestar, aunque indisociables de la
cultura, se agravarían lógicamente en un sistema capitalista sustentado en la misma
pulsión de muerte que subyace a la violencia y al malestar. Lo propio del capitalismo,
aquello que lo distinguiría de otras formaciones culturales menos violentas y menos
productoras de malestar, sería que su fundamento es el mismo de la violencia y del
malestar, el mismo humano gusto por la agresión, la misma pulsión de muerte. Mientras
que la cultura en general descansaría en las complejas relaciones entre las pulsiones de
vida y de muerte, su expresión específicamente capitalista sólo se fundaría en la pulsión
de muerte.
Al intentar eludir la contradicción entre el marxismo y el psicoanálisis, Langer nos
muestra el camino para llegar a disiparla, pero no trascendiéndola, resolviéndola o
superándola de manera dialéctica, sino manteniéndola reformulada como una
contradicción entre dos aspectos distintos de una misma causa que explica sus efectos
violentos. La violencia puede explicarse aquí tanto por la propiedad privada en Marx
como por la pulsión de muerte en Freud, tanto por el capital en el marxismo como por el
gusto por la agresión en el psicoanálisis, por la simple razón de que estos principios
explicativos corresponden a distintos aspectos de un mismo fenómeno. Da igual decir
muerte o capital, desvitalización o explotación capitalista, mortificación o apropiación.
Tales términos resultan sencillamente intercambiables en cierto nivel que fue vislumbrado
una y otra vez por Marx: primero, de manera intuitiva, cuando se representó “la
realización del trabajo” en el capitalismo como una “desrealización del trabajador” hasta
su “muerte por inanición” (1844, pp. 105-106), y al final, de modo extraordinariamente
nítido, cuando nos ofreció la estremecedora metáfora del capital como “trabajo muerto
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que no sabe alimentarse, como los vampiros, más que chupando trabajo vivo” (1867, p.
179).
En la teoría marxiana, como bien sabemos, el capital, a diferencia del simple dinero,
implica la extracción del trabajo vivo, o, en términos más precisos, la explotación de la
fuerza de trabajo para producir plusvalía, es decir, a fin de cuentas, más capital. Digamos
que el capital es siempre más capital, acumulación del capital, capitalización. Es por esto
que no consiste en una cosa estática, sino en un proceso dinámico. Es valorización y
revalorización de sí mismo por explotación de una fuerza, fuerza de trabajo, que no es a
su vez en sí misma, en términos estrictos, sino vida reducida a la condición de mercancía,
adquirida con el pago del bajo precio de su valor de cambio en el mercado y explotada en
su enorme valor de uso como fuerza de trabajo. Esta explotación de la vida como fuerza
de trabajo posibilita el funcionamiento del capital mediante la producción de una
plusvalía, de un excedente de valor, de más capital. El producto, el capital sin vida, es
aquello en lo que se transmuta la vida explotada. El trabajo vivo se torna trabajo muerto.
El trabajador se mata, se muere trabajando, para mantener en funcionamiento al vampiro
del capital.
VI. EL CAPITALISMO Y SU VIOLENCIA REPRESIVA Y EXPLOTADORA
Como algo inanimado, el capital no puede animarse, ponerse en movimiento y
funcionamiento por sí solo, sino que necesita explotar la vida. Y no puede explotarla sino
devorándola, consumiéndola, matándola, destruyéndola. Esta destrucción de la vida
resume para Marx toda la operación constitutiva del capital, consistente en transmutar
algo vivo, el trabajo, en algo tan muerto como la plusvalía, el excedente de valor, el
capital, más capital, más dinero. El dinero es, así, todo lo que se gana al destruir la vida.
Lo vivo que palpita en el pecho se torna billetes que llenan la cartera del asesino. En
definitiva, el capitalista, encarnación del capital, es como cualquier sicario que obtiene
cierta cantidad de dinero al destruir cierta vida intrínsecamente incuantificable.
La destrucción de la vida, oficio del capitalista y operación del capital, no sólo debe
caracterizarse como “violenta”, sino que puede concebirse como el punto de referencia
para juzgar cualquier violencia, como el criterio para identificarla, como el efecto que la
define retroactivamente, como la esencia por la que habrá sido lo que fue. Esta esencia
tendrá las más diversas formas de existencia en el sistema capitalista. Quizás la más
inmediata y evidente sea la pobreza, la miseria, el hambre que Víctor Serge (1925)
describió acertadamente como un “terror económico” y como “uno de los principales
medios de la violencia capitalista” (p. 129). Para tener una idea exacta de todo lo que el
capitalismo puede matar al empobrecer a quienes emplea o desemplea, no basta contar las
muertes diarias por miseria, por desnutrición o por enfermedades curables, sino que
debería calcularse también, por lo menos, la diferencia de esperanza de vida entre las
clases favorecidas y las perjudicadas por la explotación capitalista. Veríamos así que el
capitalismo asesina prematuramente a decenas de millones de seres humanos cada año.
Comprenderíamos entonces que la violenta miseria del capital mata más que la suma de
todas las guerras del planeta.
Otra expresión violenta del capitalismo, seguramente la más reconocida, formalizada
y justificada, es la violencia represiva del Estado capitalista, el cual, en su calidad de
Estado, posee el “monopolio de la violencia física legítima”, según la famosa fórmula de
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Weber (1919, p. 8). Esta idea, la más popular de su autor, ha terminado identificándose
con su nombre, pero no hay que olvidar que Weber, para formularla, se inspiró de
Trotsky, específicamente de su declaración en Brest-Litovsk: “todo Estado está fundado
en la violencia” (pp. 7-8). Tal declaración, a su vez, no era más que una manera de
resumir un principio básico del marxismo que ya era postulado por el joven Marx (1843)
en su lectura de Hegel y en su definición de la “esencia” del Estado como “situación de
guerra”, incluso en tiempos “de paz” (p. 335). En relación con la guerra, como bien lo ha
observado Walter Benjamin (1921), la paz misma del Estado no es más que la “sanción
necesaria a priori” de una “victoria” guerrera por la que ciertas “relaciones”, como las
violentas relaciones de explotación que existen en el capitalismo, son reconocidas como
un “derecho” (p. 178). De ahí que se necesite siempre de la policía, la cual, en las
democracias burguesas basadas en la explotación, “testimonia la máxima degeneración
posible de la violencia” (p. 183).
VII. REPRESIÓN DE ESTADO EN EL CAPITALISMO
Los vínculos internos sustanciales del Estado con la violencia, pero también con la
explotación, quizás encuentren su mejor formulación marxista, la más despejada y
condensada, cuando Engels (1878) define el Estado como “una organización de la clase
en cada caso explotadora para mantener en pie sus condiciones externas de explotación y,
por consiguiente, para retener violentamente a la clase explotada bajo la férula violenta de
la clase explotadora (esclavitud, servidumbre, trabajo asalariado)” (p. 247). Dado que la
clase explotadora es actualmente la capitalista, Engels no duda en afirmar que el “Estado
Moderno”, el que él conoció y del que no hemos conseguido liberarnos a través de
ninguna utopía ideológica posmoderna, “es esencialmente una máquina capitalista, es el
Estado de los capitalistas, el capitalista colectivo como tal” (p. 245).
Si el Estado moderno es una máquina capitalista, es primeramente una máquina de
matar, de violentar, de reprimir. La represión de la máquina estatal del capitalismo recurre
a toda clase de crímenes políticos, asesinatos y desapariciones, vuelos y escuadrones de la
muerte, mutilaciones y violaciones, torturas físicas y psicológicas, despidos y clausuras,
amenazas y censuras periodísticas, detenciones y matanzas de manifestantes. Los
instrumentos van desde bombas, granadas y balas de plomo, hasta machetes, garrotes,
macanas, choques eléctricos, balas de goma y gases lacrimógenos. Los ejecutores son
dictadores, generales y coroneles, militares y paramilitares, médicos y psicólogos, sicarios
y otros mercenarios, policías públicos y secretos, agentes migratorios y de inteligencia.
Las víctimas son comunistas y anarquistas, sindicalistas y demócratas, periodistas y
defensores de los derechos humanos, bases y líderes, mujeres y homosexuales, jóvenes y
estudiantes, maestros e intelectuales, campesinos e indígenas, obreros y vagabundos,
explotados y excluidos, pobres y más pobres. Todos han padecido la violencia del Estado
capitalista en cualquier lugar, ya sea Manchester o Chicago, Río Blanco o Santa María de
Iquique, Berlín o Madrid, Guatemala o Tlatelolco, Villa Grimaldi o Guantánamo, Acteal
o Atenco, Palestina o Bagdad.
No hay hora en la que no haya un acto de represión de Estado en algún lugar del
mundo capitalista. La función represiva del Estado es aquí la más básica y no deja de
operar por más que se desarrollen sus funciones políticas e ideológicas, administrativas y
persuasivas. Estas funciones relativamente pacíficas, de hecho, se imbrican de manera
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cada vez más estrecha y perversa con la función violenta represiva en los actuales Estados
capitalistas, los cuales, como lo ha demostrado Naomi Klein (2007), han comprendido
perfectamente que violentar puede ser la mejor manera de convencer.
Para crear al sujeto perfectamente bien convencido que se requiere para la
“instauración del capitalismo en estado puro”, hay que empezar por destruir
completamente al sujeto previo que no se deja convencer y así generar la “tabla rasa” en
la que luego se escribirá la ideología capitalista en su “pureza ideal” (Klein, 2007, pp. 45-
46). Esta generación de la tabla rasa, esta destrucción del sujeto previo, necesita
lógicamente de medios violentos que han sido implementados tanto por psiquiatras y
psicólogos como por economistas, políticos, policías y militares. Prácticamente no hay
profesión que no haya aportado algo para despejar con violencia el camino del capital.
VIII. ESTADO, VIOLENCIA Y GLOBALIZACIÓN
Muchos de los grandes acontecimientos de nuestra época tan sólo tienen sentido
cuando son interpretados como demoliciones previas a la construcción del capitalismo
puro, neoliberal, global o imperial. Situándonos en la perspectiva de Hardt y Negri
(2000), esta “construcción del orden moral, normativo e institucional” de lo que ellos
nombran “el imperio” es el propósito final de la mayor parte de la violencia que marca las
relaciones internacionales de nuestra época y que ha revestido la forma de una
“intervención continua, tanto moral como militar”, que es “en realidad la forma lógica del
ejercicio de la fuerza que surge de un paradigma de legitimación basado en la acción
policíaca y en un estado de excepción permanente” (p. 59).
El Subcomandante Marcos (2003) nos muestra cómo la interminable guerra global en
la que vivimos, la “cuarta guerra mundial” según él, busca “la globalización del
neoliberalismo” en “una red construida por el capital financiero”, una red que debilita y
hace “vulnerables a los Estados nacionales”, hasta el punto de “destruirlos” (párr. 28-30).
Digamos que la destrucción capitalista, que lo destruye todo, termina destruyendo incluso
uno de sus principales instrumentos destructivos. El Estado nacional cede su lugar a las
grandes instancias imperiales, transnacionales y supranacionales, que están en mejores
condiciones para ser útiles al capitalismo global. Sin embargo, como lo hemos
confirmado una y otra vez recientemente, el capitalismo todavía no puede privarse de los
servicios violentos represivos de los Estados nacionales. Y, además, como lo sabemos
desde siempre en el marxismo, hay de Estados a Estados, y los hay que adquieren de
pronto vocación imperial o imperialista, que desbordan intrínsecamente su marco
nacional y que aparecen como una suerte de asimilación del capitalismo global a una de
sus máquinas de matar. Es el caso de los Estados Unidos, quizás en virtud de una ventaja
constitucional que le permite desplegarse en un “territorio sin fronteras” (Hardt y Negri,
2000, p. 203).
En las últimas cinco décadas, grandes regiones del mundo han sido arrasadas por la
máquina capitalista del gobierno estadounidense, la cual, bajo el pretexto de lucha por la
democracia y contra el terrorismo, ha intentado y a menudo ha conseguido implantar su
imperio económico-político-ideológico del capital mediante las más diversas acciones
violentas destructivas. Hemos visto desfilar invasiones sangrientas como la de Johnson en
Vietnam durante los sesenta, golpes de Estado como el de Nixon en Chile en 1973,
sanguinarios grupos armados como los contras de Reagan en Nicaragua durante los
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ochenta, e intervenciones militares como las de Bush y Obama en Irak, Afganistán, Libia
y Siria desde los noventa. En todos los casos, preparando el terreno para el capitalismo, la
violencia de la máquina de matar ha dejado un rastro de sangre, miseria, escombros,
traumas psíquicos y enfermedades físicas o mentales.
IX. REFLEXIONANDO SOBRE LA VIOLENCIA EN EL CAPITALISMO
Además de ejercerse en la represión de Estado y en la explotación del trabajo, el
torrente de violencia del capitalismo se canaliza también por incontables arterias que sería
imposible aquí enumerar en su totalidad. Mencionemos, como simples ilustraciones, los
crímenes del narcotráfico y de los demás sectores delincuenciales insertos en el sistema
capitalista, los asesinatos cotidianos perpetrados por sicarios no-gubernamentales al
servicio de las grandes corporaciones, las muertes y enfermedades humanas provocadas
por el afán de lucro en industrias como la farmacéutica y la agroalimentaria, y ese
gigantesco suicidio por el que podría terminar saldándose la destrucción del planeta para
producir más dividendos, más ganancias, más capital.
Violencias capitalistas como las recién mencionadas, junto con las innumerables
expresiones violentas de la explotación económica y de la represión política, son
manifestaciones concretas del objeto de las reflexiones del presente libro. Sobra decir que
la interpretación de tal objeto no dependerá tanto del modo en que se manifiesta como de
las diferentes formas en que se reflexiona sobre él. Estas formas reflexivas dependerán a
su vez del campo que ellas mismas constituyen, que ya hemos intentado bosquejar de
modo panorámico en las últimas páginas y en el que ahora situaremos lo planteado en
cada uno de los nueve capítulos del libro.
En el primer capítulo, a partir de la teoría psicoanalítica lacaniana de la agresividad
en la identificación imaginaria, Bert Olivier explica lúcidamente la violencia del
capitalismo, tal como se la representan Hardt y Negri, por una imagen especular global-
imperial de identidad, unidad y totalidad, que entraría en contradicción con cualquier
alteridad. El otro islámico, por ejemplo, desafiaría la reconfortante imagen ideológica del
capital, especialmente cuando se atreve a mutilarla en el atentado contra unas Torres
Gemelas que se tornarían sitio de identificación con el Imperio. Es fundamentalmente por
esta identificación que se desataría la furia de las invasiones estadounidenses en Irak y
Afganistán. La reacción agresiva coyuntural merece aquí un estudio histórico específico
relativamente independiente de un análisis general de la violencia estructural del
capitalismo. Descubrimos que el capital no sólo existe como es, no sólo hace lo que debe
hacer, no sólo absorbe la sangre viva, sino que también la derrama en balde. Hay, pues,
un desfase que requiere una consideración ideológica de lo imaginario más allá del
examen económico de lo simbólico.
El autor del segundo capítulo, David Pavón-Cuéllar, se esfuerza en remontar de lo
imaginario a lo simbólico y de lo coyuntural a lo estructural. Esto lo hace descubrir un
elemento de conflicto, de lucha y violencia, en el origen de todo lo elaborado por Marx.
Al ocuparse de la lucha de clases, el autor la reconduce a una estructura en la que ya no
aparece como una lucha por la vida, sino como una lucha entre dos luchas, la del trabajo
por la vida y la del capital por la muerte. Ambas luchas se describen aquí en términos
marxianos y marxistas, pero también psicoanalíticos lacanianos. Si la primera lucha, la
del trabajo, se atribuye al sujeto y a la resistencia de lo real, la segunda, la del capital, se
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asocia con lo simbólico y con su consumo de lo real, de lo vital o pulsional, explotándolo
como fuerza de trabajo. Este consumo de lo real, entendido como un autoconsumo y
atribuible en última instancia a lo que Freud describe como “pulsión de muerte”, le sirve
al autor como principio explicativo de una violenta destrucción del planeta que terminaría
desembocando en el retorno a lo inanimado.
La violenta lucha entre la vida y la muerte reaparece en el tercer capítulo, en el que
Bhavya Chitranshi y Anup Dhar nos ofrecen un acercamiento conmovedor a la
experiencia de las mujeres tribales solteras en la India. Los autores muestran cómo estas
mujeres, descritas como “muertas vivientes”, se aferran a su propia vida y encuentran la
manera de mantenerse vivas aun cuando han sido condenadas a muerte por los órdenes
local y global, teniendo que sufrir simultáneamente las violencias de la sociedad
patriarcal polígama y del incipiente capitalismo en su fase de acumulación primitiva.
Víctimas de ambas formas de violencia, las mujeres tribales padecen tanto los abusos
sexuales como la extrema pobreza, tanto el maltrato por parte de los hombres como la
falta de recursos para independizarse, tanto la subordinación a la familia como la total
dependencia por causa de sus necesidades vitales. En estas circunstancias, la soltería de
las mujeres agrava su opresión y además las condena irremediablemente a la experiencia
de mayor marginación. Afortunadamente, al compartirse y colectivizarse, esta experiencia
puede convertirse en una oportunidad para emanciparse.
La posibilidad de emancipación vuelve a vincularse con cierta experiencia de
marginación en el cuarto capítulo de Nadir Lara Junior. En este caso, los marginados lo
son con respecto al duelo representado metafóricamente por Dios y por el Diablo con sus
respectivos adoradores en el contexto brasileño, a saber, la derecha conservadora cristiana
y el capitalismo neoliberal demoniaco. La metáfora se precisa, de hecho, hasta el punto de
hacerse la distinción, en el caso del bando capitalista demoníaco, entre, por un lado, los
protagonistas que deciden vender su alma al diablo y que se enriquecen a costa de la vida
humana, como sería el caso de Fausto y Kevin Lomax, y, por otro lado, los personajes
secundarios que los siguen ciegamente, y que, por acción u omisión, les ayudan a realizar
sus fechorías. Quedarían evidentemente los otros, las víctimas, los marginados, los extras,
en los que estriba la única esperanza de emancipación cuando salen de su invisibilidad a
través de la movilización social. Pero entonces, curiosamente, son ellos, los extras
movilizados, a quienes la derecha de vocación dictatorial presenta como peligrosos
demonios rojos, comunistas, que deben ser encerrados en el infierno de las prisiones
clandestinas, torturados, asesinados y desaparecidos, para permitir que sigan haciendo de
las suyas los Kevin Lomax, los verdaderos seres demoniacos, los que han vendido su
alma al demonio del capital.
En el quinto capítulo, el de Ian Parker, nos encontramos con personajes muy
próximos a Kevin Lomax. Sin embargo, en lugar de verlos actuar en la pantalla grande,
ahora los descubrimos en la realidad cotidiana de los bancos de inversión de Wall Street,
en donde fueron estudiados por Alexandra Michel a través de una minuciosa
investigación presentada, comentada y cuestionada por el autor del capítulo. Esta vez, si
hay una violencia capitalista que importa, ya no es, como en los capítulos anteriores, la
ejercida sobre obreros, comunistas, mujeres tribales o enemigos del orden imperial, sino
la sufrida en el propio cuerpo de quienes representan el capitalismo en el sector bancario
y financiero. Los banqueros y otros empleados de la finanza no requieren de
explotadores, pues ellos mismos se explotan, se violentan y acaban consigo mismos.
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Digamos que entregan voluntariamente su propia sangre al vampiro del capital que
personifican para sí mismos. Tan sólo así, como personificaciones del capital mortal y
mortífero, pueden enriquecerse a costa de su propia vida. Tenemos aquí, en efecto, una
suerte de auto-explotación que termina saldándose con la completa destrucción de la
salud. Tras unos cuatro años de trabajo excesivo y de privación de sueño, los sujetos
exitosos entran en depresión, padecen burnout y presentan diversas enfermedades que los
debilitan y paralizan. Aun cuando el resultado no es tan desastroso, como lo argumenta el
autor al criticar a Michel, no deja de haber un estado subjetivo caracterizado por una total
alienación en el capitalismo que se manifiesta como adaptación obsesiva.
Si la adaptación misma puede ser un efecto violento del capitalismo, es porque la
violencia no es una excepción o una irregularidad, sino que fundamenta y atraviesa la
sociedad y la cultura, tal como nos lo muestra Svenska Arensburg en el capítulo sexto.
Este capítulo busca precisamente poner de manifiesto el carácter estructural objetivo,
normal o regular, de la violencia en la vida social y en las formaciones culturales.
Aproximándose críticamente a la psicología de la violencia, la autora insiste en que las
expresiones violentas subjetivas no suelen ser más que emergentes patentes de estructuras
objetivas subyacentes que deberían desentrañarse para no incurrir en formas de
psicologización, patologización e individualización del problema de la violencia. En el
caso de la sociedad capitalista, en lugar de estigmatizar como violentos a ciertos
individuos o colectivos que son víctimas de marginación, habría que remontar al origen
de su violencia en el sistema que los violenta por el hecho mismo de marginarlos, tal
como lo ilustra la autora al referirse a la situación en un barrio de Santiago de Chile.
En el séptimo capítulo, recurriendo a la teoría freudiana de la horda primitiva, Mario
Orozco también reconocerá el papel del elemento violento en el origen y en la
constitución del mundo social-cultural humano. Sin embargo, tras haber constatado el
aspecto originario y constitutivo de la violencia, Orozco denunciará su doble fundamento
en las relaciones asimétricas de poder y de propiedad que se realizan respectivamente por
la opresión y la explotación. Esto le permitirá conectar la teoría freudiana con la
perspectiva marxista en un esquema bidimensional en el que se distinguen
perpendicularmente la verticalidad, vinculada con la violencia del padre primordial, y la
horizontalidad, ligada con la igualdad, la fraternidad y la solidaridad entre los hermanos.
Ambas dimensiones se ilustran a través de la matanza y desaparición de estudiantes de la
Escuela Normal Rural de Ayotzinapa en México: promoviendo y prefigurando relaciones
sociales horizontales en su ideal comunista, los estudiantes fueron víctimas de la
violencia ejercida verticalmente sobre ellos por el Narco-Estado capitalista neoliberal.
Así como una proporción considerable de la población mexicana celebra cualquier
tipo de represión contra los estudiantes, así también muchos brasileños, como lo muestra
Christian Ingo Lenz Dunker en el penúltimo capítulo, están de acuerdo con la reducción
de la edad legal y demandan más cárceles y menos escuelas para los jóvenes juzgados
violentos. Este fenómeno, tal como es examinado por el autor del capítulo, revela detalles
fundamentales de la manera en que la sociedad capitalista contemporánea percibe la
violencia: su desaprobación cuando es ejercida por sectores populares, su aprobación
cuando es ejercida por el Estado y las instituciones, su invisibilidad en sus formas
adaptativas económicas, su constante utilización opresiva encubierta por ideales de no-
violencia y su indiferenciación interna que nos impide valorizar actualmente medios
violentos de crítica y de resistencia. Lo que tenemos, en definitiva, es un prejuicio contra
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cualquier violencia que no haya sido ideológicamente legitimada.
El prejuicio contra la violencia es tan falsamente universal como lo es también la
noción de los derechos humanos. Esta falsa universalidad es bien demostrada por
Carolina Collazo y Natalia Romé, en el último capítulo, tras evocar la famosa imagen de
Aylan Kurdi, el niño sirio ahogado en las costas de Turquía. Si esta foto conmovió al
mundo entero, fue porque ofendía un ideal humanitario que atraviesa fronteras y cuya
universalización, por cierto, resulta indisociable de la globalización capitalista. Sin
embargo, independientemente de cualquier humanismo sin fronteras, el caso es que
existen fronteras y es precisamente por esta razón que Aylan se ahogó al querer ingresar a
Europa. Quizás lo único verdaderamente globalizado, plenamente universalizado, sea el
capitalismo con su violencia estructural, pero es también por tal violencia, después de
todo, que Aylan debía terminar ahogado en la costa de Turquía. Para defendernos de esta
violencia capitalista globalizada, quizás necesitemos de ciertas formas populistas,
socialistas y hasta comunistas de reorganización del Estado nacional como las que se han
desarrollado en los márgenes latinoamericanos en los últimos años.
X. CONCLUSIÓN: DE LA VIOLENCIA CAPITALISTA A LA ANTICAPITALISTA
Como hemos visto, los nueve capítulos del presente libro ilustran sus reflexiones con
ejemplos actuales de procesos, contextos o acontecimientos violentos como la guerra en
Siria y la muerte de Aylan en Turquía, la delincuencia y la represión en un barrio
marginal de Santiago de Chile, el asesinato y la desaparición de los estudiantes de
Ayotzinapa en México, la reducción de la edad penal y la retórica agresiva de la derecha
cristiana en Brasil, el maltrato de las mujeres en India, la autoinmolación de los hombres
de la finanza en Wall Street, los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York, las
invasiones a Irak y Afganistán, y la inminente destrucción del planeta y de sus habitantes.
Semejante visión de nuestro violento mundo contemporáneo, además de resultar
desoladora, llama la atención por la falta de violencias revolucionarias que planteen
alternativas y que resulten irreductibles al ciclo violento en el que se insertan, por un lado,
el capitalismo explotador y su Estado opresivo, y, por otro lado, el crimen y el terrorismo
fundamentalista. Las únicas alusiones a esta otra violencia revolucionaria, la prescrita en
ciertas corrientes del marxismo, se refieren a épocas pretéritas, como en el capítulo de
Lara, o se mantienen en el plano especulativo y evitan cualquier ilustración concreta,
como en los textos de Dunker y Pavón-Cuéllar.
La falta recién mencionada resulta particularmente significativa cuando consideramos
que, al invitar a los autores, les pedimos de manera explícita que abordaran tanto la
violencia capitalista como la anticapitalista. ¿Cómo explicar, entonces, que la segunda no
haya despertado prácticamente ningún interés? Uno habría esperado que hubiera más
referencias a ella entre académicos próximos a la tradición marxista, en la cual, fuera de
las corrientes reformistas y social-democráticas electoralistas, y de modo práctico-
estratégico o al menos teórico-analítico, se considera el papel de la violencia como
“comadrona” de la historia (Marx, 1867, p. 639), se reconoce a menudo el “carácter
inevitable de la revolución violenta” (Lenin, 1918, p. 287), se tiende a concebir el acto
revolucionario como un “acto de violencia” que debe recurrir a la “máxima fuerza” (Mao
Tse-Tung, 1927, p. 27), y se llega incluso al extremo de valorizar la violencia como el
único medio que puede satisfacer a un materialista, ya sea un académico militante o “las
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masas” como el más firmemente materialista de los sujetos, en su “gusto voraz de lo
concreto” que excluye cualquier “mistificación” idealista (Fanon, 1961, p. 91).
La revolución violenta resulta doblemente digna de atención cuando la consideramos
en una perspectiva, como la nuestra, en la que se articulan el marxismo y el psicoanálisis.
Ya en los orígenes de tal articulación, en la sesión del 10 de marzo de 1909 de la
Sociedad Psicoanalítica de Viena, después de que Adler hubiese rendido crédito a Marx
tanto por su descubrimiento de las “pulsiones agresivas” constitutivas del capitalismo
como por la manera en que logró hacer consciente lo inconsciente, Freud retomó la idea
para distinguir dos tendencias históricas de la humanidad, una a reprimir cada vez más y
otra a cobrar cada vez más conciencia, lo que permitió que Federn y Adler apreciaran la
función de la conciencia de clase, en el marxismo, para “liberar” la “pulsión agresiva”
que se mantiene reprimida en el sistema capitalista e inhibida entre los neuróticos bien
adaptados al sistema (Adler et al., 1919, pp. 71-176). La violenta revolución
anticapitalista, como retorno de lo reprimido, no sería, en definitiva, sino un retorno
contra el capitalismo de la propia violencia constitutiva del capitalismo.
Considerando el poder inmenso del sistema capitalista, ¿cómo acabar con él sin
volver su poder contra él? ¿Acaso no es lo que ha hecho él con todo nuestro poder al
extraerlo de nuestra vida explotada como fuerza de trabajo? ¿Cómo recuperar esta vida si
no es bajo la forma de una pulsión violenta contra el capitalismo? Quizás ésta siga siendo
la única forma de revolucionar algo en el mundo. Entenderíamos entonces por qué Mao
Tse-Tung (1927) nos dice que “hacer la revolución” contra la violencia capitalista es
incurrir simétricamente en un “acto de violencia”, que este acto es el único acto
revolucionario, y que no puede ser algo tan “apacible, amable, cortés, moderado y
magnánimo” como “escribir una obra”, un libro como el presente (p. 27). Y, sin embargo,
el propio Mao (1930), aunque repudie la “tendencia a rendir culto a los libros” que nos
“divorcia de la realidad”, también reconoce que los “necesitamos” (p. 41). Pero los
necesitamos en un sentido muy preciso: no como sustituto de una realidad de la que
podemos entonces divorciarnos, sino como parte de la realidad, como su prolongación o
continuación.
La realidad abarca también los capítulos del presente libro. Tal vez haya en ellos ya
el ejercicio práctico intelectual de una violencia revolucionaria que retorne la violencia
capitalista contra ella misma. Si así fuera, entonces estaríamos seguros de haber
empezado a resolver de algún modo el problema que investigamos. Y, al empezar a
resolverlo, tendríamos al menos la certeza de que empezamos a investigarlo, ya que, a fin
de cuentas, en una retroactividad materialista como la nuestra, “investigar un problema es
resolverlo” (Mao Tse-Tung, 1930, p. 39).
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